Kitabı oku: «Niebla (Nivola)», sayfa 2
IV
«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño?—iba diciéndose Augusto camino de su casa—. ¿Es acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo…! Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación. Pero si yo adelanto aquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja de serlo… Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que empleen para los rótulos de los comercios tipos de letra tan feos como ése? Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y éste mata a aquél. Nihil volitum quin praecognitum me enseñó el P. Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero el amor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.
¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la negrura de la noche, cuando escapándose de junto a San Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la que ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!»
Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.
«El conocimiento viene después…—siguió diciéndose—. Pero… ¿Qué ha sido eso? Juraría que han cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas… ¿Habrá sido ella? El corazón me dice… ¡Pero, calla, ya estoy en casa!»
Y entró.
Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio.»
Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y mientras, la mujer de éste, la cocinera, contemplaba el juego.
Empezó la partida.
–¡Veinte en copas!—cantó Domingo.
–¡Decidme!—exclamó Augusto de pronto—. ¿Y si yo me casara?
–Muy bien hecho, señorito—dijo Domingo.
–Según y conforme—se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.
–Pues ¿no te casaste tú?—le interpeló Augusto.
–Según y conforme, señorito.
—¿Cómo según y conforme? Habla.
–Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.
–Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de…
–Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito…—agrego Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo.
–¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!
–Pues que como el señorito es tan bueno…
–Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.
–Ya recuerda lo que decía la señora…
A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú, cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer… y gobernarte».
—Mi mujer tocará el piano—dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.
–¡El piano! Y eso ¿para qué sirve?—preguntó Liduvina.
–¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios…
–¿De los nuestros?
–¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí sirve… sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.
–¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?
–Liduvina… Liduvina…
La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.
–Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.
–Entonces no lo tocará—añadió con firmeza Liduvina—. Y si no, ¿para qué se casa?
–Mi Eugenia…—empezó Augusto.
–¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano?—preguntó la cocinera.
–Sí, ¿pues?
–¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?
–La misma. ¿Qué, la conoces?
–Sí… de vista…
–No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo…
–Es buena muchacha, sí, buena muchacha…
–Vamos, habla, Liduvina… ¡por la memoria de mi madre!…
–Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?…
Y levantándose la criada, se salió.
–¿Y qué, acabamos?—preguntó Domingo.
–Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?
–A usted, señorito.
–Pues allá va.
Y perdió también la partida, por distraído.
«Pues, señor—se decía al retirarse a su cuarto—, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»
Y se acostó.
Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos mortales años… desde que murió mi santa madre… Sí, sí, hay un aburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inventado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todas estas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y conmigo!»
Y quedóse dormido.
V
Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestades; en derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: «¡La Correspondencia…!» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.
«¿Sueño o vivo?—se preguntó embozándose en la manta—. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el papel ése? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato más.» Y diose media vuelta en la cama.
¡La Correspondencia…! ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos después.
«¡Imposible!—volvió a decirse Augusto—. Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor… ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia.»
Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?
Pero este pensamiento se le fué diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.
«La esencia del mundo es musical—se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo—. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.»
Le interrumpió un golpecito a la puerta.
–¡Adelante!
–¿Llamaba, señorito?—dijo Domingo.
—¡Sí… el desayuno!
Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.
«El amor aviva y anticipa el apetito—siguió diciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»
Se levantó a tomar el desayuno.
–¿Qué tal tiempo hace, Domingo?
–Como siempre, señorito.
–Vamos, sí, ni bueno ni malo.
–¡Eso!
Era la teoría del criado, quien también se las tenía.
Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.
Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla—se dijo—, si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata…! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, le saludó aún más con los ojos que con el sombrero.
Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera.
«Es ella, sí, es ella—siguió diciéndose—, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía prestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia…!»
Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos».
Le volvió a la realidad—¿a la realidad?—la sonrisa de Margarita.
–¿Y qué, no hay novedad?—le preguntó Augusto.
–Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.
–¿No le preguntó nada al entregársela?
–Nada.
–¿Y hoy?
–Hoy sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo…
–¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.
–Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio.
–¿Que tiene novio?
—Ya se lo dije yo, señorito.
–No importa, ¡lucharemos!
–Bueno, lucharemos.
–¿Me promete usted su ayuda, Margarita?
–Claro que sí.
–¡Pues venceremos!
Y se retiró. Fuése a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oir cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia.
Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias.
De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.
Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni a apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del Coco.
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fué derritiendo los negrores.
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido.
Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que era el poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo—le decía por las noches, antes de acostarse—, Augusto.» Y éste llevaba a sus sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.
Como un sueño dulce se les iba la vida.
Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que trascendía a lágrimas lejanas.
Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: «Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fué en lo que más sobresalió aquella dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas…»—se decía Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió psicología, y esto era lo que más se le resistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!»—solía decir a esto. Estudió física y química e historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellos motajos raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele la sanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío—le decía—; no estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tiene las cosas de dentro.»
Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas exclamó: «¡Si viviese tu padre…!» Después le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al cenicero de su difunto.
Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la melancolía de la pobre madre al ver que su hijo ensayaba las alas. «Yo para ti, yo para ti—solía decirle—, y tú, ¡quién sabe para qué otra!… Así es el mundo, hijo.» El día en que se recibió de licenciado en derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y besó la mano de una manera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole al oído: «¡Tu padre te bendiga, hijo mío!»
Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba con un beso en la cama. No pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo primero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él no comía, tampoco ella.
Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban así: «Cuando te cases…»
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo mío—solía decirle su madre—, es cuando te encuentres con la primera espina en el camino de tu vida.» ¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!
«Si viviera mi madre encontraría solución a esto—se dijo Augusto—, que no es, después de todo, más difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado.»
Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo!—se dijo—. Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para matarlo.» Y lo recojió.
El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano…!»
–Trae leche, Domingo; pero tráela pronto—le dijo al criado no bien éste le hubo abierto la puerta.
–¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?
–No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.
–Vamos, sí, es expósito.
–Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.
Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.
Y Orfeo fué en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia.
«Mira, Orfeo—le decía silenciosamente—, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre… Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»
Fué melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.
VI
«Tengo que tomar alguna determinación—se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la Avenida de la Alameda—; esto no puede seguir así.»
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recojer la jaula. El pobre canario revoloteaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.
–¡Oh, gracias, gracias, caballero!
–Las gracias a usted, señora.
–¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?
–Con mucho gusto, señora.
Y entró Augusto.
Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.
En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:
–(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)
Augusto pensó en la huída, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.
Augusto se decidió por fin.
–No le entiendo a usted una palabra, caballero.
–De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto—dijo la tía, que a este punto entraba.—Y añadió dirigiéndose a su marido:—Fermín, este señor es el del canario.
–Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto—le contestó su marido.
–Este señor ha recojido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted—añadió volviéndose a Augusto—¿quién es?
–Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.
–¿De doña Soledad?
–Exacto; de doña Soledad.
–Y mucho que conocí a la buena señora. Fué una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.
–Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
–¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
–Para mí, sí.
–Gracias, caballero—dijo don Fermín, agregando:—Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas…
–Cállate con tu estribillo, hombre—exclamó la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?
–Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
–¿Esta casa?
–Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
–Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
–¿Quién conoce los caminos de la Providencia?—dijo don Fermín.
—Yo los conozco, hombre, yo—exclamó su señora—; y volviéndose a Augusto: Tiene usted abiertas las puertas de esta casa… Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad… Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza…
–¿Y la libertad?—insinuó don Fermín.
–Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.
–¿Anarquismo?—exclamó Augusto.
Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:
–Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo—y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla—, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas…
–Y usted ¿no es anarquista también?—preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
–¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?
–Hombres de poca fe, que llamáis imposible…—empezó don Fermín.
Y la tía interrumpiéndole:
–Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular… Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
–Tanto honor, señora…
–Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa. Luego, ¡fué criada con tanto mimo!… Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano…
–¿Catástrofe?—preguntó Augusto.
–Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con que levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
–La chica no es mala—prosiguió la tía—, pero no hay modo de entenderla.
–Si aprendierais esperanto…—empezó don Fermín.
–Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?
—Pero ¿usted no cree, señora—le preguntó Augusto—, que sería bueno que no hubiese sino una sola lengua?
–¡Eso, eso!—exclamó alborozado don Fermín.
–Sí, señor—dijo con firmeza la tía—; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar con las criadas que no son racionales.
La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable.
–Ahora, si es en teoría—añadió—, no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio…
–Señores—dijo Augusto levantándose—, estoy acaso molestando…
–Usted no molesta nunca, caballero—le respondió la tía—, y queda comprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué no?»—le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos…»
Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato».
Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
—¿Sabes, Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
–Augusto Pérez… Augusto Pérez… ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
–Pichín, mi canario.
–Y ¿a qué ha venido?
–¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
–¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín.
–Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico.
–Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
–Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
–Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
–Tú le verás, chiquilla, tú le verás e irás cambiando de ideas.
–Lo que es eso…
–Nadie puede decir de esta agua no beberé.
–¡Son misteriosos los caminos de la Providencia!—exclamó don Fermín—. Dios…
–Pero, hombre—le arguyó su mujer—, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
–Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino…
–Obedece, ¿no es eso?
–Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cojió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos, y añadió:
–Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece… obedece…
–Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
–También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
–¡Bueno, se verá!—terminó la tía.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.
