Kitabı oku: «Sin redención», sayfa 3

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III Círculo vital

Para consuelo de su familia, la noticia del asesinato de Leonor Lagos en la habitación de un motel clandestino al poniente de Santiago no apareció en la prensa esa noche ni en los días posteriores. Los periodistas no quisieron indagar más al ver que ninguna versión oficial fue entregada por las autoridades ni tampoco sus editores de prensa presionaron para que la noticia fuese publicada. Era un asesinato sin repercusión que podía pasar inadvertido, que quizá solo hubiese servido para rellenar un poco las cada vez más reducidas páginas rojas, describiendo someramente el hecho, sin más datos que el nombre de la víctima, el lugar y la falta de asesino. Sin embargo, a ningún familiar ni conocido que preguntó se le ocultó la verdad, pero fueron pocos los que quisieron saber más detalles. Seguir insistiendo, a pesar del sentimiento de justicia que todos albergaban, podía camuflarse con el morbo. Que no pasara la noticia al escarnio público fue lo primero que le comentó su madre a los detectives: «Por suerte no ensuciaron su nombre ni el de la familia porque, por cómo la mataron, ha sido perderla dos veces». Andrés Toro se los había advertido, no sacarían nada con interrogarlos. Incluso, la presencia de los detectives en el funeral, realizado tres días después, había incomodado a más de alguno. Vargas y Paredes observaron la ceremonia desde lejos, pero en un lugar en que tanto ellos como el auto con baliza pudiesen ser reconocidos por los asistentes.

Las pesquisas se iniciaron con la ayuda de la Brigada del Ciber Crimen, que pudo acceder al computador desde donde se había reservado la pieza del motel: correspondía a uno de los equipos de un ciber café del centro de Santiago. Allí, no tenían cámaras ni menos registros de los clientes. Pidieron las grabaciones de las cámaras de seguridad urbanas más próximas al local, las que solo les mostraron una marea humana indescifrable. Como corroboraron posteriormente, a esa hora, tanto Leonor como su esposo se encontraban en sus respectivos laboratorios, salvo durante el tiempo que se tomaron para el almuerzo. Con frecuencia almorzaban solos; Leonor, en algún restorán de Independencia, frente a la facultad de Medicina, y Andrés, en cualquier local de comida del barrio universitario de República.

Las pericias realizadas al celular de Leonor permitieron encontrar un mensaje de texto enviado desde un celular del mismo ciber café donde se había hecho la reservación. Decía:

Necesito verte, urgente, hoy a las 6 en el motel, pieza 24. No me llames, olvidé mi celular. Solo ven.

El mensaje demostraba que Leonor no estaba buscando un encuentro casual y que conocía de antes el lugar. También validaba la hipótesis del amante, colocando a «Santo Tomás» en el primer lugar de los sospechosos; un amante fantasma, del cual solo el esposo había esbozado indicios de su real existencia. En los días siguientes, Andrés Toro mantuvo lo dicho al momento de reconocerla: un mes antes la había seguido hasta el motel, pero desconocía quién podía ser su amante. Nunca habló con ella, nunca la encaró. Tampoco tenía algún sospechoso ni nadie para aventurar conjeturas. A todas las preguntas de los detectives contestaba despacio, dubitativo y ensimismado, como si le costara traer a su mente las respuestas de lo que se le estaba preguntado. Con él, los detectives no pudieron expandir la investigación.

Tampoco pudieron sacar mayor información al interrogar nuevamente a la muchacha de la recepción. El asesino tenía que haber pasado frente a ella.

—No sé cuanta gente había en ese momento —les contestó—, yo generalmente los cuento, pero como siempre cuadra la caja, no me preocupaba mucho en realidad. Es que la gente aquí es súper correcta.

—¿Y te cuadró la caja ese día con las reservas de Internet? —le preguntó Vargas.

—Con todo el barullo no conté la plata.

El dueño había retirado el dinero. Vargas le tiró encima a los inspectores de impuestos internos quienes iniciaron un sumario en su contra. Cinco días estuvo cerrado el motel clandestino, luego de los cuales volvió a abrir.

Sobre los clientes que no alcanzaron a arrancar, pudieron comprobar la veracidad de sus nombres y la dirección de sus domicilios con las patentes de los autos. El diplomático que decía no hablar español correspondía a un funcionario de la embajada de Israel. Vargas pensó que no tenía mayor sentido seguir investigándolos.

En la creación del círculo vital de Leonor (terminología utilizada para recrear el perfil social y familiar de las víctimas, con lo cual se establecían los hábitos diarios y se singularizaba a cada una de las personas con las cuales tenían relación), la existencia del amante no tuvo cabida alguna. Leonor Lagos, en apariencia, llevaba una vida alejada del ámbito en que se dio su muerte. Su círculo cercano desconocía las aristas de su doble vida.

Leonor era la única mujer de cuatro hermanos de una familia adinerada, pero sin las influencias suficientes como para acallar el morbo noticioso o convertir su asesinato en una cruzada de interés público. La madre les hizo hincapié en la formación estricta y preocupada que habían recibido sus hijos, donde el bienestar se alcanzaba a través de la educación y el desarrollo intelectual. A simple vista, entre ellos no existían vínculos más estrechos que los netamente filiales, no eran dados al secretismo ni a complicidades. Aunque el padre mostraba claros indicios de Alzheimer, fue él quien pareció más afectado con la noticia. Ambos padres hablaron de Leonor como una buena hija, atenta, aunque no más que Eduardo, el hijo menor, que aún vivía con ellos. Lo que más le dolía a la madre, en sus propias palabras, era que no habían tenido un nieto, el cual esperaban hacía tiempo. Los otros dos hermanos mayores, solteros aún, no tenían mayor contacto con Leonor más que verla algunos fines de semana o para los cumpleaños. En definitiva, su muerte le había causado un gran dolor a la familia, tanto por la pérdida de una hija y hermana como por las circunstancias en que había ocurrido.

En su lugar de trabajo, un laboratorio de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, los detectives tampoco pudieron recabar información que les fuese muy útil. Se entrevistaron primero con el director del laboratorio, el profesor doctor Iván Petrov, quien primero les explicó los títulos que antecedían a su nombre, escritos en la puerta de su oficina y en una placa de bronce sobre su escritorio; «profesor»por ser profesor titular, máximo nivel otorgado por la universidad para un docente, y «doctor» por su grado académico. Leonor también era doctora en bioquímica, pero ella solo era profesora asistente. Les habló de Leonor como una mujer muy dedicada, buena profesional y amante de la ciencia, una persona intelectualmente muy capaz y esforzada, a la que no le gustaba malgastar su tiempo; en definitiva, una gran bioquímica que había perdido el país. Les explicó en qué consistía su rutina de trabajo, para luego comenzar a hablarles sobre su tema de investigación y de sus años en la Universidad de Columbia. Vargas y Paredes tuvieron que escucharlo por más de una hora sin tener oportunidad de interrumpirlo. Vargas solo anotó en su libreta que trabajaba con plantas. Luego pidieron hablar con los demás científicos del laboratorio.

—La mayoría son estudiantes de pregrado y doctorado que están aquí para desarrollar sus tesis —les dijo el profesor doctor.

—De todas formas queremos hablar con ellos —le dijo Vargas.

Eran cuatro alumnos que no pasaban los veinticinco años de edad. Todos estaban tristes con la noticia. Uno de ellos les dijo que no sabía cómo iba a terminar su tesis.

En los demás laboratorios y grupos de trabajo, como el de docencia del cual Leonor formaba parte, se mostraron afectados con la noticia y la describieron con atributos similares a los que dio el profesor doctor, aunque dejaron entrever que no la habían llegado a conocer mucho.

El conserje de su edificio, las amigas de colegio y de la infancia y los compañeros de carrera también fueron interrogados, pero todos, a ciencia cierta, no se explicaban lo que le había ocurrido. Era como si en algún momento su vida hubiese tomado un camino divergente.

El mensaje de texto y su cuerpo tirado en la tina, con dos golpes mortales en la cabeza, eran las únicas piezas que tenían los detectives para armar.

Por la tarde del mismo día del funeral, Vargas y Paredes interrogaron a Catalina Subercaseaux, la sicóloga de Leonor, quien la había tratado por más de dos años. La entrevistaron en su consulta, que a su vez era su domicilio particular, un departamento de la calle Carlos Antúnez, en el barrio de Providencia. Les abrió la puerta su hija, una bella muchacha de veinte años aproximadamente, que les pidió que esperaran en el living. Paredes se entretuvo mirando las fotografías de la familia, donde en casi todas se veía al padre, la hija y la madre, abrazados siguiendo ese mismo orden. Luego de media hora, la sicóloga los hizo pasar a una habitación arreglada como consulta, provista de dos sillas y un diván puesto hacia la pared, en contraposición al lugar que la sicóloga ocupaba. Vargas se sentó en la silla y Paredes se mantuvo de pie, apoyándose en la parte alta del diván. El lugar lo completaba un estante con revistas y archivadores amarillos, con números y nombres, además de un par de diplomas colgados en la pared. No los recibió de buena gana. Les dijo que aún estaba muy afectada por lo que había sucedido, que tenía poco tiempo, que en media hora más llegaría una paciente y que prefería que se fueran antes. Catalina era una mujer de al menos cincuenta años de edad que conservaba su atractivo: tenía una figura delgada, tez blanca y pelo rizado, rojizo, cejas pequeñas y delineadas, y unos pómulos redondos y sobresalientes que le daban un aire adusto y lejano a su rostro, como de mujer esquiva y de carácter fuerte. Solo bajo sus ojos y en algunos pliegues de su cuello tenía la piel más laxa. Sus párpados aún estaban hinchados.

—Su colaboración puede sernos de gran ayuda para nuestra investigación —le dijo Vargas.

—Eso espero.

—Usted conocía a Leonor muy bien, la trató por dos años, ¿no?

—Sí, así es.

—Es curioso entonces que no se haya acercado antes para hablar con nosotros —le dijo Paredes.

—Todo ha sido demasiado rápido, aún no lo asimilo. Además, lo mismo podría decir yo del trabajo de ustedes, ¿no?

—Solo hoy supimos que Leonor se trataba con usted. Nos lo contó su madre.

En un primer momento su expresión se mantuvo fría; fijaba la mirada en los detectives al contestarles, como si los estuviese estudiando en la profundidad de sus pupilas. Su voz sonaba segura, fluida, tanto que daba la impresión de que supiese de antemano lo que iba a contestarles. Lo primero que les dijo fue que debían entender que cualquier información que les entregara se regiría por el secreto profesional. Cuando le pidieron que les entregara el diagnóstico de Leonor, la sicóloga se limitó a decirles que ella sufría de depresión. Luego, la describió como una persona sensible, con gran aprecio y entusiasmo por lo que hacía, por su trabajo, por la pintura; les dijo que ella le había recomendado que entrara a un taller. Los detectives habían visto algunos cuadros pintados por Leonor en la casa de sus padres, un par de fruteras, algunas puertas y ventanas. No había ningún cuadro en su casa. Vargas le pidió la dirección del taller y la sicóloga se la dio.

Cuando le preguntaron si sabía que Leonor tenía un amante, Catalina les respondió que no, que nunca, en ninguna de las sesiones, ella le dijo que le había sido infiel a su esposo. La sexualidad no era un tema recurrente en Leonor, les dijo, en ese ámbito siempre se mostró conforme.

—¿Conforme? —la interrumpió Paredes.

—Sí, conforme.

—¿Conforme a qué? ¿A quién?

—Conforme consigo misma.

Luego les dijo que Leonor era una paciente especial; aunque consideraba que todos sus pacientes de algún modo lo eran. Durante el tratamiento no pudo establecer algún episodio detonante de la aflicción de Leonor, ni en su presente ni en sus recuerdos, por lo cual, durante las sesiones, se abocaban a fortalecer el control de sus emociones, a templar su carácter frente al fracaso reiterado que involucra trabajar por sobre la barrera de lo conocido, asumiendo que, como científica, tenía que soportar un alto grado de frustración a pesar de mantener una personalidad competitiva. Les dijo también que su vida familiar distaba mucho de lo que ella hubiese querido, tanto con sus padres, a quienes les guardaba gran rencor por la forma distante y poco afectiva con que la habían criado, como con su esposo, de quien tenía una pésima opinión. Andrés Toro no se merecía a una persona como Leonor, les dijo, es un don nadie, un poca cosa.

—¿Leonor Lagos tenía también esa apreciación de su esposo o solo es un comentario suyo? —le preguntó Vargas.

—Ella quería divorciarse —le contestó Catalina.

—¿Y por qué no lo hizo, no alcanzó? —le preguntó Paredes.

—No lo sé. Quizá no lo hizo por lástima.

—¿O por miedo? —le preguntó Vargas.

—No, por miedo no, al contrario, su autoestima era muy superior a la opinión que tenía de su marido. Sé que la lástima no es la palabra más adecuada para entender que una persona siga casada con otra, pero… yo no lo entiendo aún, nunca pude establecer el lazo real que los unía. Él prácticamente ya no existía para Leonor.

Catalina Subercaseaux no conocía a Andrés Toro, solo lo había visto por primera vez en el funeral, esa mañana. Dijo que él nunca quiso acompañarla a la terapia, que le decía que la dejara, que solo estaba perdiendo tiempo y dinero, pero Leonor no le hizo caso. Después, la terapia también se había vuelto parte del problema, Andrés se resistía a que siguiera viéndose con ella. Celos de un marido caprichoso, algo bastante frecuente, les dijo.

—¿Entonces, le repito, dado que se llevaba tan mal con su marido, no cree que era alta la posibilidad que tuviese un amante? —le preguntó Vargas.

—Puede ser, pero dudo que tuviese uno. Sus problemas eran otros.

—Los problemas que a usted le contaba —le dijo Paredes.

—Sí, claro, solo puedo hablar por lo que ella me decía. Usted tiene una gran lógica, detective.

—¿Y una aventura, algo pasajero? —insistió Vargas.

—No lo creo.

—Ella era asidua a ese motel, lo conocía. ¿Cree que podría haberle excitado la posibilidad de acostarse con alguien desconocido?

—No lo sé.

—¿Nunca le escuchó algún deseo oculto de ese tipo, algún placer prohibido?

—No, entiendan, yo la conocía. Para mí era una amiga, una gran amiga con la que compartí por más de dos años, aquí se da una conexión fuerte entre las personas. Ese es mi trabajo.

—La trataba los martes y los jueves, ¿no? Dos veces por semana.

—La trataba los martes, los jueves o ambos días. Si ella lo necesitaba nos veíamos dos veces a la semana.

—¿Y fuera del trabajo, se veían? ¿Tenían, cómo decirlo, algún tipo de relación? —preguntó Paredes.

—Nos juntamos un par de veces a tomar un café fuera de la consulta.

—¿Sabe usted como murió, en qué circunstancias? —le preguntó Vargas. Paredes estaba desenfocando la conversación, lo que a Vargas no le parecía del todo mal.

—Sí. Claro que sí. Estoy enterada.

—¿Entiende entonces por qué soy tan insistente con el asunto del amante?

—Sí, lo entiendo.

—¿Sospecha de alguien? ¿Alguna persona a la que ella le haya dicho que le temía, algún problema de otra índole?

—Ella, en general, no tenía problemas con nadie, salvo quizá con su marido.

—¿Y duda de él? Porque eso deja entrever.

La sicóloga demoró su respuesta.

—Esa duda no la voy a poner yo en su cabeza.

—A usted se le vio muy afectada hoy —le dijo Paredes. La sicóloga había llorado durante todo el funeral, sola, un tanto alejada de los demás.

—Me golpeó mucho su muerte. Leonor era una gran amiga, ya se lo dije.

—Y también debe sentirse un tanto frustrada profesionalmente ¿no?, digo, por no haber llegado a conocerla bien —le dijo Paredes.

La sicóloga por primera vez mutó su semblante, volviendo vacía la mirada y empezando a llorar. Bajó la cabeza y con una mano intentó quitarse las lágrimas, pero no pudo. Al volver a levantar la cabeza, miró fijo al centro de los dos detectives.

—Ella me lo habría dicho.

—¿Y cómo se explica entonces que muriera en un motel, en manos de un desconocido? —le preguntó Vargas.

—Ya le dije. No lo sé.

—¿En algún momento le dijo que quería, no sé, explorar cosas nuevas, cruzar la línea, por ejemplo? —le dijo Paredes.

—Cállese, usted no la conocía.

—No, pero la vimos muerta, en una tina, con dos...

—Cállese.

Vargas tomó del brazo a Paredes y lo apretó para que no siguiera insistiendo. Luego le dijo a la sicóloga:

—Señora, no la queremos molestar, pero usted debe saber algo que nos pueda ayudar a encontrar al asesino de su amiga, usted parece ser la persona más cercana a Leonor, a quien le confesaba todos sus problemas, todos…

—No, no, ella a veces era impenetrable y yo no… no pude ayudarla, me entienden, respeten eso —otra vez volvieron las lágrimas, pero ya no trató de contenerlas.

Dejaron que llorara por un par de minutos antes de seguir hablando. Vargas miró a Paredes, él solo hacía su trabajo. Era un gran hijo de puta que solo hacía su trabajo. «El mismo trabajo que el mío», pensó después.

—Entonces, ¿no sospecha de nadie? —volvió a preguntar Vargas.

—No, de nadie.

—¿Cuáles eran sus problemas entonces?, ¿qué la mantuvo tanto tiempo en terapia?

—Ya no quiero seguir hablando.

—Contéstenos eso y nos vamos.

—¿Han estado ustedes alguna vez en tratamiento?

—Sí —contestó Vargas, luego de una pausa. Paredes lo miró sorprendido.

—¿Cuánto tiempo duró su terapia? —le preguntó la sicóloga.

—Tres años.

—¿Por qué motivo?

—Entiendo lo que quiere decir, señora. Perdone mi pregunta.

—Usted entiende entonces.

Repentinamente, la sicóloga volvió a adoptar un semblante hosco, como si no se perdonara haber perdido antes la compostura.

—¿En esos archivadores guarda la información de sus pacientes? —preguntó Paredes, poniéndose de pie y caminando por la consulta.

—Sí —le respondió ella.

—¿Podríamos darles un vistazo?

—Usted cree que le voy a contestar que sí.

—No sé. ¿Sí?

Ella intentó una sonrisa de fastidio y sarcasmo.

—No se preocupe señora, usted debe haber hecho un buen trabajo con ella, nosotros no somos sicólogos —dijo Vargas, y dio por terminada la entrevista.

Ella les indicó con un gesto la puerta de salida. En el living esperaba una mujer de lentes que les preguntó si ya podía pasar. Paredes le dijo que sí y salieron.

En el pasillo, mientras esperaban el ascensor, Paredes le dijo a Vargas:

—Así que estuvo mal de la cabeza por tres años, quién iba a pensarlo.

—¿No sabías? Me cagué a tiros a mi anterior compañero de trabajo.

—Ja, ja. No, ¿en serio?

—Lo dije por empatía, una palabra cuyo significado dudo que conozcas. ¿Acaso quieres que todos los testigos nos terminen odiando, pedazo de imbécil?

Paredes rio otra vez.

—No, pero si no los ponemos a prueba no vamos a sacar nada. Además, es rara, ¿no? ¿Qué chucha fue eso de «sexualmente confor-me»? ¿Le cree esa patraña?

—Sí. Le creí.

—Bueno, ahora lo confirmamos entonces.

—¿Qué cosa?

—Que no tenemos cómo llegar al amante. Que no tenemos ni una mierda.

Eso es verdad, pensó Vargas, no tenemos nada para encontrarlo, pero el amante, si es que existe, no tiene por qué ser la persona que estamos buscando, no tiene por qué ser el asesino. Porque Vargas seguía creyendo, y de paso sosteniendo como línea investigativa, la hipótesis de que Andrés Toro era quien había asesinado a su esposa. No había ningún impedimento para que él fuese Santo Tomás. Andrés Toro era el único que había hablado de un amante. La recepcionista del motel solo lo había visto a él entrar un mes antes. Y esa duda se transformaba en la excusa perfecta. De esa forma no tenía que describir a nadie, no tenía a nadie a quien reconocer. Un invento, una coartada y motivo a la vez. Porque los amantes imaginarios no matan a quien imaginariamente quieren, pero si pueden justificar la muerte. Le dan un motivo para matar a quien los imagina.

La noche del asesinato, después que Andrés reconociera el cuerpo, los detectives lo llevaron hasta su departamento. Durante el viaje sufrió un ataque convulsivo, pero sin perder la conciencia. Se opuso a que lo llevaran a un centro médico, prefería ir hasta su casa para así avisarles a los familiares de Leonor. Al llegar, Andrés estaba algo más repuesto. Le dijeron que cualquier antecedente que les entregara podía acelerar las cosas, que las primeras horas siempre eran vitales en una investigación. Andrés les contestó que no podía pensar en nada en esos momentos.

—¿Ella fumaba? Se lo preguntó porque encontramos una colilla apagada en la habitación —le dijo Vargas.

—Antes lo hacía, hace años. Pero no sé si volvió a hacerlo. Yo volví a fumar, por si les interesa. Lo hacía a escondidas de Leonor. Nunca estuve pendiente de sentirle el olor a ella, solo me preocupaba de que no se diese cuenta de que yo lo hacía.

Entraron a su departamento. Andrés llamó a Eduardo, el hermano de Leonor. Al darle la noticia comenzó a llorar, dejando caer el auricular. Paredes lo tomó y completó la información, vagamente, sin detalles. Eduardo Lagos llegó al departamento veinte minutos después. Preguntó dónde se habían llevado a su hermana y los detectives le dijeron que al Servicio Médico Legal. Andrés dijo que necesitaba ducharse antes de salir. Vargas se asomó en la habitación cuando Andrés estaba dentro del baño. Sobre la cómoda había varios algodones sucios y un estuche abierto con cosméticos desparramados. Los polvillos de las sombras se habían mezclado entre ellos, como si más de uno se hubiese golpeado y salido de su embase. Andrés salió del baño cubierto solo por una toalla, aún mojado, mientras Vargas seguía en la habitación.

—Disculpe, una última cosa: ¿su mujer siempre dejaba ahí sus cosméticos, sobre la cómoda?

—¿Qué?... no recuerdo. Nunca me fijé.

—Quizá la pasaron a buscar, salió apurada. No tenía maquillaje en su rostro.

—Por favor, no siga ahora. Salga de la habitación y deje que me vista.

—Oh, sí, disculpe.

Vargas salió, pero dejó la puerta abierta. Andrés se sentó en la cama, se quitó la toalla y comenzó a vestirse lentamente, aún mojado, estirando su mano para sacar la ropa del clóset como si lo hiciera al azar. Una vez que terminó, Vargas llamó a Eduardo, quien tomó de un brazo a Andrés para levantarlo y partir juntos hacia la morgue.

Cuando se quedaron solos, Vargas le propuso a Paredes ir a comer algo. Le preguntó si sabía dónde había unos chinos abiertos a esa hora. Paredes le contestó que probablemente en China. Terminaron en el servicentro de una bomba de bencina que, aunque anunciaba una decena de promociones de completos y hamburguesas, no tenía ninguna a esa hora, por lo que acabaron fumando y comiendo papas fritas de bolsa.

A diferencia de la mayoría de los detectives que consideran pendiente cualquier trabajo, y cualquier trabajo pendiente, a su vez, les resulta apremiante, para Vargas, el caso de Leonor Lagos y su carpintero solo significaba rutina, sacar la carpeta mental de cómo encontrar a un asesino y esparcir las pruebas sobre el mesón. Nada nuevo. Así lo había hecho siempre, en más de un centenar de casos, ganando incluso con algunos de ellos notoriedad pública, sobre todo cuando le tocó perseguir a un descuartizador que atemorizó a la capital por un mes, como si el hecho de buscar a un repartidor de miembros corporales, pensaba él, generara alguna reminiscencia morbosa de justicia entre las personas. Últimamente su nombre había vuelto a salir a la luz pública, vinculado con la reapertura del caso del asesinato de Tucapel Jiménez y del carpintero Juan Alegría Mundaca. Si bien lo habían citado como testigo, un llamado a declarar a la justicia por casos ocurridos durante la dictadura siempre generaba suspicacias.

El caso de Leonor Lagos era el único que tenía a cargo Vargas. Su desgano contrastaba con el entusiasmo de Paredes, que en su primer año de servicio se estaba enfrentando a su caso más intrincado, más excitante. Vargas ya era perro viejo en esas lides. Tenía sus méritos en la brigada, aunque nunca se los hubiesen reconocido. No era del tipo de personas a destacar ni subir en el escalafón, según sus superiores. Solo le quedaban tres años de servicio antes del retiro, tres años para cerrar su carpeta pericial con un aceptable porcentaje de aciertos, sentarse en su sillón y esperar cada mes el cheque de la jubilación. No se sentía orgulloso por ello, más bien conforme por haber cumplido con su labor. Porque si se quisiera describir en pocas palabras al comisario Vargas se podría decir de él que era del tipo de personas que siempre tienen el mismo corte de pelo. Sus días transcurrían sin sobresaltos, sin revoluciones. Decir que se había hecho detective porque así lo había querido la vida era equivalente a decir que la decisión no había pasado por él. Entró a la Policía de Investigaciones por su padre, el año 80, en plena dictadura. Sus primeros trabajos se trataron, básicamente, de encubrir el accionar de los sistemas institucionales de represión: ocultar pistas, cambiar pruebas, relacionar antecedentes o simplemente inventarlos para incriminar o proteger a quienes le ordenaban. Sus superiores lo pusieron ahí porque creyeron que tenía buena imaginación. En sus primeros años de servicio se cuestionó su labor, pero el miedo primero y la abulia después lo hicieron continuar. A fin de cuentas, su trabajo solo consistía en escribir y timbrar papeles, mover balas, cambiar huellas, inventar nombres y rellenar carpetas, viendo solo las consecuencias de sus actos en resoluciones y sentencias del poder judicial: sobreseimientos, negaciones de recursos de amparo y dictámenes que impartía la justicia del régimen, que a fin de cuentas, era la que ponía la música de un baile que todos estaban obligados a bailar. No sentía que con sus decisiones cambiase el destino de los demás, si no que solo adornaba un designio ya decidido por los de arriba. Por eso cada caso solo le representaba un conjunto de sucesos aislados que debía ordenar y encontrar la causa que conducía al efecto, nada más. Ocupar la lógica, la deducción y el método criminalista como un manual, sin entusiasmo, sin ansías que pudiesen entorpecer la mirada, sin pasión ni sed por nada.

El asesinato de Leonor Lagos debía ser resuelto porque ese era su trabajo, porque sabía cómo hacerlo y porque para eso le pagaban. Desde el primer día se puso en marcha, llamando a reunión a los del grupo investigativo. Cárdenas expuso las pruebas encontradas en el lugar del crimen: fotografías, el cigarro consumido (del cual no pudieron extraer material genético atribuible a alguna persona) y el frotis vaginal que resultó negativo a restos masculinos. Luego revisaron la cartera de la víctima, encontrando el mensaje de texto en el celular de Leonor. Elucubraciones, conexiones, método y deducción. Después los de la Brigada del Ciber Crimen determinaron el café como lugar donde se había efectuado la reserva y mandado el mensaje de texto. Desplazarse hasta allá, revisar las cámaras de seguridad, después los interrogatorios a los del motel, a Andrés Toro, que no había perdido la mirada de la noche anterior, que seguía sumido en el letargo, que respondió con monosílabos salvo cuando habló de su hijo que no llegó a nacer, que no se sorprendió con el mensaje encontrado en el celular de su esposa, que dijo que no hicieran interrogatorios a la familia, a los cercanos, que no tenía sentido, que no fueron muchos ni sirvieron de gran cosa, hasta terminar el día, y al siguiente, el informe de la autopsia: muerte por golpe de elemento contundente en la cabeza, noventa por ciento de probabilidad de que el arma homicida fuese un martillo; interrogatorio a los del trabajo, mientras avanzaban los preparativos del entierro por parte de Eduardo Lagos, que se encargó de todos los trámites que involucra la muerte: los papeles, conseguir la iglesia, pedir que destaparan la tumba y apretaran los huesos de los abuelos en el nicho de la familia, mientras todos a quienes se les informaba lo sucedido se preguntaban y encontraban más dudas en la incómoda respuesta de Andrés, que ya no hablaba de un amante, sino de no entender, mientras las amigas de infancia, una vez corrida la voz, querían saber algo más, porque no se conformaban, porque no entendían por qué a ella, aunque las circunstancias las acallaron por un rato, hasta que encontraron una justificación en la mala suerte, sin llegar a que Dios había abandonado a la pobre Leonor, sino al contrario, dejando entrever que quién busca siempre encuentra, tarde o temprano, como en un cuchicheo al cual no solo Andrés estaba atento sino también la madre y los detectives durante el entierro, que se hizo eterno ese viernes, a pleno sol para los que no encontraron espacio bajo el toldo negro donde cabían solo los más cercanos, el cura, las flores y el féretro, bajando, hasta tocar tierra y luego todos disgregándose, hasta quedar solo Andrés, como hacía tiempo lo estaba, él, que la seguía queriendo, que la había querido siempre y que el dolor que sentía no se iba ni siquiera con pastillas para conciliar el sueño, donde tampoco escapaba de las pesadillas entre despertares de ahogo y angustia, horrorizado, con la frente y el pecho bañados en sudor, hasta dejarlo seco, con la garganta apretada y el estómago sin fuerzas para mantenerse en pie, sin poder sostener la mirada de los demás, de tantos que se le acercaron para darle el pésame, con recelo, con sospecha en cada gesto hacia él, ocultos después al seguirlos con la mirada, como si no fuese necesario apuntarlo con el dedo, porque todo estaba dicho, hecho, resumido en una angustia demencial que había crecido paulatinamente desde que la vio muerta, que fue avanzando, demoliendo, carcomiendo su interior, su cordura, mientras el párroco hablaba de Leonor como una buena hija, hermana, esposa y amiga que el cielo reclamaba, mientras ella, esa perra de mierda culpable también de todo esto, al frente del féretro bajando y las uñas clavándose en sus manos, arañando adentro la culpa, mordiéndose el labio para no gritar, para no explotar y detener los gritos de su conciencia, hasta terminar entre abrazos impostores, subiéndose solo a su auto y manejando hasta su departamento, solo, como las tardes que pasaba hacía un año, quizá más, solo en la pieza, sentado en la cama sin esperarla pero cargado de angustia, levantándose y recorriendo el departamento completo, que lo tendría que cobijar en adelante, vacío y lleno de tiempo aunque le resulte inaguantable ver pasar las horas avanzando lento, sin saber con qué llenar las próximas, sin volver a la rutina de sus tardes sostenidas solo en esquivarse mutuamente, llenas ahora las horas de pánico, de pánico que trae también el asma, a la tos que no calman los jarabes ni el andar, de un lado a otro, de un lado a otro, hasta entrar al baño, quitarse la ropa, golpear el espejo por no soportar su rostro fijo, grabado en un marco que hizo trizas con el puño y entrar a la ducha, dar el agua fría y creer que algo de sosiego encontrará bajo el chorro, pero no, ni allí ni al salir desnudo nuevamente al pasillo, al living, de un lado a otro, de un lado a otro, con más tos y ahogo, rodeado de fotografías, donde ella lo mira y él es otra persona, tomando una, la más grande, donde posan sonrientes el día de su matrimonio, tirándola al piso y cortándose los dedos al recoger los vidrios, sintiendo un dolor que no se compara, que no se acerca siquiera al nudo en su pecho que se aprieta hasta dejarlo sin respiración, sin compararse al dolor que siente al clavarse otro trozo de vidrio roto en el antebrazo, probando, cortando la palma, apretando la fotografía hasta mancharla de sangre, corriéndole por la muñeca, goteando la alfombra, cayendo de rodillas mientras ronda por su cabeza la idea, apareciendo como la única salida mientras sigue brotando la sangre, con un trozo más grande, más filudo, maniobrable con la otra mano, poniéndolo en posición perpendicular a las venas, claras, paralelas, listas y dispuestas para acabar con todo, cortando primero la muñeca izquierda, no tan profundo para poder continuar luego con esa mano sobre la muñeca derecha, brotando, por todas partes la sangre, su sangre, cayendo, junto con él, nublándosele la vista y no pudiendo ver más que rojo, diluyéndose sus fuerzas, la conciencia, hasta que en un segundo brotó un aliento del cual se aferró, como si la condición de estar vivo fuese más fuerte, gritando ahora, casi inconsciente, gritando que lo salvaran, que todavía no llegaba su hora.

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