Kitabı oku: «Comuneros», sayfa 4
Acuña, como veremos, fue un descomunal líder revolucionario. El obispo fue soldado antes y después de fraile. Sus discursos y sus acciones inflamaban a las bases comuneras. Una especie de Lenin togado, Trotsky del Renacimiento. Sus columnas recorrieron triunfantes los caminos de Castilla, prendiendo fuego a torres nobiliarias y requisando abundante parafernalia eclesiástica para financiar a la Junta. Pocos personajes llegan a alcanzar la dimensión mítica de este Robespierre zamorano que para los nobles castellanos representó una especie de Terror comunero. «Sobre todo temían —dice el cronista Juan Maldonado— las decisiones bruscas y precipitadas de Acuña y su incansable afán, que no permitía ningún tipo de seguridad y en todo momento y lugar le temían y les daba pavor». A diferencia de Girolamo Savonarola (1452-1498), el profeta dominico que había gobernado Florencia veinte años antes, Acuña tenía un ejército. Para Maquiavelo (1469-1527), cuidadoso analista de los hechos del primero, esta había sido la principal razón del fracaso de su populismo milenarista. El miedo en la corte castellana del emperador tenía, por tanto, profundas y poderosas razones.47
El doctor Villalobos ridiculiza las aspiraciones comuneras, pero tras la chanza se advierten los afectos y las ideas de los revolucionarios. Los curas que han tomado partido por la Comunidad sacuden al pueblo con sus sermones, en contra de los grandes, pero enaltecen a los caballeros, como Padilla, «que han olvidado sus casas y patrimonios por sostener y amparar los vuestros» y que «se ternán por muy dichosos en morir por la patria» y «por libertad común». La multitud, nos dice Villalobos, asiente fervorosa a la oratoria no tan sagrada de los curas comuneros. «Predican en los púlpitos y por las plazas el santo propósito de la Santa Junta». La redundancia respecto a la santidad de Junta es obviamente parte de la burla: «No sé cómo pueden ser santos todos juntos siendo cada uno de ellos hereje y traidor y ladrón y puto y cornudo y pobre, o en qué hallan que es santo el cuerpo que se compone de tan bellacos miembros». La arrogancia de Villalobos enciende la retórica de sus cartas en los momentos más tensos de la guerra en Castilla. Pero no son ni la soberbia ni la ira: es el miedo, como decía, el sentimiento que domina los círculos más íntimos del poder imperial.
El humor del médico —que recuerda a la imaginación grotesca que trabajaba por esos mismos años el gran novelista François Rabelais (c. 1490-1553)— condensa la situación política de Castilla con la siguiente escena. López de Villalobos posa como un antepasado de Sancho Panza, literalmente cagado de miedo, en una Medina de Rioseco asediada por las nuevas sobre el poder comunero. «La otra noche», dice,
andaba por la ronda en la ordenanza de un capitán y porque no le entendí cuando me dijo que calase la pica, llamome cabrón […]. Yo, señor, no tenía culpa, porque cuando él me dijo «cala esa pica», como no entiendo bien este lenguaje de guerra, en verdad que pensé que decía «caga esa pica». Y este ardid de guerra hiciéralo yo entonces de muy buena gana, porque tenía gran miedo; que nos habían dicho que a media legua llegaba ya todo el ejército de la Junta con tres culebrinas gruesas y un cañón pedrero y un obispo de Zamora y otros diez tiros medianos […]. Plugo a Dios que fue todo mentira y así escapamos aquella noche de tan gran peligro.
En Castilla, en la otoñada de 1520, el miedo estaba del lado de los imperiales. Tras la canícula revolucionaria, el órdago comunero amenazaba con cambiarlo todo. Y el reino era, en palabras de Anglería, «una hirviente olla popular».48
CAPÍTULO 2. LA TRADICIÓN REBELDE
Ciudad sobre ciudad
Costumbres en común
Revueltas medievales
La imaginación rebelde
Y si nos dirigimos a aquel pasadoque es nuestro privilegio, otras riadasde pueblo he aquí que cantan.[…]La libertad no tiene vozpara el pueblo perro. Y el pueblo canta. Pier Paolo PASOLINI, Las cenizas de Gramsci |
Ciudad sobre ciudad
P ara derribar a Júpiter de su trono celeste, los comuneros habían sobrepuesto «cibdad sobre cibdad», según Alonso de Castrillo. Una especie de confederación vertical de municipios para medirse con la altura de los dioses. Una polis ascendente y compuesta. Una barricada de ciudades que habían vivido un periodo de cierta prosperidad económica y miraban con optimismo a una nueva era.
A pesar del mito clásico que enmarca la narración de Castrillo, que tiene algo de cosmogonía originaria, fundadora de mundos, la verdad es que los comuneros ya se habían sublevado en centenares de ocasiones durante el largo siglo XV. Las Comunidades no nacen de un vacío, sino que emergen de una densa tradición de organización cívica y protesta popular en torno a conflictos, urbanos y rurales, de cierta duración. Los comuneros bebían de largos ríos subterráneos que con relativa frecuencia emergían a la superficie. El relámpago, como decía Gamoneda, nacía de arterias caudalosas. Y sembrará semillas fecundas. Veamos las raíces que, paradójicamente, hacían posible levantar los pies de la tierra para el asalto a los cielos.
A comienzos del siglo XVI, la España vacía estaba llena de gente. Las que ya para Machado serían «llanuras bélicas y páramos de asceta», en los albores del siglo XVI eran, junto con Andalucía, los territorios más poblados de toda la península. Las Comunidades tuvieron una geografía amplia, compleja y cambiante, pero que fundamentalmente se recortó sobre el relieve de la meseta central, casi siempre dentro de sus contornos.
El corazón comunero de la tierra en la meseta norte, tal vez el de mayor pulso histórico, estaría atravesado por la A6 que hoy une Madrid con A Coruña: las tierras de Ávila y Segovia, Zamora y Salamanca, Medina del Campo, Toro y Tordesillas, Medina de Rioseco, León, Palencia y Tierra de Campos. «Valladolid ocupa casi el centro de las ciudades que se sublevaron», decía Juan Maldonado en su crónica, mezclando historia política y geografía física.49 La meseta sur, por su parte, estaba ordenada en torno a la pujanza política de Toledo, con actividad significativa en Cuenca, Guadalajara y Albacete, y extendiéndose tímidamente hacia Jaén y con mucha fuerza hacia Murcia. Madrid, que no sería capital del reino hasta 1561, fue ardientemente comunera. Un tercer núcleo de agitación ciudadana y campesina podría dibujarse en torno a Soria, Burgos, Logroño y las Merindades montañesas, que claudicaron o fueron derrotadas antes de tiempo.
Se trataba, fundamentalmente y con algunas excepciones, de las cuencas del Duero y del Tajo. Valladolid y Toledo, cabezas urbanas de la revolución comunera, estaban situadas en el centro de una densa red de caminos que articulaba dos de las zonas económicamente más dinámicas de la península ibérica. En las proyecciones cartográficas modernas del Repertorio de todos los caminos de España de 1546 —una especie de mapa de carreteras renacentista que registraba las distancias y trazaba itinerarios—, Valladolid y Toledo son los principales nodos comunicativos de la España interior. Una telaraña de caminos y poblaciones. El historiador Bartolomé Bennassar profundizó en la metáfora: «Se tejían así las ceñidas mallas de una extensa telaraña cuyos hilos se apoderaban de las personas, animales y mercancías para atraerlas hacia la villa, que ofrecía posadas, abundantes alimentos —no solo materiales, sino también espirituales—, tiendas, espectáculos y fiestas e incluso, mientras la coyuntura fue favorable, posibilidades de trabajo».50
Toledo debía tener en 1520 en torno a 30.000 habitantes, pero la extensa tierra que la rodeaba, el llamado reino de Toledo, tenía 762.000 según un censo de 1528, lo que suponía un elevado 16 por ciento de la población de Castilla. Alrededor de la vieja capital, Castilla la Nueva era un territorio sometido a poderosos señores, como el duque del Infantado, a las órdenes religiosas de Calatrava y Santiago o al riquísimo arzobispado de Toledo. Valladolid era más o menos del mismo tamaño, rondando los 33.000 habitantes. Los pueblos de su entorno más inmediato, el territorio sometido a su jurisdicción y llamado «de las cinco leguas», incluía pueblos como Laguna, Herrera y Tudela de Duero, Boecillo, Mucientes, Cigales o Cabezón, entre otros, que juntos sumaban unas 15.500 personas. Los valles del Duero, el Pisuerga y el Esgueva estaban muy bien habitados, como lo estaba el norte de Castilla la Vieja, y en particular la Tierra de Campos.51
Las ciudades de Castilla tuvieron diferentes personalidades comuneras. «Si hubiera de contar particularmente lo que en cada lugar se hizo, nunca acabaría», reconoce impotente el cronista Prudencio de Sandoval. Toledo fue alfa y omega de la revolución, primera mecha y aldea gala resistente después de Villalar. En Guadalajara, el poder y la habilidad política del duque del Infantado logró sofocar un poderoso levantamiento comunero. Madrid, fiel defensora de la Comunidad, proporcionó músculo militar en varias ocasiones y resistió después de Villalar. Los trabajadores del textil segoviano, poderosa ciudad industrial, serían los primeros en darle al movimiento un carácter desafiantemente plebeyo. Salamanca y Alcalá aportaron, entre otras cosas, el combustible intelectual y el saber práctico de unos cuantos letrados que contribuirían decisivamente a la construcción de institucionalidad y legitimidad comuneras. Ávila y Tordesillas fueron sede política de la revolución al albergar las Cortes y Junta General del Reino —tras la toma de Tordesillas por los realistas, recogería el testigo Valladolid, capital insobornable—. El incendio de Medina del Campo dinamitó la autoridad de su élite mercantil, transformando la ciudad en un bastión radical —«Están los de Medina más perros y enemigos que los de Toledo y Segovia»—. La fuerza del común agitó repetidamente Burgos y Cuenca, que, sin embargo, sucumbieron al dominio de la burguesía comerciante y de los grandes, respectivamente. Soria siguió a Burgos en la retirada de la liga cuando consideró que esta se radicalizaba. Sin grandes tumultos urbanos, Toro, Zamora y León tuvieron siempre representación en las Juntas de Tordesillas y Valladolid.52
La insurrección fracasó en Andalucía, Extremadura y Galicia. Si bien en Jaén, Úbeda y Baeza hubo importantes conatos de comunidad, Sevilla, Córdoba y Granada se opusieron frontalmente y llegarían a encabezar incluso una conjuración anticomunera, conocida como Liga de la Rambla. Los sectores mercantiles e industriales eran en gran medida extranjeros y tenían menos fuerza que en Castilla. La nobleza, dueña de grandes señoríos territoriales, disponía asimismo de un poderoso aparato clientelar que controlaba mejor las instituciones municipales y tal vez por ello, como señala Joseph Pérez, en Sevilla y otras ciudades andaluzas el conflicto se manifestó fundamentalmente en forma de banderías aristocráticas locales. «Andalucía permanece tranquila —informaba Anglería a principios de noviembre de 1520—; sus pueblos no dejan de murmurar, pero no se atreven a levantar la cabeza».
En Galicia, por su parte, la nobleza se tuvo que coaligar para hacer frente a la poderosa tradición antiseñorial e irmandiña, que, sin embargo, no tuvo la fuerza suficiente para unirse al movimiento de 1520 —ninguna ciudad de Galicia tenía representación en Cortes—. En Extremadura, Cáceres y Plasencia se adhirieron momentáneamente a la política de la Junta, aunque existen dudas sobre su convicción comunera. Ni Asturias ni las tierras vascas participaron significativamente en la revolución.53
¿Cómo era una ciudad castellana en 1520? Desde el último tercio del siglo XV, y a pesar de sus convulsiones, Castilla vive una época de expansión económica y desarrollo urbano. Las ciudades de la meseta crecen a un ritmo sostenido, en ocasiones acelerado. Las villas conquistan solares urbanizables a la huerta y el campo que las rodea, al tiempo que se autoriza la edificación de viviendas fuera de los recintos amurallados. Los migrantes se hacinan y una albañilería frenética trata de acomodar a la población flotante que circula por las ciudades castellanas. La concentración urbana corre pareja al desarrollo de las manufacturas, y en particular del textil. Las ordenanzas municipales, que se suceden en estos años, regulan y disciplinan una industria creciente. En 1515, por ejemplo, el textil segoviano da trabajo a más de veinte mil personas y había escasez de mano de obra.54
Una sátira del último tercio del siglo XV condensa algunos aspectos de esta apresurada historia urbana de Castilla, al tiempo que nos permite revisar los significados y la experiencia de la vida ciudadana a pie de calle en el cambio de siglo. Las coplas se publicaron en el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa, que tuvo edición en 1519, poco antes del estallido comunero. Se han atribuido, sin certeza, a Antón de Montoro, uno de los pocos escritores de extracción popular de cuantos hicieron poesía en el siglo XV. El motivo de la sátira tiene precisamente que ver con el desborde humano de ciudades demasiado apretadas: la dificultad de aposentar en la emergente Alcalá de Henares, en 1473, a los séquitos de Rodrigo de Borja —embajador pontificio y futuro papa Alejandro VI— y de los Reyes Católicos. Las coplas presentan una visión cómica e imaginativa de una ciudad castellana en el cambio de siglo. Alcalá, poco después, abrazaría la causa comunera.55
¿Dónde alojar a tanta gente distinguida en una villa relativamente pequeña como Alcalá? El poeta tiene la solución: en las carnes del gordo Juvera, cuyo cuerpo, como el de los gigantes Gargantúa y Pantagruel que popularizará François Rabelais, es más grande que la propia ciudad. Más que una férrea lógica anatómica, nos interesa la fantasía urbana del poeta, que acopla calles, plazas, grupos humanos y edificios por las superficies y recovecos de este cuerpo excesivo.
La mano del gordo Juvera es un barrio extramuros de la villa. En la uña del meñique hay una posada donde pernoctan varios acemileros con sus mulas. En el pulgar, sin embargo, hay un casal deshabitado que al parecer hace tiempo que no se alquila. Y justo en frente, en el índice, «frontero de las aceñas» (o molinos fluviales), hay unas casas donde se vende esparto. Al otro lado de la ciudad, entre las pantorrillas y los tobillos, se aloja una guarnición de soldados, con sus trabucos, escopetas, ballestas y cañones lombardos.
A la ciudad se entra por la boca de Juvera, que está guardada por dos porteros perezosos, arrimados cada uno a su diente. Una vez dentro, señorea la villa el alcázar mayor de la cabeza, con sus cámaras nobles, la sala de baile y las torres del cogote, pero también con la cocina de un tal Juanín y las caballerizas bajo la quijada. Las lágrimas de los ojos riegan las huertas que rodean la fortaleza, protegida por los baluartes de los labios. Y debajo, en los hombros, comienzan las calles del común, la ciudad propiamente dicha.
En uno de los hombros habitan tundidores, herradores y un trapero rico. En el otro, se levanta la iglesia mayor. Pero debajo de cada uno, en los sobacos, se agazapan los ladrones y se encojen las tabernas. En torno a la plaza del pecho, «de casas nuevas cercada», se disponen las calles del artesanado, que ordenan la geografía urbana agrupándose por oficios. Uno de los brazos es «todo tiendas de oficiales», es decir, de artesanos productores «de sillas, calzas, jubones / lanzas, espadas, puñales, / y cintos de cabezales». La mayoría de los vecinos de Alcalá en torno a 1520 trabajaban en efecto en diferentes ramos de la industria textil y del calzado.56
La palma de otra mano «es una plaza muy rasa» donde no se puede edificar y donde seguramente se ajusticie a los condenados en el pilar. La oronda barriga del gordo Juvera, por su parte, es la plaza del mercado, «tan grande y tan abastado / como la ciudad de Baza». En «el barrio de las caderas […] se juntan treinta rameras». Las espaciosas ancas de Juvera se corresponden metonímicamente, por contigüidad, con las de las mujeres prostituidas. El de las mancebías «es barrio apartado» y «de gente extranjera». La fantasía del cuerpo agigantado permite ordenar y jerarquizar imaginativamente los espacios de la geografía urbana.
A la altura de las caderas entramos en el reino de lo que Mijaíl Bajtín —estudioso ruso de la cultura popular— llamó lo bajo corporal, esa celebración grotesca y alegre de todo lo sexual y digestivo, que deviene estética tremendamente productiva en la literatura y la fiesta del Antiguo Régimen. Los oficios de la piel, considerados sucios, siempre al fondo del cuerpo social:
Las nalgas son caserías
de sastres y zapateros,
y las ca[c]has, tenerías
do se curan dos mil cueros.
Debajo del trasero, en uno de los muslos, cohabitan confusamente oficios más viles que los de quienes alineaban sus talleres en los brazos: «zapateros, herreros, carnecerías, / habaceras, puterías, / y el solar de los odreros» (habaceras son ‘vendedoras de aceite’, y odreros, ‘fabricantes y vendedores de odres’). Tanto Celestina como la Lozana Andaluza, famosas prostitutas y madamas ficcionales del Renacimiento europeo, vivían en el barrio de las tenerías salmantinas o las curtidurías cordobesas, siempre cerca de los oficios de la piel y de la carne.57
En el otro muslo, «casicas amoriscadas» se erigen en torno a una mezquita. No muy lejos, en los riñones, está la judería, donde aposentan también gascones y otros extranjeros. La diversidad étnica de la península ibérica, desigualmente repartida en el espacio de la ciudad y del cuerpo político, no deja de aparecer en estas coplas que se han atribuido, como decíamos, al converso Antón de Montoro. Cuando estalle la revolución, las comunidades conversa y morisca todavía tendrán una importante presencia en la ciudad complutense.
Por este cuerpo urbano husmean los perros, suenan campanas, corren los niños y zumban moscas. Se oyen gritos. Huele mal. La estética hiperbólica del poeta encuentra en el interior de la panza «diez ballenas encantadas, / la mañana de San Juan», como una inversión jocosa de la historia del Jonás bíblico, atrapado en el vientre de un cetáceo. El ombligo es un hondo abrevadero donde nadan las mulas y se pueden «ahogar dos mil rapaces». La estética del disparate, que popularizarán a comienzos del siglo XVI los versos absurdos de Juan del Encina (1468-c. 1530), está detrás de este tipo de coplas. La visión distanciada y fantástica del cuerpo urbano de Juvera, la imaginación poética del satirista, sirven para hacerse una idea de la ciudad castellana de en torno a 1500. En 1499, Alcalá recibiría un empujón demográfico gracias a la nueva universidad, fundada por el cardenal Cisneros, y en 1520 llegaría a tener en torno a cinco mil habitantes.58
Otra buena manera de imaginarse la vitalidad de las ciudades castellanas del Renacimiento es la lectura, precisamente, de La Celestina (1499) de Fernando de Rojas, o La Lozana Andaluza (1528) de Francisco Delicado, cuyo mundo urbano no es tan diferente del de las coplas atribuidas a Montoro. Rojas retrató como nadie el mundo de los criados, las mujeres del pueblo, la nobleza ciudadana, la burguesía emergente de urbes como Burgos, Valladolid o Segovia: «La Celestina es un típico, inconfundible producto de la cultura ciudadana —concluía José Antonio Maravall—, lo es la Tragicomedia de Rojas, en cuanto obra literaria, y lo son los personajes que en ella pululan».59
Delicado, por su parte, a medio camino entre España e Italia, nos dejó un relato protagonizado por mujeres excepcionales. La riqueza de ese universo urbano y popular seguramente no tiene parangón en la literatura de la época. En Roma se agolpan todas las naciones trabajadoras y migrantes de la península ibérica y de Europa. Las españolas de la Ciudad Santa están casadas con lenceros y borceguineros. Lozana, que era sobrina de un rico curtidor cordobés, fue cocinera antes que puta. Por esa ciudad global que era el barrio español de Roma campean de nuevo habaceras, barberos mallorquines y judías murcianas. Las andorras, por andariegas, esas mujeres «amigas de callejear» a quienes podrían parecerse las mujercillas que vimos esparciendo los primeros rumores de la Comunidad toledana. El barrio de los españoles nos sirve para hacernos una idea, en toda su vivacidad narrativa y burbujeo lingüístico, de cómo eran las ciudades españolas que se levantaron comuneras en 1520.60
La mayoría de las ciudades castellanas, incluso las más grandes, se podían atravesar caminando en no más de tres cuartos de hora. Los vecinos vivían a un corto paseo de las parroquias más alejadas, la iglesia mayor o las casas del ayuntamiento. En este mundo, todo el barrio sabía que Pedro Martín, bonetero, aspiraba a casar a su hijastra con el mayor del boticario Juan Serrano; y que la Barbera, esposa del cirujano Calleja, debía varias semanas en la carnicería. Esta proximidad tenía una importancia capital para el tipo de cultura política que permitió la revolución y floreció con ella. La audacia antigubernamental, la agilidad organizativa y la intensidad de la actividad política en el clímax de la rebelión comunera se explican en parte por este tipo de abigarramiento urbano (como es abigarrado el cuerpo obeso de Juvera), por la densidad vital de sus espacios y redes sociales. En ciudades de este tamaño, por otro lado, podemos imaginar el efecto multitudinario que tendría la congregación de tres o cuatro mil personas, como reportan habitualmente los cronistas de los tumultos, que acudían al toque de campana, la voz del rumor o el grito del pregón. En municipios de esta dimensión, unos pocos miles, o cientos, de personas se convertían fácilmente en una sinécdoque representativa de toda la comunidad, una forma de mostrar el todo en una parte, un amenazante desborde corporal.
Costumbres en común
La posteridad ha sido condescendiente con la tradición rebelde. Durante demasiado tiempo, los historiadores, incluso los de inspiración marxista, miraron con cierto paternalismo las prácticas políticas de la gente común del Antiguo Régimen. Frente a la fuerza del movimiento obrero de los siglos XIX y XX, las agitaciones de los siglos anteriores carecerían de trascendencia histórica real. La ausencia de proyectos explícitos y articulados de transformación social o de formas organizativas estables convertían cualquier protesta en prepolítica, arcaica, elemental. Los estudios pioneros del historiador británico Eric Hobsbawm sobre los que llamó precisamente rebeldes primitivos no pudieron escapar a esta actitud, a pesar del enorme terreno que abrieron. Sería el amigo, colega y camarada de Hobsbawm, E. P. Thompson, quien con más fuerza y en contra de esta visión articulara la idea de la tradición rebelde.
En Costumbres en común. Estudios sobre la cultura popular, Thompson formuló de manera precisa esta paradoja: la tradición —continuidad, estabilidad y orden— podía, sin embargo, ser rebelde. En la Inglaterra cambiante del final del Antiguo Régimen y el inicio de la revolución industrial, la cultura plebeya de la costumbre y el rito sirvió para resistir innovaciones capitalistas como la racionalización de los patrones de trabajo, la privatización de tierras comunales o las presiones crecientes del mercado. Las formas de vida tradicionales, la moralidad popular, las costumbres en común proporcionaron trincheras para resistir o paliar los peores efectos de la modernidad industrial. Durante los siglos anteriores, además, la tradición había construido espacios de organización y resistencia con gran capacidad de intervención política que serían fundamentales para edificar las instituciones obreras posteriores. Para Thompson, no habría nada de primitivo, por ejemplo, en destruir públicamente los cántaros que simbolizaban e instrumentaban la recaudación de un impuesto o en movilizarse colectivamente a voz de comunidad.
Para los trabajadores del Antiguo Régimen la costumbre «no era algo arcaico que beneficiaba solamente a los artesanos, ni algo a lo que ellos se aferraran para parar la marcha inexorable del progreso; era más bien un bien colectivo y útil que tenía una historia y que encarnaba derechos», como señala, para el caso castellano, la historiadora Ruth MacKay.61 La costumbre tenía una relación más o menos tensa, más o menos armónica, con la ley, pero siempre estaba ligada al bien común de la colectividad. A menudo, los conflictos particulares y localizados de los artesanos se convertían en disputas públicas más amplias, en problemas de todos. Algo de esto debió ocurrir durante la insurrección comunera.
Las ciudades castellanas de comienzos del siglo XVI se caracterizaban en parte por el dinamismo de sus industrias artesanas y de su pequeño comercio, como vimos en la sátira sobre el gordo Juvera. No todos los oficios eran iguales, sin embargo, también dentro del ámbito del trabajo manual existían jerarquías de valor. Los oficios asociados con el cuero eran considerados bajos. No era lo mismo un artesano dedicado al cardado de la lana que un bordador. Las culturas e identidades artesanas tenían aspectos comunes a todos los oficios y otros particularísimos de cada ramo industrial, que en muchas ocasiones se organizaban en torno a momentos diferentes del mismo proceso productivo. Los intereses de los sastres y los lenceros, por ejemplo, no siempre coincidían, y daban lugar a pleitos. Unos oficios, como vio George Rudé, tendían más a la resistencia y la rebelión que otros. Pero todos ellos se sabían esenciales para la comunidad. La autonomía y el protagonismo de las clases productivas en las urbes hispanas de comienzos del XVI llevaron a Ruth MacKay a hablar de la república del trabajo, un entramado de familias, vecindarios, talleres, instituciones, mercados, costumbres, leyes y asociaciones cívico-religiosas.62
Las cofradías, por ejemplo, eran parte fundamental del tejido social del Antiguo Régimen y de la vida cotidiana de los ciudadanos, trabajadores o no. Se trataba de organizaciones religiosas pero civiles; es decir, modos de asociación que, ligadas a alguna institución eclesiástica o una devoción local concreta, habilitaban formas de relación social que excedían sin duda el ámbito de lo espiritual o sagrado. Los artesanos se agrupaban gremialmente en torno a algunas cofradías. En Toro, por ejemplo, había dos rivales de tejedores. Los pelaires de Cuenca se asociaban en la cofradía de Santisteban, mientras que la de San Román, en Ávila, agrupaba a los cardadores de lana. Organizaban la vida de los barrios y las parroquias, las profesiones, los diferentes grupos sociales. Su principal función era coordinar actos de devoción pública, organizar las fiestas y promover la caridad, pero también regular la actividad de los oficios a que en muchas ocasiones estaban ligadas. En aquellas ciudades, como Sevilla, donde su peso demográfico era significativo, los negros, libres y esclavos, también encontraron en la vieja forma de la cofradía una manera de organizarse espiritual y cívicamente contra la exclusión y en el marco de la polis.63
Otro ejemplo de cofradía era la de la Caridad, en Toledo, «que es en aquella ciudad muy antigua y principal cosa». Muchos de los cofrades eran caballeros y entre ellos se encontraban Juan de Padilla y Pedro Lasso de la Vega, dos de los jefes comuneros que lideraron los primeros pasos del movimiento. Después de haber tratado sus demandas por medio de cartas, embajadas y protestas parlamentarias, la ciudad de Toledo se disponía a levantarse. Y para ello, no se encontró mejor herramienta para la movilización que una de las tradicionales procesiones cuya organización corría a cargo de las cofradías.
«Acordaron entre sí buscar forma cómo hacer una gran junta de gente popular, para que desde allí resultase quedar ansí unidos y animados», dice Pedro Mexía de los primeros comuneros de Toledo. Leamos con cierto cuidado al cronista. La junta, con minúscula, de gente popular es diferente a la Junta, con mayúscula, que constituirán las ciudades del reino. Pero es significativa la continuidad en el vocabulario: la misma palabra sirve para hablar de la multitud callejera, de una asamblea plebeya y del órgano de decisión de la Comunidad. La tradicional procesión de la Caridad, además de sacar gente a la calle, permitirá que queden «unidos y animados». Las cofradías y las procesiones tienen entre sus propósitos el fortalecimiento de los vínculos sociales, la sedimentación ritual de una serie de valores compartidos, la consolidación en el tiempo de un orgullo que tiene mucho de local y comunitario. Por tanto, parece en efecto una forma inmejorable de unir y animar al pueblo, de activar o constituir un sujeto político con el aliento suficiente para la titánica tarea a la que se enfrentaban. «De manera que la procesión se hizo el día que estaba señalado con muy gran placer del pueblo y favor […] de lo cual quedaron de allí adelante […] desvergonzados y atrevidos los de la Comunidad». En la villa soriana de Ágreda los pecheros se organizaron en 1520 bajo la advocación del Corpus Christi para «tener opinión de Comunidad so color de cofradía». Los comuneros desataron «la fuerza del primer furor», como dijo elocuentemente el mismo Mexía, gracias a costumbres en común de profundo arraigo local y popular.64
Existían también tradiciones municipales sobre la historia patria que alimentaban la autoestima ciudadana. Los caballeros comuneros de Toledo, por ejemplo, eran comparados a «don Esteban Illán y a don Diego López de Haro y a otros cuyas imágines y vultos son venerados en Toledo y sus memorias tenidas en mucho, porque falsamente se cuentan de ellos historias que nunca acaecieron ni eran más al propósito de lo que se trataba que lo blanco de lo negro». En tiempos de Alfonso VIII, Esteban Illán había defendido la prerrogativa real contra los nobles. Figuras importantes en la historia del Toledo medieval, aunque es verdad que envueltos de leyenda, Illán y López de Haro servían para establecer continuidades legitimadoras con la acción de los nuevos celotes del bien público. Toda una iconografía cívica —pues es verdad que existía un retrato de Illán en la catedral de Toledo— socializaba un discurso de virtud pública específicamente toledana que hundía sus raíces en las tradiciones más arraigadas de la patria.65