Kitabı oku: «Réplica»

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Miguel Serrano Larraz


Miguel Serrano Larraz (Zaragoza 1977) comenzó la carrera de Ciencias Físicas, pero se licenció en Filología Hispánica y se dedica a la traducción.

Ha publicado los poemarios Me aburro (2006), La sección rítmica (2007), Insultus morbi primus (2011) y Angor animi (2015), el libro de relatos Órbita (2009, también en Candaya) y las novelas Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (2008) y Los hombres que no ataban a las mujeres (2010, con el seudónimo de Ste Arsson). Su novela más reciente, Autopsia (Candaya, 2013) recibió el Premio Estado Crítico a la mejor novela publicada en España. «Una escritura inteligentísima, que consigue tejer con naturalidad todos los hilos narrativos.» Óscar Esquivias. «Quizás Miguel Serrano sea el mejor narrador de su generación. Posee una humanidad desmesurada y logra relatos extraordinarios.» Miguel Espigado. «La de Miguel Serrano Larraz es una literatura honesta: no es artificiero de fuegos artificiales, sino un relojero a la vieja usanza, un narrador.” Sergio del Molino.

Candaya Narrativa, 45

RÉPLICA

© Miguel Serrano Larraz

Primera edición impresa: mayo de 2017

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

“Resonancias de Warhol”, de Nela Ochoa

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-15934-76-9

Depósito Legal: B 2376-2018

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Table of Content

Portada

Autor

Créditos

Índice

I

RECALIFICACIÓN

UN TIEMPO MUERTO

OXITOCINA

CENTRAL

EL PAYASO

II

LA DISOLUCIÓN

III

LA TABLA PERIÓDICA

MEDIA RES

AZRAEL

LA FRONTERA

LOGOS

IV

RÉPLICA

NOTA

I

RECALIFICACIÓN

Durante años el proyecto sólo fue un rumor impreciso que recorría el barrio, hasta que unas siglas concretas empezaron a salpicar la prensa local y los debates municipales. Apareció una nueva versión de los hechos, atónita: «No, pero ahora es verdad». Muchos vecinos se adaptaron al nuevo lenguaje, aprendieron a pronunciar un par de términos en inglés y difundieron diversas profecías con una mezcla de euforia y de sospecha. A él, por ejemplo, le previnieron de que su negocio (y muchos de los negocios de la zona) tenía los días contados. Las tiendas pequeñas (las tiendas de toda la vida, decían) no podrían hacer frente al centro comercial, y el centro comercial ya era una realidad, ya se había aprobado en el pleno del ayuntamiento, ya tenía presupuesto, permisos, sobornos (se decía), inversores, el nombre de un despacho de arquitectura danés.

El gran solar, abandonado durante años, comenzaba a doscientos metros de la puerta de su tienda. Él recordaba sus juegos infantiles cuando la ciudad terminaba allí mismo, recordaba el polvo y el calor, el agua, la sangre, la hierba, las casetas con aperos, las gallinas y, algunos años después, las jeringuillas y los condones. No se preocupó: a pesar de la convicción de sus clientes y de su familia, pensaba en la idea del nuevo espacio como en una historia de ciencia ficción, posible pero poco probable, casi maravillosa. Tenía la sensación, además, de que todos esos comentaristas eran los mismos que podían evitar la ruina de los pequeños negocios, no bastaba con la predicción, había que cambiar de hábitos, contradecirse. Muchos morirían antes de que nada se modificase. Él pertenecía a una generación que había explorado los escombros del pasado sin supervisión adulta. Desde su balcón veía el terraplén, repleto de basura, de viejas lavadoras descascaradas, de papeles, de cristales, de pequeñas montañas de ladrillos. Tierra de nadie, un espacio que dividía, propiedad de todos, del barrio, de sus recuerdos amontonados, esquivos. Un núcleo. Parecía imposible construir nada nuevo allí. Las tapias, los boquetes, el sol, una nostalgia indefinida. Al otro lado había más casas, otra gente, vidas inimaginables que seguramente se parecían a la suya (¿habría alguien, allá lejos, mirando lo mismo que él desde otro punto de vista, también sin miedo?). Él vigilaba el espacio, como si un espacio pudiese vigilarse (lo único que se puede vigilar es el tiempo). Primero hubo visitas de reconocimiento, coches que se detenían, hombres con traje, corbata y casco, mujeres con tacones, falda de tubo y casco, carpetas, manos extendidas que trazaban planos imaginarios en el aire. Después cercaron el perímetro con una enorme lámina plateada, abrieron vías de acceso (como quien introduce un cuchillo en un bloque de mantequilla), desescombraron, aparecieron los primeros carteles con una fecha y un año lejanos e inconcebibles y con unas imágenes ficticias que recordaban a un templo griego o a un palacio atlante o a la mansión de un narcotraficante espacial. Desde su balcón (él vivía encima de la tienda, en el tercero) pudo ver el inicio de las obras, las excavadoras gigantescas que arrasaban todo y después otras máquinas más pequeñas que aplanaban la tierra y levantaban una pared de polvo que no caía nunca. El solar quedó sin recovecos, desaparecieron las hendiduras y el misterio de lo que había pasado allí durante siglos. Se elevaron las grúas, como antenas que trataban de comunicarse con el futuro. Aparecieron nuevos recovecos, nuevas hendiduras, un misterio renovado. Cada mañana él madrugaba para desayunar junto a la ventana, con tiempo, y maravillarse de la eficacia imparable del progreso. Compró unos prismáticos para seguir con detalle los avances de la construcción. Tuvo que ir al centro de la ciudad para conseguirlos y pensó, con esperanza paradójica, que tal vez unos cuantos años después ya no sería necesario coger un autobús para conseguir determinados productos. Los primeros planos, desenfocados, le mostraron un mundo de chalecos, bolígrafos, manos y gestos indescifrables. Silencio. En la tienda, los clientes dejaron de hablarle de las obras como quien evita nombrar una enfermedad delante de un paciente desahuciado.

Los prismáticos le dañaban la vista. Veía, pero no veía. Había algo en esa concentración, en el peso del plástico sobre el contorno del ojo, que lo mareaba. El mundo de las lentes era un mundo pixelado, cónico. Él necesitaba abrir la perspectiva, conseguir un ángulo mayor, salir del túnel. Además, ya no le bastaba con el balcón, con la distancia, quería calzarse, bajar, observar sobre el terreno, tocar el hormigón y saludar a los obreros. Necesitaba espacio, nivel. Quería mancharse. Pero le avergonzaba la posibilidad de que lo confundieran con esos otros mirones, en su mayoría jubilados, que cada día acudían a ver las obras sin otro propósito que aliviar el hastío o la soledad o rumiar un odio de clase macerado durante generaciones. Sus vecinos, los clientes de su padre, su padre mismo, al que se avergonzaba de ver allí. Lo suyo era distinto, pensaba, él todavía creía que la suya era una preocupación profesional. Se sentía solo, insignificante, tuvo una idea: despejar la habitación de la plancha, tirar un montón de trastos viejos y conseguir un perro. Lo hizo. Antes de conocerlo ya le dio nombre: Carrefour. Era parte de una camada de seis, los dueños de la madre habían puesto un anuncio en el periódico: Se regalan cachorros. Fue a buscarlo con una caja de cartón, pero ya era un animal grande, autónomo, no cabía. Fue el último cachorro en separarse de la madre, tal vez ni siquiera era ya un cachorro. ¿Dónde acaba un cachorro, qué día, en qué instante? Lo llevó a casa, le puso una manta en el suelo, no tardó en acostumbrarse a su presencia. Cada día lo sacaba tres veces a pasear: una por la mañana, otra después de comer, una última cuando cerraba la tienda. Carrefour, un labrador cariñoso, sentía por las obras el mismo interés que él, y era capaz de intuir en qué parte del recinto se iba a desarrollar en cada momento la actividad más interesante: enrejados, pasarelas, columnas, palés descomunales que oscilaban atados a una soga metálica del grosor de una de sus piernas. El perro tenía tres meses cuando fue a vivir con él, pero creció y se hizo adulto, sólido, con la misma increíble velocidad con que los cimientos dieron paso a las primeras piscinas de cemento, a los primeros muros que entorpecían la visión de lo que pasaba allí, a los carteles nuevos que ya anunciaban la apertura inminente. La elevación les quitó luz.

Pasaron los años. Envejeció, o sintió que envejecía. Una mañana de septiembre Carrefour echó a correr desde el portal y no respondió a sus gritos. Él vio cómo cruzaba la verja abierta y cómo se perdía, cada vez más pequeño, en el laberinto del complejo comercial. Caminó por la carretera recién asfaltada a paso rápido, casi sin resuello, aterrorizado por la idea de perderlo: le había cogido cariño. Todo olía a alquitrán, a verano en el pueblo, a su juventud. Rodeó el aparcamiento y se acercó a la estructura por primera vez, vio ascensores forrados con papel de embalar, escaleras que subían y bajaban, trabajadores alucinados, se tropezó un par de veces. Cuando alcanzó la entrada, se sorprendió al ver desprotegidas las grandes cristaleras, y por primera vez pudo echar un vistazo al interior. Se deslumbró con la luz blanca que surgía de dentro, y sintió vértigo de los techos altísimos, del aluminio (¿sería aluminio?). Vio una galería, una fuente, parterres con plantas que parecían de plástico. Vio también algunos clientes que empujaban maravillados los carros de la compra. No reconoció ningún rostro. ¿Sería una prueba, un ensayo general? ¿Eran clientes o actores? Siguió a un hombre calvo hasta un nuevo espacio interior, delimitado por una línea de cajas. Entró como quien entra en un templo, avergonzado de ser el dueño de una ferretería. A la derecha, después del arco de seguridad, dos jóvenes de uniforme entretenían sus bostezos alisándose la camisa con la mano junto a una retractiladora. Se acercó a ellos y les preguntó por la sección de objetos perdidos. Le señalaron un mostrador vacío al fondo de un pasillo. Para alcanzarlo tuvo que pasar junto a un expositor de comida para mascotas. Casi todos los perros que aparecían en los paquetes de pienso tenían la boca cerrada, no se veían sus dientes, y él se preguntó por qué no aparecían con la lengua fuera, como todos los perros, con colmillos blancos y perfectos. Cuando llegó al mostrador, una mujer vestida con un traje rojo le sonrió instantáneamente. No se preocupe, lo hemos encontrado, dijo, y le hizo un gesto para que la siguiera. Lo condujo hasta una puerta y después a otro pasillo y después hasta otra puerta abierta a una habitación luminosa. Supuso que se trataba de la sala de descanso de los empleados, por las máquinas de café y de chocolatinas que cubrían la pared frontal. Todo esto está recién hecho, pensó. En el otro extremo se situaba una mesa baja de metacrilato, sobre la que descansaban revistas y periódicos. Había un panel de avisos, de corcho, casi vacío. Tres sofás rodeaban la mesa, y en uno de ellos estaba sentado el niño, moreno, de rasgos vagamente mediterráneos, que lo miró con esperanza. En la mano tenía un botellín de agua mineral, casi vacío. Dudó entre alegrarse o regañarlo por el mal rato que le había hecho pasar. Se decidió por una tercera opción, un abrazo prolongado y silencioso que el niño sostuvo sin ambigüedad. Tenía ocho años, tal vez nueve, nunca se le había dado bien (ni siquiera en la infancia) calcular la edad de los niños. Le dio las gracias a la mujer, que no dejaba de sonreír (le aseguró que esas cosas pasaban todos los días, que no tenía que sentirse culpable). Se miraron, el niño y él. Salieron de allí cogidos de la mano. Atravesaron las puertas automáticas, abandonaron el centro comercial y empezaron a caminar, pero no hacia la ciudad (hacia su casa) sino en dirección contraria, rodeando el complejo. Tardaron casi una hora en dejar atrás los edificios del otro lado. Después se internaron en el desierto y siguieron caminando, con los pies hundidos en la arena, hacia el lugar donde comenzarán de nuevo a construir.

UN TIEMPO MUERTO

Sal.

¿Sal? ¿No debería decir «entra»?

El zumbido, el movimiento que lo rodea, la imposibilidad sorprendente (como si nunca lo hubiera pensado antes) de distinguir todas las cosas a la vez, toda la gente, todos los instantes, todo lo que piensa él mismo, de forma sucesiva y en estratos, en cortes perpendiculares, diapositivas o grasientas lonchas de tiempo y dedos torpes o llenos de aceite o agarrotados. Piensa, por ejemplo, en las abejas. El vértigo de imaginar a las abejas, sus vidas pautadas (aunque no cuadriculadas, sino hexagonales). No debiera. El momento de la verdad, de demostrar lo que vales. Demasiadas películas. El banquillo de madera. El filo. Lo sucesivo. Lo que ya pasó y vuelve a suceder. Una danza de abejas alrededor de sus ojos transmitiendo información que no sabe traducir.

Fernando, el entrenador, habla con él, aunque no lo mire. Sal. Hace también un gesto con la mano, el brazo se mece hacia la canasta, se proyecta.

Muchas veces les dice, en los entrenamientos: «No penséis tanto, pensar invalida la acción. No penséis tanto: jugad. Este es un juego muy sencillo». Pero él no entiende la relación entre una cosa y la otra. Fernando es un pedante, dice su padre con desprecio, un sabihondo, un gilipollas («un intelectual», ha oído decir a alguien), el entrenador, Fernando, el padre de Noelia, más joven que su padre, mucho más joven que su padre.

Lo que le pasa a este tío es que no ha dado un palo al agua en su puta vida.

¿Alguna vez has pensado en lo fascinantes que son las abejas, en la forma en que se organizan, en su conmovedora falta de ambición?

El otro lo mira.

¿Fernando, eres tú?

Quítate la chaqueta y sal, le dice ahora.

Su padre nunca va a ver los partidos. Siempre trabaja los sábados por la mañana. Su madre tiene que cuidar de Blanca, su prima. Pasa a buscarlo el padre de Juan. Él espera en el portal, imagina su partido perfecto, ensaya mentalmente su «mecánica de tiro» (palabras de Fernando). Una vez pasó una tarde practicando el tiro en suspensión con Fernando mientras los demás niños jugaban. Dejar de jugar para poder jugar, para ser mejor. Posponer o demorar una acción para perfeccionarla.

Bajo la chaqueta del chándal, la camiseta de tirantes con el nombre del colegio y su número, el 7. El tejido extraño, poroso, discontinuo, como si fuesen dos telas distintas unidas de mala manera. Una lisa y la otra hueca. El pantalón corto, naranja. Los hombros al aire. La extraña sensación incongruente de tener un uniforme de dos piezas, de tener dos pies y dos zapatillas y dos calcetines y dos manos y que todos esos elementos simétricos formen parte de él y sean imprescindibles para su «mecánica de tiro».

Los pañales de Blanca, su prima. La mierda. Llegar a casa después del partido y contar que han vuelto a perder y percibir de repente que la cocina huele a mierda.

Con el tiempo descubrirá o creerá descubrir que sólo hay dos tipos de padres y madres: a unos les jode que sus hijos pierdan siempre y a los otros les hace una gracia infinita que sus hijos pierdan siempre.

Lo ha dicho sin mirarlo, Fernando. Sal. La mirada líquida, turbia, otra dirección.

No pases sin mirar, siempre hay que mirar cuando se pasa, y hay que estar seguros de que el otro nos mira. El pase es cosa de dos, al menos de dos. Las órdenes no, piensa él, las órdenes son cosa de uno, o de ninguno, algo que queda flotando, un bicho que repta y transpira. Sudor de niños, nuevo, rancio. El vaso que cae al suelo y estalla. El serrín. El pantalón mojado. El hielo resbaladizo. Las miradas de compasión.

La posibilidad de fingir que no ha escuchado esas palabras de Fernando, de no hacer caso.

El pase, al pecho, siempre al pecho.

Nada de pases con bote. Nada de pases por encima de la cabeza de un rival. Prohibido dar un pase en el que la pelota cruce la zona.

Al próximo que dé un pase por detrás de la espalda lo siento en el banquillo hasta el día del Juicio Final, para que haga las jugadas de fantasía en el paraíso de los ángeles subnormales, a la diestra de Dios Padre, pero no en el campo, en el campo sólo se pasa al pecho, y de frente, y cuando el compañero está mirando. Pases firmes. Asegurarse de que la otra mano sostiene el objeto antes de soltarlo (aunque esa otra mano sea, también, tuya).

A veces los niños necesitan un asentimiento del otro, un breve gesto de la cabeza, antes de dar el pase, antes de lanzar el balón con las dos manos a la diana palpitante del otro pecho. Por si acaso. Para asegurarse de que se ha establecido algún tipo de comunicación, el pase antes del pase, un hilo que une a los dos jugadores, una línea recta que prefigura una trayectoria.

Diez vueltas al campo. Veinte vueltas al campo. Cien abdominales. Por listo. La próxima vez te asegurarás, la próxima vez te lo pensarás dos veces antes de dar un mal pase, que pareces idiota.

Hace frío, tiene las manos heladas, crujientes y brillantes y secas como papel Albal o como papel de plata, como si sujetase un vaso lleno de hielo y se aferrase a él. Muévete, muévete para no congelarte. Juega, vas a jugar el final del partido, no tengas miedo.

Se ríen todo el rato, o se aburren.

Mira la cara de Fernando, la repasa desde la distancia, parece viejo de repente, si es que de verdad es él, más viejo que su padre. ¿De verdad le preocupa tanto perder hoy? Se tambalea por el frío, se acerca, mira su boca, es difícil oír nada con tantos gritos. ¿Eres tú, Fernando? Ruido. La mirada de reconocimiento. La banda. ¿Música? ¿Quién canta? ¿Por qué? ¿Gustavo?

Su madre siempre le dice que se ponga la chaqueta cuando está en el banquillo, para no enfriarse. Sudar. Suda. Qué calor hace aquí dentro. Qué frío. Y los guantes. Pero nadie se pone guantes, no quiere que se rían de él. ¿Con guantes en el banquillo?

Las tandas de bandejas, todos en fila entrando a canasta, soltar la mano en el último momento, cuando ya están casi debajo, contra el tablero. A tabla. Lo ha visto también en televisión.

¿Entrar o salir?

En el viejo colegio hay túneles, túneles que recorren el suelo hasta el otro lado de la carretera. Pueden imaginar las líneas en el cemento, como enormes tuberías de calefacción radiante bajo un suelo de vidrio a punto de empezar a resquebrajarse por la diferencia de temperatura. Un mundo visible y frío y otro mundo oculto y en llamas. Se entra en los túneles por una puerta secreta, en el patio de los pequeños, los de Jardín de Infancia, una especie de caseta redonda donde se guardan también las mangueras, las palas, los rastrillos, el misterio adulto de las herramientas y la jardinería. Esa puerta está siempre cerrada con llave. Dentro hay otra puerta de madera, más pequeña, que comunica con los túneles del colegio. Una puerta que conduce a otra puerta. Ellos lo saben, los padres, los profesores, los hermanos mayores, todos, pero fingen que ese secreto es una invención de los niños, una fantasía infantil, incorpórea, recién inventada. Túneles que tienen millones de años, habitados por magos y duendes o elfos o criaturas ancestrales o monstruos o zombis o hadas o dragones o brujas o hobbits o el mismísimo Cthulhu, que fundó el colegio y eligió a los profesores. A veces dibujan mapas, planean el asalto a los túneles, la reconquista, la integración, vivir bajo tierra, no volver nunca al colegio y al mismo tiempo seguir allí para siempre, dominándolo, torturando a las siguientes generaciones de niños al igual que una fuerza oculta ha hecho con ellos. ¿A dónde llevarán esos túneles? ¿Qué habrá al otro lado?

Se hace las pajas pensando en la madre de Juan, su mejor amigo.

Escucha la voz de Fernando, o de ese hombre que se parece a Fernando: «Por eso se quiere más a los nietos que a los hijos, o al menos de otra forma, porque sabemos que no conoceremos su edad adulta, que cuando tengan veinte años nosotros ya estaremos muertos o chochearemos de tal forma que nos la sudará todo bastante tirando a mucho».

Farsante. No sabes nada, farsante, puto farsante. ¿De qué vas? Palabras y más palabras vacías. ¿Es que no has oído hablar nunca del análisis dimensional?

Otros niños, más pequeños, las manos sujetas a la valla, dedos minúsculos, de juguete, con sus batas, asomados, miran cómo juegan los mayores, no entienden las reglas del juego. A sus espaldas, sombras tras ellos, los toboganes que han dejado atrás para contemplar alucinados este simulacro de la edad adulta. Y también la caseta de las herramientas. Solamente miran, los pequeños, no juzgan, parecen hipnotizados o borrachos. También crecerán. ¿Qué hacen aquí todos estos niños? No deberían estar aquí, es sábado, no hay colegio.

Sábado, siempre es sábado, busco el corazón del sábado, su hueso, su peine humedecido, sus avenidas.

Las nociones de interior y exterior se confunden. A veces piensa en eso: ¿se sale a la cancha o se entra?

Sal a la cancha, a la pista, sal a jugar. ¿Eran esas las palabras que se utilizan?

Sal, hace frío fuera, ponte la chaqueta, sal si te atreves, a que no hay huevos de salir.

¿Qué te pasa? Dime, Gustavo, ¿te pasa algo?

Todavía podemos ganar el partido, dice una voz a su alrededor, dentro de él.

Nunca juega el último cuarto. Juega siempre el segundo y el tercero. Hay una norma, o una regla, o una ley: todos los jugadores (todos los niños) tienen que jugar al menos dos periodos, y ninguno puede jugar todo el partido. Así que el equipo se divide en dos grupos, los que juegan dos cuartos y los que juegan tres cuartos. Una clasificación esencial, espiritual. El final del partido nunca lo incluye a él, pero le da lo mismo. Cuando se encienden las luces y hay que barrer o huir. Juegan al aire libre. Una vez jugaron contra un colegio privado que tenía un pabellón cubierto, y vestuarios separados. Equipo local. Equipo visitante. Carteles, rotulador, etiquetas. Les dieron una paliza absoluta, estaban deslumbrados. 70-8, algo así. El chirrido de las zapatillas en el suelo. El eco. La fascinación del eco. Como si todo lo que sucede sucediera dos veces. Él suele pasar el último cuarto animando. Grita, hace bromas con sus compañeros, insulta a los rivales o al árbitro o a la mesa en voz baja. Se empujan. Alguien le explicó el origen o el propósito de esa regla, la de que todos tengan que jugar dos cuartos: evitar la discriminación, evitar que los malos no jueguen. Alguien se preocupa de que los malos también juguemos, piensa, de que también juegue yo. ¿Para qué? ¿Para cagarla?

El peso de la pelota le parece de repente insoportable. ¿Cómo ha llegado hasta él? ¿Quién ha cometido el error de pasársela a él, el peor de todos? Sólida, esférica, rugosa, llena de manos y de historia, recién inflada.

Una bomba de mano que sube y baja como un corazón infantil.

Pelotas desgastadas, pulidas, pelotas de reglamento, oficiales, pelotas sin aire, con poco aire, con el bote demorado, pelotas que hay que golpear con fuerza contra el suelo para que vuelvan a la mano, la intensidad y el fogonazo y el poder de tener una pelota nueva, regalo de cumpleaños, y llevarla al colegio y cuidar de ella y decidir quién juega o cómo.

Mira a su alrededor y es incapaz de distinguir quién forma parte de su equipo y quién pertenece a los otros, el rival, el enemigo. Sólo hay que mirar las camisetas. El color de la camiseta. No mires las caras, te confundirás. Todos los niños se parecen. Envuelve la pelota con los brazos, para protegerla, para protegerse. Demasiado ruido. Imposible pensar.

Le gustaría llevarse la pelota a los labios y darle un beso, una de sus bromas habituales en los recreos o en los entrenamientos, pero nunca en los partidos, le gustaría hacerlo ahora, en el momento decisivo, cuando todo está perdido o por decidirse, el último cuarto, el final. Bebérsela, la pelota, pasar la lengua por el borde. No, la pelota no tiene borde, es una esfera, lo que tiene borde es el aro, lo intocable, allá arriba, la perfecta circunferencia. Si cierra los ojos (si parpadea, más bien, no hay tiempo para cerrar los ojos), imagina su lengua recorriendo el borde del aro, frío, metálico, como si fuese cristal. Sabe a limón. Se mira el dorso de la mano. Driblar.

Sal. Ya he salido. Estoy aquí fuera, aquí dentro, a la intemperie, nadie me mira todavía.

32-40, cree. No está seguro. Último cuarto. ¿Cuándo fue la última vez que jugó el final de un partido? Todas esas caras desencajadas que lo miran desde el pasado. Acaba de salir. El último partido de la temporada. Tiene frío. ¿De verdad es el último? Ocho puntos. Nos llevan ocho puntos. ¿Tan rápido ha pasado todo, tan pronto se han desvanecido todas sus esperanzas de victoria, de permanencia? Pero si estamos en marzo. ¿En marzo termina todo, antes de las vacaciones de Semana Santa? Los ocho primeros equipos juegan la fase final de la ciudad, después los dos mejores pasan a la fase regional, diez equipos de todo Aragón, dos liguillas de cinco equipos. Pero ellos no, ellos son los penúltimos, todo eso va a suceder sin ellos, allá fuera. Los penúltimos contra los últimos. El que pierda lo pierde todo.

La puntería es un milagro, lo único con lo que cuenta, el enigma de lo inesperado.

Practica su tiro a solas, su mecánica de tiro. Pasa horas solo frente a la canasta, tirando desde lejos. Intenta no pensar, sigue el consejo de Fernando, «no pienses», a pesar de lo que diga su padre. Tira una y otra vez, indiferente al resultado, da igual que la pelota entre o no. De verdad no le importa. Trata de predecir el comportamiento de la pelota, del rebote, sobre todo cuando falla, cuando no hay canasta, corre porque correr es la mejor forma de volver a tirar lo antes posible, la forma perfecta de optimizar el tiempo. Corre, coge la pelota, se para, se gira si es necesario girarse, tira. A veces hace cálculos acerca del número de tiros que puede hacer en una tarde. Una tarde los contó, pero ya no recuerda cuántos fueron, hasta dónde fue capaz de llegar. ¿Mil tiros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Sin embargo no cuenta las canastas, ni los porcentajes, aunque en algunos momentos hay rachas en las que todos los tiros entran, uno detrás de otro, y le provocan una euforia inexplicable, metódica.

Sal. La sal de la carretera, que brilla como si fuese hielo. Los viajes al pueblo en invierno. Ir al pueblo significa perderse el partido. Diminutas formas perfectas. La sal en la mano, o en el borde del vaso o en el borde de la pelota. La pelota es una esfera, no tiene borde.

La superficie desgastada de una pelota que en otro momento fue nueva, recién comprada. Esos puntitos en relieve que se van difuminando. Coger la pelota con una sola mano, como Igor. Si la pelota está desgastada, ni siquiera Igor puede cogerla con una mano. Botar con la punta de los dedos para acumular electricidad y soltarla como un relámpago y reír. Dar garrampa. No me des garrampa. Ir botando por la calle, por la acera, contra las paredes de los garajes, caminar y no detenerse, hacia casa, en invierno, a las seis de la tarde, mientras oscurece o ya ha oscurecido, o a las ocho después del entrenamiento y con la noche en toda la sombra que recorre la pared y avanza como otro día perdido. Botar y sentir en la boca un sabor a goma o a tierra.

¿Ves? ¿Has visto eso? La inoperancia de la acción, de lo milagroso, si no hay un testigo que lo propague. Mira, he hecho esto, he tirado así, desde aquí atrás, ¡y ha entrado!

¿Ves a ese tío de ahí, el mayor, el canoso? Se llama Fernando.

¿Quién?

Ese, ese.

Debe de tener ya cincuenta años.

A principio de curso hubo una selección. Sólo había doce plazas para el equipo de futbito y había veinte niños que querían jugar, once de séptimo y nueve de octavo. Una mañana, en el recreo, los pusieron en fila y después a hacer pases y a correr con la pelota en los pies y a chutar a portería desde la línea de puntos.

En el último ejercicio tienen que salir desde el centro del campo de dos en dos y tratar de meter gol. Sienten que es la prueba definitiva. El portero es David, todo el mundo sabe que David va a ser el portero titular del equipo, es el mejor, las para todas. La portería parece diminuta cuando David se pone de portero. A él le toca con Carlos, Carlos y él, una pareja absurda. Acaba de comenzar el curso. Avanzan hacia la portería pasándose la pelota, un toque, dos toques, se dirigen hacia allá lentamente, como si fuese un juego, y después llegan hasta la portería, David sale del área y Carlos se la pasa en el último momento y él chuta con el interior y mete gol. Saltan, se abrazan. Piensan que los cogerán a los dos, han metido gol, pero después hay una lista en la puerta del colegio y sus nombres no aparecen.

El equipo de baloncesto. El vertedero de los torpes y voluntariosos.

El área. La zona. El núcleo, el hueso, el interior. Tres segundos en la zona. Tres dedos horizontales que barren el espacio. La gesticulación enfática del árbitro, el silbato.

Fue mi entrenador de baloncesto. Yo jugaba de alero.

Baja la cabeza, mira la raya, la línea de tres. Juega, no pienses. Sólo es un tiro, no pasa nada. Ya habéis perdido. Ocho puntos. La raya, el tiro, nada más. Quítatela de encima. Lanza la pelota hacia la canasta y la pelota entra. Limpia. Así dicen ellos. Limpia. Como respirar.

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202 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788415934769
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