Kitabı oku: «El reino de los olvidados»

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© Iñigo Arzak Capilla, Mercedes Giménez Cañizares

© Letras de Autor

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www.letrasdeautor.com

Corrección e Ideas: Julen Cestero, David Pérez, Martín Nogal

Maquetación y diseño: Georgia Delena

Diseño portada: Amaia Iraundegi

Primera edición: Noviembre 2014

ISBN: 978-84-16181-38-4

P.V.P.: 6 €

La reproducción total o parcial de este libro no autorizada vulnera derechos reservados. Cualquier utilización debe ser preferentemente concertada.

Dedicatoria de David Pérez

En memoria de Mikel Arzak Giménez,cuya ilusión era que sus libros se dieran a conocer.

Índice

Prólogo Cuéntame un cuento

1 - La Alianza de las Dos Tierras

2 - El Reino de los Olvidados

3 - La Taberna de la Luna

4 - El Puerto de los Naufragios

5 - Como el resto

6 - La gloria del muerto

7 - Algo por lo que luchar

8 - El Caballero sin Bandera

9 - Vivir libre

10 - El poder de la pena

11 - En pie morir

12 - Adiós

Epílogo - El último horizonte

Prólogo Cuéntame un cuento

El niño correteaba de un lado a otro riendo sin parar. Tras él, a poca distancia, su padre intentaba alcanzarlo sin éxito. Llevaban así varios minutos, y el hombre disfrutaba casi tanto como su hijo. Le encantaba jugar con él.

El niño tenía una energía sin igual. Siempre estaba preparado para correr y, por increíble que pareciera, nunca se cansaba. Su padre, por el contrario, no podía evitar sentir el paso de los años debilitando sus piernas a medida que pasaba el tiempo.

En un descuido, el niño tropezó con un juguete que estaba tirado en el pasillo, perdiendo velocidad por unos instantes. Su padre aprovechó el momento para agarrarlo del hombro. Lo había atrapado.

-Te pillé.-dijo entre jadeos, con una sonrisa en la cara.-Ahora, a la cama.

-Jo, papá, quiero jugar un poco más.

-Lo siento pero no, hemos hecho un trato. Si te alcanzaba, te ibas a la cama. Así que te toca cumplirlo muchachito, que ya es tarde.

Aún jadeando, el hombre acompañó a su hijo hasta su cuarto.

-¿Mañana jugaremos más?-preguntó el niño en la puerta.

-Claro que sí, no lo dudes.-respondió el padre, guiñándole un ojo.

El niño sonrió. Rápidamente, se dirigió a su cama y se metió en ella, arropándose y esperando a que su padre se sentara a su lado. Siempre lo hacía, y aquella vez no iba a ser una excepción. El hombre se inclinó y lo besó suavemente en la frente antes de seguir su rutina de siempre y sentarse junto a él.

-Papá, cuéntame un cuento.-pidió el niño.

-Es tarde, mejor mañana.

-Por favor, papá. Solo uno.

El niño puso su mejor cara de pena, aunque sólo logró que su padre riera a carcajadas al verla. No era buen actor.

-Está bien, te contaré uno, pero quita esa cara.-le dijo su padre señalándolo con el dedo.-¿Cuál quieres? ¿Caperucita Roja?

La cara del niño se iluminó.

-No, quiero uno de los tuyos. Son los mejores. Pero quiero uno nuevo.

El padre volvió a reír y acarició la mejilla de su hijo.

-Como quieras. Veamos… ¿te he contado el cuento de Ingard el Valiente?

-Sí, el otro día.

-¿Las aventuras de Gromitinga?

-Ése no es tuyo, pero sí.

-¿Qué me dices de la leyenda del Imaginarum?

-También.

El padre dio una palmada al aire y apoyó el puño en sus labios, fingiendo frustración. Parecía que ya le había contado todos los cuentos e historias que había ido desarrollando a lo largo de su vida, y estaba demasiado cansado para improvisar uno aquella noche.

Pero entonces se dio cuenta de que había uno que no le había relatado, uno que tenía reservado para cuando llegara el momento adecuado. Miró a su hijo a los ojos. ¿Había llegado ya ese momento?

De todas formas, es sólo un cuento, pensó. Al menos, para él.

Se inclinó hacia su hijo con un brillo en los ojos para dar cierto misterio al asunto.

-¿Y qué hay de el Reino de los Olvidados?-le susurró.-¿Te he contado esa historia?

El niño negó con la cabeza.

-¿De qué va?-preguntó.

-Pues es una historia llena de acción, soldados medievales, traiciones, dictaduras, amor, desamor y un deseo irrefrenable de libertad.

Un brillo similar apareció en los ojos de su hijo. Ya había conseguido intrigarlo. Ambos se acomodaron en la cama, uno tumbándose completamente y arropándose hasta el cuello con su peluche al lado y el otro estirándose y carraspeando para aclararse la garganta, listo para empezar.

-¿Puedo?-preguntó el padre.

Cuando el niño asintió, el hombre volvió a sonreír.

-Prepárate, porque es una de las mejores historias que escucharás jamás. Hace mucho tiempo…

1 - La Alianza de las Dos Tierras

El sol abrasaba sin piedad, haciendo que todos los soldados del pelotón sudaran la gota gorda. Además, las armaduras que llevaban sólo absorbían más el calor, convirtiendo el montón de metal en un horno del que ninguno se podía librar.

Carlos Mendoza volvió a beber de su cantimplora, intentando refrescarse. Cada vez le quedaba menos agua, y como sólo había pasado una hora desde la última parada a descansar, no podría rellenarla hasta la noche como mínimo. Tenía que racionarla para evitar acabar asado en aquel infierno móvil.

Se quitó el casco para secar el sudor que perlaba su frente. Su pelo castaño corto parecía rubio con los rayos del sol que le daban de pleno. Miró con sus ojos marrones hacia adelante, pero tuvo que apartar la mirada cuando un rayo de luz se reflejó en la armadura del soldado que tenía a pocos pasos, cegándolo momentáneamente.

Carlos odiaba aquellas marchas. Todos los soldados, en procesión, dirigiéndose al campo de batalla con sus armaduras, sus espadas y sus escudos, caminando hacia una muerte casi segura o hacia la victoria y el triunfo. Por suerte, le animaba saber que de ambas maneras obtendría la gloria del guerrero. Le alentaba saber que tarde o temprano sería considerado un héroe, y su nombre quedaría grabado en la historia.

A su derecha, Luís Rodríguez, su mejor amigo, miraba el interior de su cantimplora con un ojo cerrado. La puso boca abajo, tirando al suelo unas pocas gotas. Se había quedado sin agua. Chasqueó la lengua antes de alzar la cabeza y mirar a Carlos con sus ojos azules. Una amplia y falsa sonrisa apareció en su rostro.

-¡Carlos, amigo mío! Dime que a ti aún te queda algo de agua.-le dijo, suplicante.

-Muy poca, Luís.

Su amigo juntó las manos.

-Dame un trago aunque sea.-pidió, poniendo cara de pena.-Por favor, sólo un trago.

-Queda mucho hasta que volvamos a parar, Luís, tengo que racionarla.

El soldado bajó la cabeza.

-Está bien, como quieras. Moriré deshidratado en mitad de esta procesión.

-No digas tonterías.-resopló Carlos.

-Es la verdad.-dijo Luís, alzando la cabeza y señalándolo con un dedo.-Y todo el cargo de conciencia será única y exclusivamente tuyo por no querer compartir tu agua. ¿Podrás vivir con tal carga, Carlos Mendoza?

Carlos suspiró. Luís lo conocía demasiado bien, y sabía que no negaba su ayuda a quien la necesitara, sobre todo a un amigo, así que solía aprovecharse de la situación y exagerar lo que posiblemente ocurriría si se negaba a ayudarlo. Carlos daba muchísima importancia a la amistad, demasiada en opinión de algunos, y su mejor amigo se aprovechaba de ello con actuaciones como aquélla.

Como mucho, Luís llegaría a la siguiente parada con la garganta seca y la lengua pastosa, pero Carlos no quería escuchar sus constantes quejas durante la marcha, y, por desgracia, la única manera de hacerle callar era cediendo una vez más.

-Toma-dijo Carlos, tendiéndole la cantimplora.

Su amigo tardó sólo un segundo en coger la cantimplora y abrirla. Tal y como había prometido, sólo le dio un trago, y Carlos se lo agradeció mentalmente. No quería tener que mendigar entre sus compañeros.

Luís le devolvió la cantimplora y le guiñó un ojo. Se quitó las gotas de sus labios con la mano y pasó ésta por su pelo negro, intentando refrescarlo.

-Si tuviéramos carne, podríamos cocinarla en mi cabeza.-comentó con una sonrisa.

-Si tuviéramos carne te la comerías cruda antes de cocinarla.

Ambos rieron a carcajadas. Aquel tipo de bromas siempre les venían bien para liberar tensiones antes de una batalla de la que podían no regresar. Todos tenían presente su posible fin, pero preferían no darle importancia antes de tiempo.

-Eh, la parejita, callaos de una vez.-les ordenó el general González.

Los dos amigos obedecieron sin rechistar. El general González era el líder de la campaña, el que había conseguido la Alianza de las Dos Tierras entre el norte y el sur, y aquello, junto a sus imponentes músculos, infundía cierto respeto.

Durante toda la historia, ambas tierras habían estado enfrentadas en continuas guerras para intentar conquistarse entre ellas. Desde que Carlos tenía uso de razón, habían sido enemigas, y él mismo había tenido que pelear contra soldados del sur durante años, pero todo cambió cuando apareció el ejército de Tresde.

Aquel comandante era un demonio, no había otra explicación lógica. Había sido capaz de conquistar la capital del sur, la ciudad más inexpugnable de la historia conocida, con tan solo cien hombres y una catapulta. Se contaba que tenía poderes diabólicos y utilizaba la magia negra para sus conquistas. Además, los rumores sobre las muertes de varios supervivientes durante la noche a causa de pesadillas aterraban hasta al hombre más curtido.

Definitivamente, aquel ser no podía ser humano.

Cuando Meridonia cayó, los habitantes del sur buscaron ayuda y refugio en el único lugar que les quedaba: el norte. Por suerte para ellos, al ver la amenaza que suponía Tresde, el rey del norte aceptó acoger a sus enemigos y, con la ayuda del general González, firmaron una tregua. Así surgió la Alianza de las Dos Tierras, dispuesta a luchar hasta el final contra el comandante demoníaco de tierras lejanas y expulsarlo de sus tierras o darle muerte.

Y por eso estaban allí todos, marchando en procesión hacia el bosque de Revenia, en donde descansaban sus enemigos y donde tendría lugar la batalla. Estaban nerviosos y temerosos por sus vidas. Habían oído que allí estaría Tresde, y no sabían qué podía pasar con ellos. Habían ganado y perdido algunas batallas ya, pero aquélla era de una importancia mucho mayor.

Podía significar el final de la guerra, para bien o para mal.

-Odio esto.-le susurró Carlos a Luís.-¿A qué estamos esperando?

-Creo que González ha enviado a un soldado para encontrar el campamento enemigo. Lo he visto perderse entre los árboles. Si Tresde está allí, necesitaremos el factor sorpresa entre otros muchos.

Carlos suspiró y miró en derredor. ¿Cuánto más tendrían que esperar? Habían llegado al bosque hacía una hora, y llevaban desde entonces acampados allí. La luna hacía tiempo que había salido y los iluminaba tenuemente.

Un ruido a su derecha hizo que girara la cabeza a tiempo de ver salir corriendo a uno de los soldados del pelotón en dirección a González. Luís también lo había visto.

-¿Es ése?-preguntó Carlos.

-Sí.-respondió su amigo.-Venga, levántate, no creo que nos quede mucho tiempo.

Los dos amigos se pusieron en pie, observando fijamente al general y al soldado hablando en susurros, esperando órdenes. Era entonces, momentos antes de la batalla, cuando el cuerpo de Carlos empezaba a temblar. Las fuerzas de Tresde eran superiores a todo lo que se había enfrentado con anterioridad. ¿Y si no regresaba?

-No quiero morir, Luís.-se le escapó.

Su amigo lo miró con el ceño fruncido. Puede que siempre tuviera aquellos miedos, pero nunca antes los había expresado en voz alta.

-Yo tampoco quiero que mueras, amigo mío.-comentó su amigo, intentando animarlo.-Pero bueno, si el destino decide llevarse nuestras vidas, al menos nos queda el consuelo de la gloria ¿no? Seremos recordados por siempre como los valientes Carlos Mendoza y Luís Rodríguez, que codo con codo lucharon ferozmente contra las fuerzas invasoras y murieron con honor.

Carlos rió por lo bajo, aunque su cuerpo seguía temblando ligeramente.

-Eso es un consuelo para ti, que te alistaste por voluntad. Yo tuve que hacerlo para poder ganarme el pan.

-¡Mira el lado bueno! Me has conocido por esa decisión. ¿Dónde vas a encontrar un amigo tan bueno como yo?

Carlos alzó una ceja. Luís intentaba hacerle reír para animarlo, así que prefirió seguirle el juego con una sonrisa.

-Cambia en esa pregunta bueno por vanidoso y te responderé que en ninguna parte.

Luís puso cara de ofendido y abrió la boca para replicar, pero el general González carraspeó en aquel momento. El momento de las bromas había terminado. En un último intento por animar a su amigo, Luís apretó el hombro de Carlos.

-Si tienes miedo, sólo recuerda nuestra promesa.-dijo simplemente antes de mirar al frente.

Los músculos del general se notaban incluso con la armadura, y el brillo de la luna en ésta los hacía aún más impresionantes, así como su cabeza rapada y sus ojos marrones que mostraban una fiereza sin par. No era difícil suponer por qué había logrado llegar tan alto en el ejército, pues sólo con verlo uno podía deducir fácilmente que estaba dispuesto a todo por conseguir sus objetivos, y que no tendría piedad con quien se interpusiera en su camino.

-Soldados del norte y del sur, ha llegado la hora.-empezó con su potente voz.-Como sabéis, llevamos dos días de marcha ininterrumpida persiguiendo este momento, buscando esta oportunidad. Pues bien, ya la hemos encontrado. A cinco minutos de aquí, en dirección norte, está el campamento de nuestro enemigo, de Tresde, al que llaman demonio. Puede que esté allí, y no sé vosotros, pero yo deseo que esté con toda mi alma. Así podré atravesarlo con mi espada y demostrar que esos rumores son falsos, que no es más que otro simple mortal como todos nosotros y, que como tal, puede morir a nuestras manos.

Luís acercó su cabeza al oído de Carlos.

-Desde luego, dar discursos se le da bien.-comentó en un susurro.

-Ahora bien, no os prometo la victoria.-continuó el general, elevando cada vez más su tono de voz.-¡Pero sí la gloria! Todos sabéis por qué estamos aquí, para defender nuestras tierras, nuestros hogares, nuestras familias. Puede que hayamos sido enemigos durante toda nuestra historia, sí, pero ahora somos aliados, hermanos de batalla, y tenemos que luchar juntos. Juntos, aniquilaremos a este “demonio”, y traeremos la paz a nuestras tierras. Muchos de vosotros tendréis miedo, o simplemente os estaréis preguntando por qué estáis aquí, luchando junto a viejos enemigos, pero pensad algo. ¿Estáis dispuestos a dejar que vuestras familias, vuestros amigos, mueran a manos de ese hombre? ¿Dejaréis que cientos de años de enemistad os impidan defender vuestras tierras? Porque yo no. Pero aun así, sólo no puedo hacer nada. Os necesito conmigo. Necesito vuestro apoyo y vuestra fuerza, vuestra decisión y tenacidad, vuestras ansias de libertad. ¿Estáis conmigo?

-¡Sí!-gritó Luís, a coro con el resto de soldados.

Carlos no dijo nada.

-Pues recordad, hermanos míos, que a través del dolor y de la sangre, del rugir de nuestras armas, nos alzaremos y seremos por siempre… ¡Libres!

Todos a una, exceptuando a Carlos, empezaron a gritar con pasión, con fuerza. El discurso había surtido su efecto, ya estaban lo suficientemente motivados para entrar en combate. Carlos miró a Luís, y pudo ver en sus ojos el mismo brillo feroz que el de todos sus compañeros. ¿Por qué era el único que no deseaba combatir?

-¡Al ataque!-gritó el general.

El ejército echó a correr en dirección al campamento enemigo, gritando con toda la energía que les permitían sus pulmones. Carlos, arrastrado por la marea, no pudo evitar pensar una vez más que su vida llegaba a una bifurcación. A un lado, el camino seguía su curso. Al otro, sólo se encontraba la oscuridad.

2 - El Reino de los Olvidados

El escudo vibró al chocar con la cabeza descubierta de su adversario, pero aquello no le impidió atravesarlo firmemente con su espada cuando cayó al suelo. Carlos se volteó al escuchar el grito de otro enemigo a sus espaldas, acercándose. Esquivó de un salto el tajo vertical que le lanzó y contraatacó con una estocada, matándolo al instante.

Se permitió unos instantes de respiro para ver cómo le iba a Luís unos metros más allá. Su amigo acababa de atravesar a dos adversarios simultáneamente con sus espadas. No usaba escudo ni armadura, decía que no le servía para nada, y con sus dos espadas de mano era uno de los soldados más rápidos y mortíferos de la Alianza de las Dos Tierras.

Carlos miró a su alrededor. Habían pillado al enemigo por sorpresa al salir todos de los árboles, por lo que la ventaja inicial estaba de su parte, y habían sabido aprovecharla. Para cuando el enemigo se había dado cuenta de su situación, ya habían diezmado a aproximadamente una quinta parte de sus tropas. Era ahora cuando la auténtica batalla empezaba.

Aunque no había ni rastro de Tresde.

El cadáver de uno de los soldados del sur cayó a sus pies, haciendo que Carlos volviera a la realidad. Alzó la vista y vio a su contrincante acercándose a él, casi tan musculoso como el general González y con una enorme hacha en la mano. Tenía una sonrisa en la cara y un brillo demente en los ojos. Estaba disfrutando de la matanza.

Carlos le sostuvo la mirada al tiempo que colocaba su escudo frente a él en posición defensiva. Con un gritó, el hombre lo alcanzó y descargó su hacha sobre él, pero con un ágil movimiento Carlos rodó por el suelo, esquivando el ataque. Sobre sus rodillas, golpeó a su enemigo con el mango de la espada para que trastabillara, pero éste apoyó a tiempo su hacha en el suelo y simplemente hincó una rodilla. Aprovechando su oportunidad, Carlos saltó, colocó un pie en su espalda y se impulsó en el aire, logrando que el hombre cayera boca abajo al suelo. Al tocar tierra, Carlos se giró grácilmente con la espada en alto, listo para acabar con una vida más.

Sin embargo, el fuerte brazo de su adversario se cerró en torno a su tobillo y tiró de él, haciendo que cayera también. Sin soltar a su presa el hombre se levantó y, con una fuerza sobrehumana, lanzó volando a Carlos, quien rodó unos metros al tocar el suelo.

Los rumores eran ciertos, las tropas de Tresde no eran humanas. Era imposible que un soldado normal tuviera la fuerza suficiente como para lanzar a alguien tan lejos, mucho menos si tenía su pesada armadura encima.

-¡Carlos!

El casco vibraba por el golpe y no le dejaba ni ver ni escuchar con claridad, por lo que el grito de Luís le sonó muy lejano. El mundo le daba vueltas.

Una sombra ocultó el sol frente a él. Tuvo que entrecerrar los ojos para poder distinguir a duras penas la silueta de su contrincante. No pudo verla, pero estaba seguro de que tenía una sonrisa en la cara.

Un fuerte golpe en la cadera hizo que Carlos gritara de dolor. Intentó moverse, pero el dolor se lo impidió. Debía de habérsela roto. Aún intentando coger aire, Carlos vio, impotente, como el hombre volvía a alzar su hacha, preparándose para el golpe definitivo.

Lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos.

-¡CARLOS!

Sus ojos se llenaron de barro al caer al lodazal en el que se había convertido el campo de entrenamiento, mientras las risas y burlas del resto de los allí presentes llegaban hasta él. Jadeando, Carlos se puso en pie una vez más, deseando con todas sus fuerzas que aquel suplicio diario terminara.

-Venga novato, ¿a qué juegas?-preguntó su instructor con una sonrisa en la cara.- ¿Crees que en batalla el enemigo te daría tantas oportunidades? Ni siquiera esperaría a que te pusieras en pie, te mataría cuando estuvieras indefenso en el suelo.

-No si tiene honor.-logró decir entre jadeos.

Pablo Olivares, el encargado de instruir a los nuevos soldados, se echó a reír a carcajadas ante las palabras de Carlos.

-¿Honor? No me hagas reír, novato. En el campo de batalla no existe más honor que el de la sangre y la muerte. Al enemigo no le importa el honor, sólo acabar con tu vida y, en algunos casos, hacerte sufrir lo máximo posible. Quizás incluso se divierta antes contigo y te rompa la cadera o alguna otra parte del cuerpo.

El resto de soldados rompió a carcajadas, logrando que Carlos se ruborizara. Era el centro de las burlas de sus compañeros, y todo por no ser un cabeza hueca como ellos.

-De acuerdo chicos, se acabó el entrenamiento.-dijo Pablo.-Descansad y mañana volveremos a intentarlo. Y tú,-dijo señalando a Carlos.-practica tu juego de piernas, en cualquier momento te veo tropezando y cayendo al suelo de nuevo.

Cuando el instructor salió del campo, Carlos empezó a temblar. Sabía lo que tocaba ahora.

-¿Quieres practicar un poco más, novato?-preguntó uno de sus compañeros, con una sonrisa burlona en la cara.-Quizás mejores tu juego de piernas, si es que no te las rompemos antes.

-No.

-Miradlo, parece que se va a echar a llorar en cualquier momento.-dijo otro.

-¡Dejadme en paz!

-¿O qué?-preguntó el primero, dando un paso hacia él y propinándole un empujón.

Carlos agarró firmemente su espada y apuntó con la punta a la cara de su adversario, temblando de miedo. La única reacción que consiguió fue que se echara a reír.

-Baja eso, no vaya a ser que te la claves por accidente.

-No hagas que te la ensarte.

Su compañero se puso serio de golpe.

-¿Acabas de amenazarme?-preguntó.

-N… No…

-Sí, sí lo has hecho. ¿Lo habéis oído? Me ha amenazado. Y no voy a dejar que ningún novato me amenace.

De un manotazo, el hombre apartó la espada que le apuntaba para a continuación golpear con todas sus fuerzas la cara de Carlos, derribándolo de nuevo. Una vez allí en el barro, empezó a propinarle patadas con todas sus fuerzas. Lo único que se oía en el campo de entrenamiento eran las risas de los demás, los insultos de aquel hombre y los gritos de dolor de Carlos.

-¡Eh!-gritó alguien a sus espaldas.-¿Qué demonios hacéis? ¡Dejadlo ahora mismo!

Los golpes cesaron de golpe. Carlos gimió al alzar la vista, intentando enfocar a su salvador. Lo único que vio fue un pelo negro corto.

-Lo… lo sentimos señor.-escuchó tartamudear a su agresor.-Él nos provocó y…

-¿No te han enseñado que no tienes que mentir? Iros ahora mismo, todos, si no queréis que informe a Olivares de esto.

-S… Sí señor. Gracias señor.

Todos a una echaron a correr, saliendo del campo de entrenamiento. Carlos se sintió aliviado de haber sido salvado. Otras veces habían llegado a romperle varios huesos.

Algo tapó el sol, y cuando Carlos logró girar la cabeza vio unos ojos azules mirándolo fijamente.

-¿Estás bien?-preguntó el hombre.-¿Te han roto algo?

-Creo que no.-logró decir Carlos.-Sólo me duele todo el cuerpo.

El hombre rió y se puso en pie, tendiéndole una mano. No parecía mucho mayor que él.

-Ven, te acompañaré a la enfermería.-dijo.-¿Cómo te llamas, por cierto?

-Carlos, Carlos Mendoza.-dijo mientras se ponía en pie.

-Pues encantado de conocerte Carlos. Yo soy Luís Rodríguez, el Caballero sin Bandera

-Viajero.-le susurró una voz al oído, despertándolo.

Carlos abrió los ojos de golpe, pero un destello azul le hizo girar la cabeza. Poco a poco empezó a entreabrirlos de nuevo para que su vista fuera adaptándose a la luz, hasta que por fin pudo abrirlos por completo, ya totalmente despierto. Una mirada a su alrededor bastó para darse cuenta de que estaba en un bosque, más concretamente en un amplio claro que le resultaba familiar.

A duras penas consiguió ponerse en pie. Sus entumecidas piernas hicieron que tuviera que apoyarse en un árbol cercano para no caer de nuevo.

Debía de seguir en el claro del bosque, el mismo en donde había tenido lugar la batalla, pero allí no había nadie, ni vivo ni muerto. Además, todo a su alrededor estaba muy oscuro. Alzó la vista y se sorprendió de ver un extraño sol azulado en el cielo, iluminando tenuemente el lugar. ¿Dónde estaba?

¿Y quién me ha hablado? se preguntó, mirando a su alrededor.

-Viajero.

Carlos alzó la cabeza. La voz venía de entre los árboles que tenía ante él, así que cogió una rama gruesa del suelo y la utilizó a modo de bastón para poder caminar hasta que las piernas volvieran a responderle con normalidad.

Atravesó los primeros árboles, la voz no debía de estar muy lejos si había oído el susurro, pero allí seguía sin encontrar a nadie.

-¿Hola?-llamó.

-Viajero, sígueme.-respondió la voz a su derecha.

Carlos giró en aquella dirección. Empezaba a sentir algo de miedo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado con los demás? ¿Por qué no había cadáveres? Era imposible que los hubieran retirado a todos y a él lo hubieran dejado allí. Luís no lo habría permitido.

A menos que Luís haya muerto, se dijo a sí mismo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. No podía permitirse pensar aquello. Seguro que cuando encontrara el campamento lo encontraría allí, dando vueltas en torno a la hoguera esperando noticias suyas al ver que no estaba su cadáver junto al del resto.

Luís no podía haber muerto.

A las pocas horas de caminar en pos de aquella extraña voz que le hablaba únicamente para indicarle un cambio de dirección, Carlos pudo prescindir de su bastón. Ya no sentía el entumecimiento inicial, ahora simplemente estaba agotado.

-¿Quién eres?-preguntó a la nada, harto de tanto misterio.-¿Qué ha pasado? ¿Por qué me ayudas?

-Pronto lo sabrás, viajero, ya casi hemos llegado.-le respondió la voz frente a él, por primera vez sin susurros.

Carlos se sorprendió al descubrir que era una voz de hombre quien lo guiaba. No sabía por qué, pero había tenido la sensación de que era una mujer.

Entonces escuchó la música en la lejanía.

Carlos echó a correr hacia allí, haciendo caso omiso del agotamiento que sufría. Si había música, habría una posada, un pueblo con suerte, donde podría informarse de qué había pasado. Tenía que llegar allí cuanto antes.

Fue al atravesar una última hilera de árboles cuando la vio. Una gran muralla de piedra en perfecto estado, con unas enormes puertas dobles abiertas. Al otro lado se encontraba un grupo de personas de todas las edades, algunos de ellos con instrumentos que Carlos nunca había visto, tocando sin parar. Otros, al verlo, comenzaron a cantar.

-¡Bienvenido a nuestra ciudad, disfrutarás de una gran estancia! ¡Bienvenido, no lo dudes más, entra ahora y no querrás salir jamás!

Carlos estaba atónito. ¿Todo aquello era para él? Debían haberse equivocado. Dubitativo, dio un par de pasos hacia las puertas, sin saber aún si era seguro ir allí. Algo había aprendido de ser soldado, y era que había que extremar las precauciones en todo momento y lugar.

La música no paraba y la gente lo miraba con una enorme sonrisa en la cara, como si fueran viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.

Finalmente, Carlos atravesó las puertas, y todos a una las personas allí reunidas explotaron en aplausos y gritos de júbilo y alegría.

No pudo evitar sonrojarse. Sí, todo aquello era para él, ya no había duda, pero seguía sin entender por qué.

De entre el gentío, apareció un hombre alto, con una melena rubia larga y unos ojos azul oscuro bastante profundos. Tenía una sonrisa en la cara, como el resto de los allí presentes y extendió los brazos hacia Carlos al verlo.

-Me alegro de que hayas logrado llegar, viajero.

Carlos abrió los ojos de par en par. Había reconocido aquella voz.

-¿Usted era quien me guiaba?-preguntó.

El hombre hizo una pequeña reverencia antes de responder.

-Exacto, es mi cometido. Mi nombre es Paulo, por cierto, y soy el alcalde de esta ciudad. ¿Cómo te llamas tú?

-Carlos. Carlos Mendoza.-respondió de inmediato.

-Encantado pues, Carlos. Ven, déjame que te explique un par de cosas. Estoy aquí para resolver todas tus dudas.

Paulo pasó un brazo por los hombros de Carlos y echó a andar, haciendo que él también tuviera que hacerlo. No tardaron en atravesar el gentío.

Ahora que la muchedumbre no le tapaba la vista, Carlos descubrió que se encontraba en una enorme plaza con una gran fuente en el centro y una larga mesa dispuesta frente a él con montones de suculentos manjares. ¿Habían preparado un banquete en su honor? ¿Cómo podían haberlo preparado todo en tan pocas horas? Pero sobre todo había algo que inquietaba a Carlos. ¿Cómo sabían aquellas personas que iba a aparecer en la ciudad?

-Verás, Carlos, antes de nada, quiero que sepas una cosa. Seguramente te preguntarás cómo has llegado aquí. ¿Me equivoco?

-Pues… sí.-respondió Carlos, sorprendido.-Estaba en plena batalla. Me tiraron al suelo y debí de perder el conocimiento. Luego me he despertado en el claro.

Paulo negó con la cabeza, sin dejar de caminar.

-No, no fue el conocimiento lo que perdiste. Carlos, siento decirte esto, pero en esa batalla… perdiste la vida.

Carlos intentó detenerse, pero el fuerte brazo del alcalde se lo impidió. ¿Muerto? No, no era posible. Además, el alcalde no había cambiado el tono de voz para comunicárselo, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Debía ser una broma.

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9788416181384
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