Kitabı oku: «Biografía de un cuerpo»

Yazı tipi:

A Marta y sus compañeros de conservatorio.

A todos los estudiantes de danza.

A los adolescentes que escriben su biografía con el cuerpo.

Nadie supuso que junto a mí estuviera otro que, al fin, era yo. Siempre me juzgaron idéntico a mí.

PESSOA

1

El cuerpo manda. Obliga, es un tirano. Lo miro en el espejo a través del vaho. Largo, recién amoldado a esta corpulencia que me desconcierta. Las costillas marcadas, los músculos del vientre esbozados por líneas oscuras, el ombligo. Aún las gotas de agua lo cubren. Pequeñas constelaciones detenidas en la pelusa. El grifo gotea; su sonido metálico es un martilleo rítmico que no quiero escuchar, pero que escucho. Los azulejos del baño están empañados. Bajo la neblina del vapor, contra el espejo, destellan los muslos dorados, casi blancos, el sexo entre las piernas, encogido sobre la mata oscura. Las rodillas formando un pequeño arco. Agacho la cabeza y me detengo en esa visión desde arriba. Estas no son mis piernas. Ni ese pene lánguido, acobardado como si no fuera un tirano, me pertenece. El vello de mis piernas sombrea la piel húmeda, las gotas prendidas en los pelos, aplastados bajo el peso del agua. Son extraños vistos desde esta perspectiva. ¿De quién serán esas piernas? ¿Y esos pies grandes, de hombre? Levanto los dedos y se marcan los tendones como si alguien tirara de una cuerda. La piel se vuelve mansa, lisa, casi deslumbrante por los talones, los costados. Miro tanto esos pies que ya no parecen pies. Me fijo en sus dedos grandes, que debo domar y doblar, estirar. Me pongo de puntillas, desciendo. Hay un pequeño charco en las baldosas, bajo mis plantas. Y la gota del grifo. Clin, clin, clin. Vuelvo a levantar la cabeza. El espejo se ha empañado lo suficiente para que solo vea un borrón de ese cuerpo. Esa pincelada impresionista soy yo. Froto el espejo con la palma de la mano. Mi rostro aparece en el agujero del vaho y sé que es mío. Lo distingo porque lo he visto muchas veces en este mismo espejo, su imagen especular, ahora distinta, más angulosa, menos dulce, con un ligero vello sobre el labio superior. Pero, aunque haya cambiado, hay algo que es solo mío, que soy yo, un puñado de gestos, esa mirada hosca, tímida, confusa, enmarcada ahora por las pestañas mojadas. No sé qué es, no sé qué soy yo, pero estoy ahí, en ese rostro, que hasta hace poco era suave y blanco como la piel de una cebolla. Sonrío. Los brillos metálicos de los hierros esconden mis dientes. Muevo la boca y siento el rozamiento de los brackets, paso la lengua por ellos. Todavía tengo que acostumbrarme a su presión. El agujero del espejo comienza a empañarse de nuevo. Voy desapareciendo y eso me provoca un pequeño vértigo. Entonces empiezo a tiritar. Tengo frío. Mi cuerpo tiene frío. Manda, me obliga a envolverme en la toalla. Me siento en la taza del váter. Sigo tiritando, pero no voy a vestirme, no voy a obedecerle. Miro el desodorante sobre el lavabo. El cuerpo grita cuando suda. Pero ahora tiene frío y no voy a moverme, no. Golpes en la puerta. Me sobresalto. ¡Haz el favor de salir del cuarto de baño! La voz de mi madre. Estoy harto de someterme siempre. El cuerpo, los adultos. Resistiré aquí sentado, tiritando. Clin, clin, clin. Tengo la piel helada, como si una plancha metálica me envolviera. Los músculos tensos de tanto soportar el frío. Las plantas de mis pies mojadas son un trozo de algo que ya no siento, pero son mis pies. Mis pies. Mi torso. Los labios tiritando. El frío. Ya no lo soporto.

El cuerpo gana y me envuelvo en la toalla,

salgo

del cuarto de baño.

También mi madre, que espera fuera impaciente, gana.

2

Soy un dios alojado en el cuerpo de un toro.

3

Estira más.

No puedo.

Claro que puedes. Estira.

Lo hago.

Te tiembla la pierna, no pongas tanta tensión.

Lo intento.

No hay que intentarlo, hay que hacerlo. ¡Estira!

Noto cómo el sudor nace en mis sienes, en mis axilas. Mis mejillas empiezan a arder del esfuerzo. No puedo controlar la tensión, la pierna me tiembla ligeramente. Si me relajo deja de hacerlo, pero entonces no la estiro lo suficiente. Me concentro en el pie, en toda la fuerza del pie, y tiro de él hacia arriba. El muslo ya no aguanta más. La pierna cae desobediente.

¿Quién te ha dicho que la bajes?

La profesora se ha vuelto hacia mí. Grita, golpea el suelo con uno de sus zapatos elásticos y negros.

De inmediato, trato de subirla de nuevo. Noto el hormigueo de la tensión.

Ella se acerca, me sostiene la pierna por el tendón de Aquiles, con firmeza. La misma que desprenden sus ojos inflexibles. La levanta.

Cuidado con la cadera. Controla el peso.

Lo hago. Siento las fibras del músculo interno tirando. Rita, la profesora, suelta la pierna, que se baja ligeramente. Trato de sostenerla, sudo. Me inclino hacia la barra. Mi mano se aferra a ella con demasiada fuerza.

Puedes hacerlo mejor, dice.

Rita cambia de ejercicio, se pasea por la clase. Coloca un hombro, sube una barbilla. Pasa el dedo por la columna vertebral de una espalda que de inmediato se estira. Del cansancio veo la clase borrada por una leve neblina, las luces en el espejo. La profesora detenida frente a Álex asintiendo, el borrón del piano negro, abierto como un féretro, en una esquina de la sala.

Muy bien, Álex.

Dos palmadas.

Centro.

Nos colocamos todos frente al espejo. Hay un ligero murmullo, mientras vamos buscando nuestras posiciones. Mi maillot está sudado. Siento la humedad en la espalda. Clara me mira y sonríe, y algo se encoge dentro de mí. Ella se coloca en segunda fila. Yo trato de ponerme en la primera, no en el centro, en un lateral. Rita está seleccionando la música con el pianista. Álex está en el centro y resopla mirándome cómplice. Nos colocamos. Veo las figuras en el espejo, todos con las espaldas muy rectas, la cabeza alta, los moños tirantes, los maillots sudados. Respiramos. Me detengo en mi imagen. Ese es mi cuerpo. Lo noto, pulsa dentro de mí, aúlla cansado. Dolorido. Por un instante lo vuelvo a ver como un extraño. Un extraño que me lleva la contraria, me reta.

Cierro los ojos y vuelve a ser mío.

Necesito este dolor para domarlo.

Para bailar.

Me gusta este dolor.

Adagio, dice Rita. Cuando quieras, maestro. Yo abro los ojos. El piano empieza a sonar, las notas caen como nudos de luz por el aula. Levanto un brazo...

4

¿Estás bien?

Claro, por qué lo dices.

No sé, te he visto raro en la clase. Cansado.

No estoy cansado.

¿Vienes a comer?

Ahora voy.

Te cojo sitio.

Veo a Clara alejarse hacia los vestuarios, con la mochila al hombro. El corazón me golpea como cuando termino de hacer los saltos. Sin que yo pueda controlarlo. Tan rápido, tan violento. Golpes de animal vivo. Pero este fluir me gusta. Me hace sonreír y me asusta a un tiempo. Es Clara la que lo desencadena. Ella me dice que me reservará un sitio a su lado en el comedor y abre la compuerta. El torrente del pulso precipitándose. Clara manda sobre mi cuerpo.

Entro en el vestuario de chicos. Álex sale de la ducha, desnudo, dejando un reguero a su paso. Se seca con la toalla el pelo húmedo. Por un momento admiro su cuerpo. Es perfecto para la danza, tiene flexibilidad, empeines, potencia. Álex, muy bien. Álex, perfecto. Álex, si sigues así, serás un gran bailarín. Álex, repítelo, que te vean todos. Álex. Álex. Álex. Agita la cabeza y su pelo en hebras castañas y rubias, del color del tabaco, desprende diminutas gotas, como una aureola. Entonces posa sus ojos, también rubios, en mí y vuelvo la vista hacia los baños, avergonzado, en un movimiento brusco. Simón y Manuel ya están vestidos, el pelo empapado y negro, repeinado hacia atrás. Me miran a través del espejo cuadrado, incrustado en la pared. Desparejos: Simón, muy alto; Manuel, bajo.

No te va a dar tiempo a comer si no espabilas, tío.

Encojo los hombros. Mi corazón ya se ha calmado. Pienso: Clara, y está calmado. Pero las comisuras de mi boca se dilatan en una sonrisa que provoca su nombre. La contengo mientras miro cómo Simón se echa colonia.

Pero qué haces, marica, eso huele que apesta.

Manu le quita el bote, se pelean de mentira. Se insultan, se dan algún golpe en el bíceps y salen del vestuario arrastrando las mochilas, a voces, riendo, las tarteras colgadas del hombro.

¿Te espero?

Álex me mira mientras se pone la cazadora. Inclina la cabeza ligeramente. Tiene el rostro redondo, aún imberbe, y su belleza es deslumbrante, amarilla, de niña.

No, digo. Me cogen sitio.

¿Clara?

Muestra una sonrisa irónica cuando dice su nombre. Me encojo de hombros. Siento el calor en las mejillas y me ofusco. A ti qué te importa, pienso, y no digo nada. Con brusquedad abro el grifo de la ducha. Un chorro de agua, como un aguacero repentino, cae contra las baldosas. Su estruendo apaga los pasos de Álex. Sus últimas palabras. El reproche.

Se te nota demasiado...

Bajo la ducha, sin saber por qué, grito. Un grito ronco, salido de las entrañas, como una flema que arrojo y que acalla el estallido del agua.

5

Las calles de la ciudad corren veloces. Mi rostro se superpone al asfalto y los edificios de cemento. Un sol intermitente hace desaparecer mi reflejo, me hiere los ojos, se esconde. Ribetea un edificio y me deslumbra de nuevo. El cristal parece alargar su centro amarillo en dos rayos verticales. De pronto las voces del autobús cobran formas, un murmullo o un vendaval y el golpe de alguien que se sienta a mi lado. Luisa.

Ojalá haya un atasco y no lleguemos al instituto.

Es china, adoptada. Tiene las piernas musculadas y fuertes. Le permiten girar rápido, girar mucho, es la campeona de los giros en la clase. Giraluisa le decimos, y ella se ríe echando la cabeza hacia atrás. Se ha soltado el pelo y ahora le cae por ambos lados de la cara, le tapa las espinillas de la frente. Entrecierra más sus ojos oblicuos, sus pupilas de aceituna negra. Arruga la nariz y muestra unos dientes sin brackets, imperfectos. Debería llevar unos. O no. Por qué necesitamos buscar la perfección. Siempre tirando de esa cuerda, tensando. En el baile. En el rostro. En el cuerpo. Alba tiene mucho pecho, Manuel es bajo, Simón alto. Yo tengo los muslos demasiados grandes, los pies poco flexibles. Llevo brackets. No hay brackets para los pies poco flexibles.

A ver quién aguanta ahora a la Colorinchis. Seguro que me pregunta.

¿No has hecho los deberes?

No hay quién los entienda.

Si el Notas pone un vídeo, puedes hacerlo en su clase, no se entera de nada.

Si pone un vídeo me duermo. El otro día me despertó Alba.

¿En serio? Qué fuerte.

Hablo como si fuera otro el que habla.

El sol está ahora de frente. Subimos por la calle ancha, ajetreada, con un bulevar de plantas tristes y de cemento que desemboca en el instituto. El sol ilumina la mano de Luisa, que la levanta con gracia. Como una bailarina, claro. El autobús frena. Bajamos, sacamos las mochilas.

¡Buena tarde, chicos!, grita el conductor.

Y mira la hora. Pienso que le espera el hijo que muestra en una fotografía, colgada del espejo retrovisor. Un niño de unos cinco años, gordito, sonriente, vestido con una camisa que le agobia el cuello, y pienso que le espera ese hijo y que por eso está siempre alegre, bromea, nos cuenta chistes malos. Solo se enfada si nos levantamos de los asientos. De un modo exagerado, feroz. Grita, con la vena del cuello hinchada.

¿Es que queréis que dé un frenazo y que os vayáis todos al otro barrio, joder?

Nos precipitamos a los asientos, porque así, el conductor, Héctor o Ernesto, nunca me aclaro, da miedo. Es un exagerado, decimos todos, mientras a él le tiemblan las manos y sigue conduciendo, y al rato ya está riéndose y contándonos uno de sus viejos chistes. Su enorme tripa agitándose con las risas y los baches del camino.

El autobús se marcha. Miro hacia la salida del metro por ver si llega Clara. Ella no va en la ruta. Es de las pocas que van en metro, como los mayores. Simón y Manuel se juntan con Luisa y conmigo. Apretamos el paso. Se oyen los gritos de los chicos, el chirriar de las ruedas de las maletas contra el asfalto. La mayoría, en lugar de mochilas, llevamos maletas, como si ya nos fuéramos de gira. Vuelvo de nuevo la cabeza hacia la salida del metro, pero no veo a Clara. Es Álex el que se interpone en mi visión. Camina junto a María. Ellos son los que sacan las mejores notas en la clase de danza clásica del conservatorio. Son el centro de las atenciones de la profesora. Son los mejores. Hay un momento en que él la coge de la cintura y la suelta y todo lo hace mirándome y riéndose. Pienso en Clara, en su cintura, y un calor me asciende por las mejillas, un vértigo que me empuja y aprieta mis vaqueros, y me siento culpable. Avergonzado. El cuerpo habla.

6

La primera vez que me habló, me sentí desconcertado. No sabía muy bien qué ocurría, mientras mi cuerpo tomaba la palabra, se erguía. Emancipado, sin querer saber nada de mí, salvo aquellos pensamientos que cruzaban mi cabeza. La luz de esas figuras imaginadas y el calor. Un calor súbito que me hacía jadear. Todo concentrado abajo, en el vientre, ahí, pulsando y qué me pasa. El vértigo del cuerpo en otros cuerpos soñados, entrevistos. La necesidad de tocarlos. La mano ajetreada, pero era esto. Esto de lo que hablábamos los amigos, entre risas azoradas y fanfarronas.

Esto.

El vértigo y la luz.

Después el abandono, la calma, esta incomodidad, el sobresalto al escuchar la voz detrás de la puerta.

¿Quieres salir de ahí de una vez?

La respiración empezando a sosegarse, mientras los ojos se fijan en esa luz remota de los azulejos del baño, como los de un presidio, y el pestillo echado.

7

¡A cenar!

No puedo.

¿Estás haciendo los deberes?

No, no tengo deberes, ya lo sabes. Entre semana, no.

Pues ven a cenar.

No puedo.

Se te va a enfriar. ¿Qué estás haciendo?

¿Quieres contestarme?

Estoy con el aparato del pie.

Siempre con ese cacharro. ¿Quieres quitártelo y venirte a cenar?

No contesto. El empeine se estira bajo la presión de la goma, el talón apoyado en el palo de madera. Veinte minutos. Así cada noche. Un pie, luego otro. Es una forma de domarlos. Para bailar hay que tener buenos pies.

Como los de Álex.

Me recuesto en el sofá con la pierna estirada y el pie embutido en la goma. Cambio de canal. No hay nada interesante, pero estoy atento a esa variación de luces y formas que muestra la pantalla. Mi cuerpo se amolda a los cojines, agradecido. Al fin nuestro momento, parece decir. Tu momento, le digo o me digo, y cierro los ojos un instante. El día pasa veloz bajo mis párpados. La mañana en el conservatorio, la comida rápida, recalentada en el microondas, la ruta, la tarde en el instituto, Clara. La voz más alta de los anuncios llama mi atención. Sabor cinco estrellas.

¿Quieres venir a cenar?

Pero es mi madre la que viene y me deja la cena en una bandeja, sobre mis rodillas. Me da un beso.

Hay que ver, siempre te lo pones a la hora de la cena.

Y mi hermano por detrás, protestando: Siempre cena en el salón.

Los ignoro. Aunque no quiero, oigo a mi padre darle una colleja.

¿Quieres callarte, Luis? Si tú hicieras tantas horas como tu hermano, si tú te sacrificaras por algo en esta vida, en lugar de estar amarrado al móvil, también podrías cenar en el salón.

¡Pero si no tengo móvil!, protesta mi hermano.

Escucho otra colleja. Después, solo los anuncios de la tele.

8

Mi padre.

Es robusto, tiene los ojos tártaros, las mejillas pronunciadas. Trabaja en el mundo de la cultura, le apasiona cualquier disciplina escénica, el ballet incluido. El ballet. Desprecia todo lo que no tenga relación con el arte, y eso que mi madre es profesora de inglés. En una academia. En cierta medida también la desprecia a ella. A veces la mira con sus ojos turcos, donde se suceden batallas de caballos, y baja los párpados, como quien observa a un insecto curioso, mientras ella va y viene por la casa, o se detiene, mansa, en los papeles con tachones de sus alumnos. Pronunciadas las arrugas del rostro, la mirada mostaza, resbaladiza, de mi madre.

Yo soy el hijo predilecto.

Lo digo en voz alta. Me río irónico. El hijo predilecto. Hay orgullo y rabia en esta frase.

Yo soy el hijo predilecto.

Yo soy el hijo predilecto de mi padre.

Recuerdo su mano fuerte apretando la mía, de camino al conservatorio, a los ocho años. La seguridad de esa mano, de esos dedos entrelazados con olor a loción. Su sonrisa.

Lo vas a hacer muy bien. Esos muslos poderosos son como los de Nijinsky.

¿Nijinsky?

No sabía quién era, pero su nombre sonaba como una cascada, como un tintineo. Era un nombre de violín, amarillo, rabioso. Titiritero. Nijinsky, Nijinsky...

Hijo, en los saltos no hay quien te supere. Ni en la musicalidad. Como él, el gran Nijinsky. El hombre que conquistó el aire.

Yo empecé a dar saltos, aún agarrado a esa mano. Nijinsky, Nijinsky. Mi padre silbaba una danza húngara, enlazaba con un vals, saltaba conmigo y los dos reíamos. A la entrada del conservatorio, se arrodilló a mi lado.

Lo vas a hacer muy bien, hijo. Solo son unas pruebas, te mirarán el cuerpo, te harán saltar. Y a ti eso se te da de miedo.

Yo no quería defraudarle. Para él era importante que entrara. Para mí también, porque para él lo era. Aún no sabía distinguir el mundo más allá de sus ojos tártaros.

Entonces mi padre tenía bigote. Se lo tocó mientras yo me colaba por aquella puerta, desprendido ahora de su mano, subiendo los peldaños hacia el oscuro y desconocido mundo al que me había llevado. Olía a sudor, a madera. Había muchas niñas. Llevaban mallas, moños, cintas en las cabezas. Distinguí entre la multitud algunos niños. Pocos. El color negro de su ropa deportiva destacaba entre esa confusión pálida…

Recuerdo poco de las pruebas, que allí estaba Simón y que era simpático. Que alguien tocaba el piano y que yo salté como me había dicho mi padre. La música me llevaba y yo corría detrás de ella. No podía estar quieto, nunca pude. Nos pusieron a todos en fila y una señora nos fue mirando el cuerpo, los pies...

Cuando salí, mi padre me estaba esperando nervioso.

¿Y bien?

Yo me encogí de hombros.

Lo importante es que lo hayas pasado bien. Que lo disfrutaras. ¿Lo disfrutaste?

Volví a encogerme de hombros mientras cabeceaba.

Había algo confuso dentro de mí. Todo aquello me producía inquietud y deslumbramiento. Me gustaba bailar desde muy pequeño. Lo recuerdo. Recuerdo el piano de mis vecinos y mi cuerpo moviéndose con esos hilos imprecisos que venían de algún lugar del techo. Y también las sonatas que mi padre ponía en el salón que me hacían girar, mover los brazos. Los saltos.

Recuerdo que quería volar.

Papá, ¿por qué no volamos como los pájaros?

Sí podemos hacerlo, hijo. Con el pensamiento, con la imaginación.

Pero yo no me refería a eso, me refería a volar con el cuerpo, a sostenernos en el aire. A dar un salto y no caer nunca. Como en algunos sueños.

Yo no quiero volar con el pensamiento.

Mi padre me miró divertido. Desordenó mi cabello con aquella manaza suya, que luego levantó hacia el aire, como si soltara un pájaro. Sonrió alegre. La mano contra el sol.

Entonces baila.

9

El niño parecía más bien delicado de salud. Torpe. Lo miraba todo con una timidez enfermiza donde también se adivinaba la fuerza de un instinto brutal, y no sabían si había furia o silencio en aquellos ojos. Tenía buenos pies, buenos muslos. Caminaba erguido en sus ropas crujientes, de marinero, y sus medias hasta las rodillas. A ratos sonreía, pero allá, dentro de sus ojos, de sus músculos, había algo indómito, tímido. Perturbador.

Entonces les dijeron a todos los candidatos: «¡Saltad!».

Los niños saltaron y eran muchos.

Nicolas Legat, el maestro de la Escuela del Teatro Imperial de San Petersburgo, cabeceó impresionado al ver los saltos de aquel niño. Se acercó a comprobar sus muslos. Eran fuertes como los de un toro bravo. Sin domar.

«Eso puede hacerte un gran bailarín», le dijo.

Y Vaslav Nijinsky fue admitido en la escuela, junto a menos de una decena de niños, de entre los cientos de solicitantes a la escuela de bailarines imperiales. Era agosto y hacía calor. 1906.

10

Mi padre colgó el teléfono y echó la cabeza hacia atrás, los ojos humedecidos por una emoción repentina.

Y entonces, ¿qué? Anda, que nos tienes en ascuas.

Mi madre le miraba sujetando pares de calcetines desparejados y los pantalones de chándal de mi hermano.

El quinto de setenta.

¿Cómo?

Que ha quedado el quinto de los setenta aspirantes.

Volvió a sonreír y los dos se giraron hacia mí.

¡Enhorabuena, cariño!

Has entrado en el mejor conservatorio de danza del país.

Mi padre se agachó para estar a mi altura.

¿No estás contento, hijo?

Digo que sí con la cabeza, mientras mis hombros, sin querer, se levantan.

Su alegría se me contagia. Me río. Pero por dentro se sucede la incertidumbre. El vértigo. Estoy contento porque estás contento y necesito tu mano. Papá.

11

Manuel entró en clase unos días más tarde que el resto. Tenía el rostro ovalado, triste, rizos negros que le colgaban por la nuca, los miembros largos. Había algo en sus ojos que incomodaba, estaban siempre moviéndose, como si no pudieran fijarse en las cosas o le pesaran, y acababa arrastrando su mirada por el suelo. Yo me alegré de que hubiera venido. Estábamos en tercero de enseñanzas elementales. Tres años en el conservatorio. Simón y yo éramos los únicos chicos. Ya no podíamos ir a ningún cumpleaños ni hacer ninguna extraescolar del colegio. Las tardes eran para el conservatorio. No nos importaba, nos gustaba. O no teníamos tiempo para pensar en otra cosa. El espejo y tú. El espejo y nosotros. El espejo y Ana Isabel, la profesora de danza clásica. Durante las clases, levantó la barbilla de Manuel dos o tres veces, le dijo que mirara hacia arriba. Manuel lo intentaba.

Venía al conservatorio a escondidas de su abuelo. No entendíamos por qué. Le mirábamos como a un extraterrestre.

Cree que bailar es de maricas.

Pero eso no es verdad.

No, yo no soy marica.

Y qué si lo fueras.

No lo soy.

Sus ojos huyendo.

Después nos confesó que su padre también le había puesto pegas. Venía de lejos, de un barrio de obreros. Una hora de ida y otra de vuelta en transporte público todos los días. Su padre se negaba a traerlo, pero su madre tenía la fuerza de un ciclón. Discutieron mucho, discutieron por su culpa y el padre pegó un portazo y se fue. Su madre no flaqueó, no se replegó. Porque Manuel siempre tuvo claro que quería bailar. Ballet clásico. Siempre. Desde aquella película...

¿Billy Eliot?

No.

¿Cuál?

Una.

¿Cuál?

La de las doce princesas bailarinas.

¿Cuál es esa?

¿La de Barbie? Es la de Barbie, tío.

Simón y yo nos empezamos a reír.

Pero si esa película es de niñas...

Entonces vimos sus ojos. Ahora sí los vimos porque los levantó y eran líquidos y estaban llenos de dolor.

Sois como mi abuelo.

Simón y yo bajamos la cabeza, avergonzados.

Cuando salimos estaba lloviendo. Mi padre me esperaba en la puerta como siempre, el pelo empapado, los hombros humedecidos, llenos de minúsculas gotas. Lo vi a través del aguacero, envuelto en su luz opaca, violenta. La expresión le cambió al descubrirme. Levantó la mano y me sonrió. De pronto, me di cuenta de lo mucho que quería a mi padre. Como si algo en mi corazón se hubiera roto y su calor se esparciera por dentro. Me alegré de que no fuera como el padre de Manuel.

12

Aparece en la puerta, se apoya en el dintel y me mira. Sus ojos me recorren como dos jinetes, me examinan. Cuando se cruzan con los míos, sonríe. Pretende ser una sonrisa cómplice, pero yo aparto la vista enseguida. La hundo en las luces de la tele.

He visto muchas veces esa sonrisa. Mi pasión por la danza le estimula. Me habla, me pregunta sobre las clases, sobre mis progresos. Me matricula en cursos de verano, siempre con esa sonrisa. ¿Y qué te parece la escuela Vaganova? ¿Y ese otro profesor que viene del American Ballet? Habrá que pensar en hacer un curso en la London School. Es muy caro, pero podemos ahorrar. Así tu madre practica inglés. Y ella: Deja al niño, a lo mejor en verano quiere descansar. Entonces él me mira así, como ahora, con los ojos cómplices, como diciendo qué le vamos a hacer, tu madre no entiende a los artistas. Y a mí me gusta tenerlo de aliado, que esté dispuesto a pagarme los cursos.

Pero ahora su sonrisa me exaspera. Me molesta esa complacencia, esa forma de mirarme como si quisiera abrirme para inspeccionarme por dentro. Mis vísceras, mis secretos. Como si así supiera lo que he avanzado hoy en clase de danza y solo le interesara eso. Como si solo valiera porque bailo.

¿Qué tal en el conservatorio hoy, Nijinsky?

Se sienta a mi lado, desparramándose en el sofá. Me golpea la rodilla.

¿Todo bien?

No contesto. Mi cuerpo se tensa, pone una barrera. Ni siquiera le miro por no ver esa sonrisa satisfecha, cándida, altiva.

Él trata de pasar por alto mi indiferencia.

Se recuesta en el sofá y se frota los ojos. Habla, dice algo del cansancio, de que lleva todo el día trabajando, y sus palabras me sacan de quicio. Yo sí que estoy cansado: el conservatorio, el instituto. Salgo a las ocho de la mañana y no regreso hasta las nueve y media de la noche. Yo también estoy cansado y no protesto. Me revuelvo.

No oigo la televisión.

Pero si no no hay nada que ver, hijo.

Subo el volumen. Finjo concentrarme en las palabras huecas del presentador mientras mi mente avanza, independiente, por los resquicios del día, los despojos que dejan mis recuerdos. Rita corrigiéndome, la tensión de mis piernas, mi imagen frente al espejo.

Mi madre y mi hermano se sientan juntos en el otro sofá.

Vaya, cómo ha venido el Nijinsky hoy, se queja mi padre.

Voy a decirle algo, a gritarle que no me vuelva a llamar Nijinsky. Le miro feroz, pero no digo nada. Suena la alarma del cronómetro. La detengo y saco el pie del aparato. Lo tengo dormido, lo flexiono con la mano. Voy a poner el otro pie, pero cambio de idea. Me levanto. Dejo la bandeja con los restos de la cena sobre la mesa, el aparato en el sofá y me voy.

¿Pero no te pones el otro pie, hijo?

¿Y todo esto quién lo recoge?

No contesto.

Salgo con más violencia de la que hubiera querido. A veces olvido las dimensiones de este cuerpo. Su fuerza. Adivino la mirada de mis padres tras mi espalda. Entonces sí, con energía, cierro la puerta. Encojo los hombros ante el golpe seco. Sé que me he pasado. No tenía motivos para hacerlo. O sí. El silencio posterior es enfermizo, denso. Corro hacia mi cuarto antes de que estallen los gritos. Me tumbo en la cama, me lanzo a ella con furia. Me siento mal, me siento irritado y ni siquiera sé por qué. Oigo pisadas en el techo, los ruidos de la calefacción como las tripas hambrientas de la casa. En la ventana se recortan los rectángulos de luz del patio interior. En cualquier momento vendrá mi padre a pedirme explicaciones. Vendrá mi madre a preguntarme qué me pasa, a echarme un sermón. Respiro. Solo los ruidos de la casa rodeándome con su cuerda. El murmullo de la televisión al final del pasillo, su remolino. No vienen. Por un momento, un rencor sordo me ofusca el ánimo ante su falta de preocupación. Me irrita que no vengan, del mismo modo que me habría irritado que lo hicieran. Poco a poco, mis músculos comienzan a relajarse.

El móvil, en la mesita de noche, se enciende y vibra antes de volver a transformarse en un objeto inanimado. Su cristal negro apenas espejea con la luz artificial y tenue que entra por la ventana. De pronto siento un ahogo, como si estuviera debajo del agua. Esa luz, esa falta de aire. Manoteo, como si me hubieran lanzado al agua y no supiera nadar.

13

Ni siquiera con los años pudo olvidarlo. Solo era un niño y estaba asustado. Foma le había llevado a los baños del río Nevá. Estaba sentado en el borde, con los pies en el agua, y le veía nadar. Su cuerpo atlético salía y entraba del río, recubierto con esa película transparente de agua, tan bronceado que brillaba doblemente. Él recibía sus salpicaduras heladas y tenía miedo. También Foma, su padre, se había asustado el día anterior. El niño había desaparecido. Se había escapado en la barca con los gitanos, por el profundo río negro, para pescar y no sabía nadar. Por eso le había traído al río Nevá.

Foma posó sus brazos en la plataforma de madera donde él estaba sentado, temblando. «Vamos, tírate, haz como yo». Pero el niño no quería. Entonces su padre se subió a la plataforma, a pulso, los brazos tensos, el oro del sol derretido en sus hombros, en los bíceps. «Vamos, Vatsa, tienes que aprender a nadar». Aferró su cuerpo pequeño, lo levantó. El olor a río y a hombre lo ahogaron en aquel abrazo contra el que era imposible luchar. Y lo lanzó al agua. El rostro del hombre desapareció. Solo quedó la imagen borrosa del bigote, de los ojos brillantes que también se desvanecían porque había habido una explosión y ahora todo era agua, y cayó hasta el fondo. No podía respirar. No veía nada. Solo el río profundo y la luz. Y caía a lo hondo. Caía y no podía respirar. Manoteaba, se agitaba y, de pronto, llegó una calma imprevista. La muerte que ascendía fría por su piel y que lo serenaba. Se dejó llevar, ya no caía. Flotaba en lo profundo del río. Se llenó de agua. Se hinchó. Algo le rozó. Era una cuerda. Una cuerda contra la pared. Sin pensarlo, se sujetó a ella y se impulsó. Subió, subió. Y entonces, como si la mano de Dios se posase sobre su rostro, llegó la explosión de aire. Los pulmones atravesados por una ráfaga limpia. La claridad lo deslumbró. Estaba en la superficie del río y nadaba. Foma aplaudió.