Kitabı oku: «El Destino De Los Dragones», sayfa 3

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CAPÍTULO SEIS

Gareth caminaba en su habitación, con su mente aturdida, sorprendió por su incapacidad para izar la espada, tratando de procesar las consecuencias. Se sentía entumecido. No podía creer cómo había sido tan tonto para intentar levantar la espada, la Espada de la Dinastía, que ningún MacGil había podido izar durante siete generaciones. ¿Por qué pensó que podía ser mejor que sus antepasados? ¿Por qué había supuesto que él sería diferente?

Él debió haberlo sabido. Debió ser cauteloso, nunca debería haberse sobreestimado. Debería haber estado contento con simplemente tener el trono de su padre. ¿Por qué tuvo que presionar?

Ahora todos sus súbditos sabían que no era El Elegido; ahora su gubernatura podría verse estropeada por esto; ahora tendrían más motivos para sospechar que él era el causante de la muerte de su padre. Vio que todo el mundo lo miraba diferente, como si fuera un fantasma andando, como si ya se estuvieran preparando para el siguiente rey.

Peor que eso, por primera vez en su vida, Gareth se sentía inseguro de sí mismo. Toda su vida, había visto claramente su destino. Estaba seguro de que él estaba destinado a tomar el lugar de su padre para gobernar y para empuñar la espada. Su confianza había sido sacudida hasta la médula. Ahora no estaba seguro de nada.

Lo peor de todo, no podía evitar ver esa imagen del rostro de su padre, justo antes de que él la levantara. ¿Esa había sido su venganza?

"Bravo", dijo una voz lenta y sarcástica.

Gareth se dio la vuelta, sorprendido de que alguien estuviera con él en esa habitación.

Reconoció la voz al instante; era una voz con la que estaba muy familiarizado desde hacía años, y a quien había llegado a despreciar. Era la voz de su esposa.

Helena.

Allí estaba ella, en un rincón de la habitación, observándolo mientras ella fumaba su pipa de opio. Inhalaba profundamente, sostenía, y lentamente exhalaba. Sus ojos estaban inyectados de sangre, y él pudo ver que había estado fumando demasiado tiempo.

"¿Qué haces aquí?" preguntó él.

"Esta es mi habitación nupcial después de todo", respondió ella. "Puedo hacer lo que quiera aquí. Yo soy tu esposa y tu reina. No lo olvides. Yo gobierno este reino tanto como tú. Y después de tu debacle de hoy, yo usaría el término gobernar, libremente, sin duda”.

La cara de Gareth se sonrojó. Helena había tenido siempre una forma de darle un golpe bajo, y en el momento más inoportuno. Él la detestaba más que a cualquier mujer en su vida. Difícilmente podría concebir que él hubiera accedido a casarse con ella.

"¿Eso crees?", espetó Gareth, girando y dirigiéndose hacia ella, echando humo. "Olvidas que soy el rey, desgraciada, y que podría encarcelarte, como a cualquiera en mi reino, seas mi esposa o no".

Se rió de él, con un resoplido burlón.

"¿Y luego qué?", espetó ella.

"¿Tus nuevos súbditos saben acerca de tu sexualidad? No, lo dudo mucho. No en el mundo intrigante de Gareth. No en la mente del hombre que se preocupa más que nadie de cómo la gente lo percibe".

Gareth se detuvo delante de ella, al darse cuenta de que tenía una forma de ver a través de él, que le molestaba hasta decir basta. Él entendió su amenaza y se dio cuenta de que discutir con ella no serviría de nada. Así que se quedó ahí, en silencio, esperando, con sus puños apretados.

"¿Qué es lo que quieres?" dijo lentamente, tratando de controlarse a sí mismo para no hacer algo precipitado.

"No habrías venido, a menos que quisieras algo".

Ella rió, con una risa burlona.

"Voy a tomar lo que se me antoje. No he venido a pedirte nada. Más bien vine a decirte una cosa: todo tu reino ha sido testigo de tu inhabilidad para levantar la espada. ¿Dónde quedamos con eso?".

"¿Quedamos?" preguntó él, intrigado de hacia dónde se dirigía ella con eso.

"La gente sabe ahora lo que yo siempre he sabido: que eres un fracasado. Que no eres El Elegido. Felicitaciones. Al menos ahora es oficial".

Él frunció el ceño nuevamente.

"Mi padre no pudo blandir la espada. Eso no le impidió gobernar efectivamente como rey".

"Pero afectó su reinado", espetó ella. "Cada momento de él".

"Si" eres tan infeliz con mis inhabilidades”, dijo Gareth furioso, "¿por qué no te vas de este lugar? ¡Déjame! Deja nuestra parodia de matrimonio. Ahora yo soy el rey. Ya no te necesito".

"Me alegro de que plantearas ese punto", dijo ella, "porque esa es precisamente la razón por la que vine.  Quiero terminar nuestro matrimonio oficialmente. Quiero el divorcio. Hay un hombre al que amo. Un hombre de verdad. De hecho, es uno de sus caballeros. Es un guerrero. Estamos enamorados, es un amor verdadero. Diferente a cualquier amor que haya tenido. Divórciate de mí, para que pueda dejar de mantener esto en secreto. Quiero que nuestro amor sea público. Quiero casarme con él”.

Gareth la miró fijamente, sorprendido, sintiéndose hueco, como si una daga hubiera sido sumida en su pecho. ¿Por qué Helena tenía que salir a la superficie? ¿Por qué ahora, de todos los tiempos? Era demasiado para él. Sentía como si el mundo entero le diera de patadas mientras estaba en el suelo.

A pesar de sí mismo, Gareth se sorprendió al darse cuenta de que sentía algo por Helena, porque cuando él oyó las palabras exactas de ella, pidiéndole el divorcio, algo lo movió por dentro. Le molestó. A pesar de sí mismo, le hizo darse cuenta de que no quería divorciarse de ella. Si él lo dijera, era una cosa; pero viniendo de ella, era distinto. No quería que ella se saliera con la suya, y no tan fácilmente.

Sobre todo, se preguntaba cómo un divorcio influiría en su reinado. Un rey divorciado levantaría demasiadas preguntas. Y a pesar de sí mismo, se hallaba celoso de ese caballero. Y resentido de que ella le embarrara en la cara su falta de hombría. Quería vengarse. De los dos.

"No puedes tenerlo", dijo él. "Estás atada a mí. Serás mi esposa para siempre. Nunca te dejaré libre. Y si alguna vez me encuentro con ese caballero con el que me estás engañando, voy a hacer que lo torturen y ejecuten”.

Helena lo vio con cara amenazante.

"¡Yo no soy tu esposa! Tú no eres mi esposo. Tú no eres un hombre. La nuestra es una unión impía. Así ha sido desde el primer día. Era una sociedad arreglada por el poder. Todo esto me da asco – siempre ha sido así. Y ha arruinado mi única oportunidad de realmente estar casada".

Respiraba, aumentando su furia.

"Me darás el divorcio, o voy a revelar a todo el reino el tipo de hombre que eres. Tú decides".

Con eso Helena le dio la espalda, atravesó la habitación y salió por puerta abierta, sin molestarse en cerrarla detrás de ella.

Gareth estaba solo en la cámara de piedra, escuchando el eco de sus pasos y sintiendo un escalofrío en cuerpo que no podía quitarse. ¿Había algo estable a lo que se podía sostener?

Mientras Gareth estaba ahí parado, temblando, viendo la puerta abierta, se sorprendió al ver a alguien entrar por ella. Apenas había tenido tiempo para registrar su conversación con Helena, para procesar todas sus amenazas, cuando llegó un rostro familiar. Firth. El rebote habitual de su caminar había desaparecido cuando entró en el cuarto con vacilación, con una mirada de culpa en su rostro.

"¿Gareth?" preguntó pareciendo inseguro.

Firth lo miró, con los ojos bien abiertos, y Gareth pudo ver lo mal que sentía. Debería sentirse mal, pensó Gareth.  Después de todo, era Firth quien le hizo empuñar la espada, quien finalmente lo convenció, quien le había hecho pensar que valía más de lo que era. Sin el susurro de Firth, ¿quién lo sabía? Tal vez Gareth ni siquiera habría intentado empuñarla.

Gareth se volvió hacia él, echando humo. En Firth finalmente encontró un objeto al cual dirigir toda su ira. Después de todo, Firth había sido quien mató a su padre. Era Firth, ese estúpido mozo de cuadra, quien le metió en este lío para empezar. Ahora era sólo otro fallido sucesor al linaje MacGil.

"Te odio", dijo Gareth furioso. "¿Qué hay de tus promesas ahora? ¿Qué hay de la seguridad que tenía que yo podría blandir la espada?".

Firth tragó saliva, pareciendo muy nervioso. Se quedó sin habla. Obviamente, no tenía nada que decir.

"Lo siento, mi señor", dijo él. "Me equivoqué".

"Te equivocaste sobre un montón de cosas", Gareth espetó.

Sin duda, mientras Gareth más pensaba en ello, más se daba cuenta de lo mal que había estado Firth. De hecho, si no fuera por Firth, su padre aún estaría vivo hoy—y Gareth no estaría en ninguno de estos desastres. El peso de la realeza no estaría en su cabeza, todas estas cosas no irían mal. Gareth anhelaba los días sencillos, cuando no era rey, cuando su padre estaba vivo. Sintió un repentino deseo de regresar a esos días, a la manera como eran las cosas antes. Pero no podía. Y Firth tenía la culpa de todo esto.

"¿Qué haces aquí?", presionó Gareth.

Firth aclaró su garganta, evidentemente nervioso.

"He oído… rumores… susurros de los sirvientes que hablan. Dicen que tu hermano y tu hermana están haciendo preguntas. Los han visto en donde trabajan los sirvientes. Examinando el conducto de residuos buscando el arma homicida. La daga que utilicé para matar a tu padre".

Gareth sintió un escalofrío al escuchar sus palabras. Estaba paralizado de asombro y de temor. ¿Podría empeorar el día?

Aclaró su garganta.

"¿Y qué encontraron?", preguntó él, sintiendo su garganta seca, las palabras apenas escapaban.

Steffen meneó la cabeza.

"No sé, mi señor. Todo lo que sé es que sospechan algo".

Gareth sentía un odio renovado hacia Firth, que no sabía que era capaz de sentir. Si no fuera por su torpeza, si hubiera desechado el arma correctamente, no estaría en esta posición. Firth le había dejado vulnerable.

"Sólo voy a decirlo una vez", dijo Gareth, acercándose a Firth, con la mirada más firme que pudo tener. "No quiero verte nunca más. ¿Me entiendes? Aléjate de mi presencia y nunca regreses. Te voy a relegar a una posición muy lejos de aquí. Y si alguna vez vuelves a poner un pie en los muros de este castillo, te aseguro que haré que te arresten.

"¡AHORA, VETE!", gritó Gareth.

Firth, con los ojos llenos de lágrimas, se dio vuelta y salió corriendo de la habitación; sus pasos resonaban mucho después de haberse alejado del pasillo.

Gareth regresó a pensar en la espada, en su intento fallido. No podría evitar sentir que había puesto en marcha una gran calamidad para sí mismo. Sentía como si se hubiera lanzado desde un acantilado, y que de ahora en adelante, sólo enfrentaría su descenso.

Se quedó allí, arraigado al suelo, en el silencio reverberante, en la habitación de su padre, temblando, preguntando qué había puesto en marcha. Nunca se había sentido tan solo, tan inseguro de sí mismo.

¿Esto era lo que significaba ser rey?

*

Gareth corrió por la escalera espiral de piedra, piso tras piso, apresurándose hacia los parapetos superiores del castillo. Necesitaba aire fresco. Necesitaba tiempo y espacio para pensar. Necesitaba un sitio con vista privilegiada de su reino, una oportunidad para ver su corte, a su pueblo y para recordar que todo esto era suyo. Que, a pesar de todos los eventos del día que parecían una pesadilla, él, después de todo, todavía era el rey.

Gareth había despedido a sus asistentes y corrió solo, piso tras piso, respirando con dificultad. Se detuvo en uno de los pisos, inclinado para recuperar el aliento. Las lágrimas caían por sus mejillas. Veía la cara de su padre, regañándolo a cada paso.

"¡Te odio!", gritó al vacío.

Podría haber jurado que escuchó una risa burlona. La risa de su padre.

Gareth necesitaba alejarse de ahí. Se volvió y siguió corriendo, corriendo, hasta que finalmente llegó a la cima. Salió intempestivamente por la puerta, y el aire fresco le golpeó en la cara.

Respiró profundo, recuperando su aliento, deleitándose con el sol, en la brisa cálida. Se quitó su manto, el manto de su padre y lo lanzó hacia el suelo. Había demasiado calor, y no quería usarlo ya.

Él corrió hasta el borde del parapeto, poniendo las manos sobre la pared de piedra, jadeando, mirando hacia abajo de su corte. Podía ver a la multitud interminable, saliendo del castillo. Salían de la ceremonia. Su ceremonia. Casi podía sentir su decepción desde ahí. Se veían tan pequeños. Se maravilló que todos estuvieran bajo su control.

Pero ¿por cuánto tiempo?

“Los reinados son algo graciosos”, dijo la voz de un anciano.

Gareth giró y vio parado, para su sorpresa, a Argon, a unos metros de él, usando un manto blanco y una capucha y sosteniendo su vara. Lo miró con una sonrisa en la comisura de sus labios—sin embargo, sus ojos no sonreían. Brillaban, lo miraba con firmeza, y pusieron de nervios a Gareth. Vieron demasiado.

Había tantas cosas que Gareth había querido decirle a Argon, qué preguntarle. Pero ahora que ya había fallado en blandir la espada, no podía recordar una sola.

“¿Por qué no me dijiste?”, le dijo Gareth, con desesperación en su voz. "Debiste haberme dicho que no iba a blandirla. Podrías haberme ahorrado la vergüenza".

"¿Y por qué habría de hacerlo?", preguntó Argon.

Gareth frunció el ceño

"No eres un verdadero consejero del rey", dijo él. "Habrías aconsejado a mi padre con la verdad. Pero no a mí".

"Quizás él merecía un consejo honesto", respondió Argon.

La furia de Gareth se hizo mayor. Odiaba a este hombre. Y lo culpó.

"No te quiero a mi alrededor", dijo Gareth. "No sé por qué mi padre te contrató, pero no te quiero que en la corte del rey".

Argon rió, con un sonido hueco, que daba miedo.

"Tu padre no me contrató, tonto", dijo él. "Ni el padre él. Yo tenía que estar aquí. De hecho, podría decirse que yo los contraté a ellos".

Argon de repente dio un paso hacia adelante y parecía como si él estuviera mirando el alma de Gareth.

"¿Se puede decir lo mismo de ti?", preguntó Argon. “¿Tenías que estar aquí?”

Sus palabras tocaron una fibra sensible en Gareth, y sintió un escalofrío. Era lo mismo que Gareth se había estado preguntando a sí mismo. Gareth se preguntaba si era una amenaza.

"El que reina por sangre gobernará por sangre", proclamó Argon, y con esas palabras, rápidamente le dio la espalda y comenzó a alejarse.

"¡Espera!", gritó Gareth, ya no queriendo que se fuera, pues necesitaba respuestas. "¿Qué quisiste decir con eso?".

Gareth no pudo evitar sentir que Argon le estaba dando un mensaje; que no gobernaría por mucho tiempo. Necesitaba saber si eso era lo que él había querido decir.

Gareth corrió tras él, pero al acercarse, ante sus ojos, Argon desapareció.

Gareth se dio la vuelta, miró a su alrededor, pero no vio nada. Sólo escuchó una risa hueca, en algún lugar en el aire.

"¡Argon!", gritó Gareth.

Se volvió de nuevo, entonces miró al cielo, hincándose en una rodilla y echando atrás la cabeza. Él gritó:

"¡ARGON!".

CAPÍTULO SIETE

Erec marchaba junto con el Duque, Brandt y docenas de personas del séquito del Duque, a través de las callejuelas de Savaria, crecía la multitud a medida que caminaban hacia la casa de la sirvienta. Erec había insistido en conocerla sin demora, y el Duque quería llevarlo personalmente. Y a donde el duque iba, iban todos. Erec miró a su alrededor al enorme y creciente séquito y se sintió avergonzado, al darse cuenta de que llegaría a la morada de esa chica con docenas de personas.

Desde que la había visto por primera vez, Erec no había podido pensar en otra cosa.

¿Quién era esa chica?, se preguntaba. Parecía tan noble, ¿pero trabajaba como funcionario en la corte del duque? ¿Por qué ella huyó de él tan apresuradamente? ¿Por qué, en todos sus años, con todas las mujeres reales que había conocido, era la única que había conquistado su corazón?

Estar cerca de la realeza toda su vida, siendo hijo de un rey, Erec pudo detectar la realeza en un instante – y sintió desde el momento en que le vio, que era de una posición mucho más alta que la que estaba ocupando. Estaba ardiendo de curiosidad por saber quién era, de dónde era, qué estaba haciendo ahí. Necesitaba otra oportunidad para poner sus ojos en ella, para ver si él lo había estado imaginando o si todavía sentía lo mismo que antes.

"Mis siervos dicen que vive en las afueras de la ciudad", explicó el Duque, hablando mientras caminaban. Cuando entraron, la gente por todos lados de las calles abría sus persianas y miraban hacia abajo, sorprendidos por la presencia del duque y su séquito, en las calles.

"Al parecer, ella fue criada por un tabernero. Nadie sabe su origen, de dónde vino. Lo único que sabían era que llegó un día a nuestra ciudad y se convirtió en una esclava de ese tabernero. Su pasado, al parecer, es un misterio".

Todos dieron vuelta en otra calle; el adoquín debajo de ellos se torcía más cada vez; las pequeñas viviendas estaban más cerca una de la otra y más destartaladas, conforme iban pasando. El duque aclaró su garganta.

"La llevé como criada a mi corte en ocasiones especiales. Ella es callada, reservada. No se sabe mucho sobre ella. Erec", dijo el Duque, volteando finalmente hacia él, poniendo una mano en su muñeca, "¿estás seguro de esto? Esta mujer, quienquiera que sea, es una plebeya. Podrías elegir a cualquier mujer del reino".

Erec lo miró con igual intensidad.

"Debo ver a esta chica otra vez. No me importa quién sea".

El duque meneó su cabeza en desaprobación, y todos continuaron caminando, dando vuelta calle tras calle, pasando por callejuelas serpenteantes y estrechas. Al ir pasando, el barrio de Savaria llegaba a ser incluso más sórdido; las calles estaban llenas de borrachos, repletas de suciedad, gallinas y perros salvajes. Pasaron taberna tras taberna; los gritos de los clientes se escuchaban en las calles. Varios borrachos tropezaron ante ellos, y mientras la noche comenzaba a caer, las calles comenzaron a ser iluminadas por antorchas.

“¡Abran paso al Duque!”, gritó su asistente principal, corriendo hacia adelante y empujando a los borrachos fuera del camino. Calles arriba y abajo, los tipos desagradables se separaban y observaban, asombrados, mientras pasaba el Duque, y Erec junto a él.

Finalmente, llegaron a un pequeño y humilde hostal, construido de estuco, con un techo de tejas, de dos aguas. Parecía como si hubiera unos cincuenta clientes en su taberna inferior, con unas habitaciones arriba para los huéspedes. La puerta estaba torcida, una ventana estaba rota y su lámpara de entrada colgaba torcida, con su antorcha parpadeante, la vela demasiado baja. Se escuchaban afuera de las ventanas los gritos de los borrachos, mientras se detenían ante la puerta.

¿Cómo podía trabajar una chica tan bonita en un lugar como éste? Erec se preguntaba, horrorizado, cuando escuchó los gritos y abucheos dentro. Se le rompió el corazón al pensar en ello, mientras imaginaba la indignidad que ella debía estar sufriendo en ese lugar. No es justo, pensó. Estaba decidido a rescatarla de él.

"¿Por qué vienes al peor lugar posible para elegir a una novia?", preguntó el Duque, dirigiéndose a Erec.

Brandt también volteó a verlo.

"Es tu última oportunidad, amigo mío", dijo Brandt. “Hay un castillo lleno de mujeres reales esperando a que regreses ahí”.

Pero Erec meneó la cabeza, decidido.

"Abran la puerta", ordenó.

Uno de los hombres del duque se abalanzó y la abrió. El olor a cerveza rancia salió en ondas, haciéndolo retroceder,

Adentro, los borrachos estaban encorvados el bar, sentados en mesas de madera, gritando demasiado fuerte, riendo, abucheando y empujándose unos a otros. Eran tipos ordinarios, como pudo ver Erec, con vientres demasiado grandes, las mejillas sin afeitar, con la ropa sucia. Ninguno era guerrero.

Erec se acercó varios pasos, buscándola en ese lugar. No podía imaginar que una mujer como ella pudiera trabajar en un sitio así. Se preguntó si tal vez había ido al lugar equivocado.

"Disculpe, señor, estoy buscando a una mujer", dijo Erec al hombre de pie junto a él: alto y robusto, con una gran barriga, sin afeitar.

"¿En verdad?", gritó el hombre, burlándose. "Bueno, ¡viniste al lugar equivocado! Esto no es un burdel. Aunque hay uno al otro lado de la calle—y dicen que las mujeres son lindas y regordetas!".

El hombre empezó a reír, muy fuerte, en la cara de Erec, y varios de sus compañeros hicieron lo mismo.

"No busco un burdel", respondió Erec, sin reír, "sino a una sola mujer, que trabaja aquí”.

"Debe referirse entonces a la sirvienta del tabernero", gritó alguien, otro hombre robusto y borracho. "Probablemente está atrás, fregando los pisos. Lástima – ¡ojalá estuviera aquí, en mi regazo!".

Todos los hombres gritaban y reían, abrumados por sus propios chistes y Erec enrojeció de solo imaginarlo. Se sintió avergonzado por ella. Tener que servir a todos esos tipos—era demasiado indignante para verlo.

“¿Y tú quién eres?”, dijo otra voz.

Un hombre se acercó, más robusto que los demás, con barba y ojos oscuros, con el ceño fruncido, la mandíbula ancha, acompañado de varios hombres sórdidos. Tenía más músculo que grasa, y se acercó a Erec amenazadoramente, visiblemente territorial.

"¿Estás intentando robar a mi sirvienta?", preguntó. "¡Entonces vete!".

Él se acercó y sujetó a Erec.

Pero Erec, endurecido por años de entrenamiento, siendo el caballero más grande del reino, tenía mejores reflejos de lo que este hombre imaginaba. En el momento en que puso sus manos sobre Erec, entró en acción, agarrando su muñeca e inmovilizándola, girando al hombre con la velocidad del rayo, sujetándolo por la parte trasera de su camisa y empujándolo en la habitación.

El hombre robusto salió volando como bala de cañón y sacó a otros tantos con él, estrellándose todos en el piso del pequeño lugar, como bolos de boliche.

Todos guardaron silencio, y se detuvieron para observar.

"¡LUCHEN! ¡LUCHEN!", corearon los hombres.

El tabernero, aturdido, tropezó y arremetió contra Erec con un grito.

Esta vez Erec no esperó. Dio un paso adelante para recibir a su atacante, levantó un brazo y bajó su codo hacia la cara del hombre, rompiendo su nariz.

El tabernero tropezó hacia atrás, y luego se derrumbó, aterrizando en el piso, de espaldas.

Erec dio un paso adelante, lo levantó, y a pesar de su tamaño, lo alzó por encima de su cabeza.

Dio varios pasos hacia adelante y lanzó al hombre, y salió volando por el aire, derribando la mitad del salón con él.

Todos los hombres en la sala quedaron congelados, parando sus cánticos, guardando silencio, dándose cuenta de que alguien especial estaba entre ellos. El cantinero, sin embargo, de repente llegó corriendo, con una botella de vidrio sobre su cabeza, apuntando hacia Erec.

Erec lo vio venir y ya tenía su mano sobre su espada—pero antes de que Erec pudiera sacarla, su amigo Brandt dio un paso adelante, al lado de él, sacó un puñal de su cinturón y sostuvo la punta en la garganta del cantinero.

El cantinero corrió hacia él y se detuvo de repente, la hoja estaba a punto de perforarle la piel.  Se quedó allí, con los ojos bien abiertos de miedo, sudando, paralizado, con la botella en el aire.  En el salón hubo tanto silencio que se podría haber oído cómo caía un alfiler.

"Tírala", ordenó Brandt.

El cantinero obedeció, y la botella se rompió en el piso.

Erec sacó su espada con un retumbo de metal y se acercó al tabernero, quien yacía gimiendo en el piso y la apuntó en su garganta.

"Sólo diré esto una vez", anunció Erec.  "Saca de esta habitación a toda esta gentuza. Ahora. Exijo una audiencia con la señorita. "A solas".

“¡El Duque!”, gritó alguien.

Todos voltearon a ver y finalmente reconocieron al duque ahí parado, en la entrada, flanqueado por sus hombres. Todos ellos se apresuraron a quitarse sus gorras y bajar sus cabezas.

"Si el salón no está despejado para cuando termine de hablar", anunció el Duque, "cada uno de ustedes será encarcelado de inmediato".

La sala entró en un frenesí, mientras todos los hombres se las arreglaban para salir, alejándose rápidamente del duque, hacia la fuerte principal, dejando sus botellas de cerveza sin terminar donde estaban.

"Y vete tú también", dijo Brandt al cantinero, bajando su daga, sujetándolo del cabello y empujándolo hacia la puerta.

La sala, que había sido tan escandalosa momentos antes, ahora estaba vacía, en silencio, salvo por Erec, Brandt, el duque y una docena de sus hombres más cercanos. Cerraron la puerta detrás de ellos con un rotundo golpe.

Erec volteó a ver al tabernero, sentado en el suelo, todavía aturdido, limpiando la sangre de su nariz. Erec lo agarró por la camisa, lo izó con ambas manos y lo sentó en uno de los bancos vacíos.

"Has arruinado mi negocio de esta noche", se quejó el tabernero. "Pagarás por esto".

El duque se adelantó y le dio una bofetada.

“Puedo hacer que te maten por intentar poner una mano sobre este hombre", lo regañó el duque. "¿No sabes quién es?“.  Es Erec, el mejor caballero del rey, el campeón de Los Plateados. Si quiere, puede matarte ahora".

El tabernero miró Erec, y por primera vez, un miedo verdadero cruzó por su rostro. Casi temblaba en su asiento.

"No lo sabía.  Usted no dijo quién era".

"¿Dónde está ella?". Erec exigió, impaciente.

“Ella está atrás, fregando la cocina. ¿Qué es lo que quiere con ella? ¿Le robó algo? Ella es sólo otra chica obligada a trabajar de sirvienta".

Erec sacó su daga y la sostuvo en la garganta del hombre.

"Si vuelves a llamarla 'sirvienta' otra vez", le advirtió Erec, puedes estar seguro de que te cortaré el cuello.  ¿Entiendes?", preguntó con firmeza mientras sostenía la cuchilla contra la piel del hombre.

Los ojos del hombre se inundaron de lágrimas, mientras asentía lentamente.

"Tráela aquí y rápido", ordenó Erec y lo levantó de un tirón y lo empujó, enviándolo volando por toda la habitación, hacia la puerta de atrás.

En cuanto se fue el tabernero, hubo un ruido de cacerolas detrás de la puerta, gritos apagados y luego, momentos después, la puerta se abrió y salieron varias mujeres, vestidas con harapos, delantales y gorros, cubiertos de la grasa de la cocina.

Había tres mujeres mayores, como de sesenta años, y Erec se preguntó por un momento si el tabernero sabía de quién le había estaba hablando.

Y luego, ella salió—y el corazón de Erec se detuvo.

Apenas podía respirar.  Era ella.

Llevaba un delantal, cubierto de manchas de grasa y mantuvo la cabeza baja, avergonzada para mirar hacia arriba. Su cabello estaba atado, cubierto con un paño, sus mejillas estaban cubiertas de mugre—y aun así, Erec estaba enamorado de ella. Su piel era tan joven, tan perfecta. Tenía los pómulos altos, cincelados y mandíbula, una pequeña nariz cubierta de pecas y labios carnosos. Tenía una frente amplia, majestuosa y su hermoso cabello rubio caía por debajo del gorro.

Ella lo miró, solo por un momento, y sus grandes y maravillosos ojos verdes almendrados, cambiaban a un azul cristalino con la luz y después, otra vez, lo mantuvo en su lugar sin moverse. Se sorprendió al darse cuenta de que él estaba aún más fascinado por ella, de lo que había estado cuando la acababa de conocer.

Detrás de ella, salió el tabernero, con el ceño fruncido, limpiando aún la sangre de su nariz.

La chica caminó hacia adelante, de manera vacilante, rodeada de todas esas mujeres mayores, hacia Erec e hizo una reverencia al acercarse. Erec se puso de pie ante ella, así como varios del séquito del duque.

"Mi señor", dijo ella, con su voz suave, dulce, haciendo feliz a Erec. "Por favor, dígame lo que he hecho para ofenderlo.

No sé lo que sea, pero lamento lo que haya hecho para justificar la presencia de la corte del Duque".

Erec sonrió. Sus palabras, su lenguaje, el sonido de su voz – todo lo hizo sentir como nuevo. No quería que ella dejara de hablar.

Erec estiró la mano y tocó su barbilla, levantándola hasta que sus ojos se encontraron con los de él. Su corazón se aceleró al mirarla a los ojos.  Parecía perderse en un mar de color azul.

"Mi señora, no ha hecho nada para ofenderme. No creo que jamás sea capaz de ofenderme. He venido aquí no por ira, sino por amor. Desde que la vi, no he podido pensar en nada más".

La chica parecía nerviosa y de inmediato bajó la mirada al suelo, parpadeando varias veces. Torció sus manos, se veía nerviosa, abrumada. Obviamente, ella no estaba acostumbrada a esto.

“Por favor, mi señora, dígame. ¿Cuál es su nombre?".

"Alistair", respondió, humildemente.

"Alistair", repitió Erec, abrumado. Era el nombre más bonito que había escuchado.

“Pero no sé de qué le sirve saberlo”, añadió ella, suavemente, mirando todavía al suelo. “Usted es un Lord. Yo solo soy una sirvienta”.

“Ella es mi sirvienta, para ser exactos”, dijo el tabernero, acercándose, molesto.  “Ella está obligada a trabajar para mí. Firmó un contrato, hace años. Ella prometió siete años. A cambio, le daría comida y cuarto. Lleva tres años. Así que como verá, esto es una pérdida de tiempo. Ella es mía. Soy su dueño. No se la va a llevar. Ella es mía. ¿Entiende?“.

Erec sintió un odio por el tabernero, más allá de lo que jamás había sentido por un hombre. Estaba entre sacar su espada y apuñalarlo en el corazón y acabar con él. Pero por mucho que el hombre pudiera merecerlo, Erec no quería romper la ley del rey. Después de todo, sus acciones se reflejaban en el rey.

“La ley del rey es la ley del rey”, dijo Erec al hombre, con firmeza. “No es mi intención romperla.  Habiendo dicho eso, mañana empiezan los torneos. Y tengo derecho, como cualquier hombre, a elegir a mi esposa. Y que se sepa aquí y ahora que elijo a Alistair”.

Un jadeo se extendió por el salón, mientras todos se veían unos a otros, sorprendidos.

“Eso”, añadió Erec, “si ella está de acuerdo”.

Erec miró a Alistair, con el corazón acelerado, mientras ella seguía con el rostro hacia el suelo. Él se dio cuenta de que ella se sonrojaba.

“¿Está de acuerdo, mi señora?”, preguntó él.

La sala quedó en silencio.

“Mi señor”, dijo ella suavemente, “usted no sabe quién soy, de dónde soy ni por qué estoy aquí. Y temo que no puedo decirle esas cosas”.

Erec la miró, perplejo.

“¿Por qué no puede decírmelo?”

“Nunca se lo he dicho a nadie, desde que llegué”. Hice una promesa“.

“¿Pero por qué?”, dijo él presionando, con mucha curiosidad.

Pero Alistair solo mantuvo su cara hacia abajo, en silencio.

“Es cierto”, dijo una de las sirvientas. “Ella nunca nos ha dicho quién es. Ni por qué está aquí. Se niega a decirlo. Lo hemos intentado durante años”.

Erec se sentía muy desconcertado por ella—pero eso solo le añadía misterio.

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Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
09 eylül 2019
Hacim:
253 s. 6 illüstrasyon
ISBN:
9781632910783
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