Kitabı oku: «Rebelde, Pobre, Rey », sayfa 3
CAPÍTULO CINCO
Thanos deslizó su pequeña barca por la pizarra de la playa, apartando la vista de los grilletes que estaban allí colocados bajo la línea de la marea. Se dirigió hacia la playa, sintiéndose expuesto a cada paso que daba sobre la roca gris del lugar. Sería demasiado fácil que lo vieran allí, e indudablemente Thanos no quería ser visto en un lugar como aquel.
Subió con dificultad por un camino y se detuvo, sintiendo rabia e indignación a la vez al ver lo que había a lo largo de cada lado del camino. Allí había artefactos, horcas y pinchos, ruedas y patíbulos, evidentemente todos destinados a dar una muerte desagradable a aquellos que estaban allí dentro. Thanos había oído hablar de la Isla de los Prisioneros, pero aún así, lo perverso de aquel lugar hacía que deseara eliminarlo.
Continuó subiendo por el camino, pensando en lo que supondría para cualquier persona que la llevaran allí, acorralado por paredes rocosas y sabiendo que lo único que le aguardaba era la muerte. ¿Realmente Ceres había terminado en aquel lugar? Solo pensar en ello, hacía que a Thanos se le encogiera el estómago.
Más adelante, Thanos escuchaba aullidos, gritos y lloros que tanto podían proceder de un animal como de un humano. Había algo en aquel ruido que lo paralizaba, su cuerpo le decía que estuviera preparado para la violencia. Se apartó a toda prisa del camino y sacó la cabeza por encima del nivel de las piedras que le obstruían la visión.
Lo que vio más allá le hizo fijar la mirada. Un hombre estaba corriendo, sus pies descalzos dejaban manchas de sangre sobre el suelo de piedra. La ropa que llevaba estaba rasgada y rota, una manga le colgaba del hombro, un gran jirón en la espalda mostraba la herida que había debajo. Tenía el pelo despeinado y la barba todavía más. Solo el hecho de que su ropa era de seda daba a entender que no había vivido en estado salvaje toda su vida.
El hombre que lo perseguía, de todos modos, parecía todavía más salvaje y había algo en él que hacía sentir a Thanos como la presa de un gran animal con solo mirarlo. Llevaba una mezcla de pieles que parecía que hubiera robado de una docena de sitios diferentes, y tenía el rostro manchado de barro con un dibujo que hacía sospechar a Thanos que estuviera pensado para permitirle camuflarse en el bosque. Llevaba un garrote y un puñal corto, y los alaridos que emitía mientras perseguía al otro hombre hacían que a Thanos se le erizara el vello.
Por instinto, Thanos fue hacia delante. No podía quedarse quieto y ver cómo asesinaban a alguien, incluso aquí, donde todos habían sido enviados por cometer algún crimen. Fue a toda prisa por la cuesta, y bajó a toda velocidad hacia un lugar donde los dos pasarían corriendo. El primero de los hombres lo esquivó. El segundo se detuvo mostrando sus dientes afilados al sonreír.
“Parece que hay alguien más a quien cazar”, dijo, y se lanzó sobre Thanos.
Thanos reaccionó con la velocidad que le permitía un largo entrenamiento, moviéndose para evitar el primer golpe de cuchillo. El garrote le alcanzó el hombro, pero ignoró el dolor. Giró el puño de forma brusca y rápida, sintiendo el impacto al tocar la mandíbula del otro hombre. El hombre salvaje cayó, inconsciente, antes de tocar el suelo.
Thanos echó un vistazo alrededor, y vio que el primer hombre lo estaba mirando fijamente.
“No te preocupes”, dijo Thanos, “no te haré daño. Me llamo Thanos”.
“Herek”, dijo el otro hombre. Para Thanos, su voz sonaba oxidada, como si no hubiera hablado con nadie durante mucho tiempo. “Yo…”
Se escuchó otra voz procedente de atrás, de la zona arbolada de la isla. Esta parecía ser el conjunto de muchas voces unidas en algo que incluso Thanos pensó que era aterrador.
“Rápido, por aquí”.
El otro hombre agarró a Thanos por el brazo y tiró de él hasta llevarlo a una serie de rocas más grandes. Thanos lo siguió, se agachó en un sitio en el que no podía ser visto desde el camino principal, pero desde donde todavía podían detectar las señales de peligro. Thanos sentía el miedo del otro hombre mientras estaban agachados, e intentaba estar lo más tranquilo posible.
Thanos deseaba haber cogido el cuchillo del hombre que había derribado, pero ahora ya era demasiado tarde para ello. En cambio, solo podía quedarse allí mientras esperaban que otros cazadores bajaran al lugar donde ellos habían estado.
Vio que se acercaban en grupo, y no había dos iguales. Todos llevaban armas que evidentemente habían hecho con lo que tenían a mano, mientras que los que aún llevaban algo más que simples trozos de ropa vestían una extraña mezcla de cosas que era obvio que habían sido robadas. Allí había hombres y mujeres, que parecían hambrientos y peligrosos, medio muertos de hambre y violentos.
Thanos vio que una de las mujeres daba un golpe con el pie al hombre que estaba inconsciente. Sintió escalofríos por el miedo, porque si el hombre despertaba, podría contarles a los demás lo que había sucedido y aquello haría que se pusieran a buscar.
Pero no despertó, pues la mujer se arrodilló y le cortó el cuello.
Thanos se puso tenso ante aquello. Herek, que estaba a su lado, le puso una mano sobre el brazo.
“Los Abandonados no tienen tiempo para flaquezas de ningún tipo”, susurró. “Asedian a todo el que pueden, porque los que hay en la fortaleza no les dan nada”.
“¿Son prisioneros?” preguntó Thanos.
“Aquí todos somos prisioneros”, respondió Herek. “Incluso los guardias son simples prisioneros que llegaron arriba del todo, y que disfrutan de la crueldad lo suficiente para hacer el trabajo del Imperio. Pero tú no eres un prisionero, ¿verdad? No tienes el aspecto de alguien que ha pasado por la fortaleza”.
“No lo soy”, confesó Thanos. “Este lugar… ¿esto lo hacen unos prisioneros a otros prisioneros?”
Lo peor era que podía imaginarlo. Era el tipo de cosa que el rey, su padre, podía pensar. Poner prisioneros en una especie de infierno y darles la oportunidad de evitar más dolor solo si eran ellos los que lo provocaban.
“Los Abandonados son los peores”, dijo Herek. “Si los prisioneros no se rinden, se enojan muchísimo o se ponen muy tozudos, si no trabajan o contraatacan demasiado, los arrojan aquí sin nada. Los carceleros los persiguen. La mayoría suplican que los devuelvan”.
Thanos no quería pensar en aquello, pero debía hacerlo, porque Ceres podía estar allí. Seguía con la mirada al grupo de prisioneros salvajes mientras continuaba susurrando a Herek.
“Estoy buscando a alguien”, dijo Thanos. “Podrían haberla traído aquí. Se llama Ceres. Luchó en el Stade”.
“La princesa combatiente”, respondió Herek con un susurro. “La vi luchar en el Stade. Pero no, si la hubieran traído aquí, lo hubiera sabido. Les gusta hacer desfilar a los recién llegados delante nuestro, para que vean lo que les espera. Me acordaría de ella”.
El corazón de Thanos se hundió como una piedra lanzada en un estanque. él había estado muy seguro de que Ceres estaría aquí. Había puesto todo su empeño en llegar aquí, solo porque era la única pista que tenía de su paradero. Si no estaba allí… ¿dónde podía haber ido?
La esperanza que tenía había empezado a irse gota a gota, con tanta certeza como que había sangre en los pies de Herek, donde las piedras se los habían cortado.
La sangre que los Abandonados estaban mirando con atención en ese preciso instante, siguiendo su rastro…
“¡Corre!” exclamó Thanos, la prisa venció a su sufrimiento mientras arrastraba a Herek con él.
Fue con dificultad por el suelo de piedras roto, en dirección a la fortaleza simplemente porque imaginaba que los que los perseguían no querrían ir en esa dirección. Sin embargo, los siguieron y Thanos tuvo que arrastrar a Herek para que continuara corriendo.
Una lanza pasó rápidamente cerca de su cabeza y Thanos se encogió, pero no se detuvo. Echó una mirada hacia atrás y vio que las delgadas siluetas de los prisioneros se estaban acercando, que iban a por ellos como si fueran una manada de lobos. Thanos sabía que debía dar la vuelta y luchar, pero no tenía armas. Como mucho, podía coger alguna piedra.
Unas figuras con pieles oscuras y cotas de malla salieron de detrás de unas rocas que había más adelante, sosteniendo unos arcos. Thanos reaccionó instintivamente y tiró a Herek, junto con él, al suelo.
Las flechas pasaron volando por encima de sus cabezas, y Thanos vio que un grupo de prisioneros salvajes caían como maíz cortado. Uno dio la vuelta para escapar, y una flecha le alcanzó en la espalda.
Thanos se puso de pie y tres hombres se acercaron a ellos caminando. El que iba delante tenía el pelo canoso y era flaco, se colocó el arco en la espalda al acercarse y sacó un cuchillo largo.
“¿Eres el príncipe Thanos?” preguntó mientras se acercaba.
En aquel instante, Thanos supo que lo habían traicionado. El capitán contrabandista había revelado su presencia, ya fuera a cambio de oro o simplemente para evitar problemas.
Hizo un esfuerzo por mantenerse erguido. “Sí, soy Thanos”, dijo. “¿Y tú quién eres?”
“Yo soy Elsio, el carcelero de este lugar. Antes me llamaban Elsio el Carnicero. Elsio el Asesino. Ahora aquellos a los que mato merecen ese destino”.
Thanos había oído hablar de aquel nombre. Era un hombre que aquellos niños con los que había crecido usaban para asustarse entre ellos, el de un noble que había matado y matado hasta el punto que incluso el Imperio pensaba que era demasiado cruel para estar libre. Inventaban historias sobre las cosas que había hecho a aquellos que atrapaba. Por lo menos, Thanos esperaba que fueran inventadas.
“¿Vas a intentar matarme ahora?”
Thanos intentó sonar desafiante, aunque no tenía armas.
“Oh no, mi príncipe, tengo planes mucho mejores para usted. Sin embargo, su compañero…”
Thanos vio que Herek intentaba ponerse de pie, pero no fue lo suficientemente rápido. El líder se acercó y lo apuñaló con una rápida eficiencia, la espada salía y entraba una y otra vez del hombre. Sujetó a Herek, como para evitar que muriera antes de que él hubiera acabado.
Finalmente, dejó caer el cadáver del prisionero. Cuando miró a Thanos, su cara era un rictus que apenas tenía nada de humano.
“¿Qué se siente, Príncipe Thanos, al convertirse en prisionero?”, preguntó.
CAPÍTULO SEIS
A Lucio le encantaba el olor de las casas ardiendo. Había algo reconfortante en ello, algo que hacía crecer en él la emoción ante todo lo que estaba por llegar.
“Esperémoslos”, dijo, desde encima de su gran caballo de guerra.
A su alrededor, sus hombres estaban esparcidos rodeando las casas que estaban quemando. En realidad, apenas eran casas, solo chozas de campesinos tan pobres que no valía la pena ni saquearlas. Quizás después buscarían entre las cenizas.
Pero, de momento, tocaba divertirse.
Lucio vio un destello de movimiento cuando las primeras personas salían gritando de sus casas. Señaló con su mano cubierta con un guantelete, la luz del sol caía sobre el oro de su armadura.
“¡Allí!”
Dio un golpe con el talón a su caballo para que corriera, levantó una lanza y la arrojó hacia una de las figuras que escapaban. A su lado, sus hombres atrapaban a hombres y mujeres, les daban hachazos y los mataban, solo los dejaban vivir de vez en cuando, cuando parecía evidente que valdrían más en los mercados de esclavos.
Lucio había descubierto que quemar una aldea era un arte. Era importante no limitarse a entrar como una tromba a ciegas y prenderle fuego a todo. Eso era lo que hacían los aficionados. Entrar a toda prisa sin preparación, y la gente simplemente escapaba. Si quemaban las cosas en el orden equivocado, cabía la posibilidad de que se olvidaran los objetos de valor. Si dejaban demasiadas rutas de escape, las filas de esclavos serían más cortas de lo que deberían ser.
La clave estaba en la preparación. Había hecho que sus hombres se colocaran formando un cordón fuera de la aldea justo antes de que él entrara luciendo su, oh, visible armadura. Algunos campesinos habían escapado tan solo verlo, y a Lucio aquello le había encantado. Estaba bien que le temieran. A él le tocaba que lo hicieran.
Ahora estaban en la siguiente fase, en la que quemaban algunas de las casas menos valiosas. Evidentemente, desde arriba, arrojando antorchas al techo de paja. La gente no podía correr si quemabas sus escondites a ras del suelo y, si no corrían, no había diversión.
Más tarde, habría más saqueo tradicional, seguido de tortura para aquellos que eran sospechosos de simpatizar con los rebeldes, o que simplemente podrían estar escondiendo objetos de valor. Y después, por supuesto, las ejecuciones. Lucio sonreía al pensarlo. Normalmente, solo daba ejemplos. Sin embargo, hoy iba a ser más… exhaustivo.
Pensaba en Estefanía mientras atravesaba a caballo la aldea, desenfundando su espada para dar hachazos a diestro y siniestro. Normalmente, no hubiera reaccionado bien ante alguien que lo rechazara del modo en que ella lo hizo. Si alguna de las mujeres jóvenes de la aldea lo intentaba, Lucio probablemente haría que les arrancaran la piel vivas, más que simplemente llevarlas a las canteras de esclavos.
Pero Estefanía era diferente. No solo porque era hermosa y elegante. Cuando pensaba que no era más que eso, tan solo pensaba en la idea de meterla en cintura como si se tratara de una espectacular mascota.
Ahora que había resultado ser más que eso, Lucio vio que sus sentimientos estaban cambiando, se estaban convirtiendo en algo más. No era tan solo el ornamento perfecto para un futuro rey; era alguien que comprendía cómo funcionaba el mundo, y que estaba preparada para conspirar con tal de conseguir lo que quería.
Esto era por lo que, en gran medida, Lucio la había dejado marchar; disfrutaba mucho del juego que había entre ellos. La había puesto contra las cuerdas y ella había deseado hundirlo junto con ella. Se preguntaba cuál sería su próxima jugada.
Despertó de sus pensamientos al ver que dos de sus hombres estaban reteniendo a una familia a punta de espada: un hombre gordo, una mujer mayor y tres niños.
“¿Por qué respiran todavía?” preguntó Lucio.
“Su alteza”, suplicó el hombre, “por favor. Mi familia siempre hemos sido los súbditos más leales a su padre. No tenemos nada que ver con la rebelión”.
“¿Así que está diciendo que me equivoco?” preguntó Lucio.
“Somos leales, su alteza. Por favor”.
Lucio inclinó la cabeza a un lado. “Muy bien, en vista de vuestra lealtad, seré generoso. Dejaré que viva uno de vuestros hijos. Incluso dejaré que escojáis cuál. De hecho, os lo ordeno”.
“P-pero… no podemos escoger entre nuestros hijos”, dijo el hombre.
Lucio se dirigió a sus hombres. “¿Lo veis?” Aunque se lo ordene, no obedecen. Matadlos a todos y no me hagáis perder más el tiempo de este modo. Todos los que están en este aldea deben ser asesinados o puestos en filas de esclavos. No hagáis que tenga que repetirlo.
Se dirigió cabalgando hacia donde vio más edificios en llamas mientras se empezaban a oír gritos tras él. Realmente, aquella estaba resultando una hermosa mañana.
CAPÍTULO SIETE
“¡Trabajad más rápido, pandilla de vagos!” gritó el guardia, y Sartes hizo un gesto de dolor por el escozor del látigo en su espalda. Si hubiera podido, hubiera dado la vuelta y se hubiera enfrentado al guardia, pero sin un arma, era suicida.
En lugar de un arma, tenía un cubo. Estaba encadenado a otro prisionero, debía recoger el alquitrán y verterlo en grandes barriles para llevárselo de las canteras, donde se pudiese usar para sellar barcos y tejados, forrar los adoquines más lisos y para impermeabilizar las paredes. Era un trabajo duro, y tener que hacerlo encadenado a otra persona lo hacía más complicado.
El chico al que estaba encadenado no era más grande que Sartes y se veía mucho más delgado. Sartes todavía no sabía su nombre, porque los guardias castigaban a todo el que hablaba demasiado. Sartes pensó que probablemente pensarían que estaban tramando una revuelta. Viendo a algunos de los hombres que había a su alrededor, quizás tenían razón.
Las canteras de alquitrán eran un lugar al que se mandaba a las peores personas de Delos y eso se notaba. Peleaban por la comida, o simplemente para ver quién era el más duro, aunque ninguno de ellos duraba mucho tiempo. Siempre que los guardias vigilaban, los hombres agachaban sus cabezas. A los que no lo hacían rápidamente, los azotaban o los arrojaban al alquitrán.
El chico que estaba hora encadenado a Sartes no parecía tener nada en común con muchos de los otros que estaban allí. Era delgado como un palo y larguirucho, parecía que podía romperse por el esfuerzo de arrastrar alquitrán. Tenía la piel sucia por ello y cubierta de quemaduras donde el alquitrán la había tocado.
Una nube de gas salió descontrolada del hoyo. Sartes consiguió aguantar la respiración, pero su compañero no tuvo tanta suerte. Empezó a escupir y toser, y Sartes notó el tirón en la cadena mientras se tambaleaba antes de ver que empezaba a caer.
Sartes no tuvo ni que pensarlo. Tiró su cubo y se lanzó hacia delante con la esperanza de ser lo suficientemente rápido. Sintió que sus dedos se cerraban alrededor del brazo del chico, tan delgado que los dedos de Sartes lo rodeaban por completo como si fueran un segundo grillete.
El chico cayó hacia el alquitrán y Sartes lo apartó de él de un tirón. Sartes sintió la temperatura que había allí y estuvo a punto de retroceder al sentir que le ardía la piel. Pero en cambio, siguió sujetando al otro chico, sin soltarlo hasta que consiguió dejarlo en suelo firme.
El chico tosía y balbuceaba, pero parecía estar intentando formar palabras.
“Ya está”, le aseguró Sartes. “Estás bien. No intentes hablar”.
“Gracias”, dijo. “Ayúdame… a… levantarme. Los guardias…”
“¿Qué pasa por ahí?” vociferó un guardia, enfatizándolo con un golpe de látigo que hizo gritar a Sartes. “¿Por qué estáis haciendo el vago?”
“Fue por los gases”, dijo Sartes. “Por un instante lo debilitaron”.
Esto le valió otro azote. Entonces Sartes deseaba tener un arma. Algo con lo que pudiera contraatacar, pero tan solo tenía su cubo, y había demasiados guardias para aquello. Desde luego, Ceres probablemente hubiera encontrado un modo de luchar contra todos con él, y pensar en ello le hizo sonreír.
“Cuando quiera que hables, te lo diré”, dijo el soldado. Dio una patada al chico que Sartes había salvado. “Tú, arriba. Si no puedes trabajar, no sirves para nada. Si no sirves para nada, puedes meterte en el alquitrán como todos los demás”.
“Puede estar de pie”, dijo Sartes y rápidamente ayudó al otro chico para que lo hiciera. “Mire, está bien. Solo fueron los gases”.
Esta vez no le importó que el soldado le golpeara, porque al menos quería decir que no estaba azotando al otro chico.
“Entonces volved al trabajo, los dos. Ya habéis perdido suficiente tiempo”.
Volvieron a recoger alquitrán y Sartes hizo lo posible por recoger todo el que podía, porque evidentemente el otro chico no estaba lo suficientemente todavía para hacer mucho.
“Me llamo Sartes”, dijo con un susurro, sin dejar de mirar a los guardias.
“Bryant”, le contestó con un susurro el otro chico, aunque parecía nervioso al hacerlo. Sartes lo oyó toser otra vez. “Gracias, me salvaste la vida. Si alguna vez te lo puedo devolver, lo haré”.
Se quedó callado cuando los guardias volvieron a pasar por allí.
“Los gases son malos”, dijo Sartes, sobre todo para hacer que continuara hablando.
“Se comen tus pulmones”, respondió Bryant. “Incluso algunos de los guardias mueren”.
Lo dijo como si fuera algo normal, pero Sartes no veía nada normal en ello.
Sartes miró al otro chico. “No pareces un criminal”.
Vio una mirada de dolor en el rostro del chico. “Mi familia… el Príncipe Lucio vino a nuestra granja y la quemó. Mató a mis padres. Se llevó a mi hermana. A mí me trajo aquí sin ninguna razón”.
A Sartes le sonaba mucho aquella historia. Lucio era malvado. Usaba cualquier excusa para provocar desgracia. Destrozaba familias solo porque podía hacerlo.
“Entonces ¿por qué no buscas justicia?” sugirió Sartes. Siguió sacando alquitrán del hoyo, para asegurarse de que ningún guardia se acercaba.
El otro chico lo miró como si estuviera loco. “¿Cómo voy a hacer eso? Solo soy una persona”.
“La rebelión son muchos más que una persona”, puntualizó Sartes.
“Como si les importara lo que me pase a mí”, replicó Bryant. “Ni siquiera saben que estamos aquí”.
“Entonces tendremos que ir hasta ellos”, respondió Sartes con un susurro.
Sartes vio que el pánico se apoderaba del rostro del otro chico.
“No podemos. Solo por hablar de fuga, los guardias nos colgarán por encima del alquitrán y nos irán metiendo en él poco a poco. Lo he visto. Nos matarán”.
“¿Y qué pasará si nos quedamos aquí?” preguntó Sartes. “Si hubieras estado encadenado a otro hoy, ¿qué hubiera pasado?”
Bryant negó con la cabeza. “Pero están los hoyos de alquitrán y los guardias, y estoy seguro de que hay trampas. Los otros prisioneros tampoco ayudarían”.
“Pero estás pensando en ello, ¿verdad?” dijo Sartes. “Sí, habrá riesgos, pero un riesgo es mejor que la certeza de que vas a morir”.
“¿Y cómo se supone que lo haríamos?” preguntó Bryant. Durante la noche nos meten en jaulas, y durante todo el día nos encadenan juntos”.
Por lo menos, Sartes tenía una respuesta para aquello. “Entonces escapemos juntos. Busquemos el momento adecuado. Confía en mí, sé cómo salir de situaciones malas”.
No dijo que aquello sería peor que cualquier cosa con la que hubiera tenido que lidiar antes, ni tampoco le contó que apenas tenían posibilidades. No tenía por qué asustar a Bryant más de lo que ya estaba, pero debían marcharse.
Si se quedaban más tiempo, ninguno de ellos sobreviviría.
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