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CAPÍTULO SEIS
Darius corría por el sendero de barro que sale de su pueblo, siguiendo las pisadas hacia Volusia, con la decisión en su corazón de salvar a Loti y matar a los hombres que se la habían llevado. Corría con una espada en su mano-una espada de verdad, hecha con metal de verdad – era la primera vez que empuñaba metal de verdad en su vida. Sabía que solo esto bastaría para que lo mataran a él y a todo su pueblo. El acero era tabú – incluso su padre y el padre de su padre temieron poseerlo -y Darius sabía que había cruzado una línea en la que no había retorno.
Pero a Darius ya no le importaba. Ya había habido demasiada injusticia en su vida. Con Loti desaparecida, lo único que le preocupaba era recuperarla. Apenas había tenido la oportunidad de conocerla pero, paradójicamente, sentía que ella era toda su vida. Una cosa era que lo tomaran a él como esclavo; pero llevársela a ella era demasiado. No podía dejar que se fuera y considerarse a sí mismo un hombre. Era un chico, lo sabía, pero aún así se estaba convirtiendo en un hombre. Y eran estas decisiones, se dio cuenta, estas difíciles decisiones que nadie más quería tomar, las que convirtien a uno en un hombre.
Darius emprendió el camino solo, el sudor le nublaba la vista, respiraba con dificultad, un hombre dispuesto a encararse a un ejército, a una ciudad. No había ninguna alternativa. Necesitaba encontrar a Loti y traerla de vuelta, o morir en el intento. Sabía que si fracasaba – o aún si salía victorioso – esto traería la venganza a toda la aldea, a su familia, a todo su pueblo. Si se paraba a pensar en esto, puede que incluso hubiera dado la vuelta.
Pero lo movía algo más fuerte que su propia preservación o la preservación de su familia y su pueblo. Lo movía un deseo de justicia. De libertad. Un deseo de deshacerse de su opresor y ser libre, aunque solo fuera por un instante en su vida. Si no era por él, sería por Loti. Por su libertad.
A Darius le movía la pasión, no el pensamiento lógico. El amor de su vida estaba allí y él ya había sufrido muchas veces a manos del Imperio. Fueran cuáles fueran las consecuencias, ya no le preocupaba. Necesitaba enseñarles que había un hombre entre su gente, incluso aunque fuera solo un hombre, incluso solo un chico, que no sufriría su trato.
Darius corría y corría, dando vueltas por los caminos serpenteantes de aquellos campos conocidos y hacia las afueras del territorio de Volusia. Sabía que el mero hecho que lo encontraran allí, tan cerca de Volusia, le valdría la muerte. Siguió las pistas, doblando su velocidad, viendo que las huellas de los zertas estaban cerca las unas de las otras, y sabiendo que se estaban moviendo lentamente. Si iba suficientemente rápido, los alcanzaría.
Darius rodeó una colina, respirando con dificultad, y finalmente, en la distancia, divisó lo que estaba buscando: allí, quizás a menos de cien metros, estaba Loti, encadenada por el cuello con unos gruesos grilletes de hierro, de los que salía una larga cadena, de casi veinte metros, hasta el arnés en la espalda de un zerta. Encima del zerta cabalgaba el capataz del Imperio, el que se la había llevado, de espaldas a ella, y a su lado, caminando junto a ellos, dos soldados más del Imperio, llevando gruesas armaduras negras y doradas del Imperio, que brillaban al sol. Hacían casi dos veces el tamaño de Darius, guerreros formidables, hombres con las armas más finas, y un zerta a sus órdenes. Darius sabía que sería necesaria una multitud de esclavos para vencer a estos hombres.
Pero Darius no permitía que el miedo se interpusiera en su camino. Lo único que lo llevaba era la fuerza de su espíritu y su feroz decisión y sabía que debía encontrar la manera en que esto fuera suficiente.
Darius corría y corría, acercándose por detrás a la desprevenida caravana y pronto los alcanzó, corrió hacia Loti por detrás, levantó su espalda en alto, mientras ella lo miraba con una expresión de perplejidad, y cortó la cadena que la unía al zerta.
Loti chilló y saltó hacia atrás, sorprendida, mientras Darius cortaba sus cadenas, liberándola, el característico sonido del metal cortando el aire. Loti estaba allí, libre, con los grilletes todavía alrededor del cuello, la cadena colgaba en su pecho.
Darius se dio la vuelta y vio la misma mirada de sorpresa en el rostro del capataz del Imperio, mirando hacia abajo desde su asiento en el zerta. Los soldados que iban a pie a su lado se detuvieron también, todos ellos aturdidos al ver a Darius.
Darius estaba allí, con los brazos temblorosos, sosteniendo la espada de acero delante de él y decidido a no mostrar miedo mientras estuviera entre ellos y Loti.
“Ella no te pertenece”, exclamó Darius con voz temblorosa. “Es una mujer libre. ¡Todos nosotros somos libres!”
Los soldados miraron hacia el capataz.
“Chico”, dijo dirigiéndose a Darius, “has cometido el mayor error de tu vida”.
Hizo una señal con la cabeza a sus soldados y estos levantaron sus espadas y cargaron contra Darius.
Darius se mantenía en su sitio, sosteniendo la espada con manos temblorosas y, mientras lo hacía, sentía que sus antepasados lo miraban desde arriba. Sentía que todos los esclavos que habían sido asesinados lo miraban, dándole su apoyo. Y empezó a sentir un gran calor que crecía dentro de él.
Darius sentía que el poder que se ocultaba en lo profundo de su ser empezaba a agitarse, inquieto por ser llamado. Pero él no se permitiría llegar a ello. Él quería luchar hombre a hombre, derrotarlos como lo haría cualquier hombre, poner en práctica todo el entrenamiento con sus hermanos de armas. Quería ganar como un hombre, luchar como un hombre con armas de metal verdaderas y derrotarlos en igualdad de condiciones. Siempre había sido más rápido que todos los chicos más mayores, con sus largas espadas de madera y sus cuerpos musculosos, incluso chicos que hacían dos veces su tamaño.
Reunió sus fuerzas y se preparó mientras ellos se disponían a atacar.
“¡Loti!” exclamó, sin darse la vuelta, “¡CORRE! ¡Vuelve al pueblo!”
“¡NO!” contestó ella gritando.
Darius sabía que tenía que hacer algo; no podía quedarse allí y esperar a que lo cogieran. Sabía que debía sorprenderles, hacer algo que no esperaran.
Darius embistió de repente, escogió a uno de los dos soldados y corrió directo hacia él. Se encontraron en medio del claro de barro, Darius soltó un gran grito de guerra. El soldado dirigió su espada a la cabeza de Darius, pero Darius levantó su espada y bloqueó el golpe, sus espadas echaban chispas, era el primer impacto de metal sobre metal que Darius había sentido jamás. La hoja era más pesada de lo que él pensaba, el golpe del soldado más fuerte y él sintió una gran vibración, sintió como temblaba todo su brazo, pasando por su codo y hasta el hombro. Le cogió desprevenido.
El soldado giraba rápidamente, intentando golpear a Darius por un lado, y Darius giró y paró el golpe. Esto no era como entrenarse con sus hermanos; Darius sentía que se movía más lento de lo normal, la espada era muy pesada. Le estaba costando acostumbrarse. Parecía que el otro soldado se movía dos veces más rápido que él.
El soldado giró de nuevo y Darius entendió que no podía derrotarlo golpe a golpe; tenía que recurrir a sus otras habilidades.
Darius dio un paso a un lado, esquivando el golpe en lugar de afrontarlo y, a continuación, golpeó con el codo la garganta del soldado. Le dio de lleno. El hombre se quedó sin voz y se tambaleó hacia atrás, encorvado, agarrándose la garganta. Darius levantó la empuñadura de su espada y la dirigió hasta la espalda descubierta del soldado, haciendo que cayera de cara al barro.
Al mismo tiempo el otro soldado cargó contra él, y Darius se dio la vuelta, levantó la espada y bloqueó un poderoso golpe que iba dirigido a su cara. El soldado siguió atacando, sin embargo, haciendo que Darius cayera al suelo una y otra vez, con dureza.
Darius sintió cómo sus costillas crujieron cuando el soldado cayó encima suyo, yendo a parar ambos al duro barro dentro de una gran nube de polvo. El soldado soltó su espada y usó sus manos, intentando sacarle los ojos a Darius con los dedos.
Darius lo agarró por las muñecas, echándolas hacia atrás con las manos temblorosas, pero perdiendo la estabilidad. Sabía que debía hacer algo rápidamente.
Darius levantó una rodilla y dio la vuelta, consiguiendo hacer girar al hombre de costado. En el mismo movimiento, Darius alcanzó la larga daga que divisó en el cinturón del hombre y, aprovechando el movimiento, la levantó y la clavó en el pecho del hombre, mientras los dos caían al suelo.
El soldado gritó y Darius, que estaba encima suyo, vio cómo moría delante de sus ojos. Darius estaba allí, congelado, perplejo. Era la primera vez que mataba a un hombre. Era una experiencia surreal. Se sentía victorioso pero entristecido a la vez.
Darius oyó un grito detrás suyo, que lo alertó, y al girarse vio al otro soldado, al que había aturdido, de pie otra vez, corriendo hacia él. Levantó su espada y la balanceó hacia su cabeza.
Darius esperó, concentrado, y se agachó en el último segundo; el soldado pasó tambaleándose por delante de él.
Darius se agachó y cogió la daga del pecho del hombre muerto y dio vueltas sobre sí mismo, mientras el soldado volvía y atacaba de nuevo, Darius, de rodillas, se inclinó hacia delante y la lanzó.
Observó cómo la daga daba vueltas sobre sí misma, para ir a parar finalmente al corazón del soldado, perforando su armadura. El propio acero del Imperio, segundo para nadie, usado contra ellos. Quizás, pensó Darius, deberían haber fabricado armas menos afiladas.
El soldado se desplomó sobre sus rodillas, con los ojos salidos, y cayó de lado, muerto.
Darius oyó un gran grito detrás de él, y saltó sobre sus pies, se dio la vuelta y vio como el capataz se bajaba de su zerta. Frunció el ceño, desenfundó su espada y corrió hacia Darius con un gran grito.
“Ahora tendré que matarte yo mismo”, dijo. “¡Pero no solo te mataré a ti, te torturaré a ti, a tu familia y a todo tu pueblo lentamente!”
Él embistió contra Darius.
Este capataz del Imperio era obviamente un soldado más grande que los demás, más alto y más ancho, con una armadura más grande. Era un guerrero endurecido, el guerrero más grande con el que Darius había luchado jamás. Darius debía admitir que sentía miedo ante este formidable enemigo – pero se negaba a mostrarlo. Al contrario, estaba decidido a luchar con ese miedo, a rechazar el permitir sentirse intimidado. Era solo un hombre, se dijo Darius a sí mismo. Y todos los hombres pueden caer.
Todos los hombre pueden caer.
Darius levantó su espada mientras el capataz se dirigía hacia él, balanceando su gran espada, que brillaba con la luz, de un lado a otro con las dos manos. Darius se movía y bloqueaba los golpes; el hombre golpeaba de nuevo.
A izquierda y a derecha, a izquierda y a derecha, el soldado atacaba y Darius paraba los golpes, el gran sonido de metal sonaba en sus oídos, las chispas volaban por todas partes. El hombre lo obligaba a retroceder, más y más lejos, y Darius necesitaba todo su poder solo para parar los golpes. El hombre era fuerte y rápido y a Darius solo le preocupaba seguir con vida.
Darius fue demasiado lento al parar uno de los golpes y gritó de dolor cuando el capataz encontró una abertura y le rajó el bíceps. Era una herida poco profunda, pero dolorosa y Darius sintió la sangre, su primera herida en una batalla y se quedó aturdido.
Fue un error. El capataz se aprovechó de su duda y le dio una bofetada con su guante. Darius sintió un gran dolor en su mejilla y mandíbula cuando el metal tocó su cara y el golpe lo echó hacia atrás, haciéndolo tropezar unos metros, Darius hizo una nota mental de no parar a mirarse una herida nunca más en plena batalla.
Al notar el sabor de la sangre en sus labios, una furia le invadió. El capataz atacó de nuevo, corrió hacia él, era grande y fuerte, pero esta vez, con el dolor en sus mejillas y sangre en su lengua, Darius no dejó que esto le intimidara. Se habían dado los primeros golpes de la batalla y Darius se dio cuenta de que, por muy dolorosos que fueran, no eran tan malos. Todavía estaba de pie, respirando y vivo.
Y esto quería decir que todavía podía luchar. Podía resistir los golpes y todavía podía continuar. Resultar herido no era tan malo como había temido. Puede que fuera más pequeño, que tuviera menos experiencia, pero se dio cuenta que su habilidad era tan aguda como la de cualquier otro hombre – y podía ser igual de mortal.
Darius soltó un grito gutural y se avalanzó hacia delante, encarando la batalla esta vez en lugar de alejarse asustado de ella. Ya sin ningún miedo a ser herido, Darius levantó la espada con un grito y la dirigió a su oponente. El hombre la paró, pero Darius no se detuvo, moviéndola de un lado para otro una y otra vez, obligando a retroceder al capataz, a pesar de su mayor tamaño y fuerza.
Darius luchaba por su vida, por Loti, luchaba por toda su gente, sus hermanos de armas y, dando golpes a izquierda y derecha, más rápido de lo que jamás lo había hecho, sin permitir ya que el peso del acero lo ralentizara, finalmente encontró una abertura. El capataz gritó de dolor mientras Darius le rajaba el costado.
Se dio la vuelta y miró a Darius con el ceño fruncido, primero con sorpresa y después con venganza en sus ojos.
Gritó como un animal herido y cargó contra Darius. El capataz tiró su espada, corrió hacia delante y rodeó con sus brazos por completo a Darius. Levantó a Darius del suelo, aprétandolo tan fuerte que Darius dejó caer su espada. Todo pasó tan rápido y fue un movimiento tan inesperado, que Darius no pudo reaccionar a tiempo. Él había esperado que su enemigo usara la espada en la batalla, no sus puños.
Darius, colgando por encima del suelo, gimiendo, sentía como si cada hueso de su cuerpo se fuera a romper. Gritaba de dolor.
El capataz lo apretó más fuerte, tan fuerte que Darius tenía la seguridad de que iba a morir. Entonces se inclinó y dio un cabezazo a Darius, golpeando la nariz de Darius con su frente.
Darius sentía que la sangre le salía a borbotones, sintió un horrible dolor en la cara y los ojos, que le escocía, que lo encegaba. Fue un movimiento que no esperaba y, cuando el capataz se inclinó para darle otro cabezazo, Darius, indefenso, estaba seguro de que lo mataría.
El ruido de cadenas cortaba el aire y, de repente, los ojos del capataz se abrieron totalmente y soltó a Darius. Darius, respirando con dificultad, confundido, miró hacia arriba, preguntándose por qué lo había soltado. Entonces vio a Loti, detrás del capataz, rodeándole el cuello con los grilletes que le colgaban, una y otra vez, y apretándolo con todas sus fuerzas.
Darius se tambaleó hacia atrás, intentando recobrar la respiración y observó cómo el capataz se tambaleó hacia atrás unos metros , miró por encima de su hombro agarró a Loti por detrás, se inclinó y la hizo volar por encima de su cabeza. Loti cayó de espaldas al suelo, en el duro suelo, en el lodo, con un grito.
El capataz dio un paso hacia delante, levantó la pierna y apuntó con la bota a la cara de ella y Darius vio que estaba a punto de estamparla contra su cara. El capataz se encontraba a unos tres metros de él ahora, demasiado lejos para que Darius lo alcanzara a tiempo.
“¡NO!” gritó Darius.
Darius pensó con rapidez: se agachó, cogió su espada, dio un paso adelante y, en un movimiento rápido, la lanzó.
La espada voló por los aires, dando vueltas sobre sí misma, y Darius observó, paralizado, como la punta atravesaba la armadura del capataz, atravesándole directamente el corazón.
Sus ojos se volvieron a abrir de golpe y Darius observó cómo se tamabaleaba y caía, desplomándose sobre sus rodillas, y después de cara.
Loti rápidamente logró ponerse de pie y Darius corrió a su lado. Le pasó el brazo por el hombro, para reconfortarla, muy agradecido con ella, muy aliviado de que estuviera bien.
De repente, un silbido agudo cortó el aire; Darius se dio la vuelta y vio al capataz, tumbado en el suelo, levantar la mano hacia su boca y silbar de nuevo, por última vez, antes de morir.
Un horrible rugido quebró el silencio, mientras el suelo temblaba.
Darius echó un vistazo y lo llevó el terror al ver al zerta de repente dirigiéndose hacia ellos. Corría a toda velocidad hacia ellos enfurecido, con sus afilados cuernos hacia abajo. Darius y Loti intercambiaron una mirada, sabiendo que no tenían hacia donde correr. Darius sabía que, en unos instantes, los dos estarían muertos.
Darius miró a su alrededor, pensando con rapidez, y vio a su lado la empinada ladera de la montaña, repleta de rocas y piedras. Darius levantó el brazo, con la mano extendida y con el otro brazo rodeó a Loti, acercándola hacia él. Darius no quería recurrir a su poder, pero sabía que ahora no tenía elección, si quería vivir.
Darius sintió un tremendo calor corriendo dentro de él, un poder que apenas podía controlar y observó cómo una luz salía disparada de su mano abierta, hacia la empinada ladera. Entonces se oyó un retumbo, al principio gradual, después más y más grande, y Darius observó como las piedras empezaban a caer por la empinada ladera de la montaña, cada vez con más fuerza.
Una avalancha de piedras se precipitó contra el zerta, aplastándolo justo antes de que los alcanzara. Se formó una tremenda nube de polvo, un tremendo ruido y, finalmente, todo quedó en silencio.
Darius estaba allí, solo el silencio y el polvo se arremolinaban en el sol, apenas sin entender lo que acababa de hacer. Se dio la vuelta y vio que Loti lo estaba mirando, vio la mirada de horror en su cara, y supo que todo había cambiado. Había revelado el secreto. Y ahora no había marcha atrás.
CAPÍTULO SIETE
Thor estaba sentado erguido en el filo de su pequeña barca, con las piernas cruzadas, reposando las manos sobre sus muslos, de espaldas a los demás mientras miraba al frío y cruel mar. Sus ojos estaban rojos por haber llorado y no quería que los demás lo vieran así. Sus lágrimas se habían secado hacía rato, pero sus ojos estaban todavía sensibles mientras observaba el mar, perplejo, preguntándose sobre los misterios de la vida.
¿Cómo se le había concedido un hijo, solo para arrebatárselo? ¿Cómo podía alguien a quien quería tanto desparecer, serle arrebatado sin aviso y sin oportunidad de regresar?
Thor sentía que la vida era inexorablemente cruel. ¿Dónde estaba la justicia en todo esto? ¿Por qué no podía su hijo volver a él?
Thor daría cualquier cosa – cualquier cosa – caminaría por encima del fuego, sufriría un millón de muertes, para recuperar a Guwayne.
Thor cerró los ojos y movía la cabeza mientras intentaba borrar la imagen de aquel volcán ardiendo, la cuna vacía, las llamas. Intentaba suprimir la idea de su hijo sufriendo una muerte tan dolorosa. Su corazón ardía por la furia pero, por encima de todo, por el dolor. Y la pena de no haber alcanzado antes a su pequeño hijo.
Thor también sintió un profundo pinchazo en el estómago al intentar imaginar encontrarse con Gwendolyn, contarle las noticias. Con toda seguridad no volvería a mirarle jamás a los ojos. Y nunca volvería a ser la misma persona. Para Thorgrin era como si le hubieran arrebatado su vida entera. Él no sabía cómo reconstruirla, cómo recoger los pedazos. Se preguntaba cómo se puede encontrar otra razón para vivir.
Thor escuchó pasos y sintió el peso de un cuerpo a su lado mientras la barca se movía, chirriando. Al mirar se sorprendió al ver a Conven sentándose a su lado, mirándolo fijamente. Thor sintió que no había hablado con Conven en siglos, no desde la muerte de su gemelo. Verlo allí era bienvenido. Mientras Thor lo miraba, examinaba el dolor en su rostro, por primer vez, lo entendió. Lo entendió de verdad.
Conven no dijo ni una palabra. No hacía falta. Su presencia era suficiente. Se sentó a su lado solidarizándose con él, hermanos en el dolor.
Estuvieron sentados en silencio durante un largo rato, sin ningún ruido, solo el viento rompiendo violentamente, el sonido de las olas chocando suavemente contra la barca, su pequeña barca a la deriva en un mar interminable, en su misión por encontrar y rescatar a Guwayne, que les había sido arrebatado a todos ellos.
Al final Conven habló:
“No pasa un solo día que no piense en Conval”, dijo con voz sombría.
Estuvieron sentados de nuevo en silencio durante un largo rato. Thor quería responder, pero no podía, se había quedado sin habla.
Finalmente, Conven añadió: “Me da pena por ti y por Guwayne. Me hubiera gustado verle convertido en un gran guerrero, como su padre. Sé que lo hubiera sido. La vida puede ser trágica y cruel. Te puede dar para después quitártelo. Me gustaría poder decirte que me he recuperado de mi dolor, pero no lo he hecho”.
Thor lo miró, la brutal sinceridad de Conven de alguna manera le daba un sentimiento de paz.
“¿Qué te mantiene vivo?” preguntó Thor.
Conven miró al agua durante un buen rato y después suspiró.
“Pienso que es lo que Conval hubiera querido”, dijo. “Hubiera querido que yo siguiera adelante. Y por eso sigo adelante. Lo hago por él. No por mí. A veces vivimos una vida por los demás. A veces no nos preocupa lo suficiente vivirla por nosotros, por eso la vivimos por ellos. Pero estoy viendo que a veces esto es suficiente”.
Thor pensaba en Guwayne, ahora muerto, y se preguntaba qué hubiera querido su hijo. Por supuesto que hubiera querido que Thor viviera, cuidara a su madre, Gwendolyn. Thor esto lo sabía por lógica. Pero, en su corazón, era un concepto difícil de comprender.
Conven se aclaró la garganta.
“Vivimos por nuestros padres”, dijo. “Por nuestros hermanos. Por nuestras esposas, hijos e hijas. Vivimos por todos los demás. Y, a veces, cuando la vida te ha golpeado tan fuerte que no puedes seguir por ti mismo, esto debe ser suficiente”.
“No estoy de acuerdo”, dijo una voz.
Thor miró y vio a Matus acercándose a su otro lado, sentándose y uniéndose a ellos. Matus miró hacia el mar, serio y orgulloso.
“Yo creo que hay otra cosa por la que vivimos”, añadió.
“¿Y de qué se trata?” preguntó Conven.
“La fe”. Matus suspiró. “Mi pueblo, los habitantes de las Islas Superiores, rezan a los cuatro dioses de las orillas rocosas. Rezan a los dioses del agua, el viento, el cielo y las rocas. Aquellos dioses nunca han contestado a mis oraciones. Yo rezo al antiguo dios del Anillo”.
Thor lo miró sorprendido.
“Nunca he conocido a un hombre de las Islas Superiores que comparta la fe del Anillo”, dijo Conven.
Matus asintió.
“Yo soy diferente a mi gente”, dijo. “Siempre lo he sido. Quería entrar la orden monástica cuando era joven, pero mi padre no quería ni oír hablar de ello. Insistió en que tomara las armas, como mis hermanos”.
Suspiró.
“Creo que vivimos por nuestr fe, no por los demás”, añadió. “Esto es lo que nos empuja hacia adelante. Si nuestra fe es lo suficientemente fuerte, realmente lo suficientemente fuerte, entonces cualquier cosa puede suceder. Incluso un milagro”.
“¿Y esto me puede devolver a mi hijo?” preguntó Thor.
Matus lo miró asintiendo con la cabeza, resuelto, y Thor pudo ver la seguridad en sus ojos.
“Sí”, contestó Matus terminantemente. “Cualquier cosa”.
“Mientes”, dijo Conven indignado. “Le estás dando falsas esperanzas”.
“No es así”, replicó Matus.
“¿Estás diciendo que la fe me devolverá a mi hermano muerto?” instó Conven, enfadado.
Matus suspiró.
“Estoy diciendo que toda tragedia es un regalo”, dijo.
“¿Un regalo?” preguntó Thor, horrorizado. “¿Estás diciendo que la pérdida de mi hijo es un regalo?”
Matus asintió con seguridad.
“Has recibido un regalo, por muy trágico que suene. No puedes saber qué es. Puedo que no durante un largo tiempo. Pero un día lo verás”.
Thor se dio la vuelta y miró hacia el mar, confundido, inseguro. ¿Era esta una prueba? se preguntaba. ¿Era esta una de las pruebas de las que su madre le había hablado? ¿Podía solo la fe devolverle a su hijo? Quería creerlo. Realmente lo quería. Pero no sabía si su fe era lo suficientemente fuerte. Cuando su madre había hablado de pruebas, él estaba muy seguro de que podría superar cualquier cosa que se le pusiera en el camino; sin embargo, ahora, tal y como se sentía, no sabía si era lo suficientemente fuerte para continuar.
La barca se balanceaba con las olas y de repente la marea se giró y Thor sintió que su pequeña barca giraba e iba en la dirección opuesta. Reaccionó pronto y miró por encima de su hombro, preguntándose qué estaba ocurriendo. Reece, Elden, Indra y O’Connor todavía estaban remando y manejando las velas, con una mirada de confusión en sus rostros, mientras su pequeña vela se sacudía salvajemente con el viento.
“Las Mareas del Norte”, dijo Matus, de pie, con las manos en las caderas y mirando a lo lejos, estudiando las aguas. Negó con la cabeza. “Esto no es bueno”.
“¿Qué es esto?” preguntó Indra. “No podemos controlar la barca”.
“A veces atraviesan las Islas Superiores”, explicó Matus. “Nunca las he visto, pero he oído hablar de ellas, especialmente tan al norte. Son aguas revueltas. Una vez te atrapan, te llevan a donde quieren. No importa cuanto intentes remar o navegar”.
Thor miró hacia abajo y vio el agua corriendo al doble de velocidad por debajo de ellos. Miró a lo lejos y vio que se estaban dirigiendo a un nuevo y vacío horizonte, nubes lilas y blancas manchaban el cielo, a la vez hermosas y premonitorias.
“Pero ahora nos dirigimos hacia el este”, dijo Reece, “y debemos dirigirnos hacia el oeste. Toda nuestra gente está en el oeste. El Imperio está en el Oeste”.
Matus encogió los hombros.
“Nos dirigimos a donde nos llevan las olas”.
Thor miraba a lo lejos con asombro y frustración, dándose cuenta de que cada momento que pasaba los alejaba más de Gwendolyn, de su gente.
“¿Y dónde acaba esto?” preguntó O’Connor.
Matus se encogió de hombros.
“Yo solo conozco las Islas Superiores”, dijo él. “Nunca he estado tan al norte. No conozco nada de lo que hay más allá”.
“No termina”, dijo Reece en voz alta, misteriosamente, y todas las miradas se giraron hacia él.
Reece los miró, serio.
“Fui instruido en las mareas hace años, a una edad temprana. En el antiguo libro de los Reyes teníamos una colección de mapas, cubriendo cada porción del mundo. Las Mareas del Norte llevan al límite este del mundo”.
“¿El límite este?” dijo Elden, con preocupación en la voz. “Estaríamos en las antípodas de nuestra gente”.
Reece se encogió de hombros.
“Los libros eran antiguos y yo era joven. Lo único que realmente recuerdo es que las mareas eran un portal a la Tierra de los Espíritus”.
Thor miró a Reece, extrañado.
“Patrañas y cuentos de hadas”, dijo O’Connor. “No existe el portal a la Tierra de los Espíritus. Se selló hace siglos, antes de que nuestros padres pisaran la tierra”.
Reece se encogió de hombros y todos se quedaron callados mientras se giraron a mirar hacia el mar. Thor examinó las aguas que se movían con rapidez y se preguntaba: ¿Hacia qué lugar de la tierra se estaban dirigiendo?
*
Thor estaba sentado solo, en el filo del barco, contemplando las aguas como había estado haciendo durante horas, la fría espuma le daba en la cara. Insensible al mundo, apenas lo sentía. Thor quería moverse, alzar las velas, remar – lo que fuera- pero ahora no podían hacer nada. Las mareas del Norte los estaban llevando por donde querían y lo único que podían hacer era estar sentados sin hacer nada y observar las corrientes, su barca surcando las largas olas y preguntarse dónde irían a parar. Ahora estaban en manos del destino.
Mientras Thor estaba allí sentado, examinando el horizonte, preguntándose dónde acabaría el mar, sintió cómo se dejaba llevar por la nada, insensible por el frío y el viento, perdido en la monotonía del profundo silencio que colgaba por encima de ellos. Las aves marinas que al principio se movían en círculos a su alrededor hacía tiempo que habían desaparecido y, mientras el silencio se hacía más profundo, y el cielo se oscurecía más y más, Thor sentía que estaba navegando en la nada, hacia los mismos confines de la tierra.
No fue hasta horas más tarde, cuando caía la última luz del día, que Thor se sentó y divisó algo en el horizonte. Al principio estaba seguro de que era una ilusión; pero a medida que las corrientes eran más fuertes, la forma se hizo más visible. Era real.
Thor se sentó erguido, por primera vez en horas, y después se puso de pie. Estaba allí, mientras la barca se balanceaba, con las manos en la cadera, mirando a lo lejos.
“¿Es real?” dijo una voz.
Thor miró y vio a Reece acercándose a su lado. Elden, Indra y el resto pronto se unieron a ellos, todos mirando a lo lejos perplejos.
“¿Una isla?” se preguntó O’Connor en voz alta.
“Parece una cueva”, dijo Matus.
Mientras se acercaban, Thor empezó a ver su contorno y vio que, en efecto, era una cueva. Era una cueva enorme, un peñasco que se elevaba en el mar, emergiendo aquí, en medio de un mar cruel e interminable, alzándose a unos cien metros del mar, su abertura dibujaba un gran arco. Parecía una boca gigante, preparada para tragarse todo el mundo.
Y las corrientes estaban llevando su barca directamente hacia allí.
Thor lo observaba perplejo y sabía que solo podía tratarse de una cosa: la entrada a la Tierra de los Espíritus.