Kitabı oku: «Un Reino de Sombras », sayfa 3
CAPÍTULO SEIS
Kyle giró su bastón con todas sus fuerzas, exhalaba por el cansancio mientras golpeaba tanto a soldados Pandesianos como a troles que se le acercaban por todos lados. Derribaba a hombres y troles a diestra y siniestra mientras espadas y alabardas chocaban con su bastón haciendo que chispas volaran en todas direcciones. Aunque los estaba venciendo, ya podía sentir un dolor profundo en sus hombros. Ya había estado peleando por horas, y ahora que estaba rodeado, sabía que su situación era alarmante.
Al principio, los Pandesianos y los troles peleaban entre ellos dejándolo pelear con quien él quisiera, pero al ver que Kyle derribaba a todos a su alrededor, se dieron cuenta de que lo mejor era unirse para pelear contra él. Por un momento los Pandesianos y los troles dejaron de tratar de matarse entre ellos y se enfocaron en matarlo a él.
Mientras Kyle atacaba y derribaba a tres troles, un Pandesiano se escabulló por detrás y cortó el estómago de Kyle con su espada. Kyle gritó y se retorció por el dolor tratando de evitar que fuera grave, pero aun así sangraba. Al mismo tiempo y antes de que pudiera contraatacar, un trol levantó su mazo y golpeó a Kyle en el hombro, derribando el bastón de su mano y haciéndolo caer de rodillas y manos.
Kyle se arrodilló sintiendo un dolor intenso en su hombro y tratando de recuperar el aliento. Antes de que pudiera recuperarse, un trol más se acercó y lo pateó en el rostro arrojándolo de espaldas al suelo.
Un Pandesiano entonces dio un paso tomando su lanza, la levantó en lo alto con ambas manos, y la bajó hacia la cabeza de Kyle.
Kyle, no estando listo para morir, giró quitándose del camino y la lanza cayó sobre el suelo justo a un lado de su rostro. Siguió rodando, se puso de pie y, mientras dos troles más lo atacaban, tomó una espada del suelo y los apuñaló al darse la vuelta.
Mientras varios más empezaron a rodearlo, Kyle rápidamente tomó su bastón y los derribó a todos, peleando como un animal acorralado mientras se formaba un círculo a su alrededor. Se quedó inmóvil respirando agitadamente y con sangre saliéndole del labio mientras sus enemigos lo rodeaban más y más con sangre en sus ojos.
El dolor en su estómago y hombro era insoportable. Kyle trató de ignorarlo para poder concentrarse. Sabía que se enfrentaba a una muerte inminente, pero se consoló con el hecho de que había rescatado a Kyra. Eso había hecho que todo valiera la pena y estaba dispuesto a pagar el precio.
Miró hacia el horizonte y se consoló al ver que había logrado escapar de todo esto cabalgando en Andor. Se preguntó si estaba a salvo y oró por que lo estuviera.
Kyle había peleado valientemente por horas, un hombre contra dos ejércitos, y había matado a miles de ellos. Pero ahora sabía que estaba muy débil para continuar. Simplemente había demasiados de ellos y sus números parecían nunca acabar. Se había colocado en medio de una guerra; los troles invadían la tierra desde el norte mientras los Pandesianos aparecían desde el sur, y ya no podía seguir peleando con ambos.
Kyle sintió un dolor repentino en las costillas cuando un trol se acercó por detrás y lo golpeó en la espalda con el mango de su hacha. Kyle giró su bastón cortando al trol en la garganta y derribándolo; pero al mismo tiempo dos soldados Pandesianos avanzaron y lo golpearon con sus escudos. El dolor en su cabeza era agobiante y Kyle cayó al suelo esta vez sabiendo que no podría levantarse. Estaba muy débil para continuar.
Kyle cerró los ojos y por su mente pasaron imágenes de su vida. Vio a todos los Observadores, personas con las que había servido por días, y vio a todos los que había conocido y amado. Más que nada, vio el rostro de Kyra. Lo único que lamentaba era que no podría volver a verla antes de morir.
Kyle miró hacia arriba y vio que tres horribles troles se acercaban levantando sus alabardas. Sabía que era el final.
Mientras las bajaban hacia él, pudo enfocarse en todo. Fue capaz de escuchar el sonido del viento, de oler el aire fresco. Por primera vez en siglos, se sintió realmente vivo. Se preguntó por qué nunca antes había podido realmente apreciar la vida hasta ahora que estaba a punto de morir.
Mientras Kyle cerraba los ojos y se preparaba para recibir la muerte, de repente un rugido atravesó el cielo. Lo despertó de su ensimismamiento. Parpadeó y miró hacia arriba para ver algo que salía por entre las nubes. Al principio Kyle pensó que eran ángeles que venían a llevarse su cuerpo muerto.
Pero entonces vio que los troles estaban congelados en confusión examinando el cielo; Kyle supo que era real. Era algo diferente.
Y entonces, al alcanzar a ver de lo que se trataba, su corazón se detuvo.
Dragones.
Una manada de dragones bajaban en círculos, furiosos y respirando fuego. Descendieron rápidamente extendiendo los talones y arrojando llamas y, sin avisar, matando a cientos de soldados y troles a la vez. Una oleada de fuego cayó extendiéndose y, en solo segundos, los troles encima de Kyle se convirtieron en cenizas. Kyle, al ver que se acercaban las llamas, tomó un gran escudo de cobre que estaba a su lado y se escondió debajo de este. El calor fue tan intenso al pasar sobre él que casi le quemó las manos; pero no lo soltó. Los troles y soldados muertos cayeron encima de él, y sus armaduras lo protegieron todavía más mientras llegaba otra oleada de fuego más poderosa. De manera irónica, ahora estos soldados y troles lo salvaban de la muerte.
Él se aferró, sudando y apenas resistiendo el calor mientras los dragones bajaban una y otra vez. Sin poder resistirlo más, se desmayó rogando por que no fuera quemado vivo.
CAPÍTULO SIETE
Vesuvius estaba en la orilla del desfiladero junto a la Torre de Kos, mirando las olas romperse del Mar de los Lamentos y el vapor que se elevaba desde donde la Espada de Fuego había sido hundida; tenía una gran sonrisa. Lo había logrado. La Espada de Fuego ya no era más. Les había robado a la Torre de Kos y a Escalon su artefacto más apreciado. Había acabado con Las Flamas de una vez por todas.
Vesuvius estaba radiante de emoción. Su palma aún le dolía después de haber tocado la Espada de Fuego y, al observarla, vio que la insignia le había quedado marcada. Pasó uno de sus dedos por las cicatrices frescas sabiendo que las tendría para siempre como prueba de su éxito. El dolor era sobrecogedor, pero se obligó a sacarlo de su mente y a no dejar que lo molestara. De hecho, había aprendido a disfrutar el dolor.
Finalmente y después de varios siglos, su pueblo por fin tendría lo que merecía. Ahora ya no estarían relegados a Marda, a las orillas al norte del imperio y a una tierra infértil. Ahora tendrían su venganza después de estar atrapados tras el muro de fuego, inundarían Escalon y lo harían pedazos.
Su corazón se aceleró con tan solo pensarlo. Ya estaba ansioso por darse la vuelta, cruzar el Dedo del Diablo, regresar al continente y encontrarse con su pueblo en medio de Escalon. La nación entera de troles se reuniría en Andros, y juntos destruirían para siempre cada rincón de Escalon. Se convertiría en el nuevo país de los troles.
Pero mientras Vesuvius estaba de pie mirando las olas y el lugar en el que se había hundido la espada, algo le molestaba. Miró hacia el horizonte examinando las aguas negras de la Bahía de la Muerte y sentía que faltaba algo, algo que hacía que su satisfacción fuera incompleta. Al mirar hacia el horizonte, en la distancia, vio un pequeño barco de velas blancas que navegaba en la Bahía de la Muerte. Navegaba hacia el oeste alejándose del Dedo del Diablo. Al verlo avanzar, supo que algo no estaba bien.
Vesuvius se dio la vuelta y miró hacia arriba hacia la Torre. Estaba vacía. Sus puertas estaban abiertas. La Espada lo había estado esperando. Los guardas la habían abandonado. Había sido muy sencillo.
¿Por qué?
Vesuvius sabía que Merk el asesino había estado tras la Espada; lo había estado siguiendo por el Dedo del Diablo. ¿Por qué la abandonaría? ¿Por qué se alejaba navegando a través de la Bahía de la Muerte? ¿Quién era esa mujer que viajaba con él? ¿Había estado ella cuidando la torre? ¿Qué secretos escondía?
¿Y a dónde iban?
Vesuvius volteó hacia el vapor que salía del océano y después de nuevo hacia el horizonte; sintió un ardor en la venas. No pudo evitar sentir que de alguna manera había sido engañado, que le habían robado su victoria completa.
Mientras Vesuvius más pensaba en ello, más se daba cuenta de que algo estaba mal. Todo había sido muy conveniente. Examinó las violentas aguas debajo, las olas rompiendo contra las rocas, y el vapor que se elevaba, y entonces se dio cuenta de que nunca sabría la verdad. Nunca sabría si la Espada de Fuego en realidad se había hundido hasta el fondo; si había algo que no había descubierto; si en realidad había sido la espada correcta; y si Las Flamas realmente habían sido bajadas para siempre.
Vesuvius, ardiendo en indignación, tomó una decisión: tenía que perseguirlos. Nunca sabría la verdad hasta que los alcanzara. ¿Había otra torre secreta en otra parte? ¿Había otra espada?
Incluso si no la había, incluso si había hecho todo lo que necesitaba, Vesuvius era famoso por no dejar víctimas vivas; nunca. Él siempre continuaba hasta darle muerte al último hombre, y el ver a estos dos escapar de sus garras no le sentaba bien. Sabía que no podía simplemente dejarlos ir.
Vesuvius miró las docenas de barcos que seguían atados en la costa, abandonados, meciéndose en las violentas aguas y casi como si lo esperaran. Tomó una decisión inmediata.
“¡A los barcos!” le ordenó a su ejército de troles.
Todos al mismo tiempo empezaron a seguir sus órdenes, bajando por la orilla rocosa y abordando los barcos. Vesuvius los siguió subiéndose a la popa del último barco.
Se dio la vuelta, levantó su alabarda y cortó la cuerda.
Un momento después ya avanzaba junto con sus troles, todos ellos apretados en los barcos y navegando por la legendaria Bahía de la Muerte. En alguna parte en el horizonte avanzaban Merk y la chica. Y Vesuvius no se detendría, sin importar lo lejos que tuviera que ir, hasta que ambos estuvieran muertos.
CAPÍTULO OCHO
Merk se aferraba a la barandilla de la proa del pequeño barco, con la hija del antiguo Rey Tarnis a su lado, y cada uno estaba perdido en su propio mundo mientras eran golpeados por las salvajes aguas de la Bahía de la Muerte. Merk miraba hacia las aguas negras espumosas y movidas por el viento y no pudo evitar preguntarse sobre la mujer que estaba a su lado. El misterio alrededor de ella solamente había crecido desde que dejaron la Torre de Kos y subieron a este barco hacia un lugar misterioso. Su mente estaba llena de preguntas para ella.
La hija de Tarnis. Era difícil de creer para Merk. ¿Qué había estado haciendo aquí al final del Dedo del Diablo y viviendo en la Torre de Kos? ¿Se escondía? ¿Estaba exiliada? ¿Estaba siendo protegida? ¿De quién?
Merk sintió que ella, con sus ojos translúcidos, tez muy pálida y aplomo imperturbable, era de otra raza. Pero si era verdad, ¿entonces quién era su madre? ¿Por qué había sido dejada sola para cuidar la Espada de Fuego en la Torre de Kos? ¿A dónde habían ido todos los demás?
Pero más importante aún, ¿a dónde lo llevaba?
Con una mano en el timón, ella dirigía la nave hacia el horizonte y hacia un destino que Merk ni se podía imaginar.
“Todavía no me has dicho hacia dónde vamos,” dijo él levantando la voz para que se escuchara sobre el viento.
A esto le siguió un silencio tan largo que él se preguntó si recibiría respuesta.
“Al menos dime tu nombre,” añadió él al darse cuenta que no se habían presentado.
“Lorna,” respondió ella.
Lorna. Le agradó escucharlo.
“Las Tres Dagas,” añadió ella volteando hacia él. “Ese es nuestro destino.”
Merk frunció el ceño.
“¿Las Tres Dagas?” preguntó con sorpresa.
Ella simplemente miró hacia adelante.
Pero Merk se quedó perplejo por la noticia. Las islas más remotas de todo Escalon, Las Tres Dagas, estaban tan profundo en la Bahía de la Muerte que él no conocía a nadie que hubiera viajado hasta ese lugar. Knossos, la legendaria isla y fortaleza, estaba en la última de ellas, y la leyenda decía que ahí se encontraban los guerreros más feroces de Escalon. Eran hombres que vivían en una isla desolada de una península desolada, en la masa de agua más peligrosa que existía. Los rumores decían que los hombres eran tan rudos como el mar que los rodeaba. Merk nunca había conocido a ninguno en persona. Nadie lo había hecho. Eran más leyenda que reales.
“¿Ahí es a dónde fueron los Observadores?” preguntó él.
Lorna asintió.
“Esperan nuestra llegada,” dijo ella.
Merk se dio la vuelta esperando ver por última vez la Torre de Kos y, al hacerlo, su corazón de repente se detuvo con lo que vio: en el horizonte había docenas de barcos persiguiéndolos a toda velocidad.
“Tenemos compañía,” dijo él.
Pero para su sorpresa, Lorna simplemente asintió sin siquiera darse la vuelta.
“Nos perseguirán hasta el fin del mundo,” dijo ella calmadamente.
Merk estaba confundido.
“¿Incluso después de hallar la Espada de Fuego?”
“En realidad no era la Espada lo que estaban buscando,” corrigió ella. “Era la destrucción; la destrucción de todos nosotros.”
“¿Y cuando nos alcancen?” preguntó Merk. “No podremos pelear solos contra un ejército de troles. Tampoco una pequeña isla de guerreros, sin importar lo fuertes que sean.”
Ella asintió aún sin perturbarse.
“Puede que muramos,” respondió ella. “Pero moriremos junto con nuestros compañeros Observadores, peleando por lo que es correcto. Quedan muchos secretos qué guardar.”
“¿Secretos?” preguntó él.
Pero ella guardó silencio observando las aguas.
Estaba a punto de hacerle más preguntas cuando de repente una ráfaga de viento casi vuelca el barco. Merk cayó boca abajo chocando contra un costado del casco y resbalando hasta la orilla.
Colgando, se aferró a la barandilla con las piernas hundidas en el agua, agua tan helada que sintió que moriría congelado. Colgaba con una sola mano casi sumergido, y al mirar hacia atrás sobre su hombro, su corazón se aceleró al ver a un grupo de tiburones rojos acercándose. Sintió un terrible dolor mientras dientes se le sumergían en la pantorrilla y mientras veía sangre en el agua que sabía era la suya.
Un momento después Lorna se acercó y golpeó las aguas con su bastón; al hacerlo, una luz blanca y brillante se extendió por la superficie y los tiburones se dispersaron. En el mismo movimiento, lo tomó de la mano y lo subió de nuevo al barco.
El barco se estabilizó al pasar el viento y Merk se sentó en la cubierta, mojado, frío, respirando agitadamente y con un terrible dolor en la pantorrilla.
Lorna le examinó la herida, arrancó un pedazo de tela de su propia vestidura, y le envolvió la pierna cubriendo la hemorragia.
“Me salvaste la vida,” dijo él lleno de gratitud. “Había docenas de esas cosas ahí. Me habrían matado.”
Ella lo miró con sus grandes e hipnotizantes ojos azul claro.
“Esas criaturas son la menor de tus preocupaciones aquí,” le dijo.
Siguieron navegando en silencio. Merk se puso de pie lentamente y miró hacia el horizonte, esta vez aferrándose con ambas manos de la barandilla. Examinó el horizonte pero, sin importar cuanto lo intentaba, no veía señal de Las Tres Dagas. Miró hacia abajo y estudió las aguas de la Bahía de la Muerte con un nuevo respeto y miedo. Miró con cuidado y vio enjambres de pequeños tiburones rojos bajo la superficie, apenas visibles y ocultos solo por las olas. Ahora sabía que entrar en esas aguas significaba la muerte; y no pudo evitar pensar en qué otras criaturas vivirían en esta masa de agua.
El silencio creció, interrumpido solo por el silbido del viento, y después de que pasaron varias horas Merk, sintiéndose desolado, necesitaba hablar.
“Lo que hiciste con ese bastón,” dijo Merk mirando a Lorna. “Nunca he visto nada parecido.”
Lorna no mostró expresión alguna y siguió mirando hacia el horizonte.
“Háblame de ti,” presionó él.
Ella le dio una mirada, pero después miró de nuevo hacia el horizonte.
“¿Qué te gustaría saber?” le preguntó.
“Cualquier cosa,” respondió. “Todo.”
Ella guardó silencio por un largo rato hasta que finalmente dijo:
“Tú empieza.”
Merk la miró, sorprendido.
“¿Yo?” le preguntó. “¿Qué quieres saber?”
“Háblame de tu vida,” dijo ella. “Lo que sea que quieras decirme.”
Merk respiró profundo mientras se daba la vuelta y miraba hacia el horizonte. No tenía ningún deseo de hablar acerca de su vida.
Finalmente y al darse cuenta de que tenían un largo camino por delante, suspiró. Sabía que tendría que enfrentarse a sí mismo tarde o temprano, incluso si no era placentero.
“He sido un asesino la mayor parte de mi vida,” dijo con arrepentimiento y mirando hacia el horizonte, con voz grave y llena de odio a sí mismo. “No me enorgullece. Pero era el mejor de todos. Era solicitado por reyes y reinas. Mis habilidades no tenían comparación.”
Merk guardó silencio quedando atrapado en memorias de las que se arrepentía, memorias que prefería no recordar.
“¿Y ahora?” preguntó ella suavemente.
Merk se sintió agradecido al no detectar juicio en su voz como le pasaba al escuchar a otros. Suspiró.
“Ahora,” dijo él, “ya dejé de serlo. Ya no soy esa persona. He jurado renunciar a la violencia, poner mis servicios en una buena causa. Pero aunque lo intento, no logro alejarme por completo. La violencia parece hallarme. Siempre parece haber una causa más.”
“¿Y cuál es tu causa?” preguntó ella.
Lo pensó.
“Mi causa, al principio, era convertirme en Observador,” respondió. “Poner mi devoción a ese servicio; Proteger la Torre de Ur y proteger la Espada de Fuego. Cuando esta cayó, sentí que mi causa era llegar hasta la Torre de Kos y salvar la Espada.”
Suspiró.
“Y ahora aquí estamos, navegando por la Bahía de la Muerte, con la Espada perdida, los troles persiguiéndonos y dirigiéndonos hacia una cadena de islas desiertas,” respondió Lorna con una sonrisa.
Merk frunció el ceño sin parecerle divertido.
“He perdido mi causa,” dijo. “He perdido el propósito de mi vida. Ya no sé quién soy. Ya no sé a dónde voy.”
Lorna asintió.
“Ese es un buen lugar en el cual estar,” dijo ella. “La incertidumbre también significa posibilidades.”
Merk la miró, confundido. Estaba conmovido al ver que no lo condenaba. Cualquier otra persona que escuchara su historia lo pondría como el villano.
“Veo que no me juzgas,” observó él, sorprendido, “por quien soy.”
Lorna lo miró con ojos tan intensos que parecía que estaba mirando hacia la luna.
“Eso era lo que tú eras,” lo corrigió. “No quien eres ahora. ¿Cómo puedo juzgarte por quien fuiste en el pasado? Yo solo juzgo al hombre que está frente a mí.”
Merk se sintió restaurado por su respuesta.
“¿Y quién soy yo ahora?” preguntó él, queriendo saber la respuesta y sin conocerla él mismo.
Ella lo miró.
“Veo a un buen guerrero,” respondió. “Un hombre desinteresado. Un hombre que quiere ayudar a otros. Y un hombre lleno de deseos. Veo a un hombre que está perdido. Un hombre que nunca ha llegado a conocerse.”
Merk pensó en sus palabras y estas resonaron muy profundo en él. Sintió que todas eran verdad. Muy ciertas.
Hubo un largo silencio entre ellos mientras el bote se mecía en las aguas, lentamente dirigiéndose hacia el oeste. Merk miró hacia atrás y vio que la flota de troles seguía en el horizonte, aún a buena distancia.
“¿Y tú?” preguntó él finalmente. “Tú eres la hija de Tarnis, ¿verdad?”
Ella miró hacia el horizonte con ojos brillantes y, finalmente, asintió.
“Lo soy,” respondió ella.
Merk se quedó perplejo al oírlo.
“¿Entonces por qué estás aquí?” le preguntó.
Ella suspiró.
“He estado escondida aquí desde que era muy joven.”
“¿Pero por qué?” presionó él.
Ella se encogió de hombros.
“Supongo que era muy peligroso mantenerme en la capital. Las personas no debían saber que yo era la hija ilegítima del Rey. Era más seguro aquí.”
“¿Más seguro?” preguntó él. “¿En el fin del mundo?”
“Me dieron un secreto para guardar,” explicó ella. “Más importante incluso que el reino de Escalon.”
Su corazón se aceleró al preguntarse qué podría ser.
“¿Me lo dirías?” preguntó él.
Pero Lorna se dio la vuelta lentamente y apuntó hacia adelante. Merk siguió su mirada y ahí, en el horizonte, el sol brillaba sobre tres islas desiertas que emergían del océano, la última siendo una fortaleza de roca sólida. Era el lugar más desolado pero al mismo tiempo hermoso que Merk jamás había visto. Este era un lugar lo suficientemente alejado como para mantener todos los secretos de la magia y el poder.
“Bienvenido,” dijo Lorna, “a Knossos.”
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