Kitabı oku: «Una Canción para Los Huérfanos », sayfa 3

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CAPÍTULO CUATRO

Mientras cabalgaba, Sebastián no tenía ninguna duda de que habría problemas con lo que estaba haciendo ahora. ¿Marcharse de este modo, contra las órdenes de su madre, evitando el matrimonio que ella le había preparado? Para un noble de otra familia, esto hubiera sido suficiente para asegurarle el desheredamiento. Para el hijo de la Viuda, era equivalente a traición.

—No se llegará a eso —decía Sebastián mientras su caballo avanzaba como un rayo—. Y aunque fuera así, Sofía lo vale.

Sabía lo que estaba abandonando al hacer esto. Cuando la encontrara, cuando se casara con ella, no podrían sencillamente volver a Ashton victoriosos, asentarse en el palacio y esperar que todo el mundo estuviera contento. Si es que conseguían volver, sería bajo una nube de deshonra.

—No me importa —le dijo Sebastián a su caballo. Para empezar, preocuparse por la deshonra y el honor había sido lo que lo había metido en este lío. Había dejado a un lado a Sofía por lo que él suponía que la gente pensaría de ella. Ni tan solo había hecho que alzaran sus voces en desaprobación; sencillamente había actuado, sabiendo lo que dirían.

Había sido algo débil y cobarde y ahora iba a enmendarlo, si podía.

Sofía valía una docena de los nobles con los que había crecido. O cien. No importaba que la delatara la marca de la Diosa Enmascarada que tenía tatuada en su pantorrilla, ella era la única mujer con la que Sebastián podía soñar casarse.

Desde luego, no con Milady d’Angelica. Ella era todo lo que la corte representaba: vanidosa, superficial, manipuladora, centrada en su propia riqueza y éxito en lugar de en el de cualquier otro. No importaba que fuera hermosa, o de la familia adecuada, que fuera inteligente o el sello de una alianza dentro del país. No era la mujer que Sebastián quería.

—Fui duro con ella incluso cuando me fui —dijo Sebastián. Se preguntaba qué pensaría cualquiera que lo viera de que hablara así con su caballo. Pero lo cierto era que ahora no le importaba lo que la gente pensara y, en muchos sentidos, el caballo escuchaba mejor que la mayoría de gente de la que se rodeaba en palacio.

Sabía cómo funcionaban allí las cosas. Angelica no había intentado engañarle; simplemente había intentado presentar algo que ella sabía que sería desagradable para él de la mejor manera posible. Mirado a través de los ojos de un mundo en el que los dos no podían escoger con quién se casarían, incluso podía verse como amabilidad.

Lo que sucedía era que Sebastián ya no quería pensar así.

—No quiero estar atrapado en un lugar donde mi único deber es continuar respirando por si Ruperto muere —le dijo a su caballo—. No quiero estar en un lugar donde mi valor es el del linaje, o como algo a vender para fomentar los vínculos adecuados.

Visto así, el caballo probablemente comprendía su dilema tan bien como podía hacerlo cualquier noble. ¿No se vendían los mejores caballos por su potencial para la cría? ¿Aquellos nobles a los que les gustaba competir a lo largo de las rutas del país, o salir a cazar no tomaban nota de cada linaje, de cada potrillo? ¿No mataría cada uno de ellos a sus propios sementales ganadores antes de permitir que entrara una sola gota de la sangre equivocada en las estirpes?

—La encontraré y encontraré un sacerdote que nos case —dijo Sebastián—. Incluso si Madre quiere acusarnos de traición por ello, todavía tendrá que convencer a la Asamblea de los Nobles.

No matarían a un príncipe simplemente por antojo. Probablemente, algunos de ellos serían compasivos, con el tiempo. Si esto fallara, él y Sofía siempre podrían fugarse a las tierras de la montaña del norte, o escaparse por el Puñal-Agua juntos sin ser vistos, o incluso sencillamente retirarse a las tierras de las que se suponía que Sebastián era duque. Encontrarían el modo de que esto funcionara.

—Primero tengo que encontrarla —dijo Sebastián, mientras su caballo lo sacaba de la ciudad, hacia campo abierto.

Se sentía seguro de que la alcanzaría, a pesar de lo lejos que debía estar ya. Había encontrado gente que había visto lo que sucedió cuando escapó de palacio, había pedido informes a los guardias y había escuchado las historias de la gente de la ciudad. La mayoría de ellos habían sido cautelosos al hablar con él, pero él había conseguido juntar las piezas suficientes como para, por lo menos, tener una idea general de la dirección en la que iba Sofía.

Por lo que había oído, iba en un carro, lo que significaba que iría más rápido que si fuera a pie, pero ni de lejos tan rápido como Sebastián podía moverse a caballo. Encontraría el modo de alcanzarla, aunque esto significara cabalgar sin descanso hasta hacerlo. Tal vez eso era parte de su penitencia por echarla, para empezar.

Sebastián avanzó hasta que vio el cruce y, finalmente, frenó a su caballo hasta hacerlo andar mientras intentaba decidir en qué dirección ir.

Había un hombre dormido apoyado en el letrero del cruce, con un sombrero de paja que le tapaba los ojos. Una jarra de sidra que tenía al lado dejaba entrever la razón por la que estaba roncando como un burro. Por el momento, Sebastián lo dejó dormir y miró al letrero. El este llevaría a la costa, pero Sebastián dudaba que Sofía tuviera los medios para coger un barco, o algún lugar al que ir si lo hacía. El sur llevaría de vuelta a Ashton, así que quedaba descartado.

Eso dejaba el camino que llevaba hasta el norte y el que llevaba al oeste. Sin más información, Sebastián no tenía ni idea de qué ruta tomar. Imaginaba que podía intentar buscar rastros de carro en una de las zonas de tierra del camino, pero eso suponía saber qué estaba buscando, o reconocer el carro de Sofía de entre cientos de otros que podrían haber pasado durante todos estos días.

Solo quedaba pedir ayuda y tener esperanzas.

Con suavidad, usando la punta de su bota, Sebastián dio un empujoncito al pie del hombre que dormía. Retrocedió cuando el hombre farfulló y despertó, pues no sabía cómo alguien tan borracho podría reaccionar al verlo allí.

—Pero ¿esto qué eees? —consiguió decir el hombre. También consiguió ponerse de pie, lo que parecía bastante sorprendente, dadas las circunstancias—. ¿Tú quién eres? ¿Qué quieres?

Todavía parecía que tenía que sujetarse al poste para mantener el equilibrio. Sebastián empezaba a preguntarse si esto era muy buena idea.

—¿Estás aquí normalmente? —preguntó. A la vez, necesitaba que la respuesta fuera que sí y esperaba que fuera que no, pues qué diría eso de la vida de aquel hombre.

—¿Por qué lo quieres saber? —dijo bruscamente el borracho.

Sebastián empezaba a ver que aquí no iba a encontrar lo que quería. Incluso aunque el hombre pasara la mayor parte de su tiempo en el cruce, Sebastián dudaba que a menudo estuviera lo suficientemente sobrio para darse cuenta de muchas cosas.

—No importa —dijo—. Estaba buscando a alguien que podría haber pasado por aquí, pero dudo que tú puedas ayudarme. Siento haberte molestado.

Dio la vuelta y fue hacia su caballo.

—Espera —dijo el hombre—. Tú… eres Sebastián, ¿verdad?

Sebastián se detuvo al escuchar su nombre y se dirigió al hombre con el ceño fruncido.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó.

El hombre se tambaleó un poco.

—¿Qué nombre?

—Mi nombre —dijo Sebastián—. Me acabas de llamar Sebastián.

—Espera, ¿tú eres Sebastián?

Sebastián hacía todo lo que podía para ser paciente. Era evidente que este hombre lo estaba esperando y a Sebastián se le ocurrían unas cuantas razones por las que esto podía ser.

—Sí, lo soy —dijo—. Lo que quiero saber es por qué me estabas esperando.

—Yo… —El hombre paró por un instante y arrugó el ceño—. Se suponía que tenía que darte un mensaje.

—¿Un mensaje? —dijo Sebastián. Parecía demasiado bueno para ser cierto, pero aun así, se atrevió a tener esperanzas—. ¿De quién?

—Estaba esa mujer —dijo el borracho, y eso bastó para avivar las ascuas de la esperanza hasta un fuego completo.

—¿Qué mujer? —dijo Sebastián.

Pero ahora el hombre no lo estaba mirando. Más bien al contrario, parecía que se estaba volviendo a dormir. Sebastián lo cogió, medio sujetándolo, medio sacudiéndolo para que despertara.

—¿Qué mujer? —repitió.

—Había algo… una mujer pelirroja, en un carro.

—¡Es ella! —dijo Sebastián, su emoción sacó lo mejor de él en ese momento—. ¿Esto fue hace unos días?

El borracho se tomó su tiempo para pensarlo.

—No lo sé. Podría ser. ¿Qué día es hoy?

Sebastián lo ignoró. Bastaba con haber encontrado la pista que Sofía le había dejado.

—La mujer… es Sofía. ¿Hacia dónde fue? ¿Cuál era su mensaje?

Dio otra sacudida al borracho cuando este empezaba a dormirse de nuevo, y Sebastián debía admitir que, por lo menos en parte, era por frustración. Tenía que saber el mensaje que Sofía le había dejado a este hombre para él.

¿Por qué? ¿No había nadie más a quien Sofía podía haber dejado su mensaje? Mirando al hombre que apenas se tenía en pie, Sebastián vio la respuesta a eso: ella estaba segura de que se lo encontraría, pues imaginaba que no iría a ningún sitio. Era la mejor manera de dejar un mensaje para Sebastián si la seguía.

Lo que significaba que quería que la siguiera. Quería que pudiera encontrarla. Solo pensar en ello era suficiente para animar a Sebastián, pues significaba que Sofía podría estar dispuesta a perdonar todo lo que él le había hecho. No le proporcionaría el modo de seguirla si no viera una manera de estar juntos de nuevo, ¿verdad?

—¿Cuál era su mensaje? —repitió Sebastián.

—Me dio dinero —dijo el hombre—. Dijo que dijera que… mierda, sé que lo recordaba…

—Piensa —dijo Sebastián—. Es importante.

—¡Dijo que te dijera que había ido a Barriston! —dijo el borracho con tono de triunfo—. Dijo que dijera que lo había visto con mis propios ojos.

—¿Barriston? —preguntó Sebastián, observando el letrero del cruce—. ¿Estás seguro?

La ciudad no parecía un lugar al que Sofía tuviera una razón para ir, pero tal vez se trataba de eso, dado que había estado huyendo. Era una ciudad provincial, sin el tamaño o la población de Ashton, pero tenía algo de riqueza gracias a la industria del guante. Tal vez fuera un lugar tan bueno como otro para que Sofía fuera.

El hombre asintió y eso fue suficiente para Sebastián. Si Sofía le había dejado un mensaje, entonces no importaba a quien hubiera elegido para entregárselo. Lo que importaba era que había recibido su mensaje y sabía por dónde seguirla. Como agradecimiento, Sebastián le lanzó una moneda de la bolsa de su cinturón al hombre del cruce y, a continuación, fue corriendo a montarse en su caballo.

Hizo girar a la criatura hacia el oeste, dándole un golpe con el talón para que avanzara mientras partía en dirección a Barriston. Le llevaría tiempo llegar allí, pero él avanzaría tanto como pudiera por el camino. Allí la alcanzaría, o tal vez incluso la adelantaría por el camino. En cualquier caso, la encontraría y estarían juntos.

—Ya vengo, Sofía —prometió mientras, a su alrededor, el paisaje de las Vueltas pasaba a toda velocidad. Ahora que sabía que ella quería que la encontrara, haría todo lo que tuviera que hacer para alcanzarla.

CAPÍTULO CINCO

La Reina Viuda María de la Casa Flamberg estaba en el el centroe sus jardines, se llevó una rosa blanca a la nariz y absorbió su delicado olor. Con los años se le daba bien ocultar su impaciencia y, cuando se trataba de su hijo mayor, la impaciencia era una emoción que le venía demasiado de inmediato.

—¿Qué es esta rosa? —preguntó a uno de los jardineros.

—Una variedad creada por una de los jardineras contratadas como sirvientas —dijo el hombre—. Ella la llama la Estrella Brillante.

—Felicítala por ello e infórmala de que, de ahora en adelante, se conocerá como la Estrella de la Viuda —dijo la reina. Era tanto un cumplido como un recordatorio para la jardinera de que aquellos que poseían la deuda de la sirvienta podían hacer lo que desearan con sus creaciones. Era el tipo de movimiento de doble cara con los que la Viuda disfrutaba por su eficacia.

Esto ambién se le daba bien. Tras las guerras civiles, hubiera sido muy fácil quedarse sin poder. En cambio, ella encontró los puntos de equilibrio entre la Asamblea de los Nobles y la iglesia de la Diosa Enmascarada, las masas del populacho y los comerciantes. Lo había hecho con inteligencia, crueldad y paciencia.

Pero incluso la paciencia tenía sus límites.

—Antes de que hagas esto —dijo la Viuda—, serás tan amable de arrancar a mi hijo del prostíbulo en el que esté acomodado y recordarle que su reina le está esperando.

La Viuda se quedó al lado del reloj de sol, observando cómo cambiaba la sombra mientras esperaba al holgazán que estaba como heredero al trono. Para cuando oyó los pasos de Ruperto acercándose, ya se había movido un dedo.

—Debo estar senil a mi avanzada edad —dijo la Viuda—, pues es evidente que no recuerdo cosas. Por ejemplo, cuando te cité hace media hora.

—Hola a ti también, madre —dijo Ruperto, sin parecer arrepentido en lo más mínimo.

Hubiera sido mejor si hubiera alguna señal de que había estado usando su tiempo sabiamente. En su lugar, el estado desaliñado de su ropa decía que ella había acertado con la suposición de antes sobre dónde estaría. Eso, o había estado cazando. Había muy pocas actividades de las que su hijo mayor parecía preocuparse realmente.

—Veo que tus rasguños están empezando a desaparecer —dijo la Viuda—. ¿O finalmente has mejorado en taparlas con polvos?

Vio que su hijo enrojecía por la rabia, pero no le importó. Si pensara que podía arremeter contra ella, lo hubiera hecho hace años, pero a Ruperto se le daba bien saber a quién podía dirigir su mal genio y a quién no.

—Me cogió por sorpresa —dijo Ruperto.

—Por una sirvienta —respondió la Viuda con calma—. Por lo que he oído, mientras estabas en pleno intento por forzar a la antigua prometida de tu hermana.

Ruperto se quedó con la boca abierta durante unos segundos. ¿A estas alturas no había aprendido que su madre se enteraba de lo que pasaba en su reino y en su casa? ¿Pensaba que alguien continuaba gobernando una isla tan dividida como esta sin espías? La Viuda suspiró. Realmente le quedaba mucho por aprender y no daba señales de estar dispuesto a aprender esas lecciones.

—Para entonces Sebastián ya la había dejado a un lado —insistió él—. Ella era un blanco y, al fin y al cabo, no era más que una puta contratada.

—Todos esos poetas que escriben sobre ti como un príncipe de oro realmente no te conocen, ¿verdad? —dijo la Viuda, aunque lo cierto era que ella había pagado a más de uno para asegurarse de que los poemas salían bien. Un príncipe debía tener la reputación que deseaba, no la que se había ganado. Con la reputación adecuada, Ruperto incluso podría tener la aclamación de la Asamblea de los Nobles cuando llegara el momento en el que él gobernara.

—¿No se te ocurrió que Sebastián podría enfadarse si se enteraba de lo que intentaste hacer?

Ruperto frunció el ceño al oír eso y la Viuda vio que su hijo no lo entendía.

—¿Por qué iba a hacerlo? No se iba a casar con ella y, en cualquier caso, yo soy el mayor, un día seré su rey. No se atrevería a hacer nada.

—Si piensas eso —dijo la Viuda—, no conoces a tu hermano.

Ruperto rió al escuchar eso.

—¿Y tú sí que lo conoces, madre? ¿Intentando casarlo? No me extraña que escapara.

La Viuda reprimió su ira.

—Sí, Sebastián escapó. Admitiré que subestimé la fuerza de sus sentimientos, pero eso puede solucionarse.

—Ocupándose de la chica —dijo Ruperto.

La Viuda asintió.

—¿Imagino que es un trabajo que quieres que haga para ti?

—Por supuesto.

Ruperto ni tan solo lo dudó. La Viuda nunca había pensado que lo hiciera. A su manera, eso estaba bien, pues un gobernante no debería encogerse por hacer lo que era necesario, pero aun así dudaba que Ruperto estuviera pensando en esos términos. Él simplemente quería venganza por los moratones que, todavía ahora, dañaban sus, de lo contrario, perfectos rasgos.

—Vamos a ser claros —dijo la Viuda—. Es necesario que esta chica muera, tanto para enmendar el insulto hacia ti, y por las… dificultades que podría representar.

—Con un matrimonio entre Sebastián y una chica inapropiada —dijo Ruperto—. ¡Qué vergüenza!

La Viuda arrancó una de las flores que había por allí cerca.

—La vergüenza es como esta rosa. Parece bastante inofensiva. Atrae la vista. Pero aun así, tiene espinas hirientes. Nuestro poder es una ilusión, que se mantiene viva porque la gente cree en nosotros. Si nos avergüenzan, el poder podría tambalearse—. Cerró la mano, ignorando el dolor cuando la aplastó—. Debemos ocuparnos de estas cosas, cueste lo que cueste.

Era mejor dejar que Ruperto pensara que se trataba de mantener el prestigio de su familia. Esto era mejor que reconocer el verdadero peligro que representaba la chica. Cuando la Viuda se dio cuenta de quién era ella realmente… bueno, el mundo se había convertido en algo afilado como el cristal, claro y lleno de puntas afiladas. No podía permitir que el peligro continuara.

—La mataré —dijo Ruperto.

—Discretamente —añadió la Viuda—. Sin aspavientos. No quiero que crees más problemas de los que resuelvas.

—Me ocuparé de ello —insistió Ruperto.

La Viuda no estaba segura de que lo hiciera, pero tenía otras piezas en juego por lo que hacía a la chica. El truco era usar solo a los que tenían sus propias razones para actuar. Daría órdenes y ella simplemente dirigiría su atención al hecho de que la chica era alguien a quién valía la pena vigilar.

Había necesitado toda su fuerza de voluntad para no reaccionar la primera vez que había visto a Sofía, en la cena. No delatar lo que sentía al verle la cara, o ante la noticia de que Sebastián tenía pensado casarse con ella.

Que su hijo pequeño hubiera marchado en su busca complicaba más las cosas. Habitualmente, Sebastián era el estable, el inteligente, el responsable. En muchos aspectos, el sería mejor rey que su hermano, pero así no funcionaban las cosas. No, su papel era el de vivir su vida discretamente, haciendo lo que se le ordenaba, no escapar y hacer lo que quería.

—También tengo otra cosa para que tú la hagas —dijo la Viuda. Se fue, dando una lenta vuelta por el jardín, obligando a Ruperto a ir tras ella tal y como un perro seguía a su dueño. Pero, en este caso, Ruperto era un perro de caza y ella estaba a punto de proporcionarle el rastro.

—¿No me has dado ya suficiente trabajo, Madre? —exigió. Sebastián no hubiera discutido. No hubiera discutido por nada, excepto por el asunto que importaba.

—Das menos problemas cuando estás ocupado —dijo la Viuda—. En cualquier caso, este es la clase de trabajo en el que tu presencia realmente podría ser útil. Tu hermano ha actuado por emoción, escapando de esta manera. Creo que para traerlo de vuelta será necesario el toque de un hermano.

Ruperto rió al escuchar eso.

—A juzgar por el modo en que se fue, será necesario un regimiento para traerlo de vuelta.

—Entonces, llévate uno —dijo bruscamente la Viuda—. Tienes una comisión, úsala. Llévate a los hombres que necesites. Encuentra a tu hermano y tráelo de vuelta.

—En condiciones impolutas, sin duda —dijo Ruperto.

La Viuda estrechó los ojos al escuchar eso.

—Es tu hermano, Ruperto. No le harás más daño del necesario para traerlo a casa sin incidentes.

Ruperto bajó la mirada.

—Por supuesto, Madre. Mientras estoy en ello, ¿le gustaría que hiciera una tercera cosa?

Algo en el modo en que lo dijo hizo que la Viuda se detuviera y se dirigiera a su hijo.

—¿Qué tenías en mente? —preguntó.

Ruperto sonrió e hizo un gesto con la mano. Del otro extremo del jardín, un tipo vestido con la túnica de un sacerdote empezó a acercarse. Cuando estuvo a pocos pasos, hizo una gran reverencia.

—Madre —dijo Ruperto—, ¿puedo presentarle a Kirko, segundo secretario de la suma sacerdotisa de la Diosa Enmascarada?

—¿Te mandó Justina? —preguntó la Viuda, usando intencionadamente el nombre de la suma sacerdotisa para recordarle al hombre en compañía de quién estaba ahora.

—No, su majestad —dijo el sacerdote—, pero hay un asunto de suma importancia.

La Viuda suspiró al escuchar eso. Por su experiencia, los asuntos de suma importancia para los sacerdotes consistían habitualmente en donaciones para sus templos, la necesidad de castigar a los pecadores que por lo visto no estaban suficientemente afligidos por la ley, o peticiones para interferir en los asuntos de sus hermanos al otro lado del Puñal-Agua. Justina había aprendido a quedarse esos asuntos para ella, pero sus subordinados a veces iban de un lado para otro y la molestaban como si fueran avispas negras.

—Vale la pena escucharlo, Madre —dijo Ruperto—. Ha pasado un tiempo en la corte, intentando conseguir una audiencia. ¿Me preguntabas dónde estaba antes? Estaba aquí buscando a Kirko, pues imaginé que querrías oír lo que tenía que decir.

Aquello bastó para hacer que la Viuda reexaminara al sacerdote. Todo lo que fuera suficiente para hacer que Ruperto apartara su mente de las mujeres de la corte era digno de su atención, por lo menos durante un ratito.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué tienes que decir, segundo secretario?

—Su Majestad –dijo el hombre—, ha habido un cruel asalto a nuestra Casa de los Abandonados y a los derechos del sacerdocio.

—¿Piensas que no me he enterado de eso? —replicó la Viuda. Miró hacia Ruperto—. ¿Esas son tus noticias?

—Su majestad —insistió el sacerdote—, la chica que mató a las monjas no sufrió ninguna justicia. En su lugar, encontró asilo en una de las Compañías Libres. Con los hombres de Lord Cranston.

El nombre de la compañía despertó el interés de la Viuda, un poco.

—La compañía de Lord Cranston ha sido de lo más útil en el pasado reciente —dijo la Viuda—. Ayudaron a echar a una fuerza invasora de nuestras orillas.

—¿Y eso…?

—Silencio —dijo bruscamente la Viuda, cortando al hombre a media refutación—. Si a Justina realmente le importara eso, sacaría el tema. Ruperto, ¿por qué me has traído esto?

Su hijo hizo una sonrisa de tiburón.

—Porque he estado haciendo preguntas, Madre. He sido muy meticuloso.

Lo que significaba que había torturado a alguien. ¿Realmente esa era la única manera en la que su hijo sabía hacer las cosas?

—Creo que la chica a la que Kirko busca es la hermana de Sofía —dijo Ruperto—. Algunos de los supervivientes de la Casa de los Abandonados hablaban de dos hermanas, una de las cuales intentaba salvar a la otra.

Dos hermanas. La Viuda tragó saliva. Sí, eso cuadraba, ¿verdad? Su información se había concentrado en Sofía, pero si la otra también estaba viva, entonces podría ser igual de peligrosa. Tal vez más, a juzgar por lo que había logrado hasta ahora.

—Gracias, Kirko —consiguió decir—. Me encargaré de esta situación. Por favor, déjame que lo hable con mi hijo.

Consiguió convertirlo en un despido y el hombre se fue de su vista a toda prisa. Intentaba pensar detenidamente en ello. Era evidente lo que hacía falta que pasara a continuación. La cuestión era, simplemente, cómo. Pensó por un momento… sí, eso podría funcionar.

—O sea —dijo Ruperto—, ¿quieres que también mate a esa hermana suya? ¿Entiendo que no queremos que algo así busque venganza?

Evidentemente, él pensaría que se trataba de eso. Él no conocía el verdadero peligro que representaban, o los problemas que podrían resultar si alguien descubría la verdad.

—¿Qué propones que hagamos? —dijo la Viuda—. ¿Entrar y enfrentarnos al regimiento de Peter Cranston? Es posible que pierda un hijo si lo haces, Ruperto.

—¿Piensas que no podría derrotarlos? —replicó.

La Viuda lo ignoró.

—Creo que hay una manera más fácil. El Nuevo Ejército se está reuniendo, así que mandaremos al regimiento de Lord Cranston contra ellos. Si escojo la batalla sabiamente, nuestros enemigos resultarán heridos, mientras que la chica morirá, y no parecerá más que otra tumba sin fama en una guerra.

Entonces Ruperto la miró con una especie de admiración.

—¿Por qué, Madre, nunca supe que podrías ser tan despiadada?

No, no lo sabía, porque no había visto las cosas que había hecho para mantener los restos de poder que tenía. Él había luchado contra los rebeldes, pero no había visto las guerras civiles, o las cosas que habían sido necesarias tras ellas. Ruperto probablemente pensaba que él era un hombre sin límites, pero la Viuda había descubierto a las malas que haría todo lo que fuera necesario para asegurar el trono para su familia.

Aun así, no valía la pena pensar en ello. Esto pronto habría terminado. Sebastián estaría de nuevo a salvo con su familia, Ruperto se habría vengado de su humillación y las chicas que hacía tiempo que deberían haber muerto irían a la tumba sin dejar rastro.

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