Kitabı oku: «Vencedor, Derrotado, Hijo », sayfa 2

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CAPÍTULO TRES

Mientras navegaba en dirección a la Costa del Hueso de Felldust, Jeva sufrió la sensación más extraña de su vida: le preocupaba que iba a morir.

Era una sensación nueva para ella. No era algo que su pueblo estuviera acostumbrado a experimentar. Y, desde luego, no era algo que ella hubiera deseado jamás. Probablemente equivalía a algún tipo de herejía el ir flotando, contemplando la posibilidad de reunirse con los muertos que estaban esperando y, en realidad, preocuparse por ello. Los de su especie acogían la muerte, incluso la recibían como una oportunidad para ser finalmente uno con el gran oleaje de sus antepasados. No les daba miedo el peligro.

Pero eso era exactamente lo que Jeva sentía ahora, al ver la débil línea de la orilla de Felldust aparecía en el horizonte. Le daba miedo pensar que podía ser aniquilada por lo que tenía que decir. Le daba miedo que la mandaran a reunirse con sus antepasados, antes de poder ayudar en Haylon. Se preguntaba qué había cambiado.

La respuesta a ello era muy fácil: Thanos.

Se puso a pensar en él mientras navegaba hacia tierra, observando a las aves marinas que se reunían en bandadas flotantes a la espera de la siguiente ocasión de conseguir comida. Antes de conocerlo a él, ella era… bien, quizás no era igual que todos los de su pueblo, ya que la mayoría de ellos no sentían la necesidad de deambular hasta Puerto Sotavento y más allá. Aun así, había sentido lo mismo que ellas y, por supuesto, había sido igual que ellos. Desde luego, no sentía miedo.

No era miedo por ella exactamente, aunque sabía perfectamente bien que su propia vida estaba en juego. Estaba más preocupada por lo que les sucedería a aquellos que quedaban en Haylon, y a Thanos, si ella no regresaba.

Eso era otra especie de herejía. Los vivos no importaban excepto por lo útiles que eran para satisfacer los deseos de los muertos. Si una isla entera de gente moría a manos de un invasor, aquello era un glorioso honor para ellos, no algo que debiera tratarse como un desastre inminente. Lo único que importaba en la vida era satisfacer los deseos de los muertos y lograr un fin para sí mismo que fuera adecuadamente glorioso. Los oradores de los muertos lo habían dejado claro. Jeva incluso había oído los susurros de los muertos por sí misma, cuando el humo se alzaba de las piras videntes.

Continuó navegando, ignorándolo, sintiendo cómo las olas empujaban el timón mientras ella mantenía su pequeña barca directa a su hogar. Ahora eran otras voces las que oía, discutiendo por la misericordia, por salvar Haylon, por ayudar a Thanos.

Lo había visto arriesgar su vida por ayudar a los demás sin que Jeva viera una buena razón para ello. Cuando ella había estado atada como un mascarón a un barco de Felldust, esperando a ser azotada, él había venido a rescatarla. Cuando habían luchado uno al lado del otro, el escudo de él había sido su escudo de un modo que nunca e había visto con su pueblo.

En Thanos había visto algo que admirar. Quizás más que admirar. Había visto a alguien que estaba en el mundo para hacer allí lo mejor que pudiera, no solo para encontrar el modo más perfecto de abandonarlo. Las nuevas voces que estaba oyendo le decían que este era el modo en el que debía vivir y que ir a ayudar a Haylon era parte de ello.

El problema es que Jeva sabía que estas solo procedían de su interior. No debería haberlas escuchado tan encarecidamente. Seguramente su pueblo no lo haría.

—Lo que queda de ellos —dijo Jeva, mientras el viento se llevaba sus palabras.

La aldea de su tribu había desaparecido. Ahora iba a dirigirse hacia otro lugar de reunión y les iba a pedir a otra parte de su pueblo sus vidas. Jeva alzó la vista para ver cómo el viento hinchaba la pequeña vela de su barca y la espuma jugaba por encima del mar; lo que fuera para evitar pensar en lo que debería llevar a cabo para hacer que aquello funcionara. Aun así, las palabras salieron, tan inevitables como el final de la vida.

Tendría que asegurar que hablaba por los muertos.

Las palabras de los muertos habían sido necesarias para llevarlos hasta Delos, aunque Jeva y Thanos no habían afirmado que hablaban por ellos acerca de eso. Pero Jeva no podía simplemente dejárselo a los oradores. Existía una gran posibilidad de que dijeran que no, y entonces ¿qué sucedería?

La muerte de su amigo. No podía permitirlo. Aunque esto significara hacer lo impensable.

Jeva guió su barca para acercarla más a la orilla, abriéndose paso entre rocas y los restos que habían caído sobre ellas. Esta no era la playa que estaba más cerca de su viejo hogar, sino un lugar un poco más alejado junto a la costa, en otro de los grandes lugares de reunión. Sin embargo, aun así habían conseguido limpiar los escombros. Jeva sonrió ante aquello, sintiendo algo de orgullo por ello.

Unas barcas que iban a su encuentro aparecieron en el agua. En su mayoría, eran ligeras, canoas con refuerzo, pensadas para interceptar lo que evidentemente no era una de las embarcaciones del Pueblo del Hueso. Evidentemente, si Jeva no hubiera sido una de ellos, entonces hubiera tenido que luchar por su vida. En cambio, se reunieron a su alrededor, riéndose y bromeando de un modo que nunca hacían cuando había desconocidos.

—Hermosa barca, hermana. ¿A cuántos hombres mataste por ella?

—¿Matar? —dijo otro—. Seguramente fueron hasta los muertos por el miedo que les dio verla!

—Irían hasta los muertos al ver lo horrible que eres —replicó Jeva y los hombres rieron con ella. Así era cómo se hacían las cosas aquí.

Era importante cómo se hacían las cosas. A los extraños su pueblo les podía parecer extraño, pero tenían sus propias normas, sus propios patrones de comportamiento. Ahora, Jeva iba a ir hasta ellos y, si afirmaba que hablaba por los muertos, entonces estaría rompiendo una de las más básicas de aquellas normas. Puede que le cortaran su comunión con los muertos por romperla, que la asesinaran sin que sus cenizas se mezclaran para consumirse con las piras.

Llevó su barca hasta la orilla, saltó de ella y tiró de ella hasta la playa. Allí había más de los suyos esperando. Una niña fue corriendo hasta ella con una urna funeraria y le ofreció una pizca de las cenizas de la aldea. Jeva la tomó y la probó. Simbólicamente, ahora era una más de la aldea, una parte de su comunión con sus antepasados.

—Bienvenida, sacerdotisa —dijo uno de los hombres que había en la playa. Era un hombre mayor con la piel fina como el papel, pero todavía tenía deferencia hacia Jeva por las marcas que demostraban que había sufrido los ritos—. ¿Qué trae a una oradora de los muertos hasta nuestras orillas?

Jeva se quedó quieta, pensando en la respuesta. Entonces hubiera sido muy fácil afirmar que ella hablaba por aquellos que se habían ido. Ella había visto su parte de visiones; cuando era una niña, había quien pensaba que sería una gran oradora para los muertos. Uno de los oradores más ancianos había así lo había anunciado, diciendo que ella diría unas palabras que sacudirían a todo su pueblo.

Si afirmaba que los muertes la habían llamado para que viniera hasta aquí y pedían que su pueblo luchara por Haylon, puede que lo creyeran sin discusión. Puede que obedecieran su autoridad prestada igual que obedecían todo lo demás.

Si lo hacía, realmente podía salvar Haylon. Podría existir la posibilidad de que su pueblo bastara para romper el ataque por parte de la flota de Felldust. Al menos, podría hacer que los defensores ganaran tiempo. Si mentía.

Pero Jeva no podía hacerlo. No era solo la mentira que había en el centro de todo esto, aunque le horrorizaba el hecho de estar sopesándolo. Ni tan solo era el hecho de que iba en contra de todo lo que su pueblo sentía acerca del mundo. No, era el hecho de que Thanos no hubiera querido que lo hiciera de este modo. Él no hubiera querido que engañara a la gente para llevarlos hasta la muerte, o que los obligara a encararse al poder de Felldust sin conocer la verdad de por qué estaban yendo.

—¿Sacerdotisa? —preguntó el anciano—. ¿Está aquí para hablar por los muertos?

¿Qué haría él en ese momento? Jeva ya tenía la respuesta para eso, forjada a partir de la última vez que él había estado en las tierras de su pueblo. Forjada a partir de todo lo que había hecho desde entonces.

—No —dijo—. No estoy aquí para hablar por los muertos. Soy Jeva y hoy deseo hablar por los vivos.

CAPÍTULO CUATRO

Irrien caminaba por los campos de los muertos, echando un vistazo a la matanza que habían causado sus ejércitos sin nada de la satisfacción que normalmente esto le proporcionaba. A su alrededor, los hombres del Norte yacían muertos o moribundos, destrozados por sus ejércitos, aniquilados por sus cazadores.

En cambio, se sentía como si le hubieran robado su verdadera victoria.

Un hombre que llevaba la armadura brillante de sus enemigos gemía en el barro, intentando aferrarse a la vida a pesar de las heridas que le habían infligido. Irrien cogió una lanza de otro cadáver que había por allí cerca y lo atravesó con ella. Incluso matar a débil como aquel no contribuyó a levantar su ánimo.

Lo cierto era que había sido demasiado fácil. Había habido muy pocos enemigos como para hacer que valiera la pena librar esta lucha. Habían arrasado por el Norte, desbrozando a cuchilladas las aldeas y los castillos pequeños, arrasando incluso la antigua fortaleza de Lord West. En cada lugar, había encontrado moradas vacías y castillos más vacíos, estancias que la gente había abandonado a tiempo para escapar de la horda que se les estaba echando encima.

No solo era frustrante porque significaba que no podía tener las victorias significativas que él había planeado. Era frustrante porque significaba que sus enemigos todavía estaban allí. Irrien también sabía dónde el cobarde que se había quedado rezagado en el castillo de Lord West se lo había dicho: estaban en Haylon, reforzando la isla a la que él había mandado solo parte de sus fuerzas para conquistar.

Eso hacía que se impacientara más a cada momento que pasaba allí. Pero aquí todavía había cosas que hacer. Miró a su alrededor y vio que sus hombres trabajaban junto a cuadrillas de esclavos recién atrapados para derribar uno de los castillos que parecían brotar rápidamente aquí como las setas después de la lluvia. Irrien no dejaría cosas así sin ocupar, pues eso representaría un lugar para reunirse sus enemigos.

Aún más, sus hombres parecían muy satisfechos con la victoria fácil. Irrien veía que a los que no se había encargado de organizar las cuadrillas holgazaneaban bajo el sol, apostando con monedas de los botines o atormentando a prisioneros que habían tomado para su entretenimiento.

Por supuesto, los parásitos habituales estaban allí. Alguien había montado un campamento de esclavistas al borde del ejército como si fuera su sombra, con sus carretas y sus jaulas llenándose rápidamente. Había un espacio vacío en el centro donde los esclavistas regateaban con los mejores y los más guapos, aunque lo cierto era que tomaban lo que los soldados estaban preparados para venderles. Los hombres que había allí eran buitres, no guerreros por legítimo derecho.

Después estaban los sacerdotes de la muerte. Habían montado su altar en medio del campo de batalla, tal y como hacían a menudo. Ahora, los soldados les traían los enemigos heridos que encontraban y los arrastraban hasta la losa de piedra para que les cortaran el cuello o les arrancaran el corazón. Su sangre corría e Irrien imaginaba que a los dioses de los sacerdotes aquello posiblemente les satisfacía. Desde luego, eso es lo que parecía que pensaban los sacerdotes, exhortando a los fieles a entregarse por completo a la muerte, ya que era el único modo de ganarse su favor.

Un hombre realmente parecía tomárselos en serio. Era evidente que había sufrido heridas en la batalla, algunas tan graves que necesitó la ayuda de sus compañeros para llegar hasta la losa. Irrien observaba cómo trepaba hasta encima, dejando su pecho al descubierto para que los sacerdotes pudieran apuñalarlo con un cuchillo de obsidiana oscura.

Irrien escupió ante la debilidad de un hombre que no se sobreponía a sus heridas. Al fin y al cabo, Irrien no estaba dejando que sus viejas heridas le frenaran, ¿verdad? Su hombro le dolía con cada movimiento, pero no iba a ofrecerse como sacrificio para que otros se libraran de la muerte. Según su experiencia, lo único que te libraba de la muerte era ser el más fuerte de dos guerreros. La fuerza significaba que conseguías vivir. La fuerza significaba que podías tomar lo que quisieras, ya fueran las tierras de un hombre, la vida o las mujeres.

En pocas palabras, Irrien se preguntaba qué pensarían de él los dioses de la muerte de los sacerdotes. Solo los veneraba por el efecto que tenían para reunir a sus hombres. Ni tan solo estaba seguro de que existieran cosas así, salvo como un modo de tener poder para los sacerdotes que no podían controlar a los hombres con su propia fuerza.

Imaginaba que estas cosas jugaban en su contra con cualquier dios que existiera, pero ¿Irrien no había mandado a la tumba más hombres, mujeres y niños que nadie? ¿No les había entregado sus sacrificios, promocionado su sacerdocio y convertido este mundo en algo que aprobarían? Puede que Irrien no lo hubiera hecho por ellos, pero lo había hecho, no obstante.

Se levantó y, por un instante, escuchó hablar al sacerdote.

—¡Hermanos! ¡Hermanas! La de hoy es una gran victoria. Hoy hemos mandado a muchos por la puerta negra hacia el mundo del más allá. Hoy hemos saciado a los dioses, de tal modo que mañana no nos escogerán a nosotros. La victoria de hoy…

—No fue una victoria —dijo Irrien, y su voz se oyó sin esfuerzo por encima de la del sacerdote—. Para que haya una victoria, debe existir una lucha que valga la pena librar. ¿Tomar hogares vacíos es una victoria? ¿Asesinar a estúpidos que se han quedado atrás cuando los demás han tenido la sensatez de escapar? —Irrien los miró—. Hoy hemos matado, y esto está bien, pero hay que hacer mucho más. Hoy, terminaremos las cosas aquí. Derribaremos sus castillos y entregaremos sus familias a los esclavistas. Pero mañana iremos a un lugar donde sí que hay una victoria por ganar. Al lugar donde todos sus guerreros han ido antes que nosotros. ¡Iremos a Haylon!

Oyó que sus hombres aclamaban ante aquello, su deseo de batalla ardía de nuevo por la batalla. Se dirigió al sacerdote.

—¿Usted qué dice? ¿Es la voluntad de los dioses?

El sacerdote no lo dudó. Cogió su cuchillo y abrió al hombre muerto que había sobre el altar, sacándole las entrañas para interpretarlas.

—Lo es, Lord Irrien. La suya seguirá a la de usted en esto. ¡Irrien! ¡Ir-ri-en!

—¡Ir-ri-en! —coreaban los soldados.

Entonces el hombre supo cuál era su lugar. Irrien sonrió y se dirigió a la multitud. No le sorprendió que una silueta vestida con una túnica apareciera a su lado y le siguiera el paso. Irrien sacó el puñal, sin saber si lo necesitaría.

—Has estado callado desde que hablamos por última vez, N’cho —dijo Irrien—. No me gusta que me hagan esperar.

El asesino inclinó la cabeza.

—He estado investigando acerca de lo que me pidió, Primera Piedra, preguntando a mis amigos sacerdotes, leyendo pergaminos prohibidos, torturando a los que no hablaban.

Irrien estaba seguro de que el líder de las Doce Muertes había disfrutado enormemente. De todos ellos, N’cho era el único que había sobrevivido tras atacarlo a él. Irrien empezaba a preguntase si aquella había sido la elección correcta.

—Has oído lo que les he dicho a los hombres —dijo Irrien—. Vamos a ir a Haylon. Eso significa levantarse contra la hija de los Antiguos. ¿Tienes una solución para mí, o debería arrastrarte para que fueras el siguiente sacrificio?

Vio que el hombre negaba con la cabeza.

—Ay de mí, los dioses no están tan ansiosos por conocerme, Primera Piedra.

Irrien estrechó los ojos.

—¿Lo que significa?

N’cho dio un paso atrás.

—Creo que he encontrado lo que necesitaba.

Irrien hizo un gesto al hombre para que fuera con él, guiándolo hasta su tienda. Con una mirada suya, los guardias y los esclavos que había allí se fueron corriendo, dejándolos a los dos solos.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Irrien.

—En la guerra contra los Antiguos se utilizaron unas… criaturas —dijo N’cho.

—Estas cosas hace tiempo que están muertas —puntualizó Irrien.

N’cho negó con la cabeza.

—Todavía podrían reunirse y creo que he encontrado un lugar donde convocar a una. Sin embargo, serás necesarias muchas muertes.

A Irrien eso le hizo reír. Este era un pequeño precio a pagar por la vida de Ceres.

—La muerte —dijo— siempre es lo más fácil de planear.

CAPÍTULO CINCO

Estefanía observaba cómo dormía el Capitán Kang con una mirada de asco que se calaba en lo profundo de su alma. La gruesa silueta del capitán se movía cuando roncaba y Estefanía se movía hacia atrás cuando él se acercaba a ella estando dormido. Ya lo había hecho lo suficiente mientras estaba despierto.

Estefanía nunca había tenido problemas para conseguir amantes que se rindieran a su voluntad. A fin de cuentas, es lo que pensaba hacer con la Segunda Piedra. Pero Kang estaba muy lejos de ser un hombre amable y parecía deleitarse en encontrar nuevas maneras de humillar a Estefanía de paso. La había tratado como la esclava que, por poco tiempo, fue con Irrien y Estefanía se había jurado a sí misma que jamás volvería a serlo.

Entonces escuchó rumores entre la multitud: que, después de todo, tal vez no llegaría a salvo. Que tal vez el capitán tomaría todo lo que ella había dado y la vendería igualmente a la esclavitud al final de esto. Que, como poco, compartiría el botín entregándosela.

Estefanía no lo permitiría. Prefería morir a eso, pero era mucho más fácil matar en su lugar.

Salió de la cama sin hacer ruido y miró por una de las pequeñas ventanas del camarote del capitán. Puerto Sotavento estaba a poca distancia, el polvo caía sobre ella desde las colinas de allá arriba incluso en la penumbra del amanecer. Era una ciudad horrible, decadente y con el espacio reducido, e incluso desde aquí Estefanía podía ver que sería un lugar de violencia. Kang había dicho que no se atrevía a ir allí por la noche.

Estefanía había pensado que tan solo era una excusa para utilizarla una vez más, pero quizás era algo más. A fin de cuentas, los mercados de esclavos no estarían abiertos de noche.

Tomó una decisión y se vistió rápidamente, se envolvió con su capa y buscó en sus pliegues. Sacó una botella y algo de hilo, moviéndose con la cautela que sabe exactamente lo que está agarrando. Si cometía un error ahora, estaba muerta, ya fuera por el veneno o cuando despertara Kang.

Estefanía se colocó encima de la cama y colocó el hilo en la boca de Kang lo mejor que pudo. Se movió y giró dormido y Estefanía fue con él, con cuidado para no tocarlo. Si despertaba ahora, ella estaba cerca.

Dejó caer las gotas de veneno por el hilo, manteniendo la concentración mientras Kang murmuraba algo dormido. Una gota se escurrió hacia sus labios y, a continuación, una segunda. Estefanía se preparaba para el momento en que se quedaría sin aliento y moriría, reclamado por el veneno.

En cambio, abrió de golpe los ojos y miró fijamente sin entender nada por un instante a Estefanía y después furioso.

—¡Puta! ¡Esclava! Morirás por esto.

En un instante, estaba sobre Estefanía, apretándola contra la cama. Le pegó una vez y, a continuación, ella notó la presión demoledora de sus manos agarrándole el cuello. Estefanía respiraba con dificultad mientras sentía que se cortaba su respiración y daba palos de ciego mientras intentaba sacárselo de encima.

Por su parte, Kang hacia presión hacia abajo con su gran volumen, inmovilizando a Estefanía debajo de él. Ella peleaba y él solo reía, mientras continuaba estrangulándola. Todavía estaba riendo cuando Estefanía sacó un cuchillo de dentro de su capa y lo apuñaló.

Se quedó sin aliento a la primera puñalada, pero Estefanía no notaba que la presión sobre su cuello fuera a menos. Empezó a aparecer oscuridad en los límites de su visión, pero ella continuaba apuñalando, dando golpes de ciego de forma mecánica por instinto, haciéndolo a ciegas porque ahora no veía nada más allá de una vaga neblina.

Estefanía notó que le soltaba el cuello y sintió que el peso de Kang se desplomaba sobre ella.

Le llevó un buen rato conseguir salir de debajo de él, respirando con dificultad e intentando recuperar la consciencia. Lo único que consiguió fue caer de la cama, para levantarse después, bajando la vista con asco hacia los restos del cuerpo de Kang.

Debía ser práctica. Había hecho lo que tenía planeado, por muy difícil que había resultado ser. Ahora debía ir a por el resto.

Rápidamente, volvió a colocar las sábanas para que a primera vista pareciera que estaba durmiendo. Buscó rápidamente por el camarote hasta encontrar el cofre donde Kang guardaba el oro. Estefanía se coló inadvertidamente en cubierta, con la capucha puesta mientras se dirigía hacia la pequeña barca de desembarque que había en popa.

Estefanía se metió dentro y empezó a manejar las poleas para bajarla. Chirriaban como un portón oxidado y, desde algún lugar por encima de ella, oyó los gritos de los marineros que querían saber qué era aquel ruido. Estefanía no dudó. Sacó un cuchillo y se puso a serrar la cuerda que sujetaba la barca. Esta cedió y se desplomó lo que quedaba de la corta distancia hasta las olas.

Agarró los remos y empezó a remar en dirección hacia el puerto, mientras tras ella los marineros sabían que no existía modo de seguirla. Estefanía remó hasta topar con los muelles y trepó, sin tan solo molestarse en amarrar la barca. No iba a regresar en aquella dirección.

La capital de Felldust era todo lo que prometía ser desde el agua. El polvo caía sobre ella en olas, mientras a su alrededor las siluetas se movían a través de él con intención ominosa. Una se acercó a ella y Estefanía mostró rápidamente un cuchillo hasta hacerlo retroceder.

Se adentró más en la ciudad. Estefanía sabía que Lucio había venido hasta aquí y se preguntaba cómo se habría sentido al hacerlo. Probablemente indefenso, pues Lucio no sabía relacionarse con la gente. Pensaba desde el punto de vista de atacar a la gente y exigir, de las amenazas y la intimidación. Había sido un estúpido.

Estefanía no era una estúpida. Miró a su alrededor hasta encontrar a la gente que tendría información de verdad: los mendigos y las prostitutas. Fue hasta ellos con el oro robado e hizo la misma pregunta una y otra vez.

—Habladme de Ulren.

Lo preguntó en callejones y en casas de juego donde las apuestas parecían ser de sangre tanto como de dinero. Lo preguntó en tiendas donde vendían capas de pañoleta contra el polvo y en lugares donde los ladrones se reunían por la noche.

Escogió una taberna y se instaló allí, haciendo correr la voz por la ciudad de que había oro para aquellos que hablaran con ella. Vinieron y le contaron fragmentos de historia y rumores, chismes y secretos en una mezcla que Estefanía estaba más que acostumbrada a clasificar.

No se sorprendió cuando dos hombres y una mujer fueron hasta ella, todos con las capas que se usaban en la ciudad para no dejar pasar el polvo, todos llevando el emblema de la antigua Segunda Piedra. Tenían la mirada dura de la gente que está acostumbrada a la violencia, pero eso se podía aplicar a casi cualquiera en Felldust.

—Has estado haciendo muchas preguntas —dijo la mujer, inclinándose sobre la mesa. Estaba tan cerca que Estefanía podría haberle clavado un cuchillo con facilidad. Tan cerca que podrían haber sido confidentes compartiendo chismes en un baile cortesano.

Estefanía sonrió.

—Así es.

—¿Pensabas que esas preguntas no llamarían la atención? ¿Qué la Primera Piedra no tiene fisgones en la sombra?

Entonces Estefanía se echó a reír. ¿Habían pensado ellos que no había tenido en cuenta la posibilidad de que hubiera espías? Había hecho más que eso; había confiado en ello. Había hurgado en la ciudad en busca de respuestas, pero lo cierto era que había estado buscando atención tanto como cualquier otra cosa. Cualquier estúpido podía acercarse a una puerta y que se le negara la entrada. Una mujer lista lo hacía de tal manera que los que estaban dentro la hacían pasar.

Al fin y al cabo, pensaba Estefanía con más diversión, una mujer nunca debería ser la que hace toda la caza en un romance.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó la mujer—. ¿Estás loca o solo eres estúpida? ¿Quién eres, por cierto?

Estefanía se quitó la capucha para que la mujer viera sus rasgos.

—Soy Estefanía —dijo—. La antigua prometida del heredero del Imperio, la antigua gobernante del Imperio. He sobrevivido a la caída de Delos y a los mejores esfuerzos de Irrien por matarme. Piensas que tu señor querrá hablar conmigo, ¿no es cierto?

Se quedó quieta mientras los otros se miraban entre ellos, evidentemente intentando decidir qué hacer ante esto. Finalmente, la mujer tomó una decisión.

—Nos la llevamos.

Se colocaron a ambos lados de Estefanía, pero ella hizo un gesto como si caminara con ellos, para que pareciera una escolta noble que y no que la llevaban prisionera. Incluso alargó el brazo y lo posó ligeramente sobre el brazo de la mujer, del modo en que podría haberlo hecho paseando por un jardín en compañía.

Caminaron por la ciudad y, como este era uno de los escasos huecos dentro del polvo procedente de los acantilados, Estefanía no se molestó en ponerse la capucha de la capa. Dejó que la gente la viera, a sabiendas de que empezarían los rumores sobre quién era y hacia dónde iba.

Evidentemente, a pesar de la apariencia que ella le daba, este distaba mucho de ser un paseo placentero. A su lado continuaba habiendo asesinos, que no dudarían en matarla si Estefanía les daba algún motivo. Mientras se dirigía hacia un gran complejo en el centro de la ciudad, Estefanía notaba cómo se le hacía un nudo en el estómago por el miedo, reprimido solo por la determinación de hacer todas las cosas para las que había venido a Felldust. Se vengaría de Irrien. El hechicero le devolvería a su hijo.

La llevaron a través del complejo, pasando por delante de esclavos que trabajaban y guerreros que entrenaban, por delante de estatuas que representaban a Ulren de joven, alzadas por encima de los cuerpos de los enemigos asesinados. Estefanía no tenía ninguna duda de que era un hombre peligroso. Para ser el segundo solo por detrás de Irrien significaba que había peleado por llegar a lo más alto de uno de los lugares más peligrosos que existían.

Perder aquí era morir, o peor que morir, pero Estefanía no tenía pensado morir. Ella había aprendido las lecciones de la invasión e incluso de su fracaso para controlar a Irrien. Esta vez tenía algo que ofrecer. Ulren deseaba las mismas cosas que ella: el poder y la muerte de la antigua Primera Piedra.

Estefanía había oído hablar de gente que basaba los matrimonios en cosas peores.

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Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
10 ekim 2019
Hacim:
231 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9781640299061
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