Kitabı oku: «La versión de Eric », sayfa 2
El oficial más joven parece mirarme con ganas de pronunciar unos consejos obvios que, finalmente, no se atreve a dar.
«Deberías tener un abogado a tu lado», piensa.
«No hables de más sin ser consciente de las consecuencias», teme.
Pero ignora que todo eso ya lo sé.
Ya lo he pensado.
Y he decidido que esta noche no quiero a nadie conmigo.
Solo necesito contar lo que ha ocurrido.
Porque si alguien se entera, acudirá Hugo.
Y no quiero aquí a mi representante.
Ni a la gente de la productora.
No quiero que vengan los que estarían dispuestos a hacer cualquier cosa para tapar la sangre, para que no se sepa que hoy estuve allí, en ese lugar que, cuando amanezca, será un titular más en los periódicos.
Tratarán de impedir que alguien intuya que uno de los actores jóvenes de moda, además de protagonista de una ficción de éxito, también lo es de un hecho turbio y macabro en la vida real.
Si es que algo de todo lo que ha pasado en esta noche, esta maldita noche de julio, puede ser real.
EL DIAGNÓSTICO
INFORME DE EVALUACIÓN PSICOLÓGICA
Por la psicóloga Helena García Presley (Col. CA0123347)
Perito Judicial en Diagnóstico y Evaluación
en Niños con Altas Capacidades
1. DATOS PERSONALES
Nombre: Eric Díez Sevilla*
Fecha de nacimiento: 28/06/2000
Edad: 12 años y 6 meses
Nivel de estudios: 2.º ESO
2. DATOS DE LA EVALUACIÓN PSICOLÓGICA
Profesional que la realiza
Helena García Presley, psicóloga clínica (Número de colegiada CA012334) y Perito Judicial en Diagnóstico y Evaluación en Niños con Altas Capacidades. Con despacho de Psicología en Madrid, donde se realiza la intervención.
Motivo de la evaluación psicológica
Se realiza exploración e informe a petición de Eric y de su madre, Olga Sevilla Martínez, a fin de confirmar o descartar la posibilidad de altas capacidades.
Olga está convencida de que gran parte de las circunstancias adversas que, en los últimos cursos, han rodeado la vida escolar de su hijo pueden estar determinadas por este diagnóstico, al que considera que apuntan tanto su carácter inquieto como su predisposición intelectual y crítica ante la realidad que lo rodea.
Según su madre, su amplio dominio del léxico, su capacidad creativa y su tendencia a la invención de ficciones tanto a través de la palabra como de la expresión corporal son rasgos que lo han caracterizado desde una edad muy temprana, de modo mucho más pronunciado que en otros niños y niñas de su edad.
Ante la pregunta de si es posible que la disforia de género pueda ser la raíz de las dificultades y obstáculos experimentados a lo largo de su vida escolar, tanto Eric como su madre rechazan tanto el concepto de disforia, que Eric considera (y reproduzco literalmente) «ofensivo», como dicha posibilidad.
Se les sugiere abordar una terapia específica para esta situación, pero ambos inciden en que nos centremos, única y exclusivamente, en la aplicación de las siguientes pruebas, con el fin de analizar la capacidad intelectual de Eric y la posible relación entre esta y su rendimiento académico.
Las pruebas que se determina realizar son:
– Escala de inteligencia de Reynolds (RIAS).
– Test de inteligencia de Kaufman (K-BIT).
– Test del dibujo de la figura humana (DFH).
– Inventario de Problemas Interpersonales (IIP).
– Entrevista diagnóstica y observación directa.
– Cuestionario para padres de niños con Altas Capacidades.
3. RESULTADOS DE LAS PRUEBAS REALIZADAS
Tal y como intuía la madre del paciente, se observa que Eric posee un CI muy superior, en estos momentos de su desarrollo, a la media habitual entre los adolescentes de su misma edad.
Asimismo, las anécdotas que aporta Olga en el cuestionario ad hoc corroboran la precocidad y el talento del menor, de quien afirma que aprendió a leer con solo tres años y sin más ayuda que la compañía de su abuelo, con quien mantiene una relación de especial intimidad.
Su madre hace hincapié en su amplio dominio de un léxico inusual a su edad y en sus dotes creativas (vinculadas a la creación literaria, teatral e incluso musical), que llamaron la atención temprana de sus maestras en la etapa de Infantil y Primaria. Como documento, además, aporta la escritura de diversos relatos y la grabación de unas melodías sencillas compuestas e interpretadas por su hijo con apenas 7 años.
Los malos resultados académicos desde 1.º de ESO y los problemas conductuales de los últimos tres años de Primaria podrían explicarse por su elevado nivel de exigencia personal, el posible desaprovechamiento de sus destrezas artísticas e intelectuales y su dificultad para asimilar el tedio, la injusticia o la cotidianidad como elementos determinantes en su vida.
Las pruebas realizadas atestiguan tanto su dominio de la expresión escrita como su evidente sensibilidad artística, si bien ambas se ven limitadas por su intenso miedo a la exposición pública, lo que le lleva a reprimirlas y mantenerlas dentro de lo que podríamos denominar un perfil bajo, con el que intenta protegerse del juicio ajeno.
Sus problemas para asumir la autoridad en el aula y su intento constante de desafío a cuanto poder establecido se resiste a su voluntad serían, además, resultado de la dificultad de Eric para asimilar la realidad desde una perspectiva neutra y acrítica, ya que se observa en él un desajuste entre la inteligencia creativa y la capacidad de empatía que, apunta su madre, tal vez sí pueda hundir sus raíces en situaciones familiares complejas.
Ante las preguntas referentes a su padre, el paciente reacciona con un silencio hermético a pesar de que su madre intenta que aborden el tema, convencida de que la terapia puede ser beneficiosa en este caso. No se obtiene resultado concreto alguno y Eric se niega, en todo momento, a describir la relación con su padre, tanto en lo que atañe a sus recuerdos pasados como a su situación actual. Su obcecación, que se pone de manifiesto a menudo a lo largo de las diferentes sesiones, es otro de los rasgos sobresalientes de su carácter.
Al tratarse de un hecho que se desvía del objeto de la investigación, se les aconseja a ambos llevar a cabo esas sesiones de terapia familiar en un futuro, a lo que su hijo se niega sin dar razón alguna y con la firme convicción de que no desea abordar ese tema con nadie.
En diversas sesiones, Eric insiste en que lo único que le preocupa actualmente es poder inscribir oficialmente su nombre, algo que, salvo modificaciones legales, solo podrá hacer cuando alcance la mayoría de edad. Interrogado sobre este último punto, el paciente enumera situaciones en el aula en que el hecho de ser llamado por su «verdadero nombre», como se refiere siempre a Eric, le ha supuesto un problema ante la intolerancia de ciertos miembros de la comunidad educativa. De toda ella solo destaca un nombre: Laura, su maestra de Naturales desde 5.º, a quien considera el máximo apoyo que ha encontrado en sus años de Primaria.
Por último, tal y como se concluye de las pruebas realizadas (cuyos resultados se adjuntan como documento anexo a este informe), su sensibilidad y capacidad de reacción ante los estímulos externos son extraordinariamente elevados, de modo que sus expectativas ante cuanto lo rodea son tanto su mayor aliciente como su peor estímulo, pues corre el riesgo de desmotivarse con facilidad. Dicha desmotivación desemboca en una introversión defensiva con la que trata de protegerse, encerrado en su propio mundo interior, del entorno. En ocasiones, ese escudo puede dar lugar a actitudes fácilmente confundibles con la soberbia o la altivez, lo que dificulta sus relaciones sociales.
Asimismo, resulta muy significativa su resistencia a la frustración, rasgo que lo vuelve proclive a manifestar reacciones violentas frente a quienes se oponen a sus deseos inmediatos, ya que considera que dicha negación pone en duda su capacidad de juicio y les resta a sus decisiones la madurez que, pese a su edad, él mismo les presupone.
Se recomienda tanto a Eric como a su madre que, en lo posible, busquen el modo de potenciar sus dotes creativas y artísticas: poder realizarse a través de esos estímulos le permitirá abordar el día a día con mayor facilidad, así como limitar el estrés y la ansiedad que le provocan conceptos como la rutina y la monotonía.
4. DIAGNÓSTICO
Altas capacidades.
Se aconseja, por tanto, que se ofrezca en adelante una atención especial por parte del centro educativo que corresponda.
Madrid, 2 de diciembre de 2012
Fdo.: Helena García
* El nombre del paciente no figura como tal en ningún documento legal, pese a ser la identidad a la que responde y la única que admite como propia a lo largo de todo el proceso.
EL DON
No sabía por qué ese diagnóstico era tan importante para mi madre.
Incluso llegué a creer que lo necesitaba para sentir que no había fracasado en todo.
Sobre todo, en las tardes en que podía adivinar cómo seguía pensando en mi padre. A su modo, creo que nunca –ni siquiera hoy– ha dejado de hacerlo.
Tampoco cuando me llevaba a casa de mi abuelo porque ella tenía planes.
Esos planes que jamás compartió y que cada vez hacían que regresara a casa con un perfume masculino nuevo.
Perfumes agrios.
Ásperos.
Perfumes de hombres que jamás tuvieron nombre propio ni presencia en una casa en la que se podía palpar el espacio vacío de quien se había marchado llevándose consigo, en aquella maleta, la esperanza de una felicidad que ahora resultaba tan remota.
Al menos, para ella.
Quizá por eso, cuando empecé a destacar en las clases de música y teatro a las que me apuntó después del instituto, ella decidió que había llegado el momento de demostrarse que en su vida sí había un amor que merecía la pena. Uno que no se marcharía tan raudo como aquellos de los que jamás me dio noticia, tratando de evitar que su catálogo de conocidos olvidables pudiese contaminar la vida de la única persona a la que pretendía proteger.
Porque mientras se buscaba sin llegar a encontrarse, necesitaba dar con algún motivo que justificase la guerra de cada curso con alguno de mis profesores:
–No lo llaméis así.
–Pero en su ficha pone...
–Es un error por un tema legal. Estamos en ello.
–Hasta que no se solucione, en el centro debemos llamarla...
–Por favor, llamadlo Eric.
–No podemos garantizar que todos los profesores quieran...
–¿A ellos les importa que mi hijo se llame Eric?
–Pero su hija...
–Mi hijo.
–Entienda que puede resultar confuso.
–¿Los demás niños no tienen también sus propios nombres?
–Por supuesto, pero...
–Pues si eso no les resulta confuso en su caso, tampoco debería serlo el mío.
–Es que en su impreso de matrícula...
–Me da igual lo que ponga en su impreso.
–Es un tema delicado...
–Imagínese que en su impreso de matrícula pusiera José María y él dijese que todo el mundo lo llama Chema. ¿Sus profesores no lo llamarían Chema?
–Sí, claro, pero hablamos de situaciones muy dif...
–Mi hijo se llama Eric. Es la única situación aquí. ¿Lo entiende? Eric.
No siempre era igual. Había gente con la que resultaba sencillo, como Laura. Gente con la que llegó a ser hasta bonito, como Iván. Gente con la que era imposible, como Delia. Y gente con la que se convertía en frustrante, como Elías.
Pasaba lo mismo que en el barrio, cuando me cruzaba con alguno de esos niños con los que nunca había compartido piscina y que habían llegado a la adolescencia en pandillas de las que yo, por supuesto, no formaba parte. Entre ellos también había quien me llamaba Eric. Y quien empleaba el nombre equivocado.
Los primeros lo hacían porque de verdad querían hablar conmigo.
Los segundos, solo para intentar hacerme daño e impedir, de paso, que yo les hablase.
En realidad, siempre he sospechado que lo que Helena, la rigurosa doctora García, interpretó como altas capacidades puede que no fuera más que mi recurso de supervivencia. Si dominaba el léxico, como ella apuntaba en su informe, era porque aprendí pronto que las palabras son un arma poderosa.
Que los pronombres queman.
Que los nombres importan.
Que los adjetivos duelen.
Aprendí antes que el resto de mis compañeros que tras las palabras se oculta todo un universo de posibilidades que puede iluminar la realidad con la misma fuerza con la que es capaz de oscurecerla. Hacernos desaparecer hasta volvernos nada, perdidos en letras que no nos pertenecen. En esa A final que marcaban con saña quienes creían que acosarme era divertido. En la O que dibujaban con cariño quienes intentaban apoyarme y demostrarme que veían a quien soy de verdad, no a quien los patrones ajenos me obligaban a ser.
Supongo que mi madre, cansada de batallar sola, decidió que esa lucha tenía que albergar un porqué.
Su hijo no podía ser diferente si, además de eso, no era especial.
Lo segundo justificaba lo primero. Lo volvía relevante. Y más aún, soportable. Además, eso es lo que te dicen en todas partes: que el bullying te hace fuerte. Que te vuelve más creativo. Que al final triunfas.
Ya, seguro...
O no.
Hace poco, Hugo me llamó para proponerme que interviniera en una de esas campañas publicitarias.
Incluso quisieron pagarme (y mucho) por hacerlo.
Solo tenía que ponerme ante una cámara y resumir mi experiencia.
–Porque a ti te habrán acosado –dio por sentado mi representante en un comentario que, de puro tránsfobo, ni quise contestar.
Y lo peor no fue eso.
Lo peor era el final del anuncio.
–Tienes que hablar con tu yo adolescente –me explicaron en la reunión que mantuvimos con la agencia de comunicación–. Queremos que le mires a los ojos y le digas que todo pasa.
Me costó controlar el asco que me produjeron las palabras del tipo que, enfundado en su traje italiano de marca, me proponía semejante idiotez desde la mesa de su despacho.
–No sé cómo puedo mirar a los ojos a mi yo adolescente. Y, aunque lo supiera, no pienso decirle ni a él ni a nadie algo que no es verdad.
A Hugo le pareció que mi reacción había sido demasiado intempestiva. Así la llamó, «intempestiva». Quizá porque él no había vivido nunca lo que yo. Ni lo que vivió Tania. Si lo hubiera hecho, habría entendido que asegurar que «todo pasa» era poco menos que un insulto para quien lo estuviera soportando.
–¿Crees que seríamos tan amigos si no fuéramos dos perdedores? –me había preguntado Tania al poco de conocernos.
–No somos perdedores –le respondí sin ninguna confianza en lo que le estaba diciendo.
–¿Ah, no?
No recuerdo si me lo preguntó con incredulidad o con rabia. Lo que sí recuerdo es que fue esa mañana cuando me confesó, al fin, cuál fue el detonante que terminó con ella en aquella habitación de hospital. El momento exacto en que se había dado cuenta de que le habían hecho una fotografía en los baños de su colegio y la habían colgado en redes, viralizándola deprisa junto con un texto tan lamentable como la persona que lo había escrito.
–Los perdedores son ellos, Tania. Por eso no nos soportan, porque les jode que no nos importe. Que no queramos ser como son. Brillamos demasiado.
–Ya... Pues a veces me gustaría no brillar tanto.
–Fue ese tipo, ¿verdad? –le pregunté–. Ese gracioso del que me hablaste.
–Y tan gracioso... Su sentido del humor consiste en escoger a alguien que le caiga mal y convertirlo en su diana. Y yo no le he hecho nada. Te lo seguro. Pero me odia... Cristian me odia.
Un odio que había durado todo 2.º y parte de 3.º y que, a pesar de la intervención de Jefatura, nadie logró que cesara del todo. Solo, según me describió Tania, cambió su forma. Pasó de las fotos virales a los encontronazos casuales (que, por supuesto, nunca lo eran) en el patio. En los pasillos. En cuentas anónimas que enviaban mensajes con los que lograron que ella acabara cerrando parte de sus redes y creando otras que, tan pronto como eran descubiertas por Cristian y su séquito de esbirros, volvían a llenarse de mierda. Hasta cuatro nicks diferentes llegó a tener en un mismo curso. Cuatro intentos de alejarse de quienes aprendieron pronto cómo camuflarse para seguir atormentándola.
–No pienso hacerlo, Hugo.
Si no hubiera conocido la historia de Tania, si no supiera hasta dónde la había llevado aquel infierno, quizá habría reaccionado de otro modo. O tal vez no. Tal vez mis propias experiencias habrían sido suficientes para mandar a ese publicista a la mierda.
Así que me levanté y salí de allí dejando con la palabra en la boca a aquel tipo estirado que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
Aquel tipo que solo quería que la marca de su cadena quedara asociada con una causa noble.
El bullying.
Todo el mundo se cree que puede hablar de eso.
Que lo sabe contar.
Que basta con un par de mensajes bonitos y unas cuantas fotos de libro de autoayuda para acabar con esa pesadilla.
Que te pueden soltar un cuento, una moraleja, un anuncio estúpido, un vídeo en el que te hablan como si fueras imbécil y te dicen que acosar es malo, que respetar es bueno y que, por si no te has dado cuenta, el tiempo pasa y lo cura todo.
Eso es lo peor.
Cuando te repiten lo de que el tiempo pasa.
Pero al tipo del traje italiano no me molesté en explicárselo.
Para qué... Ni siquiera me habría escuchado. No iba a permitir que un niñato como yo arruinara su búsqueda de la que iba a ser la causa de su nueva temporada televisiva.
Su gran causa.
–Es una buena oportunidad, Eric... –me insistió Hugo cuando salimos de la reunión.
–¿De qué, Hugo? –en mi cabeza, la verdad de Tania. Los nicks de Tania. Las pastillas de Tania. La confesión de Tania. Las veces en que, por culpa de gente como Cristian, se había roto Tania.
–De afianzar tu imagen. Necesitamos asociarte con un concepto.
–¿Y?
–Esta campaña es la ocasión para conseguirlo.
–Soy actor.
–Muy joven.
–¿Eso es malo?
–Eso es un hecho.
–No necesito asociarme a nada. No soy un cartel publicitario andante, Hugo. Soy un artista.
«En ocasiones, ese escudo puede dar lugar a actitudes fácilmente confundibles con la soberbia o la altivez, lo que dificulta sus relaciones sociales».
Llegué a memorizar cada palabra de aquel maldito informe... Quizá por eso hay veces en que no puedo dejar de escucharlo, como si fuera una voz en off que me replica a cuanto digo, pienso y hago.
–Baja a la tierra, Eric –yo no estaba dispuesto a hacerlo, pero Hugo se encargó de lograrlo–. ¿Crees que tienes algo seguro? ¿Eso piensas? Porque lo único que sé es que en cuanto pase el éxito de Ángeles, y ya te digo yo que pasará, no tenemos ni idea de qué vamos a hacer contigo... De cada serie hay uno, dos o, con mucha suerte, tres actores nuevos que sobreviven, pero el resto caen devorados por sus personajes. En cuanto mueren estos, ellos ya no interesan. ¿O eres tan ingenuo que no te has dado cuenta? Hay miles como tú. Miles con tu edad. Con tu formación. Con tus ganas. Así que o empiezas a diferenciarte del resto o acabarás en el olvido. Lo que estás viviendo ahora mismo es solo una burbuja. Cojonuda, sí, pero una burbuja.
Por mucho que detestase lo que me estaba diciendo, Hugo tenía razón.
–¿Lo entiendes, Eric? –en su mirada creí encontrar una preocupación sincera. A veces no sé si soy para él una mercancía o si de verdad hay una conexión emocional entre ambos–. Aunque seas muy joven, deberías comprenderlo.
Sabía que llevaba razón.
Pero no estaba dispuesto a dársela.
«Su obcecación, que se pone de manifiesto a menudo a lo largo de las diferentes sesiones, es otro de los rasgos sobresalientes de su carácter».
–No voy a diferenciarme de los demás por soltar chorradas.
–Ayudarías a mucha gente.
–¿Mintiendo?
–Solo tienes que contarles que todo pasa.
Como si eso fuera verdad.
Como si yo no guardara rencor a quienes decían mi deadname con saña.
Como si Tania no siguiera teniendo ataques de ansiedad cuando escuchaba el nombre de Cristian. Como si su autoestima no se hubiera quedado agrietada para siempre desde que unos cuantos animales decidieron rompérsela sin más motivo que no ser como todos, porque era demasiado tímida, o demasiado poco delgada, o demasiado pelirroja, o demasiado pecosa, o demasiado ella.
–Pero es que eso es una mierda –me defendí–. Las cosas pasan o no pasan, Hugo, pero cuando terminan, no se van. Se quedan, puedes estar seguro. La gente que te ha jodido la vida sigue ahí, en tu cabeza. Y los ves riéndose de ti cuando caminas. Cuando avanzas. Hasta cuando maduras. Yo los veo. Antes de un estreno o de una entrevista. Antes de una reunión como la de hoy. Los sigo viendo. Y eso no me ha hecho más fuerte. Ni más creativo. Eso, lo único que ha conseguido es que no sepa cómo quitarme esta maldita inseguridad de encima.
Hugo, por un segundo, no dijo nada.
–¿Lo entiendes? –le devolví su pregunta y, de paso, mi incomodidad–. Porque, aunque no seas muy joven, deberías comprenderlo.
Me miró con una mezcla de desolación (por lo perdido) y de intento de empatía (por lo escuchado).
–Como quieras... –accedió–. Pero seguimos necesitando un concepto.
Mi madre, supongo, también necesitaba otro.
Su propio concepto.
Y por eso fuimos a la consulta de la doctora García, para confirmar que su hijo no solo era diferente: su hijo era especial.
Como si la diferencia fuera algo que solo me perteneciera a mí.
Como si la rareza no fuera el único rasgo que nos une a todos.
La rareza de la mujer que busca, entre cuerpos de los que solo conserva el perfume, al único hombre del que una vez estuvo enamorada.
La rareza del tipo que guarda toda su vida en una maleta en una sola tarde.
La rareza de quien «trata de protegerse, encerrado en su propio mundo interior» (gracias por su diagnóstico, doctora García) porque ha aprendido pronto cuánto daño pueden infligirle las palabras ajenas.
Aún recuerdo el brillo en la mirada de mi madre cuando recogió aquel informe y agradeció que alguien, por fin, le diera la razón.
En ese momento, mientras ella sentía que todo era algo más lógico, incluso más sencillo de lo que lo había sido hasta entonces, supe que caía sobre mí una nueva losa.
Otra etiqueta.
Mi madre, a su manera, esperaba de mí un don.
Y aquel informe, del que le hizo llegar a mi padre una copia que ni siquiera sé si llegaría a leer, era la certeza de que el mío sí existía: yo tenía un don.
Aunque no lo quisiera.