Kitabı oku: «Cuando la tierra era niña», sayfa 9
LA QUIMERA
CUMBRE PELADA
Monte arriba, por la vertiente cubierta de bosque, iban Eustaquio Bright y sus compañeros. Los árboles no estaban aún completamente cubiertos de hojas, pero tenían ya las bastantes para dar una sombra ligera, mientras el sol los inundaba de luz verde. Había rocas cubiertas de musgo, medio escondidas entre las pardas hojas secas; había troncos de árbol casi podridos, tumbados a lo largo, en el mismo sitio en que se habían derrumbado; había arbustos secos, que habían sido arrancados de raíz por los vientos de invierno, y que estaban desparramados por el suelo. Pero, aunque todas esas cosas parecían tan viejas, el aspecto del bosque era de vida nueva, porque adonde quiera que se volviesen los ojos, se encontraba algo fresco y verde que estaba brotando, dándose prisa a prepararse para el verano.
Por fin la gente joven alcanzó el límite superior del bosque, y se encontraron los excursionistas casi en la misma cumbre de la colina. No era un pico, ni una gran cima redondeada, sino una planicie, o mejor dicho meseta, bastante ancha; en ella había una casa y un cobertizo a cierta distancia. La casa era hogar de una familia solitaria, y a veces las nubes, de las cuales caía la lluvia o la nieve sobre el valle, estaban por debajo de aquella habitación, sola y desamparada.
En el punto más alto de la colina había un montón de piedras, en cuyo centro estaba clavado un gran mástil que sostenía una banderita. Eustaquio condujo allí a los niños, y les mandó que mirasen en derredor y viesen cuán gran espacio de hermoso mundo podían alcanzar con una ojeada. Y a medida que miraban, parecía que se les iban agrandando los ojos.
Se veía, al Sur, la altísima montaña que formaba generalmente el centro del paisaje, pero que parecía haberse hundido, y ahora había pasado a ser miembro de una gran familia de alturas. Detrás de ella, la sierra, que desde la casa parecía lejana y no muy alta, había crecido y se había elevado. El lindo lago se veía con todas sus pequeñas ensenadas, y no estaba solo: que había más allá otros tres que abrían al sol sus ojos azules. Varias aldeas blancas, cada una con su campanario, estaban desparramadas en la lejanía. Había tantas granjas, con sus fanegas de bosque, pastos y tierras de labranza, que los niños apenas podían hacer sitio en sus cerebros para recibir tantos objetos distintos. Allí también estaba Tanglewood, que hasta entonces le había parecido cosa tan importante en el mundo.
Ahora ocupaba tan poco terreno, que buscándole no le encontraban, y su vista iba mucho más allá de donde en realidad se encontraba.
Blancas y algodosas nubes colgaban en el aire, y lanzaban obscuras y movedizas sombras aquí y allá sobre el paisaje. Pero a cada instante la luz del sol brillaba precisamente donde acababa de estar la sombra, y la sombra se había marchado a otra parte.
Al Oeste había otra serie de montañas azules.
–En aquella colina—dijo Eustaquio a los niños—había un lugar, donde unos cuantos holandeses viejos estaban jugando eternamente a los bolos, y donde un individuo holgazanísimo, llamado Rip Van Winkle, se había quedado dormido y se había estado durmiendo veinte años de un tirón.
Los niños pidieron con afán a Eustaquio que les contase todo lo que supiera de casos tan maravillosos.
Pero el estudiante replicó que ese cuento ya estaba contado hace mucho tiempo, y mucho mejor de lo que pudiera contarlo él, y que nadie en el mundo tenía derecho a cambiar una sola palabra en él, hasta que se hubiese puesto tan viejo como «La cabeza de la Gorgona», «Las tres manzanas de oro» y el resto de esas milagrosas leyendas.
–Pero, al menos, mientras estamos descansando aquí—dijo Margarita, y mirando en derredor—, bien puedes contarnos una de las historias que tú inventas.
–Sí, primo Eustaquio—exclamó Primavera—: te aconsejo que nos cuentes aquí un cuento. Elige un asunto muy elevado, y a ver si tu imaginación se pone a la altura necesaria. Acaso el aire de la montaña te ponga poético siquiera una vez. Y no importa que la historia sea extraña y maravillosa. Ahora que estamos entre las nubes, estamos dispuestos a creerlo todo.
–¿Serás capaz de creer—preguntó Eustaquio—que hubo una vez un caballo con alas?
–Sí—dijo la maliciosa Primavera—; pero temo que tú no vas a conseguir cogerlo nunca.
–Lo que es eso, Primavera—dijo el estudiante—, no me parece muy difícil. Creo que puedo apresar a Pegaso y cabalgar sobre su lomo, por lo menos tan bien como una docena de individuos a quienes conozco. Por lo menos, os contaré un cuento que se refiere a él, y el lugar más a propósito del mundo para contarle es, sin duda, la cumbre de un monte.
Y así, sentándose en el montón de piedras, mientras los niños se agrupaban a su alrededor, Eustaquio fijó la vista en una blanca nube que iba flotando, y empezó como sigue.
LA QUIMERA
Una vez, en tiempos antiguos, muy antiguos (porque todas las cosas extrañas que os cuento sucedieron mucho antes de lo que nadie pueda recordar), había en la maravillosa tierra de Grecia una fuente que manaba en la falda de una montaña. Y según me figuro, debe estar manando aún, al cabo de tantos miles de años, en el mismísimo sitio. Sea como sea, el caso es que allí estaba la apacible fuente, derramando frescura por la montaña abajo y chispeando a la dorada luz de la puesta del sol, cuando llegó junto a ella un hermoso joven, llamado Belerofonte. Llevaba en la mano una brida incrustada de piedras preciosas y con bocado de oro. Viendo junto a la fuente un anciano, un hombre de mediana edad y un niño, y también una jovencita que estaba llenando un cántaro, se detuvo y preguntó si podía refrescarse tomando un trago.
–Es un agua riquísima—dijo a la joven, mientras enjuagaba y llenaba su cántaro, después de haber bebido en él—. ¿Serías tan amable que me dijeras si tiene algún nombre esta fuente?
–Sí: la llaman la Fuente de Pirene—respondió la doncella, y añadió luego:—Mi abuela me ha contado que esta clara fuente era antes una mujer hermosísima; mas cuando su hijo fué muerto por las flechas de Diana cazadora, se deshizo toda en lágrimas. De manera que el agua que has encontrado tan fresca y tan rica, es el dolor del corazón de aquella pobre madre.
–¡Nunca hubiera soñado—dijo el joven forastero—que tan clara fuente, con su alegre fluir y borbotear de la sombra a la luz, tuviera lágrimas en su seno! ¿Y ésta es Pirene? Gracias, linda doncella, por haberme dicho su nombre. Precisamente vengo de muy lejanas tierras buscando este sitio.
Un campesino de mediana edad (que había llevado una vaca a beber de la fuente) miró fijamente al joven Belerofonte y a la magnífica brida que llevaba en la mano.
–Por fuerza que las fuentes andan muy escasas por tu país—observó—, si vienes de tan lejos en busca de la Fuente de Pirene; pero, dime, ¿has perdido tu caballo? Veo que llevas la brida en la mano, y bien bonita es con esa doble hilera de piedras relucientes. Si el caballo era tan hermoso como la brida, es para compadecerte por haberte quedado sin él.
–No he perdido ningún caballo—dijo Belerofonte, sonriendo—, pero voy buscando uno muy famoso, que según me han informado los sabios, sólo por aquí se puede encontrar. ¿Sabéis si Pegaso, el caballo con alas, sigue frecuentando la Fuente de Pirene, como solía en tiempos de vuestros antepasados?
El campesino se echó a reir.
–Algunos de vosotros, amiguitos míos, habréis oído, probablemente, que este Pegaso era un caballo blanco como la nieve, con hermosas alas plateadas, que pasaba la mayor parte del tiempo en la cúspide del monte Helicón. Jamás águila alguna atravesó las nubes tan veloz, tan impetuosa en su vuelo, como él por los aires. No había nada igual en el mundo. No tenía compañero; nunca había sido montado ni guiado por un amo, y en muchos y dilatados años vivió solo y feliz.
¡Oh, qué hermoso es ser caballo con alas! Durmiendo de noche, como él lo hacía, en la cima de una alta montaña, y pasando la mayor parte del día en el aire, Pegaso apenas parecía criatura de la tierra. Dondequiera que se le veía a mucha altura, sobre la cabeza de las gentes, con el reflejo de sus alas plateadas, hubierais pensado que pertenecía al cielo, y que habiendo descendido demasiado bajo, se había extraviado entre nuestras nieblas y vapores, y andaba buscando el camino para volver. Era muy bonito mirar cómo se hundía en el seno lanoso de una brillante nube, perdiéndose en ella por un momento y atravesándola para salir al otro lado. En medio de un sombrío aguacero, cuando por todo el cielo había un pavimento gris de nubes, sucedía a veces que el caballo alado bajaba a plomo a través de ellas, y la luz alegre de las regiones superiores brillaba tras él. Verdad que un instante después, tanto Pegaso como la gozosa luz habían desaparecido; pero el que había tenido la fortuna de ver aquel maravilloso espectáculo, estaba animado todo el día, y más si duraba más la tormenta.
En verano, en lo más hermoso de la estación, solía Pegaso bajar a tierra, y cerrando sus alas de plata, se entretenía en galopar por valles y colinas con la rapidez del viento. Más a menudo que en ningún otro sitio se le había visto junto a la Fuente de Pirene, bebiendo su agua deliciosa o revolcándose por la blanda hierba de la orilla. También algunas veces (pues Pegaso era muy delicado para la comida) pacía unos cuantos brotes de trébol de los más tiernos.
Por consiguiente, los tatarabuelos de las gentes que entonces vivían, habían tenido la costumbre de ir a la Fuente de Pirene (mientras eran jóvenes y seguían creyendo en caballos con alas), llevados por la esperanza de ver un instante al hermoso Pegaso; pero en los últimos años se le había visto muy rara vez. Tanto, que mucha gente del campo, cuya casa estaba a menos de media hora de paseo de la fuente, no había contemplado nunca a Pegaso, ni creía en la existencia de semejante criatura. Y ocurrió que el campesino a quien se dirigió Belerofonte era una de esas personas incrédulas.
Y ésta fué la razón de que se riese.
–¿Pegaso? ¡Sí, sí!—exclamó, dilatando las narices todo lo que pueden dilatarse unas narices chatas—; ¡sí, sí, Pegaso! ¡Un caballo con alas, eh! Pero, amigo, ¿estás en tus cabales? ¿Para qué le servirían las alas a un caballo? ¿Crees que tiraría bien de un carro? A decir verdad, alguna economía podría hacerse en el gasto de herraduras; pero, ¿cómo le había de gustar a un hombre ver salir volando a su caballo por la ventana de la cuadra, o encontrarse con que le llevaba disparado por encima de las nubes, cuando sólo quisiera ir al molino? No, no; yo no creo en Pegasos. Nunca ha habido tan ridícula clase de caballos-pájaros.
–Yo tengo mis razones para pensar de otro modo—dijo Belerofonte con toda calma.
Entonces se volvió hacia un viejo canoso que, apoyándose en una cayada, escuchaba atentamente con el cuello estirado y la mano en la oreja, porque hacía veinte años que se había quedado un poquito sordo.
–¿Qué dices tú, venerable anciano?—le preguntó—. Me figuro que cuando eras más joven habrás visto con frecuencia al caballo alado.
–¡Ah, joven forastero! Tengo muy mala memoria—dijo el viejo—. Si no recuerdo mal, cuando era muchacho acostumbraba a creer que existía ese caballo, y lo mismo que yo lo creía todo el mundo; pero ahora casi no sé qué creer, y muy pocas veces pienso en el caballo con alas. Si alguna vez he visto a ese animal, hará mucho, muchísimo tiempo. Y a decir verdad, no estoy seguro de haberlo llegado a ver. Cierto que, cuando yo era muy joven, recuerdo haber visto un día muchas pisadas de caballo alrededor de la fuente. Tal vez fueran de Pegaso, pero también podían ser de cualquier otro caballo.
–¿Y tú, hermosa joven, no le has visto nunca?—preguntó Belerofonte a la muchacha, que estaba parada con el cántaro sobre la cabeza mientras tenían esta conversación—. De seguro que si alguien puede ver a Pegaso eres tú, porque tienes unos ojos muy vivos.
–Creo que le he visto una vez—replicó la doncella, sonriéndose y sonrojándose—. O era Pegaso o un pájaro blanco grandísimo, que iba muy alto por el aire. Y otra vez, cuando venía a la fuente con mi cántaro, oí un relincho, pero ¡qué relincho más fuerte y melodioso! Con la delicia de aquel sonido me dió un salto el corazón; pero me asusté, sin embargo, y eché a correr a casa sin llenar el cántaro.
–¡Fué una lástima, verdaderamente!—dijo Belerofonte, y se volvió hacia el niño que mencioné al principio del cuento, y que estaba mirándole fijo, fijo, como acostumbran los niños mirar a los forasteros, con su rosada boquita abierta de par en par.
–¡Eh, amiguito!—exclamó Belerofonte, tirándole cariñosamente de uno de los rizos—. Supongo que tú habrás visto a menudo el caballo con alas.
–Sí que le he visto—respondió el niño vivamente—. Le vi ayer, y muchas veces antes.
–¡Eres un hombre!—dijo Belerofonte atrayendo al niño hacia sí—. Ven, y cuéntame todo lo que sepas.
–Pues, nada—replicó el niño—. Yo vengo aquí a menudo para echar barquitos en la fuente y coger piedrecitas del fondo, y algunas veces, cuando miro en el agua, veo la imagen del caballo con alas en el pedazo del cielo que allí se retrata. Yo quisiera que bajara, me dejara montar en él y me llevara volando hasta la luna; pero no baja. Como si le molestase que le miraran, vuela muy lejos, perdiéndose de vista.
Y Belerofonte tuvo más fe en el niño que había visto la imagen de Pegaso en el agua, y en la joven que le había oído relinchar tan melodiosamente, que en el patán de mediana edad, que sólo creía en los caballos de carro, o que en el viejo, que había olvidado ya las bellas cosas de su juventud.
Por eso fué muchos días a la Fuente de Pirene, y observando continuamente, mirando unas veces hacia arriba, a los cielos, y otras a la superficie del agua, no perdía la esperanza de ver la imagen reflejada del caballo con alas, o acaso, acaso, la maravillosa realidad. Llevaba siempre dispuestas en la mano las riendas doradas, con sus piedras brillantes y su bocado de oro. Los campesinos que vivían allí cerca y llevaban sus ganados a beber en la fuente, se reían a menudo del pobre Belerofonte, y algunas veces le zaherían con dureza. Le decían que un hombre robusto como él debía hacer algo más útil que perder el tiempo en tan ocioso empeño. Le ofrecían venderle un caballo, si lo necesitaba, y como Belerofonte se negó a la compra, quisieron comprarle a él la hermosa brida.
Hasta los niños la tomaron con él, y acostumbraban a jugar allí cerca, sin que Belerofonte les hiciera caso alguno, aunque bien les oía y les veía. Un chiquillo de aquéllos hacía de Pegaso, por ejemplo, y daba los saltos más extravagantes, haciendo como que volaba, y mientras tanto uno de sus compañeros iba tras él, llevando en la mano un par de juncos, que representaban la brida lujosísima de Belerofonte. Pero el niño bondadoso que había visto la imagen de Pegaso en el agua, alentaba al joven forastero más de lo que todos los chiquillos malos podían atormentarle. Aquel buen amiguito iba, en sus horas libres, a sentarse a su lado, y sin decir palabra, miraba abajo en la fuente, o arriba en el cielo, con fe tan inocente, que Belerofonte no podía menos de sentirse animado.
Ahora querréis, probablemente, que os diga por qué se había puesto Belerofonte a esperar al caballo alado. No encontraré mejor oportunidad para hablar de esto, que mientras aguarda a que Pegaso aparezca.
Si fuera a contaros todas las aventuras anteriores de Belerofonte, resultaría un cuento sumamente largo. Baste decir que un terrible monstruo, llamado la Quimera, había aparecido en cierto país de Asia, y estaba haciendo más daño del que se puede decir de aquí a mañana. Esta Quimera era una de las más horribles y ponzoñosas criaturas, la más rara e inexplicable y la más difícil de combatir y de escapar de ella, que jamás salió de las entrañas de la Tierra. Tenía la cola como una serpiente boa; su cuerpo era desmesurado y tenía tres cabezas distintas, una de las cuales era de león, la segunda de cabra y la tercera de serpiente, abominablemente grande. Y ¡qué chorro de fuego salía flameando de cada una de sus tres bocas! Como era un monstruo terrestre, dudo si tendría alas; pero, tuviéralas o no, el caso es que corría como una cabra y un león, y se asustaba lo mismo que una serpiente, y con una cosa y otra alcanzaba tanta velocidad como los tres juntos.
¡Oh! ¡Cuánto, cuánto daño hacía esa maligna criatura! Con su aliento de llamas podía incendiar un bosque, o quemar un campo de mieses, o un pueblo entero, con todas sus casas y cercados. Devastaba grandes extensiones de terreno a su alrededor, y acostumbraba a comerse las personas y los animales vivos, cociéndolos después en el ardiente horno de su estómago. ¡Quiera Dios, hijitos, que ni vosotros ni yo tropecemos jamás con un monstruo semejante!
Mientras la odiosa bestia (si es que bestia puede llamársele) estaba haciendo todas estas cosas terribles, llegó Belerofonte a aquella parte del mundo para visitar al rey. Éste se llamaba Iobates, y el país que regía era Licia. Belerofonte era uno de los jóvenes más valientes del mundo, y nada le gustaba tanto como llevar a cabo algún hecho valeroso y benéfico, tal que toda la Humanidad le admirase y le amase. En aquellos tiempos, un joven que deseara distinguirse no tenía más camino que el de librar grandes combates, ya fuera con los enemigos de su Patria, ya con malvados gigantes o molestos dragones, o con bestias feroces, cuando no podía encontrar cosa más peligrosa con que habérselas. El rey Iobates, conociendo el valor de su joven visitante, le propuso que fuese a pelear con la Quimera, que aterraba a todo el mundo, y de no matarla pronto, llevaba trazas de convertir a toda Licia en un desierto. Belerofonte no vaciló un instante, y aseguró al rey que mataría a la temida Quimera o perecería en la demanda.
Reflexionó, sin embargo, que, siendo el monstruo tan prodigiosamente veloz, no podría nunca vencerle si luchaba con él a pie. Lo prudente sería, por tanto, adquirir el mejor y más rápido caballo que pudiera encontrarse. Y ¿qué otro había en el mundo que fuera ni la mitad de rápido que Pegaso, el caballo maravilloso que tenía alas y piernas y se movía en el aire con más facilidad aún que sobre la tierra? Cierto que muchísima gente negaba la existencia de semejante caballo con alas, y decía que sólo era cosa de cuentos y puro disparate. Mas, por maravilloso que pareciese, Belerofonte creía que Pegaso era un caballo auténtico, y confiaba en tener la fortuna de encontrarle. Y una vez montado sobre sus lomos, estaría en condiciones de pelear ventajosamente con la Quimera.
Y éste era el motivo de haber viajado desde Licia a Grecia, llevando en la mano la brida hermosamente adornada. Era una brida encantada. Con sólo que lograse poner el bocado de oro en la boca de Pegaso, el caballo alado se mostraría sumiso, reconocería por amo a Belerofonte, y volaría hacia donde éste quisiera volver la rienda.
Pero, mientras tanto, el tiempo que estuvo aguardando, aguardando, con la esperanza de que Pegaso iría a beber a la Fuente de Pirene, fatigó extraordinariamente a Belerofonte y le llenó de ansiedad. Temía que el rey Iobates se figurase que había huído de la Quimera. Le causaba dolor también el pensar cuánto daño estaría haciendo el monstruo, mientras que él, en lugar de combatirle, se veía obligado a sentarse ocioso, mirando cómo brotaban las claras aguas de la fuente. Y como Pegaso había ido por allí tan de tarde en tarde aquellos años últimos, y apenas si bajaba una vez durante la vida de un hombre, temía Belerofonte hacerse viejo y perder la fuerza de su brazo y el valor de su corazón, antes de que apareciese el caballo con alas. ¡Oh! ¡Cuán pesadamente pasa el tiempo cuando un joven arrojado ansía tomar parte en la vida y cortar la cosecha de su fama! ¡Qué difícil es esperar! Nuestra vida es corta, y ¡qué parte más grande de ella se pierde en aprender esta verdad!
Suerte fué para Belerofonte que el niño le hubiese tomado tanto cariño y no se cansase de su compañía. Todas las mañanas le infundía una nueva esperanza, en sustitución de la perdida el día antes.
–Querido Belerofonte—exclamaba mirándole animosamente—, creo que hoy vamos a ver a Pegaso.
Y si no hubiera sido por la fe inextinguible del muchachito, Belerofonte habría acabado por perder toda esperanza, y habría vuelto a Licia e intentado matar a la Quimera sin ayuda del caballo con alas. En tal caso, el pobre Belerofonte habría sido, cuando menos, terriblemente chamuscado por el aliento del monstruo, y probablemente muerto y devorado. Nadie podía ni intentar combatir con una Quimera terrestre, sin ir montado sobre algún animal aéreo.
Una mañana habló el niño a Belerofonte con más fe todavía que de costumbre.
–Mi queridísimo Belerofonte—exclamó—, no sé por qué, pero siento como si hoy, seguramente, fuéramos a ver a Pegaso.
En todo aquel día no quiso apartarse ni un momento del lado de Belerofonte. Juntos comieron un pedazo de pan y bebieron agua de la fuente. Por la tarde se sentaron cerquita uno de otro, y el niño colocó una de sus menudas manos entre las de Belerofonte. Éste se hallaba abismado en sus pensamientos, y miraba distraído los troncos de los árboles que daban sombra a la fuente y a las vides que trepaban por sus ramas. Mas el niño no dejaba de observar en el agua; por su cariño a Belerofonte, le afligía pensar que la esperanza de aquel día saliera fallida, como la de tantos otros, y de sus ojos corrieron algunas lágrimas silenciosas, yendo a mezclarse con las muchas que, según decían, había vertido Pirene por su hijo muerto.
Cuando menos lo pensaba, sintió Belerofonte la presión de la manecita del niño, y oyó un susurro casi imperceptible:
–¡Mira ahí, querido Belerofonte! Hay una imagen en el agua.
El joven miró en el movedizo espejo de la fuente, y vió algo como la imagen de un pájaro que parecía estar volando a grandísima altura, reflejándose el sol en sus níveas o argentadas alas.
–¡Qué pájaro más espléndido debe ser—dijo—, y qué grande parece, a pesar de estar volando más alto que las nubes!
–Me hace temblar—murmuró el niño—. Me da miedo mirar hacia arriba, en el aire. Es muy hermoso, pero yo no me atrevo más que a mirar su imagen en el agua. Querido Belerofonte, ¿no ves que no es un pájaro? Es el caballo con alas, es Pegaso.
El corazón empezó a saltar en su pecho. Miró fijamente hacia arriba; pero no pudo ver a la alada criatura, fuese pájaro o caballo, porque entonces precisamente se había hundido en un nubarrón; sin embargo, un momento después reapareció, atravesando la nube por la parte inferior, aunque todavía a gran distancia de la tierra. Belerofonte cogió al niño en brazos y se apartó con él, hasta que ambos quedaron ocultos entre el espeso bosquecillo de arbustos que crecía alrededor de la fuente. No porque tuviese miedo de ningún daño, pero sí por temor a que si llegaba a vislumbrarlos Pegaso, volara muy lejos y fuera a posarse en alguna inaccesible montaña. Porque era, realmente, el caballo alado. Después de esperarlo tanto tiempo, llegaba, al fin, a mitigar su sed con el agua de Pirene.
Cada vez se acercaba más y más la aérea maravilla, describiendo grandes círculos, como habréis visto hacer a las palomas cuando van a bajar a tierra. Hacia abajo iba también Pegaso, y los amplios, majestuosos círculos, se iban haciendo más y más estrechos a medida que se aproximaba a tierra. Cuanto más cerca se le veía, parecía más hermoso, y más maravillaba el batir de sus plateadas alas. Por último, con tan ligera presión que apenas aplastó la hierba que crecía alrededor de la fuente, ni dejó la huella de sus cascos en la arena de la orilla, se posó en tierra, y bajando la indómita cabeza, comenzó a beber. Absorbía el agua con grandes suspiros de satisfacción y tranquilas pausas de contento; luego daba otro sorbo, y luego otro y otro; que ni en toda la tierra ni en las nubes había agua que agradara a Pegaso tanto como aquella de Pirene. Cuando hubo saciado la sed, tronchó con los dientes unos cuantos de los dulces capullos del trébol, y los saboreó delicadamente, pero sin comer cantidad de ellos, porque las hierbas nacidas entre las nubes, sobre las altas laderas del Monte Helicón, convenían a su paladar mejor que aquel pasto ordinario.
Después de haber bebido así hasta satisfacerse, y de haberse dignado comer un poquito por coquetería, el caballo alado comenzó a brincar de un lado a otro y a danzar, como si estuviera entregado por completo a la holganza y al juego. Nunca hubo criatura más juguetona que aquel Pegaso. Sacudía sus grandes alas como un pajarillo, y daba carreritas, medio por la tierra, medio por el aire, que no sé si llamar vuelos o galopes. Cuando una criatura es capaz de volar perfectamente, prefiere algunas veces correr por puro entretenimiento, y eso hizo Pegaso, aunque le costaba algo más mantener los cascos tan cerca del suelo. Belerofonte entretanto, y sin soltar de la mano al niño, se asomó fuera del boscaje, y pensó que no había visto cosa más hermosa que aquélla, ni ojos de caballo tan vivos e inteligentes como los de Pegaso. Parecía un pecado pensar en ponerle una brida y montarlo.
Una o dos veces se paró Pegaso, aspirando fuertemente el aire, levantando las orejas, estirando el cuello y volviéndose a todos lados, como si recelase algún mal. Sin embargo, como ni vió ni oyó nada, pronto volvió a sus juegos.
Por fin, y no porque estuviera cansado, sino de puro satisfecho y desocupado, plegó Pegaso las alas y se tumbó sobre la verde pradera; pero como estaba demasiado lleno de vida aérea para permanecer quieto mucho tiempo, comenzó pronto a revolcarse sobre el lomo, alzando al aire sus piernas finas. Era hermoso el ver aquella criatura, única y solitaria, cuyo compañero no había sido creado, que no lo necesitaba tampoco, y que, viviendo muchos siglos, era tan feliz como largos ellos. Cuantas más cosas hacía de las que los caballos mortales acostumbran a hacer, menos terreno y más maravilloso parecía. Belerofonte y el niño casi no respiraban, en parte por su emoción deliciosa, pero principalmente porque temían que el más ligero ruido o murmullo le hiciera lanzarse, con velocidad de flecha, al más lejano azul del cielo.
Por último, cuando ya se había revolcado bastante, Pegaso dió vuelta, e indolentemente, como otro caballo cualquiera, afirmó los cascos delanteros como para levantarse del suelo. Belerofonte adivinó que iba a hacerlo así, y saliendo súbitamente del boscaje, se montó de un salto sobre sus lomos.
Sí. ¡Se montó sobre los lomos del caballo con alas!
Pero, ¡qué salto dió Pegaso cuando, por primera vez en su vida, sintió sobre sí el peso de un mortal! ¡Aquéllo era un salto! Antes de que tuviera tiempo de respirar, se encontró Belerofonte levantado a una altura de doscientos metros, siguiendo aún hacia arriba, mientras que el caballo con alas resoplaba y se estremecía de terror y de cólera. Hacia arriba fué, arriba, arriba, arriba, hasta hundirse en el húmedo seno de una hube, a la cual había mirado Belerofonte un poquito antes, imaginándosela como un lugar muy agradable. Después, fuera ya de la nube, se dejó caer Pegaso lo mismo que un rayo, como si quisiera estrellarse con su jinete contra una roca. Luego hizo un millar de las más salvajes cabriolas que jamás hayan podido hacer pájaro ni caballo alguno.
No sabré deciros ni la mitad de lo que hizo. Se deslizó, rápido, hacia adelante, y a los lados y hacia atrás. Se paró con las patas delanteras en un jirón de neblina, y las de atrás en nada absolutamente. Coceó furiosamente y bajó la cabeza, metiéndola entre las manos, con las alas apuntando derechas hacia arriba. A un par de kilómetros de altura sobre la tierra, dió un salto mortal, de manera que los talones de Belerofonte estuvieron donde debía estar la cabeza, y parecía que miraba al cielo hacia abajo, en vez de mirarlo hacia arriba. Volvió la cabeza violentamente, y mirando a Belerofonte a la cara, como si echara fuego por los ojos, hizo un terrible esfuerzo por morderle. Sacudió las alas con tal violencia, que una de las plumas de plata se desprendió y cayó a tierra, siendo recogida por el niño, quien la guardó toda su vida como recuerdo de Pegaso y Belerofonte.
Mas este último (que según podéis apreciar, era tan buen jinete como el mejor domador de potros) estuvo acechando la oportunidad favorable, y al fin encajó el bocado de oro de la brida encantada entre las quijadas del caballo alado. Apenas lo hubo hecho, cuando Pegaso se volvió tan manejable como si toda su vida hubiera tomado el alimento de mano de Belerofonte. A decir lo que realmente siento, casi daba una pena ver tan súbitamente domada a una criatura tan salvaje. Pena debía sentir Pegaso también. Miró a Belerofonte con lágrimas en los hermosos ojos, en vez del fuego que poco antes despedían; pero cuando Belerofonte le acarició la cabeza y le dijo unas cuantas palabras con tono de autoridad, pero con cariño, vió en los ojos de Pegaso otra mirada bien distinta, como si le placiera haber encontrado, al cabo de tantos siglos, un amo y compañero.
Así ocurre siempre con los caballos alados y con las criaturas indómitas y solitarias como ellos. Si podéis atraparlas y dominarlas, es el mejor camino para lograr su cariño.
Mientras Pegaso estuvo haciendo todo lo posible por sacudirse de encima a Belerofonte, recorrió una distancia muy grande, y al tiempo de ponerle el bocado estaban llegando a la vista de una montaña altísima. Belerofonte ya había visto antes esa montaña, y conoció que era Helicón, en cuya cima vivía el caballo alado. Allá voló Pegaso (después de mirar dócilmente a su jinete, como preguntándole si lo permitía), y posándose, esperó pacienzudo a que Belerofonte quisiera apearse. El joven saltó de los lomos de su caballo, manteniéndolo sujeto por la brida; pero al mirar sus ojos le conmovió tanto la docilidad de su aspecto y su hermosura, y la idea de la vida libérrima que había llevado Pegaso hasta entonces, que no se sintió capaz de tenerlo prisionero, si él realmente deseaba su libertad.
Dejándose llevar de tan generoso impulso, dejó caer la brida encantada de la cabeza de Pegaso y le sacó el bocado.