Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 18
– Señora, no sé de qué me estáis hablando, – respondió Ester, conociendo, como conocía, que la dama Hibbins no tenía todos sus sentidos cabales, pero sorprendida en extremo, y hasta amedrentada, al oir la seguridad con que afirmaba las relaciones personales que existían entre tantos individuos (entre ellos Ester misma) y el enemigo malo. – No me corresponde á mí hablar con ligereza de un ministro tan piadoso y sabio como el Reverendo Sr. Dimmesdale.
– ¡Ja! ¡ja! ¡mujer! – exclamó la anciana señora alzando el dedo y moviéndolo de un modo significativo. – ¿Crees tú que después de haber ido yo á la selva tantas veces, no me sería dado conocer á los que han estado también allí? Sí; aunque no hubiera quedado en sus cabellos ninguna hojita de las guirnaldas silvestres con que se adornaron la cabeza mientras bailaban. Yo te conozco, Ester; pues veo la señal que te distingue entre todas las demás. Todos podemos verla á la luz del sol; pero en las tinieblas brilla como una llama rojiza. Tú la llevas á la faz del mundo; de modo que no hay necesidad de preguntarte nada acerca de este asunto. ¡Pero este ministro!.. ¡Déjame decírtelo al oído! Cuando el Hombre Negro ve á alguno de sus propios sirvientes, que tiene la marca y el sello suyo, y que se muestra tan cauteloso en no querer que se sepan los lazos que á él le ligan, como sucede con el Reverendo Sr. Dimmesdale, entonces tiene un medio de arreglar las cosas de manera que la marca se ostente á la luz del día y sea visible á los ojos de todo el mundo. ¿Qué es lo que el ministro trata de ocultar con la mano siempre sobre el corazón? ¡Ah! ¡Ester Prynne!
– ¿Qué es lo que oculta, buena Sra. Hibbins? – preguntó con vehemencia Perla. – ¿Lo has visto?
– Nada, querida niña, – respondió la Sra. Hibbins haciendo una profunda reverencia á Perla. – Tú misma lo verás algún día. Dicen, niña, que desciendes del Príncipe del Aire. ¿Quieres venir conmigo una noche que sea hermosa á visitar á tu padre? Entonces sabrás por qué el ministro se lleva siempre la mano al corazón.
Y riendo tan estrepitosamente, que todos los que estaban en la plaza del mercado pudieron oirla, la anciana hechicera se separó de Ester.
Mientras esto pasaba, se había hecho la plegaria preliminar en la iglesia, y el Reverendo Sr. Dimmesdale había comenzado su discurso. Un sentimiento irresistible mantenía á Ester cerca del templo. Como el sagrado edificio estaba tan lleno que no podía dar cabida á ninguna persona más, se situó junto al tablado de la picota, hallándose lo bastante cerca de la iglesia para poder oir todo el sermón como si fuera un murmullo vago, pero variado, lo mismo que el débil acento de la voz peculiar del ministro.
El órgano vocal del Sr. Dimmesdale era de suyo un rico tesoro, de modo que el oyente, aunque no comprendiera nada del idioma en que el orador hablaba, podía sin embargo sentirse arrastrado por el simple sonido y cadencia de las palabras. Como toda otra música respiraban pasión y vehemencia, y despertaban emociones ya tiernas, ya elevadas, en una lengua que todos podían entender. Á pesar de lo indistinto de los sonidos, Ester escuchaba con atención tal y con tan profunda simpatía, que el sermón tuvo para ella una significación propia, completamente personal, y sin relacionarse en manera alguna con las palabras; las cuales, si las hubiera podido oir más claramente, sólo habrían sido un medio materializado que hubiera obscurecido su sentido espiritual. Ya oía las notas bajas á semejanza del viento que se calma como para reposarse; ya se elevaba con los sonidos, como si ascendiera por gradaciones progresivas, ora suaves, ya fuertes, hasta que el volumen de la voz parecía envolverla en una atmósfera de respetuoso temor y solemne grandeza. Y sin embargo, á pesar de lo imponente que á veces se volvía aquella voz, tenía siempre algo esencialmente quejumbroso. Había en ella una expresión de angustia, ya leve, ya aguda, el murmullo ó el grito, como quiera concebírsele, de la humanidad sufriente, que brotaba de un corazón que padecía é iba á herir la sensibilidad de los demás corazones. Á veces lo único que se percibía era esta expresión inarticulada de profundo sentimiento, á manera de un sollozo que se oyera en medio de hondo silencio. Pero aún en los momentos en que la voz del ministro adquiría más fuerza y vigor, ascendiendo de una manera irresistible, con mayor amplitud y volumen, llenando la iglesia de tal modo que parecía querer abrirse paso al través de las paredes y difundirse en los espacios, – aún entonces, si el oyente prestaba cuidadosa atención, con ese objeto determinado, podía descubrir también el mismo grito de dolor. ¿Qué era eso? La queja de un corazón humano, abrumado de penas, quizás culpable, que revelaba su secreto, cualquiera que éste fuese, al gran corazón de la humanidad, pidiendo su simpatía ó su perdón, – á cada momento – en cada acento – y nunca en vano. Esta nota profunda y dominante, era lo que proporcionaba gran parte de su poder al ministro.
Durante todo este tiempo Ester permaneció, como una estatua, clavada al pie del tablado fatídico. Si la voz del ministro no la hubiese mantenido allí, habría de todos modos habido un inevitable magnetismo en aquel lugar, en que comenzó la primera hora de su vida de ignominia. Reinaba en Ester la idea vaga, confusa, aunque pesaba gravemente en su espíritu, de que toda la órbita de su vida, tanto antes como después de aquella fecha, estaba relacionada con aquel sitio, como si fuera el punto que le diera unidad á su existencia.
Perla, entretanto, se había apartado de su madre y estaba jugando como mejor le parecía en la plaza del mercado, alegrando á aquella sombría multitud con sus movimientos y vivacidad, á manera de un ave de brillantes plumas que ilumina todo un árbol de follaje obscuro, saltando de un lado á otro, medio visible y medio oculta entre la sombra de las espesas hojas. Tenía movimientos ondulantes, á veces irregulares, que indicaban la inquietud de su espíritu, mucho mayor en aquel día porque reflejaba la de su madre. Donde quiera que Perla veía algo que excitara su curiosidad, siempre alerta, allí se dirigía rápidamente, pudiendo decirse que la niña tomaba plena posesión de lo que fuere, como si lo considerase su propiedad. Los puritanos la miraban y si se sonreían; mas no por eso se sentían menos inclinados á creer que la niña era el vástago de un espíritu malo, á juzgar por el encanto indescriptible de belleza y excentricidad que brillaba en todo su cuerpecito y se manifestaba en su actividad. Se dirigió hacia el indio salvaje y le miró fijamente al rostro, hasta que el indio tuvo conciencia de que se las había con un sér más selvático que él mismo. De allí, con innata audacia, pero siempre con característica reserva, corrió al medio de un grupo de marineros de tostadas mejillas, aquellos salvajes del océano, como los indios lo eran de la tierra, los que con sorpresa y admiración contemplaron á Perla como si una espuma del mar hubiese tomado la forma de una niñita, y estuviera dotada de un alma con esa fosforescencia de las olas que se vé brillar de noche bajo la proa del buque que va cortando las aguas.
Uno de estos marinos, el capitán seguramente, que había hablado con Ester, se quedó tan prendado del aspecto de Perla, que intentó asirla para besarla; pero viendo que eso era tan imposible como atrapar un colibrí en el aire, tomó la cadena de oro que adornaba su sombrero, y se la arrojó á la niñita. Perla inmediatamente se la puso al rededor del cuello y de la cintura, con tal habilidad que, al verla, parecía que formaba parte de ella y era difícil imaginarla sin ese adorno.
– ¿Es tu madre aquella mujer que está allí con la letra escarlata? – dijo el capitán. – ¿Quieres llevarle un recado mío?
– Si el recado me agrada, lo haré, – dijo Perla.
– Entonces dile, – replicó el capitán, – que he hablado otra vez con el viejo médico de rostro moreno, y que él se compromete á traer á su amigo, el caballero que ella sabe, á bordo de mi buque. De consiguiente, tu madre sólo tiene que pensar en ella y en tí. ¿Quieres decirle esto, niña brujita?
– La Sra. Hibbins dice que mi padre es el Príncipe del Aire, – exclamó Perla con una maligna sonrisa. – Si vuelves á llamarme bruja, se lo diré á ella, y perseguirá tu buque con una tempestad.
Atrevesando la plaza del mercado regresó la niña junto á su madre y le comunicó lo que el marino le había dicho. Ester, á pesar de su ánimo fuerte, tranquilo, resuelto, y constante en la adversidad, estuvo á punto de desmayarse al oir esta noticia precursora de inevitable desastre, precisamente en los momentos en que parecía haberse abierto un camino para que ella y el ministro pudieran salir del laberinto de dolor y de angustias en que estaban perdidos.
Abrumado su espíritu y llena de terrible perplejidad con las noticias que le comunicaba el capitán del buque, se vió además sujeta en aquellos momentos á otra clase de prueba. Se hallaban allí presentes muchos individuos de los lugares circunvecinos, que habían oído hablar con frecuencia de la letra escarlata, y para quienes ésta se había convertido en algo terrífico por los millares de historias falsas ó exageradas que acerca de ella circulaban, pero que nunca la habían visto con sus propios ojos; los cuales, después de haber agotado toda otra clase de distracciones, se agolpaban en torno de Ester de una manera rudamente indiscreta. Pero á pesar de lo poco escrupulosos que eran, no podían llegar sino á unas cuantas varas de distancia de ella. Allí se detenían, merced á la especie de fuerza repulsiva de la repugnancia que les inspiraba el místico símbolo. Los marineros, observando la aglomeración de los espectadores, y enterados de lo que significaba la letra escarlata, vinieron con sus rostros ennegrecidos por el sol, y de hombres de alma atravesada, á formar también parte del círculo que rodeaba á Ester; y hasta los indios se vieron contagiados con la curiosidad de los blancos, y deslizándose al través de la multitud, fijaron sus ojos negros, á manera de serpiente, en el seno de la pobre mujer, creyendo acaso que el portador de este brillante emblema bordado tenía que ser persona de alta categoría entre los suyos. Finalmente, los vecinos de la población, á pesar de que no experimentaban ya interés alguno en este asunto, se dirigieron también á aquel sitio y atormentaron á Ester, tal vez mucho más que todo el resto de los circunstantes, con la fría é indiferente mirada que fijaban en la insignia de su vergüenza. Ester vió y reconoció los mismos rostros de aquel grupo de matronas que habían estado esperando su salida en la puerta de la cárcel siete años antes; todas estaban allí, excepto la más joven y la única compasiva entre ellas, cuya veste funeraria hizo después de aquel acontecimiento. En aquella hora final, cuando creía que pronto iba á arrojar para siempre la letra candente, se había ésta convertido singularmente en centro de la mayor atención y curiosidad, abrasándole el seno más dolorosamente que en ningún tiempo desde el primer día que la llevó.
Mientras Ester permanecía dentro de aquel círculo mágico de ignominia donde la crueldad de su sentencia parecía haberla fijado para siempre, el admirable orador contemplaba desde su púlpito un auditorio subyugado por el poder de su palabra hasta las fibras más íntimas de su múltiple sér. ¡El santo ministro en la iglesia! ¡La mujer de la letra escarlata en la plaza del mercado! ¿Qué imaginación podría hallarse tan falta de reverencia que hubiera sospechado que ambos estaban marcados con el mismo candente estigma?
XXIII
LA REVELACIÓN DE LA LETRA ESCARLATA
LA elocuente voz que había arrebatado el alma de los oyentes, haciéndoles agitarse como si se hallaran mecidos por las olas de turbulento océano, cesó al fin de resonar. Hubo un momento de silencio, profundo como el que tendría que reinar después de las palabras de un oráculo. Luego hubo un murmullo, seguido de una especie de ruido tumultuoso: se diría que los circunstantes, viéndose ya libres de la influencia del encanto mágico que los había transportado á las esferas en que se cernía el espíritu del orador, estaban volviendo de nuevo en sí mismos, aunque todavía llenos de la admiración y respeto que aquel les infundiera. Un momento después, la multitud empezó á salir por las puertas de la iglesia; y como ahora todo había concluído, necesitaban respirar una atmósfera más propia para la vida terrestre á que habían descendido, que aquella á que el predicador los elevó con sus palabras de fuego.
Una vez al aire libre, los oyentes expresaron su admiración de diversas maneras: la calle y la plaza del mercado resonaron de extremo á extremo con las alabanzas prodigadas al ministro, y los circunstantes no hallaban reposo hasta haber referido cada cual á su vecino lo que pensaba recordar ó saber mejor que él. Según el testimonio universal, jamás hombre alguno había hablado con espíritu tan sabio, tan elevado y santo como el ministro aquel día; ni jamás hubo labios mortales tan evidentemente inspirados como los suyos. Podría decirse que esa inspiración descendió sobre él y se apoderó de su sér, elevándole constantemente sobre el discurso escrito que yacía ante sus ojos, llenándole con ideas que habían de parecerle á él mismo tan maravillosas como á su auditorio.
Según se colige de lo que hablaba la multitud, el asunto del sermón había sido la relación entre la Divinidad y las sociedades humanas, con referencia especial á la Nueva Inglaterra que ellos habían fundado en el desierto; y á medida que se fué acercando al final de su discurso, descendió sobre él un espíritu de profecía, que le obligaba á continuar en su tema como acontecía con los antiguos profetas de Israel, con esta diferencia, sin embargo, que mientras aquellos anunciaban la ruina y desolación de su patria, Dimmesdale predecía un grande y glorioso destino al pueblo allí congregado. Pero en todo su discurso había cierta nota profunda, triste, dominante, que sólo podía interpretarse como el sentimiento natural y melancólico de uno que pronto ha de abandonar este mundo. Sí: su ministro, á quien tanto amaban, y que los amaba tanto á todos ellos, que no podía partir hacia el cielo sin exhalar un suspiro de dolor, – tenía el presentimiento de que una muerte prematura le esperaba, y de que pronto los dejaría bañados en lágrimas. Esta idea de su permanencia transitoria en la tierra, dió el último toque al efecto que el predicador había producido; diríase que un ángel, en su paso por el firmamento, había sacudido un instante sus luminosas alas sobre el pueblo, produciendo al mismo tiempo sombra y esplendor, y derramando una lluvia de verdades sobre el auditorio.
De este modo llegó para el Reverendo Sr. Dimmesdale, – como llega para la mayoría de los hombres en sus varias esferas de acción, aunque con frecuencia demasiado tarde, – una época de vida más brillante y llena de triunfos que ninguna otra en el curso de su existencia, ó que jamás pudiera esperar. En aquel momento se encontraba en la cúspide de la altura á que los dones de la inteligencia, de la erudición, de la oratoria, y de un nombre de intachable pureza, podían elevar á un eclesiástico en los primeros tiempos de la Nueva Inglaterra, cuando ya una carrera de esa clase era en sí misma un alto pedestal. Tal era la posición que el ministro ocupaba, cuando inclinó la cabeza sobre el borde del púlpito al terminar su discurso. Entre tanto, Ester Prynne permanecía al pie del tablado de la picota con la letra escarlata abrasando aún su corazón.
Oyéronse de nuevo los sones de la música y el paso mesurado de la escolta militar que salía por la puerta de la iglesia. La procesión debía dirigirse á la casa consistorial, donde un solemne banquete iba á completar las ceremonias del día.
Por lo tanto, de nuevo la comitiva de venerables y majestuosos padres de la ciudad empezó á moverse en el espacio libre que dejaba el pueblo, haciéndose respetuosamente á uno y otro lado, cuando el Gobernador y los magistrados, los hombres ancianos y cuerdos, los santos ministros del altar, y todo lo que era eminente y renombrado en la población, avanzaban por en medio de los espectadores. Cuando llegaron á la plaza del mercado, su presencia fué saludada con una aclamación general; que si bien podía atribuirse al sentimiento de lealtad que en aquella época experimentaba el pueblo hacia sus gobernantes, era también la explosión irresistible del entusiasmo que en el alma de los oyentes había despertado la elevada elocuencia que aun vibraba en sus oídos. Cada uno sintió el impulso en sí mismo y casi instantáneamente este impulso se hizo unánime. Dentro de la iglesia á duras penas pudo reprimirse; pero debajo de la bóveda del cielo no fué posible contener su manifestación, más grandiosa que los rugidos del huracán, del trueno ó del mar, en aquella potente oleada de tantas voces reunidas en una gran voz por el impulso universal que de muchos corazones forma uno solo. Jamás en el suelo de la Nueva Inglaterra había resonado antes igual clamoreo. Jamás, en el suelo de la Nueva Inglaterra, se había visto un hombre de tal modo honrado por sus conciudadanos como lo era ahora el predicador.
¿Y qué era de él? ¿No se veían por ventura en el aire las partículas brillantes de una aureola al rededor de su cabeza? Habiéndose vuelto tan etéreo, habiendo sus admiradores hecho su apoteosis, ¿pisaban sus pies el polvo de la tierra cuando iba marchando en la procesión?
Mientras las filas de los hombres de la milicia y de los magistrados civiles avanzaban, todas las miradas se dirigían al lugar en que marchaba el Sr. Dimmesdale. La aclamación se iba convirtiendo en murmullo á medida que una parte de los espectadores tras otra lograba divisarle. ¡Cuán pálido y débil parecía en medio de todo este triunfo suyo! La energía, – ó, mejor dicho, la inspiración que lo sostuvo mientras pronunciaba el sagrado mensaje que le comunicó su propia fuerza, como venida del cielo, – ya le había abandonado después de haber cumplido tan fielmente su misión. El color que antes parecía abrasar sus mejillas, se había extinguido como llama que se apaga irremediablemente entre los últimos rescoldos. La mortal palidez de su rostro era tal, que apenas semejaba éste el de un hombre vivo; ni el que marchaba con pasos tan vacilantes como si fuera á desplomarse á cada momento, sin hacerlo sin embargo, apenas podía tampoco tomarse por un ser viviente.
Uno de sus hermanos eclesiásticos, – el venerable Juan Wilson, – observando el estado en que se hallaba el Sr. Dimmesdale después que pronunció su discurso, se adelantó apresuradamente para ofrecerle su apoyo; pero el ministro, todo trémulo, aunque de una manera decidida, alejó el brazo que le presentaba su anciano colega. Continuó andando, si es que puede llamarse andar lo que más bien parecía el esfuerzo vacilante de un niño á la vista de los brazos de su madre, extendidos para animarle á que se adelante. Y ahora, casi imperceptiblemente á pesar de la lentitud de sus últimos pasos, se encontraba frente á frente de aquel tablado, cuyo recuerdo jamás se borró de su memoria, de aquel tablado donde, muchos años antes, Ester Prynne había tenido que soportar las miradas ignominiosas del mundo. ¡Allí estaba Ester teniendo de la mano á Perla! ¡Y allí estaba la letra escarlata en su pecho! El ministro hizo aquí alto, aunque la música continuaba tocando la majestuosa y animada marcha al compás de la cual la procesión iba desfilando. ¡Adelante! – le decía la música, – ¡adelante, al banquete! Pero el ministro se quedó allí como si estuviera clavado.
El Gobernador Bellingham, que durante los últimos momentos había tenido fijas en el ministro las ansiosas miradas, abandonando ahora su puesto en la procesión, se adelantó para prestarle auxilio, creyendo, por el aspecto del Sr. Dimmesdale, que de lo contrario caería al suelo. Pero en la expresión de las miradas del ministro había algo que hizo retroceder al magistrado, aunque no era hombre que fácilmente cediese á las vagas intimaciones de otro. Entre tanto la multitud contemplaba todo aquello con temor respetuoso y admiración. Este desmayo terrenal era, según creían, sólo otra faz de la fuerza celestial del ministro; ni se hubiera tenido por un milagro demasiado sorprendente contemplarle ascender en los espacios, ante sus miradas, volviéndose cada vez más transparente y más brillante, hasta verle por fin desvanecerse en la claridad de los cielos.
El ministro se acercó al tablado y extendió los brazos.
– ¡Ester! – dijo, – ¡ven aquí! ¡Ven aquí también, Perlita!
La mirada que les dirigió fué lúgubre, pero había en ella á la vez que cierta ternura, una extraña expresión de triunfo. La niña, con sus movimientos parecidos á los de un ave, que eran una de sus cualidades características, corrió hacia él y estrechó las rodillas del ministro entre sus tiernos bracitos. Ester, como impelida por inevitable destino, y contra toda su voluntad, se acercó también á Dimmesdale, pero se detuvo antes de llegar. En este momento el viejo Rogerio Chillingworth se abrió paso al través de la multitud, ó, tan sombría, maligna é inquieta era su mirada, que acaso surgió de una región infernal para impedir que su víctima realizara su propósito. Pero sea de ello lo que se quiera, el anciano médico se adelantó rápidamente hacia el ministro y le asió del brazo.
– ¡Insensato, detente! ¿qué intentas hacer? – le dijo en voz baja. – ¡Haz seña á esa mujer de que se aleje! ¡Haz que se retire también esta niña! Todo irá bien. ¡No manches tu buen nombre, ni mueras deshonrado! ¡Todavía puedo salvarte! ¿Quieres cubrir de ignominia tu sagrada profesión?
– ¡Ah! ¡tentador! Me parece que vienes demasiado tarde, – respondió el ministro fijando las miradas en los ojos del médico, con temor, pero con firmeza. – Tu poder no es el que antes era. Con la ayuda de Dios me libraré ahora de tus garras.
Y extendió de nuevo la mano á la mujer de la letra escarlata.
– Ester Prynne, – gritó con penetrante vehemencia, – en el nombre de Aquel tan terrible y tan misericordioso, que en este último momento me concede la gracia de hacer lo que, con grave pecado y agonía infinita me he abstenido de hacer hace siete años, ven aquí ahora y ayúdame con tus fuerzas. Préstame tu auxilio, Ester, pero deja que lo guíe la voluntad que Dios me ha concedido. Este perverso y agraviado anciano se opone á ello con todo su poder, con todo su propio poder y el del enemigo malo. ¡Ven, Ester, ven! Ayúdame á subir ese tablado.
En la multitud reinaba la mayor confusión. Los hombres de categoría y dignidad que se hallaban más inmediatos al ministro, se quedaron tan sorprendidos y perplejos acerca de lo que significaba aquello que veían, tan incapaces de comprender la explicación que más fácilmente se les presentaba, ó imaginar alguna otra, que permanecieron mudos y tranquilos espectadores del juicio que la Providencia parecía iba á pronunciar. Veían al ministro, apoyado en el hombro de Ester y sostenido por el brazo con que ésta le rodeaba, acercarse al tablado y subir sus gradas, teniendo entre las manos las de aquella niñita nacida en el pecado. El viejo Rogerio Chillingworth le seguía, como persona íntimamente relacionada con el drama de culpa y de dolor en que todos ellos habían sido actores, y por lo tanto con derecho bastante á hallarse presente en la escena final.
– Si hubieras escudriñado toda la tierra, – dijo mirando con sombríos ojos al ministro, – no habrías hallado un lugar tan secreto, ni tan alto, ni tan bajo, donde hubieras podido librarte de mí, – como este cadalso en que ahora estás.
– ¡Gracias sean dadas á Aquel que me ha traído aquí! – contestó el ministro.
Temblaba sin embargo, y se volvió hacia Ester con una expresión de duda y ansiedad en los ojos que fácilmente podía distinguirse, por estar acompañada de una débil sonrisa en sus labios.
– ¿No es esto mejor, – murmuró, – que lo que imaginamos en la selva?
– ¡No sé! ¡No sé! – respondió ella rápidamente. – ¿Mejor? Sí: ¡ojalá pudiéramos morir aquí ambos, y Perlita con nosotros!
– Respecto á tí y á Perla, ¡sea lo que Dios ordene! – dijo el ministro, – y Dios es misericordioso. Déjame hacer ahora lo que Él ha puesto claramente de manifiesto ante mis ojos, porque yo me estoy muriendo, Ester. Deja, pues, que me apresure á tomar sobre mi alma la parte de vergüenza que me corresponde.
En parte sostenido por Ester, y teniendo de la mano á Perla, el Reverendo Sr. Dimmesdale se volvió á los dignos y venerables magistrados, á los sagrados ministros que eran sus hermanos en el Señor, al pueblo cuya gran alma estaba completamente consternada, aunque llena de simpatía dolorosa, como si supiera que un asunto vital y profundo, que si repleto de culpa también lo estaba de angustia y de arrepentimiento, se iba á poner ahora de manifiesto á la vista de todos. El sol, que había pasado ya su meridiano, derramaba su luz sobre el ministro y hacía destacar su figura perfectamente, como si se hubiera desprendido de la tierra para confesar su delito ante el tribunal de la Justicia Eterna.
– ¡Pueblo de la Nueva Inglaterra! – exclamó con una voz que se elevó por encima de todos los circunstantes, alta, solemne y majestuosa, – pero que con todo era siempre algo trémula, y á veces semejaba un grito que surgía luchando desde un abismo insondable de remordimiento y de dolor, – vosotros, continuó, que me habéis amado, – vosotros, que me habéis creído santo, – miradme aquí, mirad al más grande pecador del mundo. ¡Al fin, al fin estoy de pie en el lugar en que debía haber estado hace siete años: aquí, con esta mujer, cuyo brazo, más que la poca fuerza con que me he arrastrado hasta aquí, me sostiene en este terrible momento y me impide caer de bruces al suelo! ¡Ved ahí la letra escarlata que Ester lleva! Todos os habéis estremecido á su vista. Donde quiera que esta mujer ha ido, donde quiera que, bajo el peso de tanta desgracia, hubiera podido tener la esperanza de hallar reposo, – esa letra ha esparcido en torno suyo un triste fulgor que inspiraba espanto y repugnancia. ¡Pero en medio de vosotros había un hombre, ante cuya marca de infamia y de pecado jamás os habéis estremecido!
Al llegar á este punto, pareció que el ministro tenía que dejar en silencio el resto de su secreto; pero luchó contra su debilidad corporal, y aun mucho más contra la flaqueza de ánimo que se esforzaba en subyugarle. Se desembarazó entonces de todo sostén corporal, y dió un paso hacia adelante resueltamente, dejando detrás de sí á la mujer y á la niña.
– ¡Esa marca la tenía él! – continuó con una especie de fiero arrebato. ¡Tan determinado estaba á revelarlo todo! – ¡El ojo de Dios la veía! ¡Los ángeles estaban siempre señalándola! ¡El enemigo malo la conocía muy bien y la estregaba constantemente con sus dedos candentes! Pero él la ocultaba con astucia á la mirada de los hombres, y se movía entre vosotros con rostro apesadumbrado, como el de un hombre muy puro en un mundo tan pecador; y triste, porque echaba de menos sus compañeros celestiales. Ahora, en los últimos momentos de su vida, se presenta ante vosotros; os pide que contempléis de nuevo la letra escarlata de Ester; y os dice que, con todo su horror misterioso, no es sino la pálida sombra de la que él lleva en su propio pecho; y que aun esta marca roja que tengo aquí, esta marca roja mía, es solo el reflejo de la que está abrasando lo más íntimo de su corazón. ¿Hay aquí quién pueda poner en duda el juicio de Dios sobre un pecador? ¡Mirad! ¡Contemplad un testimonio terrible de ese juicio!
Con un movimiento convulsivo desgarró la banda eclesiástica que llevaba en el pecho. ¡Todo quedó revelado! Pero sería irreverente describir aquella revelación. Durante un momento las miradas de la multitud horrorizada se concentraron en el lúgubre milagro, mientras el ministro permanecía en pie con una expresión triunfante en el rostro, como la de un hombre que en medio de una crisis del más agudo dolor ha conseguido una victoria. Después cayó desplomado sobre el cadalso. Ester lo levantó parcialmente y le hizo reclinar la cabeza sobre su seno. El viejo Rogerio se arrodilló á su lado con aspecto sombrío, desconcertado, con un rostro en el cual parecía haberse extinguido la vida.
– ¡Has logrado escaparte de mí! – repetía con frecuencia. – ¡Has logrado escaparte de mí!
– ¡Que Dios te perdone! – dijo el ministro. – ¡Tú también has pecado gravemente!
Apartó sus miradas moribundas del anciano, y las fijó en la mujer y la niña.
– ¡Mi pequeña Perla! – dijo débilmente, y una dulce y tierna sonrisa iluminó su semblante, como el de un espíritu que va entrando en profundo reposo; mejor dicho, ahora que el peso que abrumaba su alma había desaparecido, parecía que deseaba jugar con la niña, – mi querida Perlita, ¿me besarás ahora? ¡No lo querías hacer en la selva! Pero ahora sí lo harás.
Perla le dió un beso en la boca. El encanto se deshizo. La gran escena de dolor en que la errática niña tuvo su parte, había madurado de una vez todos sus sentimientos y afectos; y las lágrimas que derramaba sobre las mejillas de su padre, eran una prenda de que ella iría creciendo entre la pena y la alegría, no para estar siempre en lucha contra el mundo, sino para ser en él una verdadera mujer. También respecto de su madre la misión de Perla, como mensajera de dolor, se había cumplido plenamente.
– Ester, – dijo el ministro, – ¡adiós!
– ¿No nos volveremos á encontrar? – murmuró Ester inclinando la cabeza junto á la del ministro. – ¿No pasaremos juntos nuestra vida inmortal? Sí, sí, con todo este dolor nos hemos rescatado mutuamente. Tú estás mirando muy lejos, allá en la eternidad, con tus brillantes y moribundos ojos. Díme, ¿qué es lo que ves?
– ¡Silencio, Ester, silencio! – dijo el ministro con trémula solemnidad. – La ley que quebrantamos, – la culpa tan terriblemente revelada, – sean tus solos pensamientos. ¡Yo temo!.. ¡temo!.. Quizás desde que olvidamos á nuestro Dios, desde que violamos el mutuo respeto que debíamos á nuestras almas, – fué ya vano esperar el poder asociarnos después de esta vida en una unión pura y sempiterna. Dios sólo lo sabe y Él es misericordioso. Ha mostrado su compasión, más que nunca, en medio de mis aflicciones, con darme esta candente tortura que llevaba en el pecho; con enviarme á ese terrible y sombrío anciano, que mantenía siempre esa tortura cada vez más viva; con traerme aquí, para acabar mi vida con esta muerte de triunfante ignominia ante los ojos del pueblo. Si alguno de estos tormentos me hubiera faltado, yo estaría perdido para siempre! ¡Loado sea su nombre! ¡Hágase su voluntad! ¡Adiós!