Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 5
III
EL RECONOCIMIENTO
DE esta intensa sensación y convencimiento de ser el objeto de las miradas severas y escudriñadoras de todo el mundo, salió al fin la mujer de la letra escarlata al percibir, en las últimas filas de la multitud, una figura que irresistiblemente embargó sus pensamientos. Allí estaba en pie un indio vestido con el traje de su tribu; pero los hombres de piel cobriza no eran visitas tan raras en las colonias inglesas, que la presencia de uno pudiera atraer la atención de Ester en aquellas circunstancias, y mucho menos distraerla de las ideas que preocupaban su espíritu. Al lado del indio, y evidentemente en compañía suya, había un hombre blanco, vestido con una extraña mezcla de traje semi-civilizado y semi-salvaje.
Era de pequeña estatura, con semblante surcado por numerosas arrugas y que sin embargo no podía llamarse el de un anciano. En los rasgos de su fisonomía se revelaba una inteligencia notable, como la de quien hubiera cultivado de tal modo sus facultades mentales, que la parte física no podía menos que amoldarse á ellas y revelarse por rasgos inequívocos. Aunque merced á un aparente desarreglo de su heterogénea vestimenta había tratado de ocultar ó disimular cierta peculiaridad de su figura, para Ester era evidente que uno de los hombros de este individuo era más alto que el otro. No bien hubo percibido aquel rostro delgado y aquella ligera deformidad de la figura, estrechó á la niña contra el pecho, con tan convulsiva fuerza, que la pobre criaturita dió otro grito de dolor. Pero la madre no pareció oirlo.
Desde que llegó á la plaza del mercado, y algún tiempo antes que ella le hubiera visto, aquel desconocido había fijado sus miradas en Ester. Al principio, de una manera descuidada, como hombre acostumbrado á dirigirlas principalmente dentro de sí mismo, y para quien las cosas externas son asunto de poca monta, á menos que no se relacionen con algo que preocupe su espíritu. Pronto, sin embargo, las miradas se volvieron fijas y penetrantes. Una especie de horror puede decirse que retorció visiblemente su fisonomía, como serpiente que se deslizara ligeramente sobre las facciones, haciendo una ligera pausa y verificando todas sus circunvoluciones á la luz del día. Su rostro se obscureció á impulsos de alguna poderosa emoción que pudo sin embargo dominar instantáneamente, merced á un esfuerzo de su voluntad, y de tal modo, que excepto un rápido instante, la expresión de su rostro habría parecido completamente tranquila. Después de un breve momento, la convulsión fué casi imperceptible, hasta que al fin se desvaneció totalmente. Cuando vió que las miradas de Ester se habían fijado en las suyas, y notó que parecía haberle reconocido, levantó lenta y tranquilamente el dedo, hizo una señal con él en el aire, y lo llevó á sus labios.
Entonces, tocando en el hombro á una de las personas que estaban á su lado, le dirigió la palabra con la mayor cortesía, diciéndole:
– Le ruego á Vd., buen señor, se sirva decirme ¿quién es esa mujer, y por qué la exponen de tal modo á la vergüenza pública?
– Vd. tiene que ser un extranjero recién llegado, amigo, – le respondió el hombre, dirigiendo al mismo tiempo una mirada curiosa al que hizo la pregunta y á su salvaje compañero, – de lo contrario habría Vd. oído hablar de la Señora Ester Prynne y de sus fechorías. Ha sido motivo de un gran escándalo en la iglesia del santo varón Dimmesdale.
– De veras, replicó el otro. Yo soy aquí forastero; y muy contra mi voluntad he estado recorriendo el mundo, habiendo padecido contratiempos de todo género por mar y tierra. He permanecido en cautiverio entre los salvajes mucho tiempo, y vengo ahora en compañía de este indio para redimirme. Por lo tanto ¿quiere Vd. tener la bondad de referirme los delitos de Ester Prynne (creo que así se llama), y decirme qué es lo que la ha conducido á ese tablado?
– Con mucho gusto, amigo mío, y me parece que se alegrará Vd. en extremo, después de todo lo que ha padecido Vd. entre los salvajes, dijo el narrador, de encontrarse en fin en una tierra donde la iniquidad se persigue y se castiga en presencia de los gobernantes y del pueblo, como se practica aquí, en nuestra buena Nueva Inglaterra. Debe Vd. saber, señor, que esa mujer fué la esposa de un cierto sabio, inglés de nacimiento, pero que había habitado mucho tiempo en Amsterdam, de donde hace años pensó venir á fijar su suerte entre nosotros aquí en Massachusetts. Con este objeto envió primeramente á su esposa, quedándose él en Europa mientras arreglaba ciertos asuntos. Pero en los dos años ó más que la mujer ha residido en esta ciudad de Boston, ninguna noticia se ha recibido del sabio caballero Señor Prynne; y su joven esposa, habiendo quedado entregada á su propia extraviada dirección…
– ¡Ah! ¡ah! comprendo, le interrumpió el extraño con una amarga sonrisa. Un hombre tan sabio como ese de quien Vd. habla, debería de haber aprendido también eso en sus libros. Y ¿quién se dice, mi excelente señor, que es el padre de la criaturita, que parece contar tres ó cuatro meses de nacida, y que la Sra. Prynne tiene en los brazos?
– En realidad amigo mío, ese asunto continúa siendo un enigma, y está por encontrarse quien lo descifre, respondió el interlocutor. Madama Ester rehusa hablar en absoluto, y los magistrados se han roto la cabeza en vano. Nada de extraño tendría que el culpable estuviera presente contemplando este triste espectáculo, desconocido á los hombres, pero olvidando que Dios le está viendo.
– El sabio marido, dijo el extranjero con otra sonrisa, debería venir á descifrar este enigma.
– Bien le estaría hacerlo, si aun vive, respondió el vecino. Sepa Vd., buen amigo, que los magistrados de nuestro Massachusetts, teniendo en cuenta que esta mujer es joven y bella, y que la tentación que la hizo caer fué sin duda demasiado poderosa, y pensando, además, que su marido yace en el fondo del mar, – no han tenido el valor de hacerla sentir todo el rigor de nuestras justas leyes. El castigo de esa ofensa es la pena de muerte. Pero movidos á piedad y llenos de misericordia, han condenado á Madama Ester á permanecer de pie en el tablado de la picota solamente tres horas, y después, y durante todo el tiempo de su vida natural, á llevar una señal de ignominia en el cuerpo de su vestido.
– Una sentencia muy sabia, – observó el extranjero inclinando gravemente la cabeza. De este modo será una especie de sermón viviente contra el pecado, hasta que la letra ignominiosa se grabe en la losa de su sepulcro. Me duele, sin embargo, que el compañero de su iniquidad no estuviera, por lo menos, á su lado sobre ese cadalso. Pero ¡ya se sabrá quién es! ¡ya se sabrá quién es!
Saludó cortésmente al comunicativo vecino, y diciendo en voz baja algunas cuantas palabras á su compañero el indio, se abrieron ambos paso por en medio de la multitud.
Mientras esto pasaba, Ester había permanecido en su pedestal, con la mirada fija en el extranjero; tan fija era la mirada, que parecía que todos los otros objetos del mundo visible habían desaparecido, quedando tan solos él y ella. Esa entrevista solitaria quizás habría sido más terrible aun que verle, como sucedía ahora, con el ardiente sol del mediodía abrasándole á ella el rostro é iluminando su vergüenza; con la letra escarlata, como emblema de ignominia, en el pecho; con la niña, nacida en el pecado, en los brazos; con el pueblo entero, congregado allí como para una fiesta, fijando las miradas implacables en un rostro, que debía haberse contemplado solo al suave resplandor de la lumbre doméstica, á la sombra de un hogar feliz, ó bajo el velo de novia en la iglesia. Pero por terrible que fuera su situación, sabía, con todo, que la presencia misma de aquellos millares de testigos era para ella una especie de amparo y abrigo. Preferible era estar así, con tantos y tantos seres mediando entre él y ella, que no verse faz á faz y á solas. Puede decirse que buscó un refugio en su misma exposición á la vergüenza pública, y que temía el momento en que esa protección le faltara. Embargada por tales ideas, apenas oyó una voz que resonaba detrás de ella y que repitió su nombre varias veces con acento tan vigoroso y solemne, que fué oído por toda la multitud.
– ¡Óyeme, Ester Prynne! dijo la voz.
Como se ha dicho, directamente encima del tablado en que estaba de pie Ester, había una especie de balconcillo ó galería abierta, que era el lugar donde se proclamaban los bandos y órdenes con todo el ceremonial y pompa que en ocasiones tales se usaban en aquellos días. Aquí, como testigos de la escena que estamos describiendo, se encontraba el Gobernador Bellingham, con cuatro maceros junto á su silla, armados de sendas alabardas, que constituían su guardia de honor. Una pluma de obscuro color adornaba su sombrero, su capa tenía las orillas bordadas, y bajo de ella llevaba un traje de terciopelo verde. Era un caballero ya entrado en años, con arrugado rostro que revelaba mucha y muy amarga experiencia de la vida. Era hombre á propósito para hallarse al frente de una comunidad que debe su origen y progreso, y su actual desarrollo, no á los impulsos de la juventud, sino á la severa y templada energía de la edad viril y á la sombría sagacidad de la vejez; habiendo realizado tanto, precisamente porque imaginó y esperó tan poco. Las otras eminentes personas que rodeaban al Gobernador se distinguían por cierta dignidad de porte, propia de un período en que las formas de autoridad parecían revestidas de lo sagrado de una institución divina. Eran indudablemente hombres buenos, justos y cuerdos; pero difícilmente habría sido posible escoger, entre toda la familia humana, igual número de hombres sabios y virtuosos, y al mismo tiempo menos capaces de comprender el corazón de una mujer extraviada, y separar en él lo bueno de lo malo, que aquellas personas cuerdas de severo continente á quienes Ester volvía ahora el rostro. Puede decirse que la infeliz tenía la conciencia de que si había alguna compasión hacia ella, debía de esperarla más bien de la multitud, pues al dirigir las miradas al balconcillo, toda tembló y palideció.
La voz que había llamado su atención era la del reverendo y famoso Juan Wilson, el clérigo decano de Boston, gran erudito, como la mayor parte de sus contemporáneos de la misma profesión, y con todo eso hombre afable y natural. Estas últimas cualidades no habían tenido, sin embargo, un desenvolvimiento igual al de sus facultades intelectuales. Allí estaba él con los mechones de sus cabellos, ya bastante canos, que salían por debajo de los bordes de su sombrero; mientras los ojos parduscos, acostumbrados á la luz velada de su estudio, pestañeaban como los de la niña de Ester ante la brillante claridad del sol. Se parecía á uno de esos retratos sombríos que vemos grabados en los antiguos volúmenes de sermones; y para decir la verdad, con tanta aptitud para tratar de las culpas, pasiones y angustias del corazón humano, como la tendría uno de esos retratos.
– Ester Prynne, dijo el clérigo, he estado tratando con este joven hermano cuyas enseñanzas has tenido el privilegio de gozar, – y aquí el Sr. Wilson puso la mano en el hombro de un joven pálido que estaba á su lado, – he procurado, repito, persuadir á este piadoso joven para que aquí, á la faz del cielo y ante estas rectas y sabias autoridades y este pueblo aquí congregado, se dirija á tí y te hable de la fealdad y negrura de tu pecado. Conociendo mejor que yo el temple de tu espíritu, podría también, mejor que yo, saber qué razones emplear para vencer tu dureza y obstinación, de modo que no ocultes por más tiempo el nombre del que te ha tentado á esta dolorosa caída. Pero con la extremada blandura propia de su juventud, á pesar de la madurez de su espíritu, me replica que sería ir contra los innatos sentimientos de una mujer, forzarla á descubrir los secretos de su corazón á la luz del día, y en presencia de tan vasta multitud. He tratado de convencerle de que la vergüenza consiste en cometer el pecado y no en confesarlo. ¿Qué decides, hermano Dimmesdale? ¿Quieres dirigirte al alma de esta pobre pecadora, ó debo hacerlo yo?
Se oyó un murmullo entre los encopetados y reverendos ocupantes del balconcillo; y el Gobernador Bellingham expresó el deseo general, al hablar con acento de autoridad, aunque con respeto, al joven clérigo á quien se dirigía.
– Mi buen Señor Dimmesdale, dijo, la responsabilidad de la salvación del alma de esta mujer pesa en gran parte sobre vos. Por lo tanto, os pertenece exhortarla al arrepentimiento y á la confesión.
Lo directo de estas palabras atrajeron las miradas de toda la multitud hacia el Reverendo Sr. Dimmesdale, joven clérigo que había venido de una de las grandes universidades inglesas, trayendo toda la ciencia de su tiempo á nuestras selvas y tierras incultas. Su elocuencia y su fervor religioso le habían hecho eminente en su profesión. Era persona de aspecto notable, de blanca y elevada frente, ojos garzos, grandes y melancólicos, boca cuyos labios, á menos de mantenerlos cerrados casi por la fuerza, tenían cierta tendencia á la movilidad, expresando al mismo tiempo que una sensibilidad nerviosa, un gran dominio de sí mismo. Á pesar de sus muchos dones naturales y vastos conocimientos, había en el aspecto de este joven ministro13 algo que denotaba una persona asustadiza, tímida, fácil de alarmarse, como si fuera un sér que se sintiese completamente extraviado en el camino de la vida humana y sin saber qué rumbo tomar, sintiéndose tranquilo y satisfecho tan sólo en un lugar apartado, escogido por él mismo. Por lo tanto, hasta donde sus obligaciones se lo permitían, su existencia se deslizaba, como si dijéramos, en la penumbra, habiendo conservado toda la sencillez y candor de la infancia; surgiendo de esa especie de sombra, cuando se presentaba la ocasión, con una frescura, fragancia y pureza de pensamiento tales que, como afirmaban las gentes, hacían el efecto que produciría la palabra de un ángel.
Tal era el joven ministro hacia quien el Reverendo Sr. Wilson y el Gobernador habían llamado la atención del público, al pedirle que hablase, en presencia de todos, del misterio del alma de una mujer, tan sagrado aún en medio de su caída. Lo difícil y penoso de la posición que así le crearon, hizo agolpársele la sangre á las mejillas y volvió trémulos sus labios.
– Háblale á esa mujer, hermano, le dijo el Sr. Wilson. Es de la mayor importancia para su alma, y por lo tanto, como dice nuestro digno Gobernador, importante también á la tuya, á cuyo cargo está la de esa mujer. Exhórtala á que confiese la verdad.
El Reverendo Sr. Dimmesdale inclinó la cabeza como si estuviera orando, y luego se adelantó.
– Ester Prynne, – dijo reclinándose sobre el balconcillo y fijando sus miradas en los ojos de aquella mujer, – ya has oído lo que ha dicho este hombre justo, y ves la responsabilidad que sobre mí pesa. Si crees que conviene á la paz de tu alma, y que tu castigo terrenal será de ese modo más eficaz para tu salvación, te pido que reveles el nombre de tu compañero en la culpa y en el sufrimiento. No te haga guardar silencio una mal entendida piedad y compasión hacia él; porque, créeme, Ester, aunque tuviera que descender de un alto puesto, y colocarse á tu lado, en ese mismo pedestal de vergüenza, sería sin embargo mucho mejor para él que así sucediera, que no ocultar durante toda su vida un corazón culpable. ¿Qué puede hacer tu silencio en pró de ese hombre sino tentarlo, sí, compelerlo á agregar la hipocresía al pecado? El cielo te ha concedido una ignominia pública, para que de este modo puedas conseguir un triunfo público sobre lo malo que en tí pueda haber. Mira lo que haces al negarle, á quien tal vez no tenga el valor de tomarla por sí mismo, la amarga pero saludable copa que ahora te presentan á los labios.
La voz del joven ministro, al pronunciar estas palabras, era trémulamente dulce, rica, profunda y entrecortada. La emoción que tan evidentemente manifestaba, más bien que la significación de las palabras, halló honda resonancia en los corazones de todos los circunstantes, que se sintieron movidos de un mismo sentimiento de compasión. Hasta la pobre criaturita que Ester estrechaba contra su seno parecía afectada por la misma influencia, pues dirigió las miradas hacia el Sr. Dimmesdale y levantó sus tiernos bracillos con un murmullo semi-placentero y semi-quejumbroso. Tan vehemente encontró el pueblo la alocución del joven ministro, que todos creyeron que Ester pronunciaría el nombre del culpado, ó que bien éste mismo, por elevada ó humilde que fuera su posición, se presentaría movido de interno é irresistible impulso y subiría al tablado donde estaba la infeliz mujer.
Ester movió la cabeza en sentido negativo.
– ¡Mujer! no abuses de la clemencia del cielo, – exclamó el Reverendo Sr. Wilson con acento más áspero que antes. – Esa tierna niña con su débil vocecita ha apoyado y confirmado el consejo que has oído de los labios del Reverendo Dimmesdale. ¡Pronuncia el nombre! Eso, y tu arrepentimiento, pueden servir para que te libren de la letra escarlata que llevas en el vestido.
– ¡Nunca! ¡jamás! – replicó Ester fijando las miradas, no en el Sr. Wilson, sino en los profundos y turbados ojos del joven ministro. – Está grabada demasiado hondamente. No podéis arrancarla. Y ¡ojalá pudiera yo sufrir la agonía que él sufre, como soporto la mía!
– Habla, mujer, dijo otra voz, fría y severa, que procedía de la multitud que rodeaba el tablado. Habla; y dale un padre á tu hija.
– No hablaré, – replicó Ester volviéndose pálida como una muerta, pero respondiendo á aquella voz que ciertamente había reconocido. – Y mi hija buscará un padre celestial: jamás conocerá á uno terrestre.
– ¡No quiere hablar! – murmuró el Sr. Dimmesdale que, reclinado sobre el balconcillo, con la mano sobre el corazón, había estado esperando el resultado de su discurso. – ¡Maravillosa fuerza y generosidad de un corazón de mujer! ¡No quiere hablar!.. Y se echó hacia atrás respirando profundamente.
Comprendiendo el estado del espíritu de la pobre culpable, el ministro de más edad, que se había preparado para el caso, dirigió á la multitud un discurso acerca del pecado en todas sus ramificaciones, aludiendo con frecuencia á la letra ignominiosa. Con tal vigor se espació sobre este símbolo, durante la hora ó más que duró su peroración, que llenó de terror la imaginación de los circunstantes á quienes pareció que su brillo escarlata provenía de las llamas de los abismos infernales. Entretanto Ester permaneció de pie en su pedestal de vergüenza, con la mirada vaga y un aspecto general de fatigada indiferencia. Había sufrido aquella mañana cuanto es dado soportar á la humana naturaleza, y como su temperamento no era de los que por medio de un desmayo se libran de un padecimiento demasiado intenso, su espíritu podía solamente hallar cierto desahogo bajo la capa de una insensibilidad marmórea, mientras sus fuerzas corporales permanecieran intactas. En condición semejante, aunque la voz del orador tronaba implacablemente, los oídos de Ester nada percibían. Durante la última parte del discurso la niña llenó el aire con sus gritos y sus quejidos; la madre trató de acallarla, mecánicamente, sin que le afectara, al parecer, el desasosiego de la criaturita. Con la misma dura indiferencia fué conducida de nuevo á su prisión y desapareció á la vista del público tras la puerta de hierro. Los que pudieron seguirla con la vista dijeron, en voz muy baja, que la letra escarlata iba esparciendo un siniestro resplandor á lo lago del obscuro pasadizo que conducía al interior de la cárcel.
IV
LA ENTREVISTA
DESPUÉS de su regreso á la cárcel fué tal el estado de agitación nerviosa de Ester, que se hizo necesaria la vigilancia más asidua para impedir que intentase algo contra su persona, ó que en un momento de arrebato hiciera algún daño á la pobre criaturita. Al acercarse la noche, y al ver que no era posible reducirla á la obediencia ni por medio de reprensiones ni de amenazas de castigo, el carcelero creyó conveniente hacer venir á un médico, que calificó de hombre muy experto en todas las artes cristianas de ciencias físicas, y que al mismo tiempo estaba familiarizado con todo lo que los salvajes podían enseñar en materia de hierbas y raíces medicinales que crecen en los bosques. En realidad, no solamente Ester, sino mucho más aún la tierna niña, necesitaban con urgencia los auxilios de un médico; la niña, que derivaba su sustento del seno maternal, parecía haber bebido toda la angustia, desesperación y agitación que llenaban el alma de su madre, y se retorcía ahora en convulsiones de dolor. Era, en pequeña escala, una imagen viva de la agonía moral por que había pasado Ester durante tantas horas.
Siguiendo de cerca al carcelero en aquella sombría morada, entró el individuo de aspecto singular cuya presencia en la multitud había causado tan honda impresión en la portadora de la letra escarlata. Lo habían alojado en la cárcel, no porque se le sospechase de algún delito, sino por ser la manera más conveniente y cómoda de disponer de él hasta que los magistrados hubieran conferenciado con los jefes indios acerca del rescate. Se dijo que su nombre era Rogerio Chillingworth. El carcelero, después de introducirlo en la habitación, permaneció allí un momento, sorprendido de la calma comparativa que había causado su entrada, pues Ester se había vuelto inmediatamente tan tranquila como la muerte, aunque la criaturita continuaba quejándose.
– Te ruego, amigo, que me dejes solo con la enferma, dijo el médico. Créeme, buen carcelero, pronto habrá paz en esta morada; y te prometo que la Sra. Prynne se mostrará en adelante más dócil á la autoridad y más tratable que hasta ahora.
– Si Su Señoría puede realizar eso, contestó el carcelero, os tendré por un hombre indudablemente hábil. En verdad que esta mujer se ha portado como si estuviese poseída del enemigo malo; y poco faltó para decidirme á arrojar de su cuerpo á Satanás y á latigazos.
El extranjero había entrado en la habitación con la tranquilidad característica de la profesión á que se decía pertenecer. Ni tampoco cambió de aspecto cuando la retirada del carcelero le dejó faz á faz con la mujer que le había reconocido en medio de la multitud, y cuya abstracción profunda al reconocerle indicaba mucha intimidad entre ambos. Su primer cuidado fué atender á la tierna criaturita, cuyos gritos, mientras se retorcía en su cama, hacían de absoluta necesidad posponer todo otro asunto á la tarea de calmar sus dolores. La examinó cuidadosamente y procedió luego á abrir una bolsa de cuero, que llevaba bajo su traje, y parecía contener medicinas, una de las cuales mezcló con un poco de agua en una taza.
– Mis antiguos estudios en alquimia, dijo por vía de observación, y mi residencia de más de un año entre un pueblo muy versado en las propiedades de las hierbas, han hecho de mí un médico mejor que muchos que se han graduado. Oye, mujer, la niña es tuya, no tiene nada mío, ni reconocerá mi voz ni mi rostro como los de un padre. Adminístrale por lo tanto esta poción con tus propias manos.
Ester rechazó la medicina que le presentaban, fijando al mismo tiempo con visible temor las miradas en el rostro del hombre.
– ¿Tratarías de vengarte en la inocente criatura? dijo en voz baja.
– ¡Loca mujer! respondió el médico con acento entre frío y blando. ¿Qué provecho me vendría á mí de hacer daño á esta pobre y bastarda criatura? La medicina es buena y provechosa; y si fuera mi hija, mi propia hija así como tuya, no podría hacer nada mejor en beneficio suyo.
Como Ester aun vacilaba, no hallándose realmente en aquellos momentos en su sano juicio, el médico tomó á la niña en brazos y él mismo le administró la poción, que pronto dejó sentir su eficacia. Los quejidos de la pequeña paciente se calmaron, sus convulsiones fueron cesando gradualmente; y á los pocos momentos, como es la costumbre de los tiernos niños después de verse libres del dolor, quedó sumergida en un profundo sueño. El médico, pues así puede llamársele con todo derecho, dirigió entonces su atención á la madre. Con calma y despacio la examinó, le tomó el pulso, dió una mirada á sus ojos; mirada que le oprimió el corazón y la hizo estremecer, por serle tan familiar, y sin embargo tan extraña y fría, – y finalmente, satisfecho de los resultados de su investigación, procedió á preparar otra poción.
– No sé donde hallar el leteo ni el nepentes, dijo, pero he aprendido muchos nuevos secretos entre los salvajes; y esta receta que me dió un indio en cambio de algunas lecciones mías, tan antiguas como Paracelso, es uno de esos secretos. Bebe esto. Será sin embargo menos calmante que una conciencia limpia y pura; pero no puedo darte eso. Calmará á pesar de todo la agitación de tu pecho y las marejadas de tu pasión, así como lo hace el aceite arrojado sobre las olas de un mar tempestuoso.
Presentó la taza á Ester, que la recibió mirándole con fijeza de una manera lenta y seria; no precisamente con una mirada de temor, sino llena de dudas, como interrogándole acerca de lo que podrían ser sus propósitos, y al mismo tiempo dirigió también una mirada á la niñita dormida.
– He pensado en la muerte, dijo, la he deseado, hasta hubiera rogado por ella, si pudiera rogar por algo. Sin embargo, si la muerte se encierra en esta taza, te pido que lo reflexiones antes de que me veas beberla. Mira: ya la he llevado á los labios.
– Bebe, pues, replicó el médico con el mismo aire de sosiego y frialdad de antes. ¿Tan poco me conoces, Ester? ¿Podrían ser mis propósitos tan vanos? Aun en el caso de que imaginara un medio de vengarme, ¿qué podría servir mejor para mis fines que dejarte vivir, y darte estas medicinas contra todo lo que pudiese poner en peligro tu vida, de modo que esa candente ignominia continúe brillando en tu seno?
Al hablar así, tocó con el índice la letra escarlata, que parecía abrasar el pecho de Ester como si hubiera sido en efecto un hierro candente. El médico notó su gesto involuntario, y con una sonrisa dijo:
– Vive, sí, vive; y lleva contigo este signo ante los ojos de hombres y mujeres, – ante los ojos de aquel á quien llamaste tu marido, – ante los ojos de esa niñita. Y para que puedas vivir, toma esta medicina.
Sin decir una palabra, Ester apuró la taza, y obedeciendo á una señal de aquel hombre de ciencia, se sentó en la cama en que dormía la niñita, mientras él, tomando la única silla que había en la habitación, se sentó á su lado. Ella no pudo menos de temblar ante estos preparativos, pues comprendía que, habiendo ya hecho él todo lo que la humanidad, ó el deber, ó si se quiere, una refinada crueldad le obligaban á hacer en alivio de sus dolores físicos, iba á tratarla ahora como hombre á quien había ofendido de la manera más profunda é irreparable.
– Ester, dijo, no pregunto por qué motivos, ni cómo has caído en el abismo, mejor dicho, has subido al pedestal de infamia en que te he hallado. La razón es fácil de hallar. Ha sido mi locura y tu debilidad. Yo, – un hombre dado al estudio, una verdadera polilla de biblioteca, – un hombre ya en el declive de sus años, que empleó los mejores de su vida en alimentar su afán devorador de saber, – ¿qué tenía que ver con una belleza y juventud como la tuya? Contrahecho desde que nací, ¿cómo pude engañarme con la idea de que los dones intelectuales podrían en la fantasía de una joven doncella arrojar un velo sobre las deformidades físicas? Los hombres me llaman sabio. Si los sabios fueran cuerdos en lo que les concierne, yo debería haber previsto todo esto. Yo debería haber sabido que, al dejar la vasta y tenebrosa selva para entrar en esta población de cristianos, el primer objeto con que habían de tropezar mis miradas, serías tú, Ester, de pie, como una estatua de ignominia, expuesta á los ojos del pueblo. Sí, desde el instante que salimos de la iglesia, ya unidos por los lazos del matrimonio, debería haber contemplado la llama ardiente de esa letra escarlata brillando á la extremidad de nuestro sendero.
– Tú sabes, dijo Ester, – quien á pesar del estado de abatimiento en que se encontraba, no pudo sufrir este último golpe que le recordaba su vergüenza, – tú sabes que fuí franca contigo. Ni sentí amor, ni fingí tener ninguno.
– Es verdad, replicó el médico: ¡fué una locura mía! Ya lo he dicho. Pero, hasta aquella época de mi vida, yo había vivido en vano. ¡El mundo me había parecido tan triste! Mi corazón era como una morada bastante grande para dar cabida á muchos huéspedes, pero fría y solitaria. Yo deseaba tener un hogar, experimentar su calor. Á pesar de lo viejo, de lo contrahecho y sombrío que era, no me pareció un sueño extravagante la idea de que yo podía gozar también de esta simple felicidad, esparcida en todas partes, y de que toda la humanidad puede disfrutar. Y por eso, Ester, te albergué en lo más recóndito de mi corazón, y traté de animar el tuyo con aquella llama que tu presencia había encendido en mi pecho.
– Te he agraviado en extremo, murmuró Ester.
– Nos hemos agraviado mutuamente, respondió el médico. El primer error y agravio fué mío, cuando hice que tu floreciente juventud entrara en una relación falsa, y contraria á la naturaleza, con mi decadencia. Por consiguiente, como hombre que no ha pensado ni filosofado vanamente, no busco venganza, no abrigo ningún mal designio contra tí. Entre tú y yo la balanza está perfectamente equilibrada. Pero, Ester, el hombre que nos ha agraviado á los dos vive. ¿Quién es?
– No me lo preguntes, replicó Ester mirándole al rostro con firmeza. Eso nunca lo sabrás.
– ¿Nunca, dices? – replicó el médico con una sonrisa amarga de confianza en sí mismo. ¿Nunca lo sabré? Créeme, Ester, hay pocas cosas, – ya en el mundo exterior, ó ya á cierta profundidad en la esfera invisible del pensamiento, – hay pocas cosas, repito, que queden ocultas al hombre que se dedica seriamente y sin descanso á la solución de un misterio. Tú puedes ocultar tu secreto á las miradas escudriñadoras de la multitud. Puedes ocultarlo también á las investigaciones de los ministros y magistrados, como hiciste hoy cuando procuraron arrancar ese nombre á tu corazón y darte un compañero en tu pedestal. Pero en cuanto á mí, yo me dedicaré á la investigación con sentidos que ellos no poseen. Yo buscaré á este hombre como he buscado la verdad en los libros; como he buscado oro en la alquimia. Hay una simpatía oculta que me lo hará conocer. Le veré temblar. Yo mismo al verle, me sentiré estremecer de repente y sin saber por qué. Tarde ó temprano, tiene que ser mío.