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Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 8

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VII
LA SALA DEL GOBERNADOR

UN día fué Ester á la morada del Gobernador Bellingham á llevarle un par de guantes que había ribeteado y bordado por orden suya, y que debía de usar en cierta ceremonia oficial, porque si bien no desempeñaba ya el alto puesto de antes, aun ocupaba un destino honroso é influyente en la magistratura colonial.

Pero algo más importante que la entrega de un par de guantes bordados, obligó á Ester entonces á solicitar una entrevista con un personaje de tanto poder y tan activo en los negocios de la colonia. Había llegado á sus oídos el rumor de que algunos de los principales habitantes de la población trataban de despojarla de su niña, deseosos de que imperaran más rígidos principios en materias de religión y de gobierno. Suponiendo estas buenas gentes, como ya se ha dicho, que Perla era de estirpe diabólica, creyeron que para mayor beneficio del alma de la madre, convenía quitarle ese obstáculo de su sendero; agregando, que si la niña era realmente capaz de una educación religiosa y moral, y tenía en sí los elementos de su futura salvación, gozaría indudablemente de todas estas ventajas si se la separase de su madre y se confiara su educación á persona mejor y más cuerda. Se decía también que entre los promovedores de esta idea, era el Gobernador uno de los más activos.

Parecerá singular, y hasta ridículo, que un asunto de esta naturaleza haya sido cuestión públicamente discutida, en la que tomaron parte en pro y en contra varias personas eminentes del gobierno. Pero en aquella época de prístina sencillez, negocios de menor importancia pública, y de menor trascendencia que el bienestar de Ester y de su hija, tenían cabida en las deliberaciones de los legisladores y en los actos del Estado; y hasta se refiere que una disputa relativa al derecho de propiedad de un cerdo dió margen, en una época anterior á la en que pasa nuestra historia, á debates acalorados en el cuerpo legislativo de la colonia, y ocasionó importantes modificaciones en el modo de ser de la Legislatura.

Llena, pues, de temores, aunque con tan pleno convencimiento de su derecho, que no le parecía desigual la lucha entre el público de una parte y una mujer solitaria de la otra, Ester se puso en marcha saliendo de su cabaña acompañada, como era de esperarse, de Perla. Esta había alcanzado ya una edad que la permitía correr al lado de su madre, y como estaba siempre en constante movimiento desde la mañana hasta la noche, hubiera podido hacer una jornada mucho más larga. Sin embargo, á veces, más por capricho que por necesidad, pedía que la llevaran en brazos; pero á los pocos momentos quería que la dejasen andar, y continuaba junto á Ester dando saltitos y tropezando á cada instante.

Hemos hablado de la belleza singular de Perla, belleza de tintes vivos y profundos, de tez brillante, ojos que poseían á la vez fulgor é intensidad meditativa, y un cabello de color castaño, lustroso, suave, y que más tarde serían casi negros. Toda ella era fuego y parecía el fruto de un momento de pasión impremeditada. La madre, al idear el traje de su hija, había dado rienda suelta á las tendencias vistosas de su imaginación, y la vistió con una túnica de terciopelo carmesí, de un corte peculiar, abundantemente adornada con caprichosos bordados y floreos de hilo de oro. Tal lujo de colores, que habrían dado un pálido y macilento aspecto á mejillas menos brillantes, se adaptaba admirablemente á la belleza de Perla, y la convertían en la más reluciente llama que jamás se haya movido sobre la tierra.

Pero era una particularidad notable de este traje, y en realidad de la apariencia general de la niña, la de traer irremediablemente á la memoria del que la contemplaba el recuerdo del signo que Ester estaba condenada á llevar en su vestido. Era la letra escarlata bajo otra forma: la letra escarlata dotada de vida. La madre misma, – como si aquella ignominia roja se hubiera grabado profundamente en su cerebro de modo que todas sus ideas revistieran su aspecto, – la madre misma había encontrado aquella semejanza, empleando muchas horas de mórbida ingeniosidad en hallar una analogía entre el objeto de su cariño y el emblema de su falta y de su tormento. Pero como en realidad Perla era al mismo tiempo una y otra cosa, pudo Ester imaginarse perfectamente que la apariencia de la niña guardaba completa semejanza con la letra escarlata.

Al llegar madre é hija á los linderos de la población, los niños de los puritanos, en medio de sus juegos, ó de lo que pasaba por juego entre aquellos sombríos chicuelos, fijaron en ellas las miradas y dijeron:

– Ahí viene la mujer de la letra escarlata; y á su lado viene saltando lo que también se parece á una letra escarlata. Vamos á arrojarles fango.

Pero Perla, que era una niña intrépida, después de fruncir el entrecejo, de golpear el suelo con el piececito y de apretar el puño con diversos gestos amenazadores, se lanzó de repente contra el grupo de sus enemigos y los puso á todos en fuga. Al mismo tiempo chilló y gritó con violencia tal, que el corazón de los fugitivos tembló de espanto. Terminada su victoria, Perla regresó tranquilamente al lado de su madre, á la que dirigió una risueña mirada.

Sin otra aventura llegaron á la morada del Gobernador. Era ésta una gran casa de madera, fabricada al estilo de las que aun se ven en las calles de nuestras ciudades más antiguas; ahora cubiertas de musgo, derrumbándose, y de aspecto melancólico, mudos testigos de las penas ó alegrías de que fueron teatro sus obscuras habitaciones. Entonces, sin embargo, había en su exterior la frescura de la juventud, y en sus ventanas, iluminadas por el sol, parecía brillar aquel contento que reina en las moradas humanas en que aun no ha entrado la muerte. La casa del Gobernador tenía, á la verdad, una apariencia muy alegre: las paredes estaban cubiertas con una especie de estuco con innumerables fragmentos de vidrio, de modo que cuando el sol alumbraba oblicuamente el edificio, brillaba y fulguraba como si sobre él se hubieran arrojado diamantes á manos llenas, lo que le hacía parecer más propio para el palacio de Aladino, que para mansión de un viejo y grave jefe puritano. Estaba además adornado con figuras y diagramas extraños y al parecer cabalísticos, de acuerdo con el raro gusto de la época, que habían sido dibujados en el estuco cuando se acabó de poner, y se habían endurecido con el tiempo, sin duda para que sirvieran de admiración á las edades futuras.

Perla, cuando contempló esta especie de casa maravillosa, comenzó á palmotear y á bailar, y pidió con acento decidido que arrancaran todo aquel frente radiante del edificio, y se lo dieran para jugar con él.

– No, mi querida Perlita, le dijo su madre. Tú misma tienes que procurarte tus rayos de sol; yo no tengo nada que darte.

Se acercaron á la puerta, que tenía la forma de un arco, y estaba flanqueada á cada costado por una torre estrecha ó proyección del edificio, con ventanas de enrejado de alambre y postigos de madera. Levantando el aldabón de hierro, Ester dió un golpe al que respondió uno de los siervos del Gobernador, inglés de nacimiento y libre, pero que á la sazón era esclavo por siete años. Durante ese tiempo tenía que ser la propiedad de su amo, lo mismo que si fuera un buey. El siervo llevaba el traje azul que era el vestido ordinario de los siervos de aquella época, como lo fué también mucho antes en las antiguas casas solariegas de Inglaterra.

– ¿Está en casa Su Señoría el Gobernador Bellingham? preguntó Ester.

– Ciertamente que sí, respondió el siervo, contemplando con tamaños ojos la letra escarlata, pues habiendo llegado recientemente al país, no la había visto todavía. Sí, Su Señoría está en casa; pero con él hay un par de piadosos ministros, y al mismo tiempo un médico: no creo que podáis verle ahora.

– Entraré, sin embargo, replicó Ester.

Y el siervo, juzgando tal vez por el tono decisivo con que pronunció estas palabras, y el brillante símbolo que llevaba en el pecho, que era una gran señora del país, no opuso resistencia alguna.

Madre é hija fueron, pues, admitidas en el vestíbulo. El Gobernador, teniendo en cuenta la naturaleza de los materiales de construcción disponibles, así como la diferencia del clima y costumbres sociales de la colonia, había trazado el plano de su nueva morada á imitación de las de los caballeros de moderados recursos en su país natal. Había por lo tanto un ancho y elevado vestíbulo que se extendía hasta el fondo de la casa y servía de medio de comunicación más ó menos directa con todas las otras piezas. En una extremidad se hallaba alumbrada esta espaciosa habitación por las ventanas de las dos torres; y en la otra, aunque protegida por una cortina, lo estaba por una gran ventana abovedada, provista de un asiento de almohadones, en el que había un volumen en folio, probablemente de las Crónicas de Inglaterra ú otra literatura por el estilo. El mueblaje consistía en algunas sillas macizas, en cuyos respaldares había esculpidas guirnaldas de flores de roble; en el centro había una mesa del mismo estilo que las sillas, todo del tiempo de la Reina Isabel de Inglaterra, ó quizás anterior á él, y traído de la casa paterna del Gobernador. Y en la mesa, como prueba de que la antigua hospitalidad no había muerto, un gran jarro de peltre en el fondo del cual el curioso podría haber visto la espuma de la cerveza bebida recientemente.

Colgaba en la pared una hilera de retratos que representaban los antepasados del linaje de Bellingham, algunos vestidos con petos y armaduras y otros con cuellos alechugados y ropa talar. Como rasgo característico, tenían todos aquella severidad y rigidez que invariablemente hay en los antiguos retratos, como si en vez de pinturas fueran los espíritus de hombres ilustres, ya muertos, que estuvieran contemplando con dureza é intolerancia, criticándolos, las acciones y placeres de los vivos.

Hacia el centro de los tableros de roble que cubrían las paredes del vestíbulo había suspendida una cota de malla y sus accesorios, no una reliquia hereditaria, como los retratos, sino de fecha más moderna, fabricada por un hábil armero de Londres el año mismo en que el Gobernador Bellingham vino á la Nueva Inglaterra. Allí había un yelmo, una coraza, una gola y grebas, con un par de manoplas, y colgando debajo una espada; todo, y especialmente el yelmo y la coraza, tan perfectamente bruñido, que resplandecían con un blanco radiante, iluminando el pavimento. Esta brillante panoplia no servía de simple ornato, sino que el Gobernador se la había endosado más de una vez, especialmente á la cabeza de un regimiento en la guerra contra los indios, pues aunque por estudios y profesión era un abogado, las exigencias del nuevo país habían hecho de él un soldado y un Gobernante.

Perlita, – á quien agradó la resplandeciente armadura tanto como el brillante frontispicio de la casa, se entretuvo algún tiempo mirando la pulida superficie de la coraza que resplandecía como si fuera un espejo.

– ¡Madre! gritó, madre, te veo aquí. ¡Mira! ¡mira!

Ester, por complacer á su hijita, dió una mirada á la coraza, y vió que, debido al efecto peculiar de este espejo convexo, la letra escarlata parecía reproducida en proporciones exageradas y gigantescas, de tal modo que venía á ser lo más prominente de toda su persona. En realidad, parecía como si Ester se ocultara detrás de la letra. Perla le llamó también la atención á otra figura semejante en el yelmo, sonriendo á su madre con aquella especie de expresión de duendecillo tan común á su inteligente rostro. Esta mirada de traviesa alegría se reflejó igualmente en el espejo, con tales proporciones y tal intensidad de efecto, que Ester no creyó que pudiera ser la imagen de su propia hija, sino la de algún trasgo ó duende que trataba de amoldarse á la forma de Perla.

– Vamos, Perla, dijo la madre llevándosela consigo. Ven á ver este hermoso jardín. Quizás haya en él flores más hermosas que las de los bosques.

Perla se dirigió á la ventana abovedada en el fondo del vestíbulo, y tendió la mirada á lo largo de las calles del jardín, alfombrado de hierba recién cortada, y guarnecido con algunos arbustos, no muchos, como si el dueño hubiera desistido de su idea de perpetuar en este lado del Atlántico el gusto inglés en materia de jardines. Las coles crecían á la simple vista, y una calabacera, plantada á alguna distancia, se había extendido al través del espacio intermediario, depositando uno de sus gigantescos productos directamente debajo de la ventana indicada. Había, sin embargo, unos cuantos rosales, y cierto número de manzanos, procedentes probablemente de los plantados por los primeros colonos.

Perla, al ver los rosales, empezó á clamar por una rosa encarnada, y no quiso estarse tranquila.

– Cállate, niña, cállate, dijo la madre encarecidamente. No llores, mi querida Perla. Oigo voces en el jardín. El Gobernador se acerca acompañado de varios caballeros. Cállate.

En efecto, por la avenida del jardín se veía cierto número de personas con dirección hacia la casa. Perla, sin hacer caso de las tentativas de su madre para aquietarla, dió un grito agudísimo, y guardó entonces silencio; no debido á un sentimiento de obediencia, sino á la viva y móvil curiosidad de su naturaleza que hizo que todo su interés se concentrara en la aparición de estos nuevos personajes.

VIII
LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTRO

EL Gobernador Bellingham, vestido en traje de casa, que consistía en una bata no muy ajustada, y gorra, abría la comitiva y parecía ir mostrando su propiedad á los que le acompañaban, explicándoles las mejoras que proyectaba introducir. La vasta circunferencia de un cuello alechugado, hecho con mucho esmero, que proyectaba por debajo de su barba gris, según la moda del tiempo antiguo, contribuía á darle á su cabeza un parecido á la de San Juan Bautista en la fuente. La impresión producida por su rígido y severo semblante, por el que habían pasado algunos otoños, no estaba en armonía con todo lo que allí le rodeaba y parecía destinado al goce de las cosas terrenales. Pero es un error suponer que nuestros graves abuelos, – aunque acostumbrados á hablar de la existencia humana y pensar en ella como si fuese una mera prueba y una lucha constante, y aunque se hallaban preparados á sacrificar bienes y vida cuando el deber lo requería, – hicieran caso de conciencia rechazar todas aquellas comodidades, y aun regalo, que estaban á su alcance. Semejante doctrina no fué nunca enseñada, por ejemplo, por el venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la nieve, se veía por sobre el hombro del Gobernador Bellingham, mientras le decía que las peras y los melocotones podrían aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de púrpura podrían florecer si estuvieran protegidas por los muros del jardín expuestos más directamente al sol. El anciano ministro tenía un gusto legítimo y de larga fecha por todas las cosas buenas y todas las comodidades de la vida; y por severo que se mostrase en el púlpito en su reprobación pública de transgresiones como las de Ester Prynne, sin embargo, la benevolencia que desplegaba en la vida privada le había grangeado mayor cantidad de afecto que la concedida á ningún otro de sus colegas.

Detrás del Gobernador y del Sr. Wilson venían otros dos huéspedes: uno el Reverendo Arturo Dimmesdale, á quien el lector recordará tal vez por haber desempeñado, no voluntariamente, un corto papel en la escena del castigo público de Ester; y á su lado, como si fuera su compañero íntimo, el viejo Rogerio Chillingworth, persona de gran habilidad en la medicina, y que hacía dos ó tres años había fijado su residencia en la colonia. Se decía que este sabio anciano era al mismo tiempo el médico y el amigo del joven eclesiástico, cuya salud se había deteriorado mucho últimamente á causa de su abnegación sin límites y su consagración completa á los trabajos y deberes de su sagrado ministerio.

El Gobernador, adelantándose á sus huéspedes, subió dos ó tres escalones, y abriendo una de las hojas de la gran ventana del vestíbulo, se encontró cerca de Perla. La sombra de la cortina ocultaba parcialmente á la madre.

– ¿Qué tenemos aquí? – dijo el Gobernador mirando á la figurita color de escarlata que estaba delante de él. Confieso que no he visto nada parecido desde los días de mis vanidades, allá en mis tiempos juveniles, cuando consideraba inestimable favor ser admitido en los bailes de disfraces de la Corte. Había entonces un enjambre de estas pequeñas apariciones en los días de fiesta. ¿Pero cómo ha entrado este huésped en mi antecámara?

– Sí, en efecto, exclamó el buen anciano Sr. Wilson, ¿qué pajarito color de escarlata podrá ser éste? Me parece haber visto algo semejante cuando el sol brilla al través de los cristales de una ventana de variedad de colores, y dibuja imágenes doradas y carmesíes en el suelo. Pero eso era allá en nuestra vieja patria. Díme, niña, ¿quién eres, y qué ha movido á tu madre á aderezarte de un modo tan extraño? ¿Eres una niña cristiana? ¿Sabes el catecismo? ¿Ó eres acaso uno de esos petulantes duendes ó trasgos que creíamos haber dejado para siempre en la alegre Inglaterra?

– Yo soy la hija de mi madre, respondió la visión escarlata, y mi nombre es Perla.

– ¿Perla? – más bien Rubí, ó Coral, ó Rosa encendida por lo menos, á juzgar por tu color, respondió el anciano ministro extendiendo la mano, inútilmente, para acariciar la mejilla de Perla. – ¿Pero dónde está tu madre? ¡Ah! Ya comprendo, agregó; y dirigiéndose al Gobernador le dijo en voz baja: – Esta es precisamente la niña de que hemos hablado; y ved ahí á esa infeliz mujer, á Ester Prynne, su madre.

– ¿Eso dices? exclamó el Gobernador. Sí, deberíamos haber pensado que la madre de tal niña tenía que ser una mujer escarlata, y un tipo digno de Babilonia. Pero á buen tiempo llega, y trataremos de este asunto inmediatamente.

El Gobernador entró en la antecámara seguido de sus tres huéspedes.

– Ester Prynne, dijo clavando la mirada naturalmente severa en la portadora de la letra escarlata, en estos días se ha hablado mucho de tí. Hemos discutido con toda calma y seso, si nosotros, que somos personas de autoridad é influencia, cumplimos con nuestro deber confiando la dirección y guía de un alma inmortal, como la de esta criatura, á quien ha tropezado y caído en medio de los lazos y redes del mundo. Habla, tú que eres la madre de esta niña. ¿No crees que sería mejor, tanto para el bienestar temporal como para la vida eterna de tu pequeñuela, que se te prive de su cuidado, y que vestida de una manera menos vistosa, se la eduque en la obediencia y se la instruya en las verdades del cielo y de la tierra? ¿Qué puedes hacer en pró de tu niña en este particular?

– Yo puedo instruir á mi hija según la enseñanza que he recibido de esto, – respondió Ester tocando con el dedo la letra escarlata.

– Mujer, esa es tu insignia de vergüenza, replicó el severo magistrado. Precisamente en consecuencia de la falta que indica esa letra, deseamos que tu hija pase al cuidado de otras manos.

– Sin embargo, dijo la madre tranquilamente, aunque volviéndose cada vez más pálida, esta insignia me ha dado, y me da diariamente, y hasta en este momento, lecciones que harán á mi hija más cuerda y mejor, aunque para mí no sean ya de provecho.

– Ahora lo sabremos, dijo el Gobernador, y decidiremos lo que hay que hacer. Mi buen Señor Wilson, os ruego que examinéis á esta Perla, pues tal es su nombre, y veáis si tiene la instrucción cristiana que conviene á una niña de su edad.

El anciano eclesiástico se sentó en un sillón é hizo un esfuerzo para atraer á Perla entre sus rodillas. Pero la niña, acostumbrada solamente al tacto familiar de su madre y no al de otra persona, se escapó por la ventana abierta y se plantó en el escalón más alto, pareciendo entonces un pájaro tropical silvestre, de brillante plumaje, dispuesto á emprender el vuelo en los espacios. El Sr. Wilson, no poco sorprendido de esto, pues era una especie de patriarca favorito de los niños, trató sin embargo de proceder al examen.

– Perla, le dijo con gran solemnidad, tienes que recibir instrucción para que, á su debido tiempo, logres llevar en tu seno una perla de gran precio. ¿Puedes decir, hija mía, quién te ha creado?

Perla sabía perfectamente qué responder, porque siendo Ester la hija de una familia piadosa, poco después de la conversación que había tenido con su niña acerca de su Padre Celestial, había comenzado á hablarle de esas verdades que el espíritu humano, cualquiera que sea su estado de desarrollo, oye con intenso interés. Por lo tanto Perla, aunque solo contaba tres años de edad, podría haber sufrido con buen éxito un examen en algunas materias religiosas; pero la perversidad más ó menos común á todos los niños, y de la cual la chicuela tenía una buena dosis, se apoderó de ella en el momento más inoportuno, y la hizo cerrar los labios ó proferir palabras que no venían al caso. Después de llevarse el dedo á la boca, y de muchas negativas de responder á las preguntas del buen Sr. Wilson, la niña finalmente anunció que no había sido creada por nadie, sino que su madre la había recogido en un rosal silvestre que crecía junto á la puerta de la cárcel.

Esta respuesta fantástica le fué probablemente sugerida por la proximidad de los rosales del Gobernador, que tenía á la vista, y por el recuerdo del rosal silvestre de la cárcel, junto al cual había pasado al venir á la morada de Bellingham.

El viejo Rogerio Chillingworth, con una sonrisa en los labios, murmuró unas cuantas palabras al oído del joven eclesiástico. Ester dirigió una mirada al hombre de ciencia, y á pesar de que su destino estaba colgando de un hilo, se quedó sorprendida al notar el cambio verificado en las facciones de Rogerio, que se había vuelto mucho más feo, su cutis más atezado, y su figura peor formada que en los tiempos en que le había conocido más familiarmente. Sus miradas se cruzaron un instante, pero inmediatamente tuvo que prestar toda su atención á lo que estaba pasando respecto á su hija.

– ¡Esto es horrible! – exclamó el Gobernador volviendo lentamente del asombro que le había causado la respuesta de Perla. He aquí una niña de tres años de edad, que no sabe quién la ha creado. No hay duda de que en la misma ignorancia se encuentra respecto á su alma, su actual perversidad y su futuro destino. Me parece, caballeros, que no hay necesidad de proseguir adelante.

Ester tomó entonces á Perla y la estrechó entre sus brazos, mirando al viejo magistrado puritano casi con una feroz expresión en los ojos. Sola en el mundo, arrojada de él como fruto podrido, y con este único tesoro que era el consuelo de su corazón, tenía la conciencia de que poseía derechos indestructibles contra las pretensiones del mundo, y se hallaba dispuesta á defenderlos á todo trance.

– Dios me ha dado á esta niña, exclamó. Me la ha dado en desquite de todo aquello de que he sido despojada por vosotros. Es mi felicidad, y al mismo tiempo mi tormento. Perla es quien me sostiene viva en este mundo. Perla también me castiga. ¿No véis que ella es la letra escarlata, capaz solamente de ser amada y dotada de un poder infinito de retribución por mi falta? No me la quitaréis: primero moriré.

– Pobre mujer, dijo con cierta bondad el anciano eclesiástico, la niña será muy bien cuidada, tal vez mejor que lo que tú puedes hacer.

– Dios la confió á mi cuidado, repitió Ester esforzando la voz. No la entregaré.

Y entonces, como movida de impulso repentino se dirigió al joven eclesiástico, al Sr. Dimmesdale, á quien, hasta ese momento apenas había mirado, y exclamó:

– ¡Habla por mí! Tú eras mi pastor, y tenías mi alma á tu cargo, y me conoces mejor que estos hombres. Yo no quiero perder á mi hija. Habla por mí: tú sabes, – porque estás dotado de la conmiseración de que carecen estos hombres, – tú sabes lo que hay en mi corazón, y cuáles son los derechos de una madre, y que son mucho más poderosos cuando esa madre tiene sólo á su hija y la letra escarlata. ¡Mírala! Yo no quiero perder la niña. ¡Mírala!

Á este llamamiento frenético y singular que indicaba que la posición actual de Ester casi la había privado del juicio, el joven eclesiástico se adelantó pálido y llevándose la mano al corazón, como era su costumbre siempre que su nervioso temperamento le ponía en un estado de suma agitación. Parecía ahora más lleno de zozobra y más extenuado que cuando lo describimos en la escena de la pública ignominia de Ester; y bien sea por lo quebrantado de su salud, ó por otra causa cualquiera, sus grandes ojos negros revelaban un mundo de dolor en la expresión inquieta y melancólica de sus miradas.

– Hay mucha verdad en lo que esta mujer dice, – comenzó el Sr. Dimmesdale con voz dulce y trémula, aunque vigorosa, que resonó en todos los ámbitos del vestíbulo; – hay verdad en lo que Ester dice, y en los sentimientos que la inspiran. Dios le ha dado la niña, y al mismo tiempo un conocimiento instintivo de la naturaleza y las necesidades de ese tierno sér, que parecen muy peculiares, conocimiento que ningún otro mortal puede poseer. Y, además, ¿no hay algo inmensamente sagrado entre las relaciones de esta madre y de esta niña?

– ¡Ah! ¿cómo es eso, buen Sr. Dimmesdale? – interrumpió el Gobernador, – os ruego que aclaréis este punto.

– Así tiene que ser, – continuó el joven eclesiástico, – porque, si pensamos de otro modo, ¿no implicaría que el Padre Celestial, el Creador de todas las cosas de este mundo, ha tenido en poco una acción pecaminosa, y no ha dado mucha importancia á la diferencia que existe entre un amor puro y uno impuro? Esta hija de la culpa del padre y la vergüenza de la madre ha venido, enviada por Dios, á influir de varios modos en el corazón de la que ahora con tanta vehemencia y con tal amargura reclama el derecho de conservarla á su lado. Fué creada para una bendición, para la única felicidad de su vida. Fué creada sin duda, como la madre misma nos lo ha dicho, para que fuera también una retribución; un tormento de todas las horas; un dardo, una congoja, una agonía siempre latente en medio de un gozo pasajero. ¿No ha expresado ella este pensamiento en el traje de la pobre niña, que de una manera tan eficaz nos recuerda el símbolo rojo que abrasa su seno?

– ¡Bien dicho, bien dicho! exclamó el buen Sr. Wilson. Yo temía que la mujer pensaba solo en hacer de su hija una saltimbanquis.

– ¡Oh! no, no; continuó Dimmesdale. La madre, creédmelo, reconoce el solemne milagro que Dios ha operado en la existencia de esa criatura. Pueda también comprender, – lo que es para mí una verdad indiscutible, – que este don, ante todo, tiene por objeto conservar el alma de la madre en estado de gracia y librarla de los abismos profundos del pecado en que de otro modo Satanás la hubiera hundido. Por lo tanto, es un bien para esta pobre mujer pecadora tener á su cargo un alma infantil, un sér capaz de eterna dicha ó de eterna pena, – un sér que sea educado por ella en los senderos de la justicia, que á cada instante le recuerde su caída, pero que al mismo tiempo le haga tener presente, como si fuera una sagrada promesa del Creador, que si la madre educa á la niña para el cielo, la niña llevará también allí á su madre. Y en esto, la madre pecadora es más feliz que el padre pecador. De consiguiente, en beneficio de Ester Prynne, no menos que en el de la pobre niña, dejémoslas como la Providencia ha considerado conveniente situarlas.

– Habláis, amigo mío, con extraña vehemencia, – le dijo el viejo Rogerio con una sonrisa.

– Y tiene gran peso lo que mi joven hermano ha dicho, – agregó el Reverendo Sr. Wilson. ¿Qué dice el muy digno Gobernador? ¿No ha defendido bien los derechos de la pobre mujer?

– Seguramente que sí, – respondió el magistrado, – y ha aducido tales razones, que dejaremos el asunto como está; por lo menos, mientras la mujer no sea objeto de escándalo. Hemos de tener, sin embargo, cuidado de que la niña se instruya contigo en el catecismo, buen Sr. Wilson, ó con el Reverendo Sr. Dimmesdale. Además, á su debido tiempo es preciso ocuparse en que vaya á la escuela y á la iglesia.

Cuando el joven ministro acabó de hablar se alejó unos cuantos pasos del grupo, y permaneció con el rostro parcialmente oculto por los pesados pliegues de las cortinas de la ventana, mientras la sombra de su cuerpo, que la luz del sol hacía proyectar sobre el suelo, estaba toda trémula con la vehemencia de su discurso. Perla, con la viveza caprichosa que la caracterizaba, se dirigió hacia él, y tomándole una de las manos entre las suyas, apoyó en ella su mejilla: caricia tan tierna, y á la vez tan natural, que Ester, al contemplarla, se dijo para sus adentros: "¿Es esa mi Perla?" Sabía, sin embargo, que el corazón de su hija era capaz de amor, aunque éste se revelaba casi siempre de una manera apasionada y violenta; y en el curso de sus pocos años apenas si se había manifestado dos veces con tanta suavidad y ternura como ahora. El joven ministro, – pues excepto las miradas de una mujer que se idolatra, no existe nada tan dulce como estas espontáneas caricias de un niño, que son indicio de que hay en nosotros algo verdaderamente digno de ser amado, – el joven ministro arrojó una mirada en torno suyo, puso la mano en la cabeza de la niña, vaciló un momento, y la besó en la frente. Aquel tierno capricho, tan poco común en el carácter de Perla, no duró mucho tiempo: se echó á reir, y se fué á lo largo del vestíbulo saltando tan ligeramente, que el anciano Sr. Wilson se preguntó si había tocado el pavimento con la punta de los pies.

– Este pequeño traste tiene en sí algo de hechicería, – le dijo á Dimmesdale: no necesita del palo de escoba de una vieja para volar.

– ¡Extraña niña! – observó el anciano Rogerio. Es fácil ver lo que hay en ella de su madre. ¿Creeréis por ventura, señores, que esté fuera del alcance de un filósofo analizar la naturaleza de la niña, y por su hechura y modo de ser adivinar quién es el padre?

– No: en tal asunto, sería pecaminoso atenerse á la filosofía profana, – dijo el Sr. Wilson. Vale más entregarse al ayuno y á la oración para resolver el problema; y mucho mejor aún dejar el misterio como está, hasta que la Providencia lo revele cuando lo tenga á bien. De consiguiente, todo buen cristiano tiene el derecho de mostrar la bondad de un padre hacia esta pobre niña abandonada.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
22 ekim 2017
Hacim:
320 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain