Kitabı oku: «Dulces gritos de ciudad»
En Dulces gritos de ciudad, la frescura y variedad de sus historias encuentran unidad en el rigor, en la delicada y paciente elaboración de sus textos, que muestran a un escritor dedicado con entereza y profundidad al oficio de escribir. Y no solo de escribir, sino de escribir literatura; de crear y recrear mundos paralelos en lenguajes de ficción que tienen –siempre– un pie sobre la tierra. Al decir del propio autor: ‘Yo no invento nada. Solo narro lo que veo.’ Y sí. De eso se trata. Lo que ocurre es que ‘narrar lo que se ve’ no es solo describir la llana y chata realidad con la técnica de un fotógrafo de primeras comuniones. No. Aquí es preciso aclarar que, por supuesto, cada quien narra lo que ve.
Y ahí radica la diferencia. Cualquiera describe, toma instantáneas automáticas, sin importar los planos, la profundidad de campo, los contrastes, las gamas de grises y de colores; la estética del momento. Sus pobres descripciones no alcanzan a percibir e interpretar los diferentes significados de la atmósfera, el aroma, los ambientes y sus silencios.
Título original: Dulces gritos de ciudad
Dirección editorial: Jaime Fernández Molano
Coordinación: Orlando Peña Rodriguez
Asistentes de producción: Santiago Molina, Esmeralda Rodríguez
Diseño y diagramación: Diego Torres
Diseño portada: Diego Torres, Luis Miguel Ortiz
Ilustración portada: Pared medianera. Alex Cid. Barcelona 2007.
fotosalexcid.blogspot.com
Fotografía del autor: Angélika Ma. Rivera B.
Colección: Árbol Ávido
Primera edición: mayo de 2014
© Nayib Camacho O.
© 1a. edición: Entreletras - Metaediciones, mayo de 2014
Villavicencio, Meta, Colombia S.A.
Contactos: 321 474 2906 - 310 3334801 - (8) 662 1091
Correo: corpoentreletras@yahoo.com
ISBN: 978-958-58407-2-0
Hecho el depósito legal
Se prohíbe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa escrita del autor y del editor.
Preprensa digital, diseño e impresión:
Entreletras
La vida transcurre normalmente
Iván Saldarriaga S.
La ciudad desborda trampas acústicas
Carlos Monsiváis
...toda poesía se escribe en el corazón del grito
André Chenet
...ha de gritar con voz tan desgarrada Hasta que las ciudades tiemblen como niñas
Federico García Lorca
Para la gente dulce
La nube
Aunque el frío parecía colgarse de los vidrios, Lucía se sentía bien bajo techo. Estaba calientica y sin derecho a quejarse. No era costumbre suya pero había cenado una salchicha de cerdo y un café con leche descremada. Esperó un rato y se fue a la cama. Se santiguó y agradeció por lo que le tocaba. Tomó su medicamento y fue quedándose dormida, esperando que una luz sin hilachas derrotara esa nube interior que tanto la hería.
Las voces de la televisión informaban que catorce personas habían sido rescatadas en las playas del norte. Se preveía que Lucía se manifestara con lluvias, provocando inundaciones en todo el país. La esperaban como tornado pero el pronóstico cambió y advertía la presencia de una tormenta que pasaría entre La piedra del indio y el faro de San Carlos, lugares que Lucía y Maximiliano recorrieron en su luna de miel.
Lucía soñaba con una casa entre el bosque y muchos leños cuando sonó la alarma. Se volteó y siguió durmiendo. Quería amodorrar su fantasía pero el reloj volvió a timbrar. Esta vez apagó el despertador. Se restregó los ojos y bostezó. Quiso recuperar el sueño pero había perdido su hilo narrativo. Entonces acomodó la almohada en la espalda y accionó el control del televisor.
Eran las 7.40 a.m. El meteorólogo, puntero en mano, señalaba sobre el mapa virtual una posible ruta de vientos. Sabía que hablar de tormenta significaba anunciar fuertes lluvias e inundaciones, evacuación de poblaciones amenazadas, abandono de hogar y pertenencias, corte en el suministro de energía, avería de muelles y edificios, caída de árboles, destrucción de puertas y ventanas, rotura de techos y pisos, devastación de señalizaciones y carreteras. Por eso prefirió decir que sería un día medianamente soleado, que la luna entraría en cuarto creciente y posiblemente llovería en la tarde. Lucía no estaba del todo despierta y entendió que el día sería cálido y luminoso, no se pondría nublado y triste. Que la temperatura sería agradable. Entonces advirtió una sensación estable y alegre en un día radiante y claro.
Lucía atravesó la sala. Corrió la cortina y se asomó a la ventana. Abrigaba sus pies entre unas medias gruesas. Un rastro de volutas de lana increpaba las bajas temperaturas. El invierno le parecía maravilloso pero esa mañana notó que al sol le costaba trabajo cumplir con su rutina de luz. El astro intentaba convenir una tregua con la neblina en un esfuerzo por complacer al meteorólogo y acertar con su pronóstico.
El fenómeno atmosférico no era nuevo. Hacía varios meses ocurría lo mismo. Una agrisada nube se cruzaba de manera impertinente ante su vista. Al principio Lucía no le prestó mucha atención, pero esa mañana se sentía distinta. Tal vez el sueño la había perturbado y quería hacerle barra al sol.
Al escudriñar la tonalidad mañanera todavía le pesaban los párpados. La niebla de su aliento se disipó sobre las celosías de la cocina. El pequeño susto que la estimulaba fue anulando su parsimonia. Tomó el desayuno. Una prueba de valor la echó a volar hacia su despacho. Encendió la radio del auto. Aunque en la capital se preveía sol, las noticias radiales profundizaban en la concentración de la tormenta Lucía. Le pareció curioso que el Centro de Diagnóstico Climático la hubiera llamado así. Por el camino fue adiestrando otra vez los saludos.
El ascensor se detuvo. Lucía entró a su oficina. Sentía un aire húmedo en el ambiente. Su cuerpo condensaba el vapor de agua de la atmósfera y su temperatura corporal subía. La quimera de un olor a sol la traía doblegada. Dispuso el material de trabajo y guardó el bolso. Sobre su escritorio reposaba un café negro y un vaso de agua. Mientras tomaba su medicamento vio el mundo de afuera a través de la persiana. Trataba de ubicar la nube que opacaba la atmósfera cuando le acercaron una carpeta abierta. El teléfono sonó. Hablaba, firmaba documentos y repartía órdenes con su mano.
La hora del almuerzo no fue diferente. La música del restaurante acompasó el paso plomizo de las nubes a través del cortinaje transparente. Lucía tomó sopa y comió vegetales. Después perdió un poco de tiempo jugando con sus pastillas. Sobre una servilleta escribió: “¿Cómo pacificar el mundo?”. Una suave pereza la invitó a ascender por la escalera eléctrica de regreso a su cubil. En uno de los televisores públicos del centro comercial, el meteorólogo informaba que el ojo de Lucía entraría a tierra a unos 1100 kilómetros al norte de la capital, aproximadamente a las 19:50 horas locales (23:50 GMT).
La tarde se reventó escamoteando una puesta de sol. En medio de una elástica manía laboral Lucía completó sus anotaciones. Antes de regresar a casa, desaguó sus fuerzas mirándose en el espejo. A esa hora el tercer boletín del Centro de Diagnóstico Climático, emitido a las 17:00 horas, avisaba que el vórtice de Lucía se ubicaba a 110 kilómetros de la costa norte y se desplazaba aumentando su velocidad a 32 kilómetros por hora. El sistema de captación de registros indicaba un rastro de copiosas lluvias en gran parte del territorio nacional. Lucía escuchó de nuevo al meteorólogo en el televisor de su oficina pronosticando que una vez la tormenta tocara tierra, sus características se disiparían en 36 o 48 horas.
El regreso de la oficina fue raudo, como si la velocidad de traslación hubiera sufrido un drástico aumento. Lucía encontró el apartamento algo desordenado. Cosas por aquí, cosas por allá, entre una atmósfera muy fría. Por alguna extraña razón el aire acondicionado estaba encendido. La rara circulación de aire y viento que rotaba en sentido opuesto de las agujas del reloj, levantaba en espiral las cortinas y redundaba en los sonidos de los móviles metálicos que guarecían los arcos de las puertas. Lucía pensó en los efectos de esta pequeña tormenta. Si fueran en gran escala, de seguro serían muy destructivos. Pero aquello solo había sido una arremetida repentina y breve, sin daños importantes. Terminó de encender las luces y fue a la cocina.
El marco de la ventana vibró con el pasó de un jet. Era mayo y la lluvia persistía en sus mojados triunfos. El pronóstico fue errado. El sol ni ligeramente se asomó. Llovía y la temperatura seguía bajando. Una solitaria lógica parecía indicarle que al siguiente día tampoco habría sol. De todos modos tendría que prepararse para otro amanecer, a lo mejor se daría la ocasión. Miraba por la ventana. Sirvió un poco de whisky pero no lo probó. Lo dejó sobre el borde de la ventana. Prefirió beber de su taza de café. El paisaje gris de afuera jugaba con el silencio de su apartamento. Se sentía bien al acercarse a la chimenea. Miró la luna a través del vidrio empañado. Estaba detenida en cuarto creciente y parecía esconder una sorpresa en algún jardín.
Hacía varios días que Maximiliano no estaba. En su nuevo apartamento, conectado a internet, el meteorólogo seguía leyendo informes y revisando mapas atmosféricos. Con el paso de las imágenes satelitales sospechaba que el cuadro climático empeoraría. Ante las evidencias le comenzó a entrar un raro temblor. Intuía una desgracia. Era como si algo estuviera en riesgo. Posiblemente probaría su propia medicina.
A comienzos de año creía que solo se trataba de un ligero percance y no le prestó atención a Lucía. Pensaba que el trastorno de su ámbito emotivo era pasajero, como si se trataba de un ciclón, de una tormenta no frontal o de un centro de baja presión. Las cosas pasarían rápidamente y todo volvería a la normalidad. Entonces la pequeña nube le llegó a Maximiliano como un adorno en el paisaje frío. Y llegó para dejar sus estragos. El ciclón se podía predecir con algunos días de antelación, pero aquello resultó ser una tormenta. Lo que se venía era un desastre. Ahora pensaba en Lucía.
Maximiliano no entendía cómo se fueron deteriorando las cosas. Ni siquiera alcanzó a percibir que carecía de instrumentos para medir el estropicio con Lucía. Ahora se sentía damnificado. En detrimento de su atmósfera afectiva, su capacidad para advertir posibles destrozos estaba completamente aniquilada. En menoscabo suyo, pendiente de ciclones y tormentas, Lucía fue dibujando una catástrofe que iba más allá de sus propias dolencias. Cada uno en su clima.
Considerando su capacidad para explorar el estado del tiempo, el clima y sus circunstancias, Maximiliano inspeccionaba futuras líneas de conducta con la intención de predecir un cambio en Lucía. Reconocía que él tampoco seguía el curso de los acontecimientos de acuerdo con las trayectorias afectivas previstas. Aunque era un exitoso investigador y meteorólogo de televisión, era incapaz de controlar los tiempos de llegada a su casa. Tampoco pudo comprobar cómo su aire amoroso fue disipándose.
Eran días difíciles para Lucía. De repente se le apilaban los recuerdos. Sentía que Maximiliano aparecía en la televisión para recordarle que no volvería a casa. Lo veía pasar como una nube repitiéndole que era una mujer sin pasiones.
Al juntársele los días de sol y lluvia, frío y calor, Lucía tenía que arreglárselas para adivinar el clima. Como ahora aprendía de su memoria, se propuso, si no llovía, invitar a Maximiliano a comer al día siguiente. Imaginó que podían pasar un rato quejándose de sus olvidos y de pronto hablar de Lucía.
El frío de la ciudad comenzaba a manifestar una cierta insistencia histórica. Lucía se tumbó en la cama. Luego se deslizó bajo las frazadas y sintió que todo estaba tibio. Estaba abrigada frente a la pantalla del televisor. Al cerrar la cortina de la ventana notó que una pequeña brisa acompañaba el rastro de una nube. Detrás de ella estaba su corazón. Se olvidó de la invitación. Su corazón era un sol. Pensó que ninguna nube podía tapar el sol.
Identidad
Estaba con Fernando tomando gaseosa. Él quería fumarse un Pielroja, pero en la tienda no tenían. Quería seguir contando historias. Entonces atravesó la calle y fue al local de enfrente. Mientras esperaba el cambio se puso a mirar la vitrina. Regresó con una risa nerviosa. Era como si lo hubieran pellizcado por dentro. Llegó extraño, desconcertado, con los cigarrillos brincándole en la mano.
Una imagen atrajo su atención. Le pareció familiar y se detuvo un instante. Suspendió sus ojos en el detalle. Era increíble. En uno de los bordes de la vitrina, junto a los documentos de otras personas, estaba expuesta su cédula. La encontró de chiripa. Sí, era su cédula de ciudadanía original. Completaba casi diez años de haberla extraviado.
Puso el envejecido pedazo de plástico sobre la mesa. Era chistoso ver la foto descolorida por el sol, al lado de un desleído nombre. Mire bien, y con cuidado, lo dijo invitándome a descubrir algo. Me acerqué a lo que quedaba de documento. Fue cuando lo reconocí y me contó lo sucedido. Con el estudio fotográfico pegado a esa tienda y solo había entrado una vez. No le gustaba porque olía a cebolla vieja. Recordó el día que sacó la cédula por primera vez.
Todavía tenía cara de ángel, pero se sentía mayor y ansiaba el documento. Cuando llegó a la Oficina de Registro Civil, la fila parecía interminable. Quedó desanimado. Fue mirando de atrás hacia adelante, tratando de ubicar a su primo. Él vivía cerca del lugar y la noche anterior dijo que madrugaría a guardar puesto. Por fin pudo verlo. Entró en la fila y los de atrás lo abuchearon, pero no les puso cuidado. Se quedó ahí y la gente se calmó. Eran las caricias de la suerte.
Su primo estaba desde las cuatro de la mañana. Hablaron del aguacero y bebían tinto cuando un tipo se les acercó. ¿Traen las fotos? Respondieron que sí y las mostraron. Entonces el hombre comentó que esas no servían, que tenían que ser con un fondo diferente y las orejas descubiertas. Les ofreció el servicio para que no perdieran la fila y el día. A Fernando le preocupaba en dónde les tomarían a esa hora las fotos. Les dijo que el sitio quedaba a tres cuadras, que primero fuera uno mientras el otro cuidaba el puesto. Los primos se miraron. En los ojos de ambos se reflejó el mismo temor. No sabían qué hacer. Tranquilos chinos, no les va a pasar nada. Piénselo. Y el tipo se retiró hacia unos recién llegados.
El primo de Fernando estaba asustado; no iría por allá. ¿Saben qué?, dijo una señora que iba más adelante, vengo por la copia de la cédula; en la oficina les toman la foto. Eso sí, queda horrible, pero qué se puede hacer. No vamos a salir en una revista. La escuchaban cuando pasó otro tipo con una cámara instantánea anunciando: Se toman aquí y se imprimen aquí. Ofrecía su servicio diciendo que en caso de quedar feos, él retocaba la foto ahí mismo. Insistía en que aprovecharan porque después de entrar no había nada que hacer; el retrato de adentro era tan horripilante que lo recordarían por toda la eternidad.
La preocupación de Fernando era quedar bien en la foto de la cédula. Tendría que mostrar el documento por el resto de sus días. No quería repetir lo ocurrido cuando cambió la tarjeta de identidad de los siete años por la de catorce. Cargó todo el bachillerato con una cara de desconcierto espantosa, sacándole fotocopias a su perplejidad.
Llevaba mucho rato esperando a que abrieran. Entonces quiso desencalambrarse, echar un cigarrillo, caminar un poco. Al llegar a la esquina se encontró con un amigo. También venía por la cédula. Conversaron un rato y le mostró sus fotos. Se las tomó en el centro comercial donde Fernando sacó las suyas. Habló de la muchacha que manejaba la cámara. La invitaría a bailar el sábado. Con cédula en mano, podía entrar a la discoteca.
Tres horas después abrieron. La fila empezó a moverse. La gente empujaba como entrando a un estadio. De un momento a otro, las barandas de la puerta principal cedieron. La estampida fue brava y la masa rodó por el suelo. Fernando cayó sobre la reja. Era como si lo hubiera atropellado un tren. Cuando se levantó, su primo no estaba por ahí. Trató de explicarle al celador lo ocurrido, que iba adelante en la fila, que lo dejara entrar, que adentro le guardaban el puesto. No, mijo. Tiene que esperar otra tanda; si lo dejo entrar, la gente se marea. Y póngase mosca, no sea que lo vuelvan a tumbar. Quedó afuera sacudiéndose el barro, apeñuscado, recogiendo papeles arrugados, pisoteados, encharcados.
A las fotografías se les escurría el color. Fernando sintió pena por ellas. Recordó a la muchacha del centro comercial que se las tomó. Era bonita y olía a rico. Enfocó su cara en buen ángulo y sus hombros temblaron con la blandura de sus pechos. Sintió escalofríos. Ella se deshacía en elogios diciéndole que era bien parecido. Le dio instrucciones acerca de cómo debía sentarse, cómo destacar los hombros y qué gesto poner. Se creyó un modelo de calzoncillos. Entonces lo invitó a pasar al cuarto oscuro.
–¿A dónde?
–Allá –dijo ella.
Todo estaba claro, lleno de cámaras y cristales.
–¿Está listo?
–Necesito otra peinada.
–Claro, ahí está el peine y el espejo.
Se alisó una y otra vez el pelo. No le gustó y lo dejó al aire. La muchacha tomó una foto, luego otra y otra más. Le ofreció tres muestras para que escogiera. La demora desesperaba a los de afuera. La mujer cambió y ya no fue amable. Lo acosaba para que eligiera pronto. Mirándolas detenidamente, Fernando parecía comprobar que realmente era muy feo y sospechó que la muchacha solo quería halagar a sus clientes.
–Escójala usted. Cualquiera. No importa.
–¿De qué precio?
–Del más caro.
Entró en el cuarto profesional. Al rato oyó su nombre. La muchacha le entregó el sobre con las fotos. Comentó que no había quedado tan mal, que en el fondo él tenía su gracia. Lo invitó a que volviera otro día para hacerle un estudio.
A través del vidrio, la gente de adentro se veía pasar rápido. Una señora recogía papeles, preguntaba datos y los registraba en una tarjeta. Luego recostaba a sus clientes contra la pared y los medía. Enseguida los mandaba donde un fotógrafo que les ponía a todos el mismo saco y corbata. Después firmaban, les entregaban una contraseña y salían por la puerta trasera. Era como fabricar ciudadanos.
Dos horas después Fernando ingresó al edificio. Había aprendido todo el circuito por la ventana, pero no supo por dónde empezar. El celador le dio una ficha. Vio un lugar desocupado y tomó asiento. A la hora llegó a la ventanilla.
–¿Tarjeta de identidad?
–No.
–Entonces, ¿a qué viene?
–Vengo por la cédula.
–Se equivocó. Lo suyo es al otro lado.
Su dedo señaló un área atestada de jóvenes. Tenía que resignarse y esperar. Pidió otra ficha de turno y se sentó. Era el número sesenta y siete. A su lado se sentó una joven bonita, bien vestida, con gafas. Llevaba el pelo suelto. Sintió otra caricia de la suerte. Comenzaron a hablar. A ella no le preocupaba quedar bien en la foto. No quería ser diferente. Llegó temprano a tomarse la muestra de sangre y quería salir pronto e irse a dormir.
–¿Le dolió el pinchazo?
–Claro, y en un lugar tan feo.
Se quedó mirando la camisa embarrada de Fernando. Entonces él le contó lo sucedido. En sus ojos alumbró un flash de lástima, y siguieron conversando.
Al otro lado de la silletería la gente seguía maquillándose, echándose polvos en la nariz, peinándose con disimulo, riendo alborozados. Parecía un camerino de televisión. Luego pasaban donde el gordo de la cámara y éste les cambiaba el gesto. Decía que se pusieran serios, que no se trataba de un cumpleaños. Luego los fusilaba con su inmenso reflector. De inmediato aparecía la imborrable y horrible mueca de la identidad. Fernando notó que al gordo le molestaban los mechudos. A todos les ponía camisas negras. Si tuviera unas tijeras en las manos, seguro que los dejaba calvos. Los forzaba a recogerse el pelo bien estirado detrás de la orejas. Les mostraba un tarro de gomina que parecía contener todos los escupitajos del mundo. Si quiere úselo, o vuelva mañana peluqueado, decía. El tipo gozaba de su trabajo haciéndolo de mal modo. A las muchachas les indagaba por el número telefónico. Ellas creían que la pregunta era parte del protocolo y escribían el número. El gordo las acomodaba manoseándoles los hombros y les decía que un día las llamaría. Se veían caras de asco, de susto, de criminales, de sorpresa, caras adormiladas. Se veían gestos de repudio, de aburrimiento, gestos hipnotizados. Semblantes que quedarían retratados para siempre.
Fernando llevaba maní en los bolsillos. Le ofreció a su compañera de silla, pero ella no quiso. Tenía la idea de que tumbaba las calzas dentales. Prefería sus barras de chicle. Se había despeinado un poco y no le importaba. Después del disparo fotográfico, la gente se arrimaba a una pared a quitarse la tinta de los dedos. El sitio estaba lleno de manchas alteradas y anónimas.
–Mi problema son las huellas.
–¿Cómo así?
–No tengo. Mire.
La muchacha no tenía un solo surco. Era toda lisa. No tenía líneas en las manos, ni línea de la vida, ni del amor, ni del destino. Solo una palma lisa, sin arrugas.
–¿Entonces?
–Me toca mostrar los pies.
Había nacido con poquitas huellas. Se podían contar. Sus padres lo notaron cuando la llevaron a sacarle la tarjeta de identidad. Tuvieron que recurrir a los pies. Allí sí tenía, pero se le estaban borrando. Le dijo a Fernando que las pocas líneas que conservaba en las manos, las comenzó a perder en el colegio. Cada vez que llegaba triste, se le borraba una. Y así, al poco tiempo casi no tenía surcos, pero tenía identidad. Fue cuando lanzó su teoría.
–La cara no es significativa. Lo importante es la identidad. Ella permanece en los recuerdos.
–¿Cómo así?
–Sí, es lo único realmente importante. Es como un panorama de antes y después.
–¿Antes y después qué?
–De la estrella, de encontrar nuestra estrella.
El lugar estaba repleto. Demasiadas personas y comenzaba a hacer calor. La gente no parecía darse cuenta del ambiente tan pesado. Estaban pasmados, tal vez pensando en el futuro. Fernando había olvidado a su primo. Lo vio venir orgulloso, mostrando su contraseña de identificación, su trofeo. Quiso presentárselo a su compañera, pero ella estaba embobada y no mostró interés.
Hablaba sola, con los ojos cerrados. Después de la fotografía. Lo necesitaba saber. Fernando trataba de comprender lo que decía. Con la mirada camuflada y en detalle, percibió que la suya era una blancura rara. Tampoco tenía pliegues debajo de los ojos. Su cabello brillaba al chuparse la luz que salía de la cámara fotográfica. Hablaba con un tono claro. Movía los labios sin esfuerzo. Parecía que no tuviera RH.
A la derecha de Fernando una señora alimentaba a su bebé. Terminó y comenzó a sacarle los gases. Trataba de concentrarse en el perfil de su compañera cuando el bebé vomitó su cuajo sobre su pantalón. Tuvo que ir al baño. Al regresar, su compañera no estaba. Le preguntó a la señora y no supo darle razón. Buscó por todos los lados y nada. Resignado esperó su turno. Una hora después tenía su documento.
De los recuerdos vagos y los detalles que Fernando me refirió sobre aquel día, pienso en esa muchacha cuando le dijo que si alguien nace sin huellas es porque está predestinado a hacer cosas pequeñas, como hablar con la gente, a iluminar un rincón oscuro, a soltar una risa en un funeral, a bailar un vals en una casa pobre, a tomar una fotografía.
Fernando mostró su nueva cédula. La comparé con la vieja y sigue con la misma cara de desconcierto, sin identificarse con algo. Ahora que se le borran las líneas del recuerdo, sigue creyendo que los ángeles usan gafas. Agregó que extraña la cara de aquella muchacha, una cara que desearía mirar por toda la eternidad, pero que no sabe cómo quedó en la cédula.
En su estudio, Fernando insiste en decirle a la gente que no se ponga tan seria, que solo se trata de una fotografía para la cédula, no para la inmortalidad. Que no son estrellas de cine. Continúa haciendo photoshop. Cuando pronuncia la palabra, se le escucha foto shock. Como también trabaja a la antigua, el ácido de las fotografías le está borrando las huellas digitales y supongo, la identidad.