Kitabı oku: «Réquiem por Tijuana», sayfa 2

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Esteban llega directo a su cuarto. Duerme. Nada más se levanta a orinar y vomitar. Luego ya no puede conciliar el descanso. Entre sueños escucha una risa. Los ojos nublados de Rogelio Núñez lo acechan como el ojo de Sauron. Durante las siguientes semanas la pasa en la cama. La fiebre se apodera de su cuerpo y no lo deja levantarse. Un par de amigos lo visitan, pero Esteban se queda dormido fácilmente en medio de las pláticas incoherentes. Esteban trata de escribir pero le salen historias sin sentido, palabras con faltas ortográficas. Se queda viendo idiotizado la pantalla y los ojos de Núñez lo siguen acechando. Le parece verlos entre las letras, que parecen escribirse solas, y le dicen: «Necesitas un trabajo. Regresa al Fondo de Sapiencia».

El joven decide darse un regaderazo. El agua lo altera. Se da topes contra la pared hasta quebrar unos azulejos. La sangre se mezcla con el agua y forman un remolino rojo que desaparece por el desagüe. Se desmaya. La casera lo encuentra moribundo.

Despierta en cama. Un vendaje alrededor de la cabeza. Ya no siente tanta fiebre. Se levanta. Sale al patio a fumar un cigarrillo. Se queda viendo la puesta del sol. Mi nombre es Esteban Toribio, se dice, y soy escritor. No tengo inspiración. Necesito tiempo. Tal vez un empleo me distraiga. Necesito pagar la renta. Tengo que llamarle a Núñez.

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NOTA ENCONTRADA

EN EL BLOG DE UN NARRADOR

¿Qué está pasando con la literatura mexicana? ¿A dónde se han ido nuestros cuentistas y nuestros novelistas? Hay sobrepoblación de poetas. Lo peor de todo: poetas malos. Un amigo me dice que para ser poeta se necesita ser viejo y sabio. Pero ser viejo no es garantía. Sabio tampoco. Igualmente llama la atención la desaparición de tantos escritores. Los rumores dicen que se han autoexiliado y publican bajo el anonimato en algún lugar de Sudamérica o Europa. No lo creo. Alguien se está deshaciendo de ellos: su nombre es Rogelio Núñez. No es coincidencia que desde que ocupa la silla del Fondo de Sapiencia, el primer escritor muerto haya aparecido en el río. Así sucesivamente, a lo largo del año de su servicio en Tijuana, más de sesenta escritores han aparecido en el mismo lugar y con la misma marca: descabezados. ¿En dónde están sus cabezas? No es posible que crímenes así continúen ocurriendo y sigan impunes. Si tú que estás leyendo esto conoces al culpable o, ya ni la chingas, tú eres el culpable, tengo un mensaje para ti: Detente o desaparece.

TRES COMENTARIOS DE LA ENTRADA

Mandíbulas escribió:

No mames. Le están haciendo un favor a la ciudad: pinches mamadores del presupuesto estatal. Síganselos echando.

Cara de papa escribió:

Juarjuarjuar, eso es todo, pinche mandíbulas, que se los chinguen a los cabrones.

Anónimo escribió:

Narradores críticos como tú son los que se necesitan en el Fondo de Sapiencia. ¿Por qué no te das una vuelta? Tienen vacantes. Lleva currículum. Una buena trama para novela es indispensable.

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Esteban Toribio decide regresar. Siente la necesidad de un trabajo urgente. Si debe pedir de rodillas, lo hará. Entra a la oficina de Núñez, este lo recuerda al instante.

—Esteban, pasa, qué gusto. ¿Qué se te ofrece?

—Nada. Solo vengo a preguntar qué sucedió con la vacante.

—Uy, pues fíjate que se la dimos a otra persona. ¿No te llegó el correo?

—No, señor.

—Puta, qué lástima. ¿Y… qué puedo hacer por ti?

—Necesito trabajo, señor Núñez. ¿De casualidad tiene algo?

—Ahora que lo preguntas, sí.

—¿De verdad?

—De verdad, Esteban. Pero cuéntame, cómo va tu novela. Ya la terminaste.

—No, señor, no la he terminado.

—¿Y eso?

—No he tenido tiempo de escribir. He estado enfermo. Necesité reposo.

—Oh, me apena escuchar eso. ¿Y tienes alguna otra historia en mente? Me encantaría escucharla.

—Señor… no tengo nada ahorita. No se me ocurre nada.

—Qué pasó, Esteban, ¿tan difícil es?

—No se me ocurre nada.

—Qué lástima. Talento desperdiciado. Eres otro pinche pendejete que se cree con habilidad de narrar. Narrar no es fácil, querido Esteban. Se necesita maestría para hacerlo. Tu caso es muy triste. Vete, ándale, ponte a vender chicles, lavar carros o escupir fuego: no tienes talento.

—Señor, necesito algún trabajo decente. Lo que sea. Me acaba de decir que tiene algo.

—Pues sí: necesito a alguien que se encargue de barrer y recoger todo el desmadrito que dejan en las presentaciones. Muy educaditos todos, pero pinche marranero dejan.

—Suena interesante, señor.

—Te advierto: no hay paga. Te voy a dar unos bonos para que comas, pero no hay paga.

—¿Y cómo voy a pagar los gastos de casa?

—Si quieres puedes venirte a vivir al cuarto de la azotea.

—De acuerdo, señor.

—Bueno, ve con el jefe de intendencia y dile que te dé una escoba.

—Claro, señor, claro.

—Una cosa más, Esteban.

—Lo que sea, maestro.

—En esta carpeta hay una lista con fotos de algunos narradores. Tu misión es sencilla. Necesito que cuando localices a uno en los alrededores, lo mandes conmigo. Diles que les tengo una propuesta de publicación.

—Muy bien, maestro. Lo haré.

—Gracias, Esteban. Pórtate bien. Si cumples puede haber un ascenso.

Esteban sale. Rogelio se lame los labios.

6

Saber que tienes poder te corrompe. Eso le pasó a Esteban. Después de un par de meses de llevarle narradores a Rogelio, decidió que podía ser parte de su guardia privada. Rogelio tiene muchos enemigos y debe cuidar su pellejo ancestral.

Esteban acepta gustoso. Con el correr de las puestas de sol olvida que alguna vez quiso escribir.

Esteban agrede. Le encanta usar su macana, dejar moretones, romper huevos. Esteban abusa. Lo hace porque tiene hambre.

La lista que recibió de Rogelio casi está completa. Algunos de ellos entraron y salieron por la puerta de la oficina. De otros ya no se supo nada.

Lo que en Esteban sigue despierto es la semilla de la curiosidad. Por eso, cuando esta tarde se encuentra con Roxana Solís en la librería del Fondo de Sapiencia, recuerda aquella noche, meses atrás, cuando lo llamó maricón. Al mismo tiempo trata de recordar la última vez que despertó a lado de ella u otra mujer. Sus ojos se pierden en la abertura del escote de Roxana. Vuelve a sentir esa cosquilla en el escroto. Y no evita invitarla a pasar a la oficina de Núñez. Tiene una oferta de publicación para ti, Roxana. Ella se sorprende. ¿Qué te pasó, pinche Esteban? Esteban se mira por primera vez en el reflejo del aparador: más flaco, más calvo, más jorobado, dientes amarillosos. Cuando voltea, Roxana ya no está. Alcanza a verla bajar hacia el sótano, en donde Núñez quiso remodelar su oficina. La sigue.

A estas horas no hay nadie deambulando por el inframundo. El pasillo está oscuro, salvo por la tenue luz que se cuela por la puerta a medio cerrar de la oficina de Núñez. Se detiene ahí minutos que siente como horas. Alcanza a escuchar la voz de Roxana y Núñez. Cuéntame tu novela, le pide el jefe. Roxana le cuenta una historia. Esteban recuerda que él también tenía historias. La de Roxana es aburrida y cursi. No le cuesta nada decir el final, no tiene chiste, pero aun así se niega. Esteban sale del trance cuando escucha un grito. Se apresura a la puerta y es testigo de la decapitación por las fauces de Núñez. Entonces recuerda esos ojos negros. Esas garras. Esos colmillos.

Esteban huye. Sube a su cuarto de la azotea. Por primera vez se da cuenta de que es un chiquero en donde la mezcla de excremento, orines y sobras de comida echada a perder se unen para hacer un festival de perdición. Esteban vomita. Esteban quería a Roxana. La amó, hasta que lo dejó por Federico. Esteban necesita ponerle fin a esta historia.

7

—Adelante.

—Buenas noches, señor Núñez.

La oficina está casi en penumbras. El señor Núñez gira en su silla de piel lentamente.

—Buenas noches, Esteban. ¿Qué haces aquí tan tarde?

—Siento molestarlo, pero es urgente.

—Esteban, muchacho, sabes que sino se trata sobre noticias de las personas que están en la lista que te di, hablar contigo no es nada urgente.

—Lo siento, señor, pero es que se me ocurrió una historia.

—¿Una historia? ¿De verdad? ¿Cómo?

—Me vino de repente, señor, por algo que acabo de ver. Está basada en hechos reales. —Un largo silencio se divide en las miradas de Rogelio y Esteban. Un manchón de sangre es visible en la camisa del jefe.

—Basada en la realidad, ¿eh? Una historia. Bueno. Siendo así, cuéntame, ya sabes que una publicación siempre se puede arreglar.

—Bueno. Esta es la historia de un escritor emergente que recibe un correo electrónico con una oferta de trabajo. La acepta gozoso. El entrevistador resulta ser un viejo monstruo que le pide le cuente su novela. Lo hace con todos. Los que cuentan sus historias salen, pero ya no pueden escribir. Los que no cuentan la historia son devorados.

Rogelio ni se inmuta.

—Interesante. Muy original. ¿Y en qué termina?

—Todavía tengo ciertas dudas de por qué le encanta escuchar historias, pero de una cosa sí estoy seguro.

—¿De qué? —reclama Rogelio mientras se levanta, da vuelta al escritorio para posarse enfrente del empequeñecido escritor.

—No tengo por qué contárselo. Es de mala suerte contar el final sin haberla publicado.

—No se puede quedar así, Esteban. Toda historia necesita un final. Dímelo o de todos modos lo sabré.

—Bueno. Es un final inesperado: el entrevistador se muere.

Rogelio se carcajea. Su risa se distorsiona hasta formarse un seseo de canal de televisión sin señal. Esteban lo resiste.

—Ese final no me gusta. No me convence. Dime otro más interesante. Atrévete a innovar. ¿Qué les pasa a los narradores de tu generación? ¿Tanta mierda de televisión, redes sociales y demás pendejaditas del internet les ha frito la cabeza?

—Se aparece una nave espacial.

—¿Una nave espacial? ¿Y qué pasa?

—Es final sorpresa.

Rogelio se encorva y sus extremidades se han vuelto huesos largos, cubiertos de escamas. Su rostro ahuevado. Su boca enorme, varias hileras de dientes. La garra de Rogelio lo levanta del cuello. Le huele el interior del oído. Lo prueba con la lengua picuda, lo saborea.

—Hay algo allí… algo impredecible. —Entonces sus fauces se abren del tamaño del grosor del cráneo de Esteban y, a punto de devorarlo, se escucha unos golpes en la puerta.

—Rogelio, ¿se puede? —pregunta la voz de una mujer. El monstruo regresa su hocico a su estado natural y voltea hacia la puerta. Esteban aprovecha la distracción y con su macana asesta un golpe certero en la mandíbula, haciéndolo caer y emitir un chillido de dolor. La puerta se abre. Entra la mujer. Rogelio inconsciente en el piso. Un chorro de líquido azuloso se resbala del hocico. Ella corre hacia Núñez.

—No te acerques, es peligroso —advierte Esteban. Luego la reconoce. Es Elena Alamar, la famosa editora.

—Estará bien.

—Tenemos que matarlo. —Esteban se levanta, toma su arma y apunto de dar el golpe de gracia en la testa de la criatura, Elena lo detiene con gran destreza. Le arrebata el arma. Le da manotazo en el pecho, lanzándolo hacia la pared.

—No entiendes nada. No tienes derecho.

—¿Qué traes? Este culero descabeza escritores. Tenemos que destruirlo.

—Solo necesita historias. ¿Es mucho pedir? Necesita escuchar buenas historias. Si se niegan a compartirlas tenemos que hacer lo que tenemos que hacer para seguir vivos. Seguir en este espacio. Nos gusta la banalidad de esta dimensión.

—¿Historias?

—Sí, simples y llanas historias. ¿Quieres escuchar una? Existen seres que se mueven entre dimensiones, universos paralelos o como los quieras llamar. ¿A poco crees que en la que vives es la única? —Elena continúa mientras se desnuda a paso de gato—. Todos se alimentan de diferentes energías. Unos del odio, de la venganza. Otros del amor, de los orgasmos: como yo. El que se apoderó de Rogelio se alimenta de historias. Fue el primero en traspasar el portal. Recibió una frecuencia proveniente de una leyenda que contaba un chamán yoreme a su comunidad. Era una buena historia, una historia sobre la creación del universo. No dudó en apoderarse del cuerpo de un joven indígena. Ellos sí eran buenos narradores. Ahora están casi extintos, como muchos de nosotros. No queda más que tomar los puestos culturales para tener acercamiento a los pocos narradores en la faz de esta dimensión. Es lo que mantiene el equilibrio. Nos estamos muriendo, Esteban. Nos estamos desvaneciendo. Y ya sabes lo que dice la canción: que es mejor quemarse que desvanecerse. Entonces, qué: ¿tienes una buena historia que contar? Narra ahora o calla para siempre.

Elena totalmente en cueros se monta sobre Esteban. Lo besa. Lo posee mientras cambia de forma: se vuelve más larga, más alta, más delgada, más huesuda, más escama: más salvaje.

8

De Esteban no queda más que un cuerpo sin cabeza y sin verga. Lo encuentran en el río, envuelto en un cobertor. Solo se publica una nota en la sección roja. Se menciona que fue escritor y que se ha sumado a la larga lista de descabezados sin resolver. También que pudo estar indirectamente vinculado a los ajustes de cuenta entre mafias culturosas de la ciudad.

CODA

Manuel Ortega es un escritor emergente de 19 años al que se le acaba de ocurrir una idea para su primera novela: una historia de horror basada en los descabezados. Desde la mañana teclea la trama, pero es interrumpido por un mensaje en su bandeja de entrada del Facebook: una oferta de trabajo del Fondo de Sapiencia. Hoy es mi día de suerte, publica en su muro mientras sale con destino a la entrevista. Lo recibe el mismísimo Rogelio Núñez. El mismo pero con una quijada desviada, cubierta de gasas que denotan un líquido azuloso.

—Cuéntame una historia —balbucea.

—Precisamente hoy se me ocurrió una. Pero creo que es muy larga y compleja.

—No te preocupes, Manuel. Tengo tiempo. Pero eso sí: nada de secretos en la trama.

Manuel comienza a narrar.

Rogelio cierra los ojos. Se lame los labios. Suspira.

Siempre hay tiempo para una buena historia.

LLAMADA PERDIDA

El teléfono estaba tirado a un costado del río Tijuana: uno sin chiste, anticuado, de esos que se abren como almeja y todavía tenían antena y botones. El timbre, anticuado también, sonó un par de veces. La luz verdosa que emitía la pantalla iluminó el rostro de Almada, que esa noche se sintió con suerte y agradeció al Niño Dios por el regalo; hacía mucho que no recibía uno, menos en vísperas de navidad.

Almada llegó con mucho dinero en sus tarjetas de ahorro y de crédito. Había recibido una golosa suma de dinero que compró su silencio en la explosión de una mina de carbón. Esa noche lo visitaron dos hombres trajeados que llevaban un maletín. Fueron directos: Tu papá se acaba de morir en un accidente. No queremos escándalos en los medios. Toma esto y vete lejos. Cuando vio el montón de billetes, ni siquiera lo dudó un segundo.

Ya la hice, me voy para Tijuana. Así llegó al poblado fronterizo a disfrutar primero, la idea de invertir luego y vivir sin preocupaciones.

Las semanas se convirtieron en meses y la lana nada más le duró un par de años. Conoció en un bar a un grupo de escritores que le chuparon el dinero poco a poco. Almada era feliz compartiéndolo. Hasta que se acabó. Las mismas personas que lo adoraban, le huían como a la peste, porque de repente empezó a dormir en las calles, a pedir limosna para tacos y literalmente olía a muerte, a una muerte segura que acechaba en las calles violentas, en los recovecos de los callejones, en los cajones de las camionetas de la policía municipal, en la miseria del hambre.

Su hogar era el río Tijuana y a veces lo compartía con otros migrantes olvidados, algunos que lograron quitarle hasta sus zapatos, otros que trataron de violarlo, pero que recibieron una maraña de golpes y mordidas, porque a pesar de todo, Almada era fuerte, aunque esos músculos se quedaron en la mugre que recorría la vertiente del río. A veces el río era generoso y le mandaba obsequios, como el teléfono que ahora tenía en la mano.

Gracias, Virgencita, se persignaba. Pensaba malvenderlo, que era lo único que podía hacer con él. Ciento cincuenta pesitos... con cincuenta me doy.

Almada abrió el teléfono celular, la pantalla mostraba varias llamadas perdidas.

—Ah, chingá... —dijo Almada, que ya por costumbre hablaba solo—. Ha de haber sido de algún chamaco y su mamá lo anda buscando. Pobre. O a lo mejor de la esposa o el esposo de alguien... Uy, cómo le va a ir...

Oprimió y el remitente apareció como número desconocido.

—¿Llamaré a ver qué quieren? A lo mejor es una emergencia.

No tuvo que marcar porque inmediatamente el timbre lo asustó. Lo dejó sonar un par de veces. Tres. Luego oprimió el botón verde.

—¿Bueno?

Del otro lado de la línea una respiración fuerte, agitada, excitada.

—Diga —repitió Almada, que ya se estaba poniendo nervioso.

Colgaron. O se cortó. Un sonido avisaba que la señal no era suficiente.

Almada escaló por la estructura del acueducto, hacia un puente que vigilaba a los automóviles que pasaban por la vía rápida. El viejo se armó de valor y oprimió el botón verde otra vez, esperando respuesta.

Tono. Un pitido. Dos. Tres. La misma respiración agitada.

—¡Bueno! —gritó Almada.

Se escuchó un breve silencio y una voz de mujer madura, de esas que te hacen temblar de emoción al tratar de imaginarles un rostro, un cuerpo… contestó.

—Qué onda, morro. Hasta que contestaste. Te estoy buscando desde ayer. ¿A dónde te me fuiste? Te me escapaste del hotel.

—Hola, señorita —Almada nervioso—, creo que me está confundiendo.

—Ya me doy cuenta... tu voz es distinta... ¿Quién eres? ¿Dónde conseguiste este teléfono?

—Verá usted, yo vivo en el río, y salí a remojarme un poco los pies y me encontré este aparato. Será un gusto devolvérselo.

—¿Y el dueño del teléfono dónde está? ¿Tú lo conoces?

—No, no, para nada. Como le dije, me encontré el teléfono al lado del río, estaba sonando. Contesté y se cortó.

—Ya veo. ¿Cómo te llamas?

—Soy Almada. Rosendo Almada, para servirle.

—Y sí me vas a servir, Rosendito... me puedes servir mucho. Has de estar bien mono, ¿no?

—¿Mono, señorita?

—Sí, mono: guapo, bueno, papazote.

—Uy, pos no creo, señorita; esos tiempos ya pasaron para mí.

—No me digas señorita, que mucho trabajo y placer me ha costado perderlo. Llámame Cherry.

—¿Cherry?

—Sí, Rosendito, Cherry como cereza... rojita y rica. ¿No quieres probarme?

—¿Probarte, Cherry?

—Sí, Rosendito, probarme. Imagíname bañada en crema, en betún como pastelito. ¿Se te antoja?

A Almada le rugieron las tripas.

—Pues para qué le digo que no, Cherry, sí se me antoja.

—Ay, chiquitito, ya sabía, ya sabía. ¿Te recojo o me recoges? ¿O nos recogemos?

—¿En dónde?

—Si tú quieres venir, va a ser en el motel La Joya, ¿lo conoces?

—Lo conozco, Cherry, está cerca de aquí.

—Bueno, Rosendito, ahí nos vemos las pieles en treinta minutos, ¿te parece?

—Me parece, Cherry, me parece.

—Adiós, papi.

Rosendo Almada colgó y en lo primero que pensó fue a qué sabrían los cachetes de Cherry. A qué sabrían sus pechos. Sus nalgas.

Aunque su memoria ya le estaba fallando, revivió una escena de su infancia.

Sucedió hace mucho tiempo en Montezul, su pueblo natal. Había rumores de un asesino, cuya marca personal era comerse a sus víctimas. Rosendo y un par de sus amigos, a pesar de su corta edad, la hicieron de vigilantes. Iban de casa en casa preguntando si habían visto o escuchado algo. Los vecinos cooperaban. De repente vieron en esos tres infantes la esperanza, porque de las autoridades no había respuesta. Cooperaron con ellos, les decían todo lo que sabían. Dio resultado.

Todavía Rosendo recuerda cuando entraron a la boca del lobo. El viejecito de nombre Felipe, o don Jeli, como era conocido en el pueblo, los invitó a tomar champurrado y empanadas. Siempre les preguntaba sobre sus avances en la investigación, sobre las pistas. Los escuchaba detenidamente y sonreía. Los niños eran adictos a las empanadas de don Jeli, y aquella tarde que no lo encontraron en su casa, la urgencia por esos panecillos de carne los hizo traspasar propiedad privada, ir hacia la cocina del viejo y descubrir lo inevitable. En el refrigerador encontraron pedazos de carne humana, las víctimas eran los desaparecidos. Todo este tiempo habían estado dentro de la cueva del monstruo. Don Jeli era el asesino y los estuvo alimentando con carne humana. Sus dos amigos vomitaron. No Rosendo. Él se quedó pasmado, viendo los trozos congelados, otros recién metidos. Se le hizo agua la boca.

De inmediato avisaron a las autoridades, que impacientes esperaban a que el viejo regresara a casa. Don Jeli ya se las olía. Cuando entró al pueblo fue recibido con miradas de miedo y pavor. En su casa lo aguardaban un puñado de vecinos armados con machetes. Don Jeli no tuvo opción: huyó. Más rápido de lo que se espera de un viejo. Corrió y en el camino se deshizo de sus ropas y de su pellejo: se convirtió en algo parecido a un coyote, animal que cazaron hasta su extinción.

Para Rosendo Almada, este recuerdo era nada más un cuento para asustar niños, una leyenda de Montezul para atraer turistas y asombrarse con los vestigios del nahual. Hoy, al recordar el sabor a carne de las empanadas, le rondó la idea de comerse a Cherry. Hacía tiempo que no tenía un platillo decente. Las tripas le rugieron con más ímpetu. No había marcha atrás.

—Comer o ser comido —dijo en voz alta—, esa es la ley natural.

Apresuró el paso y en el camino recordó a su papá. Hacía años que no pensaba en él, siempre tan noble. Se dejaba pisotear por todos, los del pueblo lo timaban, se burlaban de él.

—Por eso se quedó entre la panza de carbón —dijo—, porque nunca se defendió, padre.

Cuando sucedió lo del incidente de don Jeli, nunca le contó lo cerca que estuvo de ser devorado. Su papá se iba largas temporadas a trabajar. Por eso su madre los abandonó. La libertad para Almada era poder salir a altas horas de la noche y acostarse a la hora que quisiera. Su filosofía actual era vivir al paso, resolviendo las necesidades básicas; la comida, por ejemplo. Sobrevivir era su lema, sobrevivir hasta que Dios quiera.

Imaginaba a Cherry. Así continuó su camino hacia el motel, que todavía quedaba a unas cuantas cuadras. También pensaba en cómo devorar a la mujer que lo esperaba. ¿Cruda? ¿Cocida? El sabor de las empanadas de don Jeli sin duda le abría el apetito y le exigía cierto sabor. Difícil hornear: no había tiempo ni el material suficiente para hacerlo; en un motel de nulas estrellas, con trabajos contaban con baño. Ni modo: cruda sería.

El teléfono volvió a sonar.

—¿Bueno? —contestó Rosendo. Del otro lado de la línea se escuchó otra vez una respiración agitada—. ¿Bueno? —insistió— ¿Cherry?

La respiración se convirtió en una risilla traviesa.

—¿Te asusté, Rosendito?

—Ay, Cherry, como que se corta la llamada porque se escucha como interferencia, ¿tú sí me oyes bien?

—Te oigo y ya hasta te huelo... Ya mero llegas, ¿verdad?

—Pues, ¿a que no sabes qué…?

—¿Ya llegaste?

—Ya llegué, Cherry. ¿Dónde te veo? ¿En qué cuarto?

El motel La Joya era pequeño, de dos pisos, con una plancha de estacionamiento en medio. La actividad de la noche era tranquila. Dos automóviles adornaban el paisaje oscuro. De los 15 cuartos, solo parecían estar ocupados tres, y Almada lo supo por la luz de la que se dejaba entrever en las ventanas y, por el reflejo de la televisión, tal vez veían alguna película obscena. En la habitación número 13, ubicada en el segundo piso, había una luz que se colaba a través de la cortina. En ese momento una silueta femenina se acercó.

—Ya te vi. Estoy acá arriba. Sube. —Cherry colgó, soltó la cortina y desapareció en el fondo.

La luz se apagó. Almada se estremeció, pero no de miedo... era el ansia por tener contacto humano. No recordaba la última vez que había saboreado los placeres de una mujer en la cama. Definitivamente la poseería y luego, de tener la valentía, la devoraría. Que el motel estuviera casi vacío era algo a su favor.

Al pasar la oficina de recepción, que estaba a un lado de las escaleras hacia el segundo piso, no notó el manchón de sangre sobre el mostrador. Había salpicaduras en las paredes y entre la ventana y la cortina. Rosendo tenía hambre; apresuró el paso.

Solo cuando estuvo frente a la puerta pensó en su aspecto: sus ropas estaban roídas… la mugre; por falta de aseo personal, el olor de las cloacas de Tijuana parecía salir de las axilas y el hocico de Rosendo. De repente sintió asco y pena de sí mismo. Quiso dar media vuelta y salir huyendo, pero otra vez le rugieron las tripas, y la puerta, mágica, lenta, se abrió para ofrecerle la penumbra del cuarto y la voz de Cherry invitándolo a pasar. La dulce voz que había escuchado por el teléfono le pareció más ronca. Entre las sombras alcanzó a distinguir la silueta torneada de Cherry. Rosendo entró. La puerta, mágica, lenta, se cerró.

—Acércate, Rosendito, acércate más.

—Cherry, no veo nada.

—Vas bien, papito, vas bien... derecho... eso.

Rosendo tocó los pies de Cherry: suaves, las piernas también. Las olió: sí era cereza. Lamió. Ni las empanadas de don Felipe supieron nunca tan buenas.

—Luego, luego, ¿verdad, marrano? A lo que vienes.

—Sabes a empanada de cereza.

—Te lo dije por teléfono, Rosendito: como una cerecita adornando crema batida.

Rosendo la palpó toda, como un ciego que descubre la lectura por primera vez. Cherry nada más se reía, esperando, paciente...

Rosendo no pudo más. Asestó el primer golpe en la quijada. Cherry chilló como un cachorro al que se le acaba de pisar la cola. Al querer defenderse con arañazos, Rosendo le apretó el cuello hasta desmayarla. El viejo optó por amarrarla a la cama para disfrutar del festín.

—Ahora sí, Rosendo, te vas a lucir. Mira nada más qué cosa.

La volvió a palpar. Dio el primer mordisco en un muslo. Lo masticaba, sentía la consistencia. Qué viaje tuvo a su infancia, su pueblo, su padre... las empanadas de don Jeli...

Un movimiento repentino lo despertó de la regresión. Rosendo recibió el zarpazo en la mejilla izquierda. Aulló como perro atropellado. No alcanzaba a distinguir, pero sentía los arañazos precisos. Cherry saltó de la cama. Rosendo quiso atraparla. No la encontró. Ella se mantenía en una esquina y su respiración comenzó a agitarse. Su sombra creció. Rosendo no daba cabida a lo que sucedía. Escuchó los gruñidos, sintió el pelambre que cubría a Cherry por todo el cuerpo, y sintió la mordida en el cogote.

Rosendo ya no pensaba en casa ni en las empanadas, pensaba en lo absurdo que era haber sobrevivido en el río por tantos años para que, de repente, lo atacara una mujer con nombre de Cherry que sí sabía a cereza. Durante todo el tiempo el hambre no lo perdonó: la barriga le daba serenata.

Morder o ser mordido; comer o ser comido; devorar o ser devorado: la ley natural.

Cherry terminó su festín y tomó de vuelta el teléfono. Era ella un bello ejemplar lobuno. Como de madrugada no hay tantos ambulantes, salió del cuarto con su segunda piel en dirección al río, en donde dejó el teléfono y corrió gustosa de un lado a otro. Aulló.

Un hombre que se refugiaba en los alrededores del acueducto la escuchó a lo lejos. Había llegado a Tijuana con un sueño prestado: cruzar al otro lado y ganar la millonada. Tuvo la misma suerte de Rosendo, perdió todo en el camino y el destino lo aisló al lado del río, donde en estos momentos parece haber una reunión. Los camaradas comparten jeringas que les ayudan a escapar algunos minutos. El hombre se aleja del grupo, que no tarda en tornarse violento y sacrificar a alguno de la comunidad. Siempre pelean por algo, siempre matan por algo.

A la distancia escucha un ringrineo de un teléfono viejo. Allá en el fondo hay un resplandor. Corre antes de que alguien se lo vaya a ganar. Lo rescata. La pantalla avisa que hay llamadas perdidas. Qué suerte. Por lo menos cincuenta pesos sí le darán. De perdida. El hambre aprieta.

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