Kitabı oku: «El Príncipe», sayfa 6

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Quien examine, pues, detenidamente las acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un zorro muy astuto, y advertirá que todos le temieron y respetaron y que el ejército no lo odió; y no se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido ser amo de un imperio tan vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió siempre del odio que sus depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.

Pero Antonino, su hijo, también fue hombre, de cualidades que lo hacían admirable en el concepto del pueblo y grato en el de los soldados. Varón de genio guerrero, durísimo a la fatiga, enemigo de la molicie y de los placeres de la mesa, no podía menos de ser querido por todos los soldados. Sin embargo, su ferocidad era tan grande e inaudita que, después de innumerables asesinatos aislados, exterminó a gran parte del pueblo de Roma y a todo el de Alejandría. Por este motivo se hizo odioso a todo el mundo, empezó a ser temido por los mismos que lo rodeaban y a la postre fue muerto por un centurión en presencia de todo el ejército. Conviene notar al respecto no está en manos de ningún príncipe evitar esta clase de atentados, producto de la firme decisión de un hombre de carácter, porque al que no le importa morir no le asusta quitar la vida a otro., pero no los tema el príncipe, pues son rarísimos, y preocúpese, en cambio, por no inferir ofensas graves a nadie que esté junto a él para el servicio del Estado. Es lo que no hizo Antonino, ya que, a pesar de haber asesinado en forma ignominiosa a un hermano del centurión, y de amenazar a éste diariamente con lo mismo, lo conservaba en su guardia particular: tranquilidad temeraria que tenía que traerle la muerte, y se la trajo.

Pasemos a Cómodo, a quien, por ser hijo de Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil le hubiera sido conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre hubiese tenido satisfecho a pueblo y ejército. Pero fue un hombre cruel y brutal que, para desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de captarse la benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias; por otra parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la arena para combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la majestad imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo que, odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia de una conspiración.

Nos quedan por examinar las cualidades de Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad de Alejandro, de quien ya he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste, a Maximano, hombre de espíritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó en el poder mucho tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y despreciable: la primera, su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido pastor en Tracia, y esto producía universal disgusto; la otra, su fama de sanguinario; había diferido su marcha a Roma para tomar posesión del mando, y en el intervalo, había cometido, en Roma y en todas partes del imperio, por intermedio de sus prefectos, un sin fin de depredaciones. Menospreciado por la bajeza de su origen y odiado por el temor a su ferocidad, era natural que todo el mundo se sintiese inquieto y, en consecuencia, que el África se rebelase y que el Senado y luego el pueblo de Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su propio ejército, mientras sitiaba a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus crueldades y temiéndolo menos al verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al movimiento y lo mató.

No quiero referirme a Heliogábalo, Macrino y Juliano. que, por ser harto despreciables, tuvieron pronto fin, y atenderé a las conclusiones de este discurso. Los príncipes actuales no se encuentran ante la dificultad de tener que satisfacer en forma desmedida a los soldados; pues aunque haya que tratarlos con consideración, el caso es menos grave dado que estos príncipes no tienen ejércitos propios, vinculados estrechamente con los gobiernos y las administraciones provinciales, como estaban los ejércitos del Imperio Romano. Y si entonces había que inclinarse a satisfacer a los soldados antes que al pueblo, se explica, porque los soldados eran más poderosos que el pueblo; mientras que ahora todos los príncipes, salvo el Turco y el Sultán. tienen que satisfacer antes al pueblo que a los soldados, porque aquél puede más que éstos. Excepto al Turco, que, por estar siempre rodeado por doce mil infantes y quince mil jinetes, de los cuales dependen la seguridad y la fuerza del reino, necesita posponer toda otra preocupación a la de conservar la amistad de las tropas. Del mismo modo, conviene que el Sultán, cuyo reino está por completo en manos del ejército, conserve las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados y sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que tienen autoridad.. Y como se trata de una institución antigua, no le corresponde el nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él los obstáculos que existen en los nuevos, pues si bien el príncipe es nuevo, la constitución del Estado es antigua y el gobernante recibido como quien lo es por derecho hereditario.

Pero volvamos a nuestro asunto. Cualquiera que meditase este discurso hallaría que la causa de la ruina de los emperadores citados ha sido el odio o el desprecio, y descubriría a qué se debe que, mientras parte de ellos procedieron de un modo y parte de otro, en ambos modos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y Alejandro fracasaron porque, siendo príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco, que había llegado al imperio por derecho de sucesión; y lo mismo le sucedió a Caracalla, Cómodo y Maximino al intentar seguir las huellas de Severo cuando carecían de sus cualidades. Se concluye de esto que un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede imitar la conducta de Marco ni tampoco seguir los pasos de Severo, sino que debe tomar de éste las cualidades necesarias para fundar un Estado, y, una vez establecido y firme, las cualidades de aquél que mejor tiendan a conservarlo.

Capítulo 20 Si las fortalezas, y muchas otras cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o no

Hubo príncipes que, para conservar sin inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos; príncipes que dividieron los territorios conquistados; príncipes que favorecieron a sus mismos enemigos; príncipes que se esforzaron por atraerse a aquellos que les inspiraban recelos al comienzo de su gobierno; príncipes, en fin, que construyeron fortalezas, y príncipes que las arrasaron. Y aunque sobre todas estas cosas no se pueda dictar sentencia sin conocer las características del Estado donde habría de tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo, del modo más amplio que la materia permita.

Nunca sucedió que un príncipe nuevo desarmase a sus súbditos; por el contrario, los armó cada vez que los encontró desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron en las del príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles continuaron siéndolo y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es posible armar a todos los súbditos, resultan favorecidos aquellos a quienes el príncipe arma, y se puede vivir más tranquilo con respecto a los demás; por esta distinción, de que se reconocen deudores al príncipe, los primeros se consideran más obligados a él, y los otros lo disculpan comprendiendo que es preciso que gocen de más beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más peligros. Pero cuando se los desarma, se empieza por ofenderlos, puesto que se les demuestra que, por cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad; y cualquiera de estas dos opiniones engendra odio contra el príncipe. Y como el príncipe no puede quedar desarmado, es forzoso que recurra a las milicias mercenarias, de cuyos defectos ya he hablado; pero aun cuando sólo tuviesen virtudes, no pueden ser tantas como para defenderlo de los enemigos poderosos y de los súbditos descontentos. Por eso, como he dicho, un príncipe nuevo en un principado nuevo no ha dejado nunca de organizar su ejército según lo prueban los ejemplos de que está llena la Historia. Ahora bien: cuando un príncipe adquiera un Estado nuevo que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene que desarme a sus nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios suyos durante la conquista; y aun a éstos, con el transcurso del tiempo y aprovechando las ocasiones que se le brinden, es preciso debilitarlos y reducirlos a la inactividad y arreglarse de modo que el ejército del Estado se componga de los soldados que rodeaban al príncipe en el Estado antiguo.

Nuestros antepasados, y particularmente los que tenían fama de sabios, solían decir que para conservar a Pistoya bastaban las disensiones, y para conservar a Pisa, las fortalezas; por tal motivo, y para gobernarlas más fácilmente, fomentaban la discordia en las tierras sometidas, medida muy lógica en una época en que las fuerzas de Italia estaban equilibradas., pero no me parece que pueda darse hoy por precepto, porque no creo que las divisiones traigan beneficio alguno; al contrario, juzgo inevitable que las ciudades enemigas se pierdan en cuanto el enemigo se aproxime, pues siempre el partido más débil se unirá a las fuerzas externas, y el otro no podrá resistir.

Movidos por estas razones, según creo, los venecianos fomentaban en las ciudades conquistadas la creación de guelfos y gibelinos., y aunque no los dejaban llegar al derramamiento de sangre, alimentaban, sin embargo, estas discordias entre ellos, a fin de que, ocupados en sus diferencias, no se uniesen contra el enemigo común. Pero, como hemos visto, este proceder se volvió en su contra. pues, derrotados en Vailá, uno de los partidos cobró valor y les arrebató todo el Estado. Semejantes recursos inducen a sospechar la existencia de alguna debilidad en el príncipe, porque un príncipe fuerte jamás tolerará tales divisiones, que podrán serle útiles en tiempos de paz, cuando, gracias a ellas, manejará más fácilmente a sus súbditos, pero que mostrarán su ineficacia en cuando sobrevenga la guerra.

Indudablemente, los príncipes son grandes cuando superan las dificultades y la oposición que se les hace. Por esta razón, y sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe nuevo, a quien le es más necesario adquirir fama que a uno hereditario, la fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para darle oportunidad de que las supere y pueda, sirviéndose de la escala que los enemigos le han traído, elevarse a mayor altura. Y hasta hay quienes afirman que un príncipe hábil debe fomentar con astucia ciertas resistencia para que, al aplastarlas, se acreciente su gloria.

Los príncipes, sobre todo los nuevos, han hallado más consecuencia y más utilidad en aquellos que al principio de su gobierno les eran sospechosos que en aquellos en quienes confiaban. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, gobernaba su Estado más con los que le habían sido sospechosos que con los otros. Pero de este punto no se pueden extraer conclusiones generales porque varían según el caso. Sólo diré esto: que los hombres que al principio de un reinado han sido enemigos, si su carácter es tal que para continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe podrá siempre y muy fácilmente conquistarlos a su causa; y lo servirán con tanta más fidelidad cuanto que saben que les es preciso borrar con buenas obras la mala opinión en que se los tenía; y así el príncipe saca de ellos más provecho que de los que, por serle demasiado fieles, descuidan sus obligaciones.

Y puesto que el tema lo exige, no dejaré de recordar al príncipe que adquiera un Estado nuevo mediante la ayuda de los ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a éstos a favorecerlo, porque si no so trata de afecto natural, sino de descontento con la situación anterior del Estado, difícil y fatigosamente podrá conservar su amistad, pues tampoco él podrá contentarlos. Con los ejemplos que los hechos antiguos y modernos proporcionan, medítese serenamente en la razón de todo esto, y se verá que es más fácil conquistar la amistad de los enemigos, que lo son porque estaban satisfechos con el gobierno anterior, que 1a de los que, por estar descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y lo ayudaron a conquistar el Estado.

Los príncipes, para conservarse más seguramente en el poder, acostumbraron construir fortalezas que fuesen rienda y freno para quienes se atreviesen a obrar en su contra, y refugio seguro para ellos en caso de un ataque imprevisto. Alabo esta costumbre de los antiguos. Pero repárese en que en estos tiempos se ha visto a Nicolás Vitelli arrasar dos fortalezas en Cittá di Castello para conservar la plaza. Guido Ubaldo, duque de Urbino, al volver a sus Estados de donde lo arrojó César Borgia, destruyó hasta los cimientos todas las fortalezas de aquella provincia, convencido de que sin ellas sería más difícil arrebatarle el Estado. Lo mismo hicieron los Bentivoglio al volver a Bolonia. Por consiguiente, las fortalezas pueden ser útiles o no según los casos, pues si en unas ocasiones favorecen, en otras perjudican. Podría resolverse la cuestión de esta manera: el príncipe que teme más al pueblo que a los extranjeros debe construir fortalezas; pero el que teme más a los extranjeros que al pueblo debe pasarse sin ellas. El castillo levantado por Francisco Sforza en Milán ha traído y traerá más sinsabores a la casa Sforza que todas las revueltas que se produzcan en el Estado. Pero, en definitiva, no hay mejor fortaleza que el no ser odiado por el pueblo, porque si el pueblo aborrece al príncipe, no lo salvarán todas las fortalezas que posea, pues nunca faltan al pueblo, una vez que ha empuñado las armas, extranjeros que lo socorran.

En nuestros tiempos no se ha visto que hayan favorecido a ningún príncipe, salvo a la condesa de Forli, después de la muerte del conde Jerónimo, su marido; porque gracias a ellas pudo escapar al furor popular, esperar el socorro de Milán y recuperar el Estado. Pero entonces las circunstancias eran tales que los extranjeros no podían auxiliar al pueblo. Y después su fortaleza de nada le sirvió, cuando César Borgia la asaltó y el pueblo se plegó a él por odio a la condesa. Por lo tanto, mucho más seguro le hubiera sido, entonces y siempre, no ser odiada por el pueblo que tener fortalezas.

Consideradas, pues, estas cosas, elogiaré tanto a quien construya fortalezas como a quien no las construya, pero censuraré a todo el que, confiando en las fortalezas, tenga en poco el ser odiado por el pueblo.

Capítulo 21 Cómo debe comportarse un príncipe para ser estimado

Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de ello es Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede llamarse príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer monarca de la cristiandad. Sus obras, como puede comprobarlo quien las examine, han sido todas grandes, y algunas extraordinarias. En los comienzos de su reinado tomó por asalto a Granada, punto de partida de sus conquistas. Hizo la guerra cuando estaba en paz con los vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría, distrajo con ella la atención de los nobles de Castilla, que, pensando en esa guerra, no pensaban en cambios políticos, y por este medio adquirió autoridad y reputación sobre ellos y sin que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y de la Iglesia pudo mantener sus ejércitos, a los que templó en aquella larga guerra y que tanto lo honraron después. Más tarde, para poder iniciar empresas de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a una piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los “marranos”. No puede haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo pretexto invadió el África, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó a Francia, porque siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que provocaron el constante estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento ocupado por entero en el éxito de sus aventuras. Y estas acciones suyas nacieron de tal modo una tras otra que no dio tiempo a los hombres para poder preparar con tranquilidad algo en su perjuicio.

También concurre en beneficio del príncipe el hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere a la administración, como se cuenta que las hallaba Bernabó de Milán. Y cuando cualquier súbdito hace algo notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que descubrir un modo de recompensarlo o castigarlo que dé amplio tema de conversación a la gente. Y, por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos.

Asimismo se estima al príncipe capaz de ser amigo o enemigo franco, es decir, al que, sin temores de ninguna índole, sabe declararse abiertamente en favor de uno y en contra de otro. El abrazar un partido es siempre más conveniente que el permanecer neutral. Porque si dos vecinos poderosos se declaran la guerra, el príncipe puede encontrarse en uno de esos casos: que, por ser adversarios fuertes, tenga que temer a cualquier cosa de los dos que gane la guerra, o que no; en uno o en otro caso siempre le será más útil decidirse por una de las partes y hacer la guerra. Pues, en el primer caso, si no se define, será presa del vencedor, con placer y satisfacción del vencido; y no hallará compasión en aquél ni asilo en éste, porque el que vence no quiere amigos sospechosos y que no le ayuden en la adversidad, y el que pierde no puede ofrecer ayuda a quien no quiso empuñar las armas y arriesgarse en su favor.

Antíoco, llamado a Grecia por los etoilos para arrojar de allí a los romanos, mandó embajadores a los acayos, que eran amigos de los romanos, para convencerlos de que permaneciesen neutrales. Los romanos por el contrario, les pedían que tomaran armas a su favor. Se debatió el asunto en el consejo de los acayos, y cuando el enviado de Antíoco solicitó neutralidad, el representante romano replicó “Quod autem isti dicunt non interponendi vos bello, nihil magis alienum rebus vestris est, sine gratia, sine dignitate, praemium victoris eritis”.

Y siempre verás que aquel que no es tu amigo te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te exigirá que demuestres tus sentimientos con las armas. Los príncipes irresolutos, para evitar los peligros presentes, siguen la más de las veces el camino de la neutralidad, y las más de las veces fracasan. Pero cuando el príncipe se declara valientemente por una de las partes, si triunfa aquella a la que se une, aunque sea poderosa y él quede a su discreción, estarán unidos por un vinculo de reconocimiento y de afecto; y los hombres nunca son tan malvados que dando prueba de tamaña ingratitud, lo sojuzguen. Al margen de esto, las victorias nunca son tan decisivas como para que el vencedor no tenga que guardar algún miramiento, sobre todo con respecto a la justicia. Y si el aliado pierde, el príncipe será amparado, ayudado por él en ]a medida de lo posible y se hará compañero de una fortuna que puede resurgir. En el segundo caso, cuando los que combaten entre sí no pueden inspirar ningún temor, mayor es, la necesidad de definirse, pues no hacerlo significa la ruina de uno de ellos, al que el príncipe, si fuese prudente, debería salvar, porque si vence queda a su discreción, y es imposible que con su ayuda no venza.

Conviene advertir que un príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a terceros, sino, de acuerdo con lo dicho, cuando las circunstancias lo obligan, porque si venciera queda en su poder, y los príncipes deben hacer lo posible por no quedar a disposición de otros. Los venecianos, que, pudiendo abstenerse de intervenir, se aliaron con los franceses contra el duque de Milán, labraron su propia ruina. Pero cuando no se puede evitar, como sucedió a los florentinos en oportunidad del ataque de los ejércitos del papa y de España contra la Lombardía, entonces, y por las mismas razones expuestas, el príncipe debe someterse a los acontecimientos. Y que no se crea que los Estados pueden inclinarse siempre por partidos seguros; por el contrario, piénsese que todos son dudosos; porque acontece en el orden de las cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente, se incurre en otro. Pero la prudencia estriba en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y aceptar el menos malo por bueno.

El príncipe también se mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes. Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan y a quienes traten, por cualquier medio, de engrandecer la ciudad o el Estado. Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a las cuales conviene que el príncipe conceda su atención. Reúnase de vez en vez con ellos y dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la dignidad que inviste, que no debe faltarle en, ninguna ocasión.

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9782380374391
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