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Ante el cuerpo inerte del padre Rutilio Grande, asesinado por los escuadrones de la muerte, Óscar Romero, un hombre de personalidad compleja, entendió que había llegado el momento de decir en voz alta hacia dónde debía decantarse la Iglesia: al servicio de los pobres. Reservado y esquivo, Romero se convirtió, así, en la voz de los sin voz hasta el 24 de mayo de 1980, cuando un disparo le arrebató la vida y lo dejó muerto sobre el altar en el que estaba oficiando una misa. Su lealtad al evangelio le valió el martirio.