Kitabı oku: «El poder invisible del volcán»

Yazı tipi:

El poder invisible del volcán

Compilado por Nidia Ester Silva de Primucci


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El poder invisible del volcán

Compilación: Nidia Ester Silva de Primucci

Dirección: Stella M. Romero

Diseño de tapa: Hugo Primucci

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración de tapa: Hugo Primucci

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e-book

MMXXI

Es propiedad. © 2015, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-337-1


Silva de Primucci, EsterEl poder invisible del volcán / Ester Silva de Primucci / Compilado por Nidia Ester Silva de Primucci / Dirigido por Stella M. Romero / Ilustrado por Leandro Blasco. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo Digital: onlineISBN 978-987-798-337-11. Literatura Piadosa. 2. Vida Cristiana. I. Silva de Primucci, Nidia Ester, comp. II. Romero, Stella M., dir. III. Blasco, Leandro, ilus. IV. Título.CDD 242.646

Publicado el 20 de enero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Capítulo 1
El hom­bre que usa­ba pan­ta­lo­nes lar­gos

El sol no ha­bía sa­li­do aún so­bre las se­rra­nías de Gran San­gir, pe­ro su pri­me­ra cla­ri­dad te­ñía al vol­cán de un ma­tiz púr­pu­ra. La par­te ba­ja de la mon­ta­ña to­da­vía es­ta­ba en som­bras y sus es­tri­ba­cio­nes se pre­ci­pi­ta­ban al océa­no co­mo si fue­ran las raí­ces de un tron­co gi­gan­tes­co, que­bra­do en un pun­to.

Sa­tu, el mu­cha­cho, se aco­mo­dó en­tre las al­tas ro­cas del la­do sur de la pe­que­ña ba­hía exis­ten­te en la cos­ta oc­ci­den­tal de la is­la. Res­pi­ró hon­do. Ha­bía co­rri­do to­do el tre­cho des­de la ca­sa de su pa­dre pa­ra ve­nir a ver sa­lir el sol so­bre el vol­cán. Lo fas­ci­na­ban los pe­na­chos de va­por que flo­ta­ban por en­ci­ma del crá­ter, y des­de su se­gu­ro apos­ta­de­ro con fre­cuen­cia sa­lu­da­ba a la ma­ña­na, ob­ser­van­do có­mo el co­lor vi­vo en­vol­vía a la mon­ta­ña a me­di­da que el día la ro­dea­ba.

El mar azul que se es­ti­ra­ba unos tres ki­ló­me­tros en­tre él y el vol­cán es­ta­ba tran­qui­lo esa ma­ña­na; una bri­sa le­ví­si­ma ri­za­ba las aguas. La ma­rea se ha­bía re­ti­ra­do, y des­de las ro­cas co­ra­li­nas de la cos­ta cer­ca­na le lle­ga­ba el pe­ne­tran­te olor del agua sa­la­da. Lo ins­pi­ró con re­go­ci­jo, al tiem­po que re­cor­da­ba que ya es­ta­ría lis­to el pes­ca­do pa­ra el de­sa­yu­no y que se­ría me­jor que re­gre­sa­ra a ca­sa.

En­ton­ces vio al pe­que­ño na­vío que ha­cía via­jes en­tre las is­las do­blan­do la pun­ta que pro­te­gía a la ba­hía por el su­does­te. Era un bar­co de car­ga, y no ve­nía muy a me­nu­do. Sa­tu se de­tu­vo; sin­tió que lo em­bar­ga­ba una ex­tra­ña ex­ci­ta­ción. Se ol­vi­dó de la pri­sa de mo­men­tos an­tes por co­rrer a su ca­sa pa­ra el de­sa­yu­no. El de­sem­bar­ca­de­ro es­ta­ba tan cer­ca que po­día que­dar­se don­de es­ta­ba y ob­ser­var la ope­ra­ción de des­car­ga. O, me­jor aún, po­día ir has­ta el mis­mo de­sem­bar­ca­de­ro. Se pu­so de pie en­tre las ro­cas, co­mo un pá­ja­ro lis­to pa­ra em­pren­der el vue­lo. Es­ta­ba in­de­ci­so.

El bar­qui­to se acer­ca­ba ca­da vez más. Sa­tu vio que los ma­ri­ne­ros pre­pa­ra­ban las so­gas y lue­go en­la­za­ban los grue­sos pos­tes de ma­de­ra que so­bre­sa­lían del agua en el mue­lle. El mu­cha­cho no es­pe­ró más. Des­cen­dió rá­pi­da­men­te de su mi­ra­dor y co­rrió ha­cia el de­sem­bar­ca­de­ro.

Cru­jién­do­le el ma­de­ra­men, el bar­co se aco­mo­dó pe­re­zo­sa­men­te jun­to al vie­jo mue­lle de ma­de­ra.

Du­ran­te sus do­ce años de vi­da, Sa­tu ha­bía vis­to mu­chas ve­ces la car­ga y des­car­ga del bar­co, pe­ro en­ton­ces vio en la cu­bier­ta al­go que le hi­zo sal­tar el co­ra­zón den­tro de su pe­cho des­nu­do. Ya se da­ba cuen­ta de que ese de­sem­bar­co no se­ría co­mo otros. So­bre cu­bier­ta ha­bía pi­las de ca­jas de ex­tra­ña apa­rien­cia y ha­bía tam­bién gen­te ves­ti­da con ro­pas ra­ras, muy ra­ras. Esa gen­te no se pa­re­cía a nin­gu­na que hu­bie­ra vis­to an­tes. Eran cua­tro per­so­nas, una fa­mi­lia, su­pu­so él: el hom­bre, la mu­jer y dos ni­ños. Ha­bía un mu­cha­cho co­mo de su edad y una ni­ñi­ta de po­cos años.

—¿Quié­nes son? —le pre­gun­tó a un ma­ri­ne­ro, se­ña­lan­do con su de­do bron­cea­do a los re­cién lle­ga­dos.

—Son maes­tros. Vie­nen de un país lla­ma­do Eu­ro­pa.

—¡Maes­tros! ¿Y qué son los maes­tros?

Sa­tu mi­ra­ba los ex­tra­ños ves­ti­dos lar­gos que la mu­jer y la ni­ñi­ta lle­va­ban pues­tos. “Maes­tros... maes­tros”, re­pe­tía una y otra vez.

—Pron­to sa­brás lo que son los maes­tros —y el ma­ri­ne­ro se echó a reír—. Ellos quie­ren vi­vir aquí, en es­ta is­la de Gran San­gir. Tie­nen pla­nes de en­se­ñar­te.

Sa­tu que­dó con­fun­di­do por un mo­men­to. Nun­ca ha­bía oí­do ha­blar de maes­tros y no te­nía idea de lo que po­drían ha­cer con él. No po­día ima­gi­nar qué cla­se de gen­te se­ría esa y qué po­dría traer en tan­tas ca­jas y bul­tos, pe­ro no po­día po­ner­se a pen­sar en eso allí. Las gran­des ca­jas iban sa­lien­do del bar­co a me­di­da que el maes­tro in­di­ca­ba có­mo des­car­gar­las y dón­de ubi­car­las.

Aun­que el hom­bre era más al­to que cual­quie­ra que Sa­tu hu­bie­ra vis­to en su vi­da, no sen­tía mie­do de él. Te­nía los ojos de un ex­tra­ño co­lor cla­ro, pe­ro eran pro­fun­dos, gran­des y de mi­ra­da ra­dian­te. De la ca­ra le sa­lía una abun­dan­te bar­ba ro­ji­za. Sa­tu su­pu­so que el ca­be­llo de la ca­be­za se­ría del mis­mo co­lor, pe­ro el hom­bre usa­ba un grue­so cas­co pa­ra el sol, de mo­do que no se le po­día ver el ca­be­llo. El hom­bre gran­de tam­bién usa­ba unos pan­ta­lo­nes lar­gos que le lle­ga­ban has­ta los pies, y es­tos pa­re­cían ne­gros y du­ros, sin nin­gún de­do. Com­ple­ta­ba la ves­ti­men­ta una cha­que­ta de co­lor cla­ro.

Sa­tu se fi­jó en el mu­cha­cho. Te­nía ojos co­mo los de su pa­dre y ca­be­llo tu­pi­do, en­tre ama­ri­llo y ro­jo. Era el ca­be­llo más bri­llan­te que Sa­tu hu­bie­ra vis­to al­gu­na vez, más bri­llan­te aun que las plu­mas de cual­quier ave de la is­la. ¿Có­mo po­día exis­tir un ca­be­llo así, y có­mo po­dría ha­ber­le cre­ci­do en la ca­be­za al mu­cha­cho? Se­gu­ra­men­te usa­ba al­gu­na po­de­ro­sa me­di­ci­na en­can­ta­da pa­ra que fue­ra de ese co­lor.

La ni­ñi­ta tam­bién te­nía ca­be­llo cla­ro, pe­ro no tan bri­llan­te co­mo el del mu­cha­cho. La ma­dre de los ni­ños lle­va­ba la ca­be­za en­vuel­ta con una te­la, así que Sa­tu no po­día sa­ber si te­nía ca­be­llo. El ves­ti­do que usa­ba le lle­ga­ba ca­si a los pies. Ob­ser­van­do ese de­ta­lle fue co­mo Sa­tu des­cu­brió que no te­nía los pies des­cal­zos co­mo las mu­je­res de la is­la. Am­bos pies es­ta­ban en­fun­da­dos den­tro de unas co­sas de ex­tra­ña apa­rien­cia, ne­gras y bri­llan­tes. Mi­ró nue­va­men­te los pies del hom­bre y pen­só que no po­dían ser na­tu­ral­men­te ne­gros y du­ros. Tam­bién de­bían es­tar en­fun­da­dos. Sin em­bar­go, los ni­ños es­ta­ban des­cal­zos.

Mien­tras el maes­tro api­la­ba pro­li­ja­men­te sus bul­tos en la pla­ya, Sa­tu mi­ró al cie­lo. Sa­bía que pron­to iba a llo­ver. Du­ran­te esa es­ta­ción llo­vía to­dos los días a esa ho­ra.

—Rá­pi­do, mu­cha­chos —or­de­nó el ca­pi­tán a los hom­bres—. Pon­gan to­das las co­sas del maes­tro en la pi­la y lue­go tá­pen­las. ¿No ven que se vie­ne la llu­via? Rá­pi­do, o se mo­ja­rán.

El hom­bre gran­de pa­re­ció en­ten­der lo que el ca­pi­tán ha­bía di­cho. Abrió uno de los bul­tos y sa­có una enor­me pie­za de te­la grue­sa con la que cu­brió las ca­jas. Lue­go ase­gu­ró con pie­dras las cua­tro es­qui­nas de la te­la. Mien­tras to­dos co­rrían a re­fu­giar­se en el in­te­rior del bar­co, el maes­tro aguar­dó el pri­mer em­ba­te del cha­pa­rrón. Le­van­tó una de las es­qui­nas de la te­la gris y se aga­chó jun­to a las ca­jas.

Sa­tu no se fue. No le im­por­ta­ba la llu­via, pues usa­ba un ta­pa­rra­bos he­cho de fi­bras ve­ge­ta­les que se se­ca­ba fá­cil­men­te. La llu­via fres­ca le res­ba­la­ba por la piel, y a pro­pó­si­to le­van­ta­ba su ros­tro ha­cia el cie­lo. En­ton­ces vio que el hom­bre gran­de, ta­pa­do con la te­la gris, le ha­cía se­ñas pa­ra que se acer­ca­ra. In­vi­ta­ba a Sa­tu a que se gua­re­cie­ra jun­to con él.

De pron­to Sa­tu sin­tió mie­do. Sin­tió la es­pal­da re­co­rri­da por es­ca­lo­fríos. Echó a co­rrer ha­cia su ca­sa en me­dio de la llu­via. Co­rrió con to­das sus fuer­zas y al lle­gar irrum­pió en la cho­za de su pa­dre, don­de es­ta­ban ter­mi­nan­do de ser­vir­se el de­sa­yu­no.

—¿Dón­de has es­ta­do? —le pre­gun­tó su ma­dre—. Te lla­ma­mos va­rias ve­ces. ¿Qué es­tu­vis­te ha­cien­do?

—¡Hay un bar­co! —ja­deó Sa­tu—. Un bar­co que ha lle­ga­do con gen­te ex­tra­ña.

Se ti­ró en el pi­so cu­bier­to de es­te­ras jun­to a su pa­dre, el je­fe Me­ra­din. Es­te de­jó de co­mer un ins­tan­te y mi­ró a su hi­jo. Lue­go vol­vió a in­cli­nar­se so­bre la ho­ja de ba­na­na que usa­ba co­mo pla­to. To­mó fir­me­men­te un tro­zo de pes­ca­do.

—¿Cuán­ta gen­te ex­tra­ña ha lle­ga­do? —pre­gun­tó.

—Un hom­bre gran­de, una mu­jer y dos ni­ños.

—Si no son na­da más que esos, po­de­mos que­dar­nos tran­qui­los. Son po­cos y po­dre­mos ma­ne­jar­los fá­cil­men­te.

—Aho­ra co­me tu de­sa­yu­no —y la ma­dre le ex­ten­dió a Sa­tu un “pla­to” de ho­ja lle­no de co­mi­da.

La llu­via gol­pea­ba sor­da­men­te so­bre el te­cho de pa­ja. Ba­jo la cho­za, le­van­ta­da so­bre pi­lo­tes, los cer­dos gru­ñían des­tem­pla­da­men­te y pe­lea­ban en­tre sí. Sa­tu mi­ró ha­cia afue­ra y vio que las pal­me­ras se in­cli­na­ban an­te el so­plo re­cio del vien­to.

—El hom­bre es­tá sen­ta­do en la pla­ya ba­jo una gran te­la que cu­bre to­dos sus bul­tos. Tie­ne una gran can­ti­dad de co­sas que ha traí­do.

—Co­sas pa­ra ven­der —mu­si­tó el je­fe mien­tras mas­ti­ca­ba—. Mer­ca­de­rías...

—No, no. Es­toy se­gu­ro de que no se tra­ta­ba de eso —di­jo Sa­tu al tiem­po que ter­mi­na­ba de co­mer y arru­ga­ba la ho­ja que le ha­bía ser­vi­do de pla­to—. El ca­pi­tán del bar­co fue muy cor­tés con el hom­bre, y uno de los ma­ri­ne­ros me di­jo que era maes­tro y que que­ría que­dar­se a vi­vir aquí. ¿Qué es un maes­tro, pa­pá?

Al oír es­to el je­fe de­jó de co­mer y se pa­só las ma­nos por el pe­lo du­ro y mo­to­so. Se pu­so de pie y mi­ró ha­cia la pla­ya, ha­cia el mue­lle.

—¿Un maes­tro?... ¿Un maes­tro? ¿Y quie­ren que­dar­se a vi­vir aquí?

—Así me lo di­jo el ma­ri­ne­ro.

Sa­tu se acer­có a su pa­dre, que es­ta­ba jun­to a la puer­ta. Tra­ta­ron de mi­rar a tra­vés del tu­pi­do agua­ce­ro. La llu­via des­cen­día co­mo en tan­das, y era im­po­si­ble ver el de­sem­bar­ca­de­ro.

—¿Dón­de se que­da­rán? —pre­gun­tó Sa­tu, y se que­dó es­tu­dian­do el ros­tro de su pa­dre.

—Pien­so que es me­jor que yo va­ya y vea es­te asun­to —y di­cien­do es­to se in­ter­nó en la llu­via, se­gui­do por Sa­tu.

Ha­bían an­da­do la mi­tad del ca­mi­no cuan­do pu­die­ron dis­tin­guir el mue­lle. En ese mo­men­to la llu­via ce­só sú­bi­ta­men­te y los ra­yos del sol hi­rie­ron con fuer­za la are­na hú­me­da. Las nu­bes se fue­ron y el cie­lo re­co­bró su azul in­ten­so. Ha­bía con­clui­do el agua­ce­ro co­ti­dia­no. Pa­dre e hi­jo vie­ron que el ca­pi­tán del bar­co ha­bía sol­ta­do ama­rras y se di­ri­gía ya al mar abier­to.

Cuan­do lle­ga­ron jun­to al gru­po de la pla­ya, el bar­co se ha­lla­ba fue­ra del al­can­ce de la voz hu­ma­na.

A pe­sar de la llu­via, unos cuan­tos al­dea­nos es­ta­ban en el lu­gar. El maes­tro abrió una de las ca­jas y dis­tri­bu­yó ga­lle­ti­tas y te­rro­nes de azú­car a los pre­sen­tes. Cuan­do vio al je­fe Me­ra­din le son­rió y le ofre­ció, co­mo tam­bién a Sa­tu, ga­lle­ti­tas y azú­car. El hom­bre te­nía una ac­ti­tud amis­to­sa, no ha­bía du­da, y po­seía una voz so­no­ra y lle­na de to­na­li­da­des.

Sa­tu se pre­gun­tó si el maes­tro sa­bría que su pa­dre era el je­fe de esa al­dea. ¿Es­ta­ría en­te­ra­do de que el gran pez ta­tua­do en el pe­cho y esos aros vis­to­sos he­chos de dien­tes ta­lla­dos po­dían usar­los só­lo los je­fes de las is­las?

Sí, el maes­tro mi­ró al je­fe y lue­go se di­ri­gió ha­cia sus ca­jas. Se­ña­ló en di­rec­ción a la al­dea que se di­vi­sa­ba en­tre las pal­me­ras, en una ele­va­ción ha­cia el nor­te. Es­pe­ra­ba que el je­fe hi­cie­ra al­gún ade­mán de bien­ve­ni­da. Pe­ro Sa­tu vio que su pa­dre es­ta­ba tur­ba­do y no sa­bía qué ha­cer. Si el bar­co to­da­vía hu­bie­ra es­ta­do allí po­dría ha­ber­le pe­di­do al ca­pi­tán que se lle­va­ra a esa gen­te y asun­to con­clui­do. Pe­ro el na­vío se ha­lla­ba pa­ra en­ton­ces le­jos en el océa­no. Na­die sa­bía cuán­do re­gre­sa­ría. Tal vez pa­sa­rían se­ma­nas.

La mu­jer ex­tra­ña y los ni­ños se sen­ta­ron en la pi­la de bul­tos. Reían, son­reían y se com­por­ta­ban de un mo­do tan amis­to­so co­mo el hom­bre gran­de. Nue­va­men­te Sa­tu mi­ró el ca­be­llo del mu­cha­cho y se ma­ra­vi­lló de que fue­ra tan bri­llan­te.

—Hans, Hans —le ha­bló el maes­tro a su hi­jo—. Hans —le di­jo otra vez mien­tras lo to­ma­ba de la ma­no y lo ba­ja­ba de los bul­tos. Lo con­du­jo has­ta don­de es­ta­ba Sa­tu. El mu­cha­cho to­mó la ma­no de Sa­tu en la su­ya y la sos­tu­vo fir­me­men­te. Nue­va­men­te el maes­tro lo nom­bró: Hans.

Sa­tu mi­ró los ojos azu­les del mu­cha­cho. Aho­ra sa­bía que se lla­ma­ba Hans. El mu­cha­cho le son­rió y Sa­tu tam­bién son­rió. El mu­cha­cho co­rrió y tra­jo a su her­ma­ni­ta, y les hi­zo en­ten­der a Sa­tu y a su pa­dre que se lla­ma­ba Mar­ta. La ni­ñi­ta se to­mó de la ma­no de Sa­tu. Sus lar­gas tren­zas ru­bias vi­bo­rea­ban cuan­do sal­tan­do al­re­de­dor de los dos mu­cha­chos reía y ha­bla­ba en un idio­ma que la gen­te de San­gir nun­ca ha­bía oí­do.

Nue­va­men­te el maes­tro se­ña­ló ha­cia sus bul­tos y lue­go ha­cia el ca­mi­no que lle­va­ba a la al­dea. Sa­tu sa­bía lo que que­ría de­cir. De­sea­ba que to­dos lo ayu­da­ran a lle­var las co­sas al ca­se­río, y es­pe­ra­ba que al­guien le mos­tra­ra un lu­gar don­de pu­die­ra que­dar­se.

Sa­tu vio el ros­tro de su pa­dre en­som­bre­ci­do. Sa­bía que su pa­dre te­mía a esa gen­te son­rien­te. No obs­tan­te, de­bía to­mar al­gu­na de­ci­sión con res­pec­to a su alo­ja­mien­to.

—Los pon­dre­mos en la cho­za de Ta­ma —le di­jo a Go­la, uno de los an­cia­nos de la is­la que se ha­lla­ba cer­ca—. La cho­za se llue­ve, pe­ro se po­drá arre­glar con unos po­cos pu­ña­dos de pa­ja. Ta­ma es­tá en el otro la­do de la is­la y tar­da­rá unos cuan­tos días en vol­ver.

Sa­tu con­tu­vo el alien­to. Ta­ma era el he­chi­ce­ro de la al­dea. Tal vez la ma­gia de los nue­vos maes­tros y los es­pí­ri­tus fa­mi­lia­res de Ta­ma no se en­ten­die­ran bien. Era una osa­día de par­te del je­fe Me­ra­din po­ner a esa gen­te en la ca­sa de Ta­ma. Con se­gu­ri­dad, Ta­ma no hu­bie­ra es­ta­do de acuer­do. Sa­tu es­ta­ba se­gu­ro de que el bru­jo no se ale­gra­ría por la lle­ga­da de esa gen­te a la is­la, aun­que no sa­bía aún lo que era un maes­tro. Pe­ro, por su­pues­to, su pa­dre te­nía de­re­cho a ha­cer cual­quier co­sa que qui­sie­ra. Pa­ra eso era el je­fe de la al­dea.

Ca­pí­tu­lo 2
Las dos ma­gias

Hom­bres y mu­je­res car­ga­ron con los bul­tos, pe­que­ños y gran­des, y la pro­ce­sión se en­ca­mi­nó por el sen­de­ro de la cos­ta ha­cia el vi­llo­rrio. Sa­tu lle­va­ba un ata­do en la ca­be­za y Hans tam­bién lle­va­ba uno. Los mu­cha­chos co­rrían jun­tos, y am­bos reían por­que Sa­tu lle­va­ba su pa­que­te en la ca­be­za tan fá­cil­men­te co­mo su ca­be­llo, mien­tras que a Hans se le caía el su­yo. Sa­tu pen­só que qui­zás era por el ca­be­llo bri­llan­te, pe­ro só­lo po­día reír­se. La con­ver­sa­ción era li­mi­ta­da.

Sa­tu se sor­pren­dió cuan­do vio que la mu­jer blan­ca y la ni­ñi­ta no car­ga­ban con na­da. Le lla­mó la aten­ción, por­que las mu­je­res de San­gir siem­pre tra­ba­ja­ban más que los hom­bres. Lle­va­ban las car­gas más pe­sa­das y ha­cían los tra­ba­jos más du­ros.

Cuan­do lle­ga­ron fren­te a la cho­za de Ta­ma ya era me­dio­día. Sa­tu des­car­gó su pa­que­te y mi­ró ha­cia la ba­hía. El vol­cán emer­gía del mar co­mo un enor­me tron­co de ár­bol que hu­bie­ra lle­ga­do a las es­tre­llas si no hu­bie­ra si­do tron­cha­do.

El sol se hun­día len­ta­men­te tras el vol­cán, in­fla­man­do la at­mós­fe­ra de lla­ma­ra­das ro­sa­das, vio­le­tas y do­ra­das. Sa­tu sa­lió de la cho­za de su pa­dre y ca­mi­nó ha­cia don­de la fa­mi­lia de fo­ras­te­ros se ha­bía ins­ta­la­do pa­ra pa­sar la pri­me­ra no­che en San­gir.

Du­ran­te to­do el día ha­bía ha­bi­do gru­pos de cu­rio­sos jun­to a la cho­za, ob­ser­van­do có­mo el hom­bre bar­bu­do abría los bul­tos y sa­ca­ba co­sas pa­ra pre­pa­rar­le ca­mas a la fa­mi­lia. Aho­ra to­dos es­ta­ban en­te­ra­dos de que el ca­be­llo del hom­bre era tan ro­jo y ri­za­do co­mo su bar­ba. La gen­te se ha­bía apre­tu­ja­do con­tra la puer­ta de la cho­za pa­ra ver la co­mi­da de la fa­mi­lia, que no era gran co­sa, por su­pues­to, pe­ro to­dos se ex­cu­sa­ron a sí mis­mos de ofre­cer­les ali­men­tos de­bi­do a que el “es­pec­tá­cu­lo” que es­ta­ban con­tem­plan­do era de lo más in­só­li­to y ex­tra­ño. No po­dían de­jar de mi­rar ni un mo­men­to los uten­si­lios que em­plea­ba esa gen­te pa­ra co­mer. Ser­vían la co­mi­da en unos pla­tos ra­ros, no en re­ci­pien­tes de cás­ca­ra de co­co u ho­jas fres­cas de la sel­va, aun­que ha­bía allí cer­ca mu­chas y muy bue­nas.

Sa­tu se que­dó ob­ser­van­do con los de­más. Las pa­re­des de la cho­za de Ta­ma eran de pa­ja y es­ta­ban lle­nas de agu­je­ros. Se po­día pe­gar el ojo a cual­quie­ra de ellos y mi­rar per­fec­ta­men­te ha­cia aden­tro. Si no ha­bía un agu­je­ro al ni­vel ade­cua­do, uno po­día abrir­lo en un ins­tan­te.

Aun­que la gen­te del in­te­rior sa­bía que era ob­ser­va­da en to­dos sus mo­vi­mien­tos, pa­re­cía no dar­le im­por­tan­cia al he­cho. De­sem­pa­ca­ron al­gu­nas de sus co­sas. A los de­más bul­tos los aco­mo­da­ron, sin abrir, en un rin­cón del cuar­to. Es­te era de un so­lo am­bien­te de cua­tro por seis me­tros apro­xi­ma­da­men­te, con un fo­gón de tie­rra en un ex­tre­mo. El fo­gón era pe­que­ño, por­que Ta­ma, el he­chi­ce­ro, vi­vía so­lo. No te­nía es­po­sa, ni hi­jos, ni si­quie­ra un ani­mal que le hi­cie­ra com­pa­ñía.

De una de las ca­jas, Sa­tu vio que el maes­tro sa­ca­ba va­rias co­sas de for­ma rec­tan­gu­lar, que pu­so a un la­do. Pa­re­cía que no eran del to­do só­li­das, y eso le lla­mó la aten­ción. Es­ta­ban he­chas de ho­jas muy del­ga­das en to­do su in­te­rior. A la vis­ta de esos ex­tra­ños ob­je­tos, mu­chos de los que es­pia­ban por los agu­je­ros, co­mo tam­bién los que es­ta­ban jun­to a la puer­ta, pro­rrum­pie­ron en ex­cla­ma­cio­nes de te­mor y sor­pre­sa. “Ma­gia —se de­cían unos a otros—. ¡Qué can­ti­dad de ma­gia ha traí­do es­te hom­bre!”

La ma­yo­ría de esas co­sas de for­ma rec­tan­gu­lar eran de co­lor cas­ta­ño o ne­gro, y no to­das eran del mis­mo ta­ma­ño o es­pe­sor. El maes­tro las to­ma­ba con cui­da­do, co­mo si se tra­ta­ra de al­go muy pre­cio­so pa­ra él.

—Sí, es ma­gia —le di­jo uno de los al­dea­nos a Sa­tu—. Po­dría­mos ha­ber su­pues­to que trae­ría ma­gia, pe­ro yo no es­pe­ra­ba que tu­vie­ra esa apa­rien­cia. Cla­ro, ca­da per­so­na usa la de su cla­se. Na­die pue­de vi­vir sin ma­gia.

Ma­ra­vi­lla­dos y lle­nos de te­mor, los al­dea­nos se ale­ja­ron. Ya ha­bía os­cu­re­ci­do y no era pru­den­te per­ma­ne­cer más tiem­po cer­ca de la cho­za don­de el maes­tro es­ta­ba de­sem­pa­can­do una ma­gia tan ex­tra­va­gan­te.

—Me pa­re­ce que es pe­li­gro­so que esa gen­te duer­ma en la cho­za de Ta­ma —le di­jo Sa­tu a su ma­dre—. Es el lu­gar don­de Ta­ma ha­bla con los de­mo­nios. ¿Qué pa­sa­ría si las dos cla­ses de ma­gia co­men­za­ran a lu­char?

—No te preo­cu­pes por eso —res­pon­dió la ma­dre—. ¿Aca­so sa­be­mos si Ta­ma no se ha lle­va­do con­si­go a sus de­mo­nios? Co­mún­men­te lo ha­ce. Los ne­ce­si­ta­rá en el otro la­do de la is­la.

Pe­ro Sa­tu se da­ba cuen­ta de que la ma­yo­ría de la gen­te de la al­dea es­ta­ba asus­ta­da, por­que tem­pra­no se ce­rra­ron las puer­tas de las cho­zas y has­ta se les pu­so tran­ca por den­tro an­tes de dor­mir.

La cu­rio­si­dad de Sa­tu acer­ca de la nue­va fa­mi­lia no lo de­ja­ba des­can­sar. Su in­te­rés era ma­yor que su te­mor. Aban­do­nó su es­te­ra, se arras­tró por el pi­so y sa­lió. A la luz de la lu­na, se di­ri­gió a la cho­za de Ta­ma y se pu­so a es­piar por un agu­je­ro.

El cuar­to se veía ya or­de­na­do. El maes­tro, su es­po­sa, Hans y la pe­que­ña Mar­ta es­ta­ban sen­ta­dos so­bre un ca­jón que ha­bían de­so­cu­pa­do y da­do vuel­ta. El maes­tro te­nía uno de los ele­men­tos de ma­gia en sus ma­nos. Mi­ra­ba den­tro de esa co­sa ex­tra­ña y le ha­bla­ba. ¿Le res­pon­de­ría la co­sa má­gi­ca?

El co­ra­zón de Sa­tu la­tía con vio­len­cia y sen­tía un cos­qui­lleo por la es­pal­da. Te­nía que es­for­zar­se pa­ra no sa­lir co­rrien­do. Se­pa­ró los ojos del agu­je­ro por un ins­tan­te y mi­ró ha­cia la sel­va que te­nía tras sí. Lue­go se pu­so a es­piar otra vez. El maes­tro to­da­vía le es­ta­ba ha­blan­do a la co­sa ne­gra. En un cier­to mo­men­to le­van­tó la vis­ta y mi­ró a su es­po­sa y a los ni­ños, pe­ro lue­go si­guió ha­blán­do­le a la co­sa má­gi­ca.

“De­be de ser una cla­se de es­pí­ri­tu que vi­ve ahí”, pen­só Sa­tu. Ese pen­sa­mien­to lo ate­mo­ri­zó tan­to que hu­bie­ra hui­do, pe­ro en­ton­ces el hom­bre ce­rró la co­sa má­gi­ca de co­lor ne­gro y la pu­so so­bre sus ro­di­llas. Lue­go abrió la bo­ca y co­men­zó a can­tar.

Sa­tu sa­bía lo que era el can­to. Ha­bía oí­do los can­tos que acom­pa­ña­ban a las dan­zas de su al­dea des­de ni­ño, y tam­bién co­no­cía los mo­nó­to­nos son­so­ne­tes de Ta­ma el he­chi­ce­ro. Pe­ro las me­lo­días que fluían de la bo­ca del maes­tro eran di­fe­ren­tes de cua­les­quie­ra de las que ha­bía es­cu­cha­do en la is­la, o si­quie­ra ima­gi­na­do. Eran bri­llan­tes on­das so­no­ras, que en­tre­te­jían la me­lo­día con tal dul­zu­ra y be­lle­za que las lá­gri­mas inun­da­ron los ojos de Sa­tu. Pe­ro lue­go el te­mor nue­va­men­te lo es­tre­me­ció. Esa de­bía ser la ma­gia que el hom­bre sa­ca­ba de la co­sa ne­gra y rec­tan­gu­lar. Po­día ser fá­cil­men­te em­bru­ja­do si se que­da­ba y se­guía es­cu­chan­do. Tal vez ya es­tu­vie­ra em­bru­ja­do.

En­ton­ces vio que la gen­te de la al­dea es­ta­ba sa­lien­do de sus cho­zas y acer­cán­do­se a la cho­za de Ta­ma, de don­de ema­na­ba una me­lo­día dul­cí­si­ma que lle­na­ba la no­che.

La gen­te ve­nía en gru­pos de dos, tres o más per­so­nas. No in­ten­ta­ron es­piar por los agu­je­ros. Que­da­ron a unos po­cos pa­sos de la pa­red, es­cu­chan­do las no­tas glo­rio­sas que as­cen­dían, eté­reas y vi­bran­tes, ha­cia al­tu­ras de go­zo don­de na­die po­día se­guir­las. Y so­bre la ex­tra­ña es­ce­na, la lu­na re­mon­ta­ba el cie­lo al pa­so que ba­ña­ba la al­dea con su luz blan­que­ci­na.

Na­die ha­bla­ba, pe­ro a me­di­da que el rit­mo del can­to em­pe­zó a po­seer­los co­men­za­ron a ha­ma­car­se, acen­tuan­do las ca­den­cias vo­ca­les y su­bra­yan­do ca­da pau­sa con un ¡Ah-h-h-h!

Cuan­do con­clu­yó el can­to se vol­vie­ron a sus vi­vien­das. Sa­tu que­dó en su es­te­ra, pen­san­do por lar­go ra­to en lo que ha­bía vis­to, y la mú­si­ca de­li­cio­sa de la voz del maes­tro aún fluía so­bre su cuer­po co­mo un río de fe­li­ci­dad. Pe­ro no se atre­vía a sen­tir­se fe­liz. To­do eso ha­bía pro­ve­ni­do de la co­sa ne­gra y rec­tan­gu­lar, y no ha­bía du­das de que se tra­ta­ba de una cla­se de ma­gia muy po­ten­te. Le hu­bie­ra gus­ta­do que Ta­ma re­gre­sa­ra pron­to. Él sa­bría có­mo tra­tar con ese nue­vo en­can­ta­mien­to.

Con esos pen­sa­mien­tos, Sa­tu se fue que­dan­do dor­mi­do.

Las ale­gres no­tas de un can­to des­per­ta­ron a Sa­tu a la ma­ña­na si­guien­te. Al maes­tro ese de­bía gus­tar­le can­tar, y así de­bía de exi­gir­lo ese ti­po de ma­gia. Y des­de ahí en ade­lan­te, y du­ran­te to­do el tiem­po que el maes­tro y su fa­mi­lia es­tu­vie­ron en la cho­za de Ta­ma, la gen­te oyó can­tar a la ma­ña­na y a la no­che.

Los can­tos no eran siem­pre los mis­mos, y eso de­ja­ba per­ple­jo a Sa­tu por­que, vez tras vez, in­ten­ta­ba imi­tar los so­ni­dos pe­ro des­cu­bría que los su­yos eran co­mo ge­mi­dos de ani­mal he­ri­do o el ba­li­do de una ca­bra.

Has­ta la ni­ñi­ta del maes­tro po­día can­tar, y eso ma­ra­vi­lla­ba a Sa­tu más que nin­gu­na otra co­sa. Con fre­cuen­cia el hom­bre po­nía a la chi­qui­lla so­bre sus ro­di­llas y can­ta­ban jun­tos la mis­ma me­lo­día. La voz de la pe­que­ña Mar­ta era dul­ce y tan pu­ra co­mo la de su pa­dre.

Al día si­guien­te de ha­ber de­sem­bar­ca­do, el maes­tro co­men­zó a ca­mi­nar por la zo­na de la al­dea mi­ran­do aquí y allá, mi­dien­do con sus ojos y pro­ban­do el sue­lo con la pun­ta de sus bo­tas.

—Ya sé lo que es­tá bus­can­do —di­jo el je­fe Me­ra­din a su fa­mi­lia—. Es­tá bus­can­do un lu­gar pa­ra le­van­tar su ca­sa. Con la can­ti­dad de co­sas que tra­jo ne­ce­si­ta­rá un lu­gar am­plio.

Sa­tu vio que su pa­dre frun­cía el ce­ño. Sa­bía que pa­ra él ha­bría si­do me­jor que el maes­tro nun­ca hu­bie­ra lle­ga­do a Gran San­gir. Era un pro­ble­ma di­fí­cil el sa­ber qué ha­cer con esa fa­mi­lia, pe­ro es­ta­ban allí y ha­bía que to­mar al­gu­na de­ci­sión.

Me­dian­te ges­tos, se­ña­les y pa­la­bras ex­tra­ñas, el fo­ras­te­ro in­ten­ta­ba ha­cer sa­ber al je­fe que de­sea­ba un lu­gar don­de pu­die­ra cons­truir su ca­sa, pe­ro el je­fe siem­pre sa­cu­día la ca­be­za. Aun­que el maes­tro lo lle­vó a va­rios lu­ga­res pa­ra mos­trar­le si­tios de­so­cu­pa­dos y con una es­ta­ca le in­di­ca­ba las di­men­sio­nes del pre­dio, el je­fe siem­pre sa­cu­día la ca­be­za.

—Se irá —de­cía el ca­ci­que—. Cuan­do no ha­lle nin­gún lu­gar pa­ra cons­truir su ca­sa se irá. Al­gún día ven­drá el bar­co, y en­ton­ces se irá. Ni los pá­ja­ros se que­dan don­de no pue­den ha­cer ni­do.

Pe­ro es­ta­ba equi­vo­ca­do. El bar­co de car­ga vi­no y se fue, y el maes­tro gi­gan­te con­ti­nuó ex­plo­ran­do dis­tin­tos lu­ga­res de la is­la, só­lo pa­ra que se le ne­ga­ra has­ta el úl­ti­mo pal­mo de tie­rra.

Sa­tu po­día ver que su pa­dre es­ta­ba más an­gus­tia­do que nun­ca, por­que aho­ra al­gu­nos de los al­dea­nos se ha­bían afi­cio­na­do tan­to al maes­tro, a sus mo­da­les cor­te­ses y a sus can­tos, que co­men­ta­ban en­tre ellos lo erra­do de la con­duc­ta del je­fe Me­ra­din al re­hu­sar­le un pe­da­zo de tie­rra, con la abun­dan­cia de te­rre­no cul­ti­va­ble que ha­bía cer­ca de la al­dea.

Ha­cía unos cuan­tos días que el bar­co ha­bía es­ta­do en la is­la, cuan­do el maes­tro to­mó a su hi­jo Hans y con él se di­ri­gió a la sel­va exis­ten­te en­tre la al­dea y la pla­ya. Esa tar­de arras­tra­ron fue­ra unos po­cos ár­bo­les y pos­tes. To­da la al­dea los vio lle­var­los a un lu­gar de la pla­ya. Des­pués de eso, ca­si ca­da día iban am­bos a la sel­va, y la can­ti­dad de ma­te­rial so­bre la are­na de la pla­ya au­men­tó has­ta con­ver­tir­se en un gran mon­tón.

—¿Se­rá ca­paz de cons­truir su ca­sa jus­ta­men­te ahí, so­bre la are­na?

El je­fe Me­ra­din pa­re­cía mo­les­to.

—Ahí no cre­ce­rá na­da, y na­die pue­de cons­truir una bue­na ca­sa so­bre la are­na. No es un lu­gar só­li­do.

A me­di­da que pa­sa­ban los días na­die du­dó de que el maes­tro se pro­po­nía le­van­tar su ca­sa en la pla­ya. Tam­bién que­dó en cla­ro que va­lía la pe­na ayu­dar­lo en la cons­truc­ción. Cuan­do al­gu­nos de los na­ti­vos se ofre­cie­ron pa­ra cor­tar­le tron­cos y sa­car­los de la sel­va, el maes­tro los re­com­pen­só con re­ga­los. Así hu­bo ca­da vez más gen­te dis­pues­ta a ayu­dar. Cor­ta­ban y des­bas­ta­ban los tron­cos, y la ca­sa de la pla­ya ade­lan­tó mu­cho más rá­pi­do de lo que el je­fe Me­ra­din hu­bie­ra de­sea­do. Al­gu­nas mu­je­res gus­ta­ban mu­cho de las te­las de co­lor ro­jo y azul que les da­ba la es­po­sa del maes­tro, y a cam­bio le te­jían es­te­ras y pre­pa­ra­ban los ma­no­jos de pa­ja pa­ra el te­cho. No pa­só mu­cho tiem­po has­ta que la ca­sa de la pla­ya se ir­guió nue­va y her­mo­sa jun­to al océa­no y en lí­nea rec­ta con el vol­cán. Se la ha­bía le­van­ta­do so­bre el ni­vel de la ma­rea al­ta.

Una ma­ña­na Sa­tu vi­no a la nue­va ca­sa, co­mo lo ha­cía to­dos los días. Vio a Hans aca­rrean­do una enor­me pie­dra cha­ta des­de la pla­ya.

—¿Qué es­tás ha­cien­do? —le pre­gun­tó.

—Ven y ayú­da­me —le con­tes­tó el pe­li­rro­jo mien­tras de­ja­ba la pie­dra en un mon­tón que ha­bía jun­to a la nue­va ca­sa—. Ven, ne­ce­si­ta­mos mu­chas pie­dras.

Hans no co­no­cía aún mu­chas pa­la­bras del idio­ma de la is­la, pe­ro las que sa­bía eran im­por­tan­tes y las em­plea­ba to­dos los días. Mien­tras los dos mu­cha­chos tra­ba­ja­ban tra­yen­do más pie­dras de la pla­ya, se co­mu­ni­ca­ban por me­dio de se­ña­les y con la ayu­da de las po­cas pa­la­bras que am­bos sa­bían del idio­ma del otro.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
121 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9789877983371
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre