Kitabı oku: «La invención del sí mismo», sayfa 2
Introducción
Si hay algún valor aparentemente irreprochable en nuestro confuso ambiente ético actual, se trata del sí mismo y de los términos que se agrupan alrededor de él: autonomía, identidad, individualidad, libertad, elección, realización. Es en términos de nuestros sí mismos autónomos que entendemos nuestras pasiones y deseos, que damos forma a nuestros estilos de vida, que escogemos a nuestras parejas, con quién nos casamos e, incluso, la parentalidad. Es en nombre del tipo de personas que realmente somos que consumimos productos, que representamos nuestros gustos, que modelamos nuestros cuerpos, que exhibimos aquello que nos distingue. Nuestras políticas proclaman a viva voz el compromiso de respetar los derechos y poderes del ciudadano como individuo. Nuestros dilemas éticos son debatidos en términos similares, ya sea que conciernan a la extensión legal de la protección a las parejas del mismo sexo, a las disputas sobre el aborto o a las preocupaciones sobre las nuevas tecnologías reproductivas. En ámbitos menos parroquiales, las nociones de autonomía e identidad actúan como ideales o criterios de juicio en conflictos acerca de las identidades nacionales, en luchas sobre los derechos de las minorías y en toda una variedad de disputas nacionales e internacionales. Esta ética del sí mismo libre y autónomo parece trazar algo absolutamente fundamental respecto de los modos en que los hombres y mujeres modernos han llegado a entenderse, a experimentarse y a evaluarse a ellos mismos, sus acciones y sus vidas.
Al escribir los ensayos reunidos en este volumen he querido hacer una contribución, tanto conceptual como empírica, a la genealogía de este régimen contemporáneo del sí mismo. Mi esperanza es que puedan aportar a la comprensión de las condiciones bajo las cuales nuestros modos actuales de pensar y de actuar sobre los seres humanos han tomado forma, a graficar sus modos característicos de operación, a elaborar formas de evaluación de las capacidades que se nos atribuyen y de las exigencias que se nos hacen. Mi objetivo es, en otras palabras, comenzar a cuestionar algunas de nuestras certezas contemporáneas acerca de los tipos de persona que creemos que somos, y a desarrollar maneras a través de las cuales podamos comenzar a pensarnos de otro modo.
Estos estudios intentan problematizar nuestro régimen contemporáneo del sí mismo por medio del examen de algunos de los procesos a través de los cuales el ideal regulativo del sí mismo ha sido inventado. La invención en cuestión es un fenómeno más bien histórico que individual. Por ello, este trabajo se sostiene en la creencia de que la investigación histórica puede abrir el régimen contemporáneo del sí mismo al pensamiento crítico, esto es, a un tipo de pensamiento que pueda trabajar sobre los límites de lo que es pensable, extender esos límites y, así, contrarrestar la impugnabilidad de aquello que consideramos natural e inevitable acerca de los modos en que nos relacionamos con nosotros mismos en la actualidad. Las psicociencias y disciplinas como la psicología, la psiquiatría y otras afines, forman el foco de estos estudios. De modo general, denomino “psi”, a las maneras de actuar y de pensar engendradas por estas disciplinas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no porque formen un bloque monolítico y coherente —es más bien lo contrario—, sino porque han creado una variedad de nuevas formas en que los seres humanos han llegado a entenderse a sí mismos y a hacerse cosas a sí mismos. En estos ensayos sostengo que lo psi ha jugado un rol fundamental en la constitución del actual régimen del sí mismo, al tiempo que ha sido también “disciplinado” como parte de la emergencia de dicho régimen. Sin embargo, no pretendo otorgar ni siquiera el esbozo para una historia de la psicología. Más bien, pongo atención a los vocabularios, explicaciones y técnicas de lo psi sólo mientras se vinculen a esta pregunta acerca de la invención de modos de entendernos y de relacionarnos con nosotros mismos y con otros, a la fabricación de un ser humano que se vuelve inteligible y posible sólo bajo ciertas descripciones. Quisiera examinar los modos en que el dispositivo contemporáneo de “ser humano” ha sido armado: las tecnologías y las técnicas que sostienen el ser persona —identidad, ipseidad, autonomía e individualidad— en su lugar. Llamo a este trabajo “historia crítica”: su objetivo es explorar las condiciones bajo las cuales estos horizontes de nuestra experiencia han tomado forma, diagnosticar la condición contemporánea del sí mismo, desestabilizar y desnaturalizar ese régimen del sí mismo que hoy parece inescapable, dilucidar las cargas impuestas, las ilusiones implicadas y los actos de dominación y autocontrol, que son la contrapartida de las capacidades y libertades que constituyen al individuo contemporáneo.
Tal vez pueda ya objetarse que he planteado mi interrogante de una manera desorientadora al referirme tan rápidamente a una experiencia de uno mismo con los términos “nosotros” o “nuestro”. ¿Quién es este “nosotros”? ¿A quiénes comprende este “nuestro”? En efecto, una de las premisas de estos ensayos es que el régimen del sí mismo que prevalece actualmente en Europa Occidental y en América del Norte es inusual tanto histórica como geográficamente, y que su misma existencia debe ser tratada como un problema a ser explicado. Más aún, un argumento central de estos ensayos es que este régimen del sí mismo es sin duda más heterogéneo de lo que habitualmente se permite, localizándose en distintas prácticas que contienen presuposiciones particulares sobre los temas que las habitan y que varían en sus especificaciones del ser persona en una serie de ejes y de problemas, operando diversamente, por ejemplo, en relación a las mujeres asesinas, al niño travieso, al joven negro urbano, a la dueña de casa deprimida de clase alta, al trabajador descontento, al gerente de rango medio recientemente despedido, a la mujer de negocios emprendedora, entre otros. No obstante, lo que justifica que hable de un régimen del sí mismo, al menos dentro de ciertas coordenadas temporales y geográficas, no es tanto la aseveración de una uniformidad, sino más bien la hipótesis de que existe una normatividad común, una especie de parecidos de familia,3 en los ideales regulativos que conciernen a las personas que trabajan en todas estas prácticas diversas que operan sobre los seres humanos, sean estos jóvenes y ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, negros y blancos, prisioneros, locos, pacientes, jefes y empleados: ideales que conciernen a nuestra existencia como individuos habitados por una psicología interna que anima y explica nuestra conducta, y que se esfuerza por la autoestima y la autorrealización en la vida cotidiana. Los ensayos que siguen deberían establecer las fuerzas y los límites de estas hipótesis, así como también avanzar en el trazado de los lugares, las prácticas y los problemas diversos y contingentes a partir de los cuales ha sido inventada esta norma del cotidiano, y aún soberano, sí mismo de la elección, la autonomía y la libertad.
Hablar de la invención del sí mismo no es sugerir que somos de algún modo víctimas de una ficción colectiva o una ilusión. Lo inventado no es una ilusión, sino que constituye nuestra verdad. Sostener que nuestra relación con nosotros mismos es histórica y no ontológica, no implica sugerir que una subjetividad esencial y transhistórica yace escondida y disfrazada bajo la superficie de nuestra experiencia contemporánea, como un potencial esperando a ser realizado por medio de la crítica. Sin embargo, estos estudios se erigen a partir de una incomodidad relativa a los valores acordados al sí mismo y a su identidad en nuestra forma contemporánea de vida, una sensación de que mientras nuestra cultura del sí mismo concede a los seres humanos toda clase de capacidades y los dota de todo tipo de derechos y privilegios, también divide, impone cargas y prospera sobre las ansiedades y decepciones generadas por sus propias promesas. Soy consciente de que mientras estos ensayos parten de semejante incomodidad, se quedan cortos al elaborar un balance que pueda permitirnos contraponer los “costos” de nuestra experiencia contemporánea de nosotros mismos a sus “beneficios”. Sin embargo, espero que al volver más visible la contingencia histórica de nuestras relaciones contemporáneas con nosotros mismos, estos ensayos puedan ayudar a abrir dichas relaciones a la interrogación y la transformación.
El sí mismo desafiado
Estos ensayos han sido reunidos en un tiempo y lugar en que una serie de profundos desafíos han sido dirigidos a una imagen del sí mismo que, durante mucho tiempo, parece haber formado el horizonte de “nuestro” pensamiento: el sí mismo coherente, amordazado, individualizado, intencionado, locus de nuestro pensamiento, acción y creencias, origen de nuestras acciones, beneficiario de una biografía única. Como sí mismos poseemos una identidad, la cual ha constituido nuestra más recóndita y profunda realidad, ha sido el repositorio de nuestra herencia familiar y de nuestra experiencia particular como individuos, y ha animado nuestros pensamientos, actitudes, creencias y valores. Como sí mismos, hemos sido caracterizados por una profunda interioridad: conductas, creencias, valores y discursos han debido ser interrogados y vueltos inteligibles en términos de la comprensión de un espacio interno que les habría dado forma, dentro del cual ellos han sido, literalmente, encarnados en nosotros en tanto seres corpóreos. Este universo interno del sí mismo, esta “psicología” profunda, yace en el núcleo de aquellas maneras de conducirnos a nosotros mismos que son consideradas normales y que proveen la norma para pensar y para juzgar lo anormal, ya sea en el reino del género, la sexualidad, el vicio, la ilegalidad o la locura. Nuestras vidas han tenido sentido en la medida en que hemos podido descubrir, ser, expresar y amar nuestros sí mismos, en que hemos podido ser amados debido al sí mismo que verdaderamente somos.
En efecto, como ya he insinuado, estos ensayos cuestionarán si, o tal vez dónde, este ideal regulatorio del sí mismo funcionó realmente de un modo autoevidente. Sugerirán que las imágenes de la persona o del sujeto que han estado activas en diversas prácticas han sido históricamente más dispares que lo implicado en tal argumento; que diversas concepciones del ser persona han sido desplegadas en las prácticas espirituales del cristianismo, en la consulta del médico, en la sala de operaciones de un hospital, en las relaciones eróticas, en el mercado de valores, en las actividades escolares, en la vida doméstica, en la milicia. Ese ideal del sujeto unificado, coherente y centrado en sí mismo ha sido encontrado, tal vez de manera más habitual, en aquellos proyectos que han lamentado la pérdida del sí mismo en la vida moderna, que han buscado recobrar un sí mismo, que han instado a las personas a respetar el sí mismo, que nos han conminado a cada uno de nosotros a afirmar nuestro sí mismo y a tomar responsabilidad sobre él. Proyectos cuya existencia misma sugiere que el sí mismo es más una meta o una norma que algo dado de modo natural. Recíprocamente, en ciertos proyectos este sí mismo universal ha aparecido como aquello que articulaba el conocimiento, un conocimiento estructurado por la presuposición de que un relato sobre el ser humano tenía que ser, al menos en principio, sin límites, en la medida en que los humanos poseían ciertas características universales, procesos morales, fisiológicos, psicológicos o biológicos que luego se transformaban en formas regulares y predecibles de producir individuos particulares y únicos. Si nuestro actual régimen del sí mismo tiene cierta “sistematicidad”, esto es probablemente un fenómeno reciente, un resultado de todos estos diversos proyectos que han intentado conocer y gobernar a los humanos como si fueran sí mismos de determinado tipo.
En cualquier caso, en la actualidad esta imagen del sí mismo ha sido cuestionada, tanto práctica como conceptualmente. Toda una serie de prácticas que se relacionan con las dificultades triviales de vivir una vida han puesto en tela de juicio la unidad, la naturaleza y la coherencia del sí mismo. La nueva tecnología genética perturba la naturaleza y los límites del sí mismo en relación con lo que, reveladoramente, es llamado “reproducción”: donación de espermatozoides, trasplante de óvulos, congelación e implantación de embriones, y mucho más (cf. Strathern, 1992). El aborto y las máquinas de soporte vital, junto con los continuos debates en torno a dichos temas, desestabilizan los puntos en los cuales lo humano comienza a existir y se desvanece dicha existencia. El trasplante de órganos, la diálisis de riñones, el implante fetal de tejido cerebral, los marcapasos, los corazones artificiales, todo ello problematiza la unicidad de la corporeización del sí mismo, no sólo al establecer vínculos “no naturales” entre diferentes sí mismos a través del movimiento de tejidos, sino también al volver sumamente claro el hecho de que los humanos son intrínsecamente fabricados y “maquinados” tecnológicamente, unidos a máquinas tanto en lo que llamamos normalidad como en la patología. No es de extrañar que el cyborg, en tanto particular imagen del ser humano, se haya diseminado tan rápidamente (Haraway, 1991).
Esta imagen del sí mismo como organismo cibernético, como híbrido no unificado, ensamblado con partes de cuerpos y artefactos mecánicos, mitos, sueños y fragmentos de conocimiento, es sólo una dimensión de un rango de desafíos conceptuales a la primacía, la unidad y lo supuestamente dado del sí mismo. Al menos dentro de la teoría social, la idea del sí mismo es historizada y culturalmente relativizada. Más radicalmente, es fracturada por el género, la raza, la clase; fragmentada, deconstruida, revelada no como nuestra verdad interior, sino como nuestra última ilusión, no como nuestro último confort, sino como un elemento en los circuitos del poder que hace a algunos de nosotros un sí mismo, mientras a otros les niega dicha posibilidad de manera plena, performando así un acto de dominación en ambos casos.
Estos desafíos contemporáneos al sí mismo son ellos mismos, sin duda, fenómenos históricos y culturales. Como es bien sabido, los científicos sociales del siglo XIX argumentaron de diversas maneras que el proceso de modernización, la emergencia de Occidente, el carácter único de sus valores y de sus relaciones económicas, legales, culturales y morales, podían ser entendidas, en parte, en términos de “individualización”. Al desarrollar esta temática a lo largo del siglo XX —y sobre todo en sus últimas décadas—, historiadores, sociólogos y antropólogos han desplegado este argumento en un tono distinto, utilizando la especificidad cultural e histórica de la idea del sí mismo con la finalidad de relativizar los valores del individualismo.
Se ha desvanecido ya el valor de shock de ciertas aserciones como aquellas de Clifford Geertz acerca de que:
La concepción occidental de la persona como un universo limitado, único y más o menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y natural, es, por muy convincente que pueda parecernos, una idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo (Geertz, 1979: 229, citado en Sampson, 1989: 1; cf. Mauss, 1979b).
En respuesta a ello, antropólogos apasionados buscan ahora recuperar el sí mismo de la confusión de sus determinaciones sociales y culturales, y del relativismo que esto implica (e.g. Cohen, 1994). A pesar de dichos esfuerzos, se ha demostrado convincentemente que ha sido imposible reuniversalizar y renaturalizar esta imagen de la persona estable, autoconsciente, idéntica a sí misma y centro de la agencia.
Las peculiaridades de nuestro régimen del sí mismo también han sido diagnosticadas por los filósofos. Los historiadores de la filosofía, especialmente Charles Taylor, han argumentado que nuestra noción moderna de lo que es ser un agente humano, una persona o un sí mismo —así como las problemáticas morales con las cuales esta noción está inextricablemente entrelazada— es
[…] un modo de autointerpretación históricamente limitado, un modo que ha venido a ser predominante en el Occidente moderno y que, por consiguiente, podría propagarse al resto del planeta; pero es un modo que tuvo un comienzo en el tiempo y en el espacio, y podría tener un final (Taylor, 1989: 111).
Taylor rastrea esta historia a través de la interpretación de textos filosóficos y literarios, desde Platón hasta el presente, intentando abordar la cuestión “interpretativa” de por qué la gente, en distintos momentos históricos, consideró convincentes, inspiradoras o conmovedoras diferentes versiones del sí mismo y de la identidad: las “ideas fuerza” contenidas dentro de diversas nociones del sí mismo (ibíd.: 203). Taylor ha sugerido que nuestro actual sentido “desencantado” del sí mismo, en particular el valor que le atribuimos a aquel sí mismo que tiene la capacidad de liderar autónomamente una vida ordinaria, tiene múltiples “fuentes”, las cuales emergen de una noción “teísta”, que acuerda al alma humana un lugar especial en el universo; de una noción “romántica”, que subraya la capacidad de los sí mismos de crearse y recrearse; y, finalmente, de una noción “naturalista”, que ve al sí mismo como un objeto que puede someterse a la razón científica y ser explicado en términos de biología, herencia, psicología, socialización y otros conceptos afines. El “sí mismo”, cualquiera sean las virtudes de humanidad y universalidad que pueda implicar, parece ser, en consecuencia, una noción mucho más contingente, heterogénea y culturalmente relativa de lo que pretende ser, dependiente de todo un complejo de otros valores, creencias culturales y formas de vida.
Sin embargo, Taylor conserva cierto afecto por el régimen del sí mismo tal como ha tomado forma históricamente, al igual que por los valores morales a los cuales ha sido vinculado. En esto, él es bastante inusual. Las evaluaciones morales que subyacen a este afecto han sido fuertemente discutidas por las filósofas feministas. De diversas maneras, las feministas han argumentado que la representación cultural del sujeto como sí mismo está basada en un acto de violencia simbólica continuamente repetido, motivado y generizado. Bajo esta aparente universalidad del sí mismo que ha sido construida en el pensamiento político y filosófico desde el siglo XVII, yace, en efecto, la imagen de un sujeto masculino cuya “universalidad” está basada su otro suprimido. Así, Moira Gatens afirma que mientras el sujeto masculino es
[…] construido como comedido, dueño de su propia persona y de sus capacidades, como quien se relaciona con otros hombres en tanto libres competidores con quienes comparte ciertos derechos político-económicos […], [e]l sujeto femenino es construido como propenso al desorden y la pasión, como económica y políticamente dependiente del hombre […], lo cual se justifica en la naturaleza de las mujeres. Ella ‘no hace sentido por sí misma’ y su subjetividad asume una falta que el hombre completa (Gatens, 1991: 5; cf. Lloys, 1984).
Desde su invención, este sujeto-con-agencia que aparenta ser sexualmente neutral fue un modelo aplicado a un sexo y denegado al otro. Sin duda, su fundación filosófica y su función política dependían de esta oposición.
Para muchos que escriben como feministas, esta ilusión políti-co-filosófica y patriarcal de la persona universal “descorporeizada” necesita ser corregida a través de la insistencia en la corporeización del sujeto. La universalización del sujeto, como sugieren dichos autores y autoras, se produjo de la mano de una negación de su existencia corporal en favor de una imagen espuria de la razón como abstracta, universal, racional y asociada con el principio masculino. El renovado énfasis en la corporeización parece revelar que el sujeto es al menos dos: cuerpos masculinos y cuerpos femeninos dan lugar a formas radicalmente distintas de subjetividad. La noción de corporeidad de lo humano debe ser desarrollada “enfatizando la corporeizada y, por tanto, sexualmente diferenciada estructura del sujeto hablante” (Braidotti, 1994a: 3). Habitualmente se sostiene que semejante reinserción “del cuerpo” en nuestro pensamiento acerca de la subjetividad tiene consecuencias que van más allá del simple cuestionamiento de la identidad entre mente y masculinidad, cuerpo y feminidad. Para Elizabeth Grosz, si los cuerpos son diversos
[…] masculinos o femeninos, negros, cafés, blancos, grandes o pequeños […], no como entidades en sí mismas o simplemente en un continuo lineal con sus polos ocupados por cuerpos masculinos y femeninos […], sino como un campo, un continuo bidimensional en el cual la raza (y posiblemente incluso la clase, casta o religión) forman especificaciones corporales […], una desafiante afirmación de la multiplicidad, un campo de diferencias, de otros tipos de cuerpos y de subjetividades […], si los cuerpos en sí mismos son siempre sexual (y racialmente) distintos, incapaces de ser incorporados en un modelo singular y universal, entonces las formas que toma la subjetividad no son generalizables (Grosz, 1994: 19).
Si la subjetividad es entendida como corpórea —encarnada en cuerpos que son diversificados y regulados de acuerdo a protocolos, divididos según líneas de desigualdad—, entonces el sujeto universalizado, naturalizado y racionalizado de la filosofía moral puede ser visto de una manera distinta: como el erróneo y problemático resultado de una denegación de todo lo que es corpóreo en el pensamiento occidental.
Las teóricas feministas también han estado a la cabeza de otro ataque a la imagen del sí mismo unificado, individualizado y psicológico, esta vez efectuado a partir de la indagación de los vínculos entre la subjetivación, la sexualidad y el psicoanálisis. Fue Jacques Lacan quien comenzó este ataque psicoanalítico sobre la imagen del sujeto que, según él, no sólo ha inspirado a parte de la psicología contemporánea, sino también a aquellas formas del psicoanálisis que han ganado influencia en Estados Unidos y cuyo ideal regulatorio es el Yo maduro. Para Lacan, lejos de un psicoanálisis operando según la imagen de la armonía y la reintegración que usualmente se infiere del dictum de Freud: “donde el Ello estuvo, el Yo debe advenir”,4 el descubrimiento freudiano del inconsciente y sus reglas de operación revelaron la radical excentricidad del sí mismo respecto de sí. De esta manera, una radical heteronomía se abre al interior de los seres humanos, la cual no es propiedad de unos pocos casos de personalidad múltiple o un índice de perturbación psicológica, sino que es la propia condición que nos vuelve capaces de relacionarnos con nosotros mismos como si fuéramos sujetos. Lacan afirmó que, en el corazón mismo de nuestro consentimiento a la propia identidad, somos movidos, agitados, activados, por un Otro: un orden que va más allá de nosotros y que es condición de cualquier consciencia (Lacan, 1977). Con la invención de la noción de inconsciente, y estableciendo el “exceso” del sujeto respecto de su representación de sí mismo, se ha entendido que el psicoanálisis le propinó un golpe fundamental a la visión del sujeto que ha sido propuesta por la filosofía clásica y que ha sido supuesta en la existencia cotidiana. Aparentemente, al hacerlo ha vuelto necesario para nosotros teorizar acerca de los mecanismos psicoculturales a través de los cuales el sujeto ha venido a tomarse a sí como un sí mismo.
Una vez más, ha sido el pensamiento feminista contemporáneo el que ha continuado estas investigaciones más intensivamente. Con excepciones notables, las feministas han insistido en que la diferencia sexual es constitutiva de la subjetividad misma: las identificaciones que nos forman como si fuéramos sujetos son articuladas, en primer lugar, en relación con el género (cf. Irigaray, 1985). Así, Judith Butler afirma que “el sujeto, el ‘yo’ hablante”, no precede a su construcción de género, sino que “se forma en virtud de pasar por ese proceso de asumir un sexo”, y que éste es un proceso constitutivamente anudado a la exclusión de ciertos “seres abyectos”, a quienes no se permite gozar del estatus de sujeto, en la medida que no concuerdan con las formas en que tales sexos son prescritos: la existencia de estas personas abyectas, “bajo el signo de lo ‘invivible’, es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos” (Butler, 1993: 3). La subjetividad, para Butler, no es el dominio de la acción, sino la consecuencia de rutinas de performatividad y modos de encuentro particulares e inevitablemente generizados. El sujeto y “sus” atributos aparecen ahora como efectos de una serie de procesos que hacen emerger al ser humano que asume o toma cierta posición de sujeto: una posición que no es universal, sino siempre particular. De esta manera, la subjetivación ocurre, pero no en la forma en que se piensa a sí misma: la subjetividad ya no es más unitaria o concebida de acuerdo con el modelo de lo masculino, sino fracturada por identificaciones sexuales y raciales, y regulada por normas sociales. Sin embargo, paradójicamente, para dar cuenta de estas prácticas de subjetivación, para interrumpir las formas en que tradicionalmente se han entendido y para dar cuenta de la “inscripción” de los efectos de la subjetividad en el animal humano, dichos argumentos parecen inevitablemente atraídos por una particular “teoría del sujeto”: el psicoanálisis.
Si argumentos provenientes de la antropología, la historia, la filosofía, el feminismo y el psicoanálisis han puesto al sí mismo en tela de juicio, lo han hecho ligándose a argumentos que se desarrollan en el propio corazón del sí mismo: la disciplina de la psicología. Por aquí, también, el sí mismo es desafiado. Para algunos, al revelarse el sí mismo como una “construcción social”, debe ser desestabilizado. Sus “atributos”, desde el género hasta la infancia, deben ser reconceptualizados como efectos múltiples y móviles de atribuciones realizadas en el marco de intercambios humanos históricamente situados. De este modo, somos invitados
[…] a considerar los orígenes sociales de presupuestos dados por sentado, tales como la bifurcación entre razón y emoción, la existencia de recuerdos y el sistema de símbolos que se supone subyace al lenguaje. [Nuestra atención se dirige] a las instituciones sociales, morales, políticas y económicas que sostienen y que son sostenidas por los presupuestos actuales acerca de la actividad humana (Gergen, 1985c: 5).
En estos argumentos constructivistas al interior de la psicología las atribuciones de ser sí mismo y sus predicados son entendidos frecuentemente en términos wittgensteinianos, vale decir, como características de juegos de lenguaje que emergen de, y que vuelven posibles a, ciertas formas de vida: es en y a través del lenguaje, y sólo en y a través del lenguaje, que nos atribuimos a nosotros mismos sentimientos corporales, intenciones, emociones y todos los otros atributos psicológicos que, desde hace tanto tiempo, parecieran venir a llenar un volumen interior dado y natural del sí mismo. “Considerado desde este punto de vista, ser un sí mismo no es ser un cierto tipo de ser, sino poseer un determinado tipo de teoría” (Harré, 1985: 262; cf. Harré, 1983, 1989).
Ya sea por razones epistemológicas (nunca podemos saber qué sucede en el fuero interno de la persona: todo lo que tenemos es el lenguaje), ya sea por razones ontológicas (las entidades construidas por la psicología no se corresponden con el verdadero ser de la personas), el análisis del interior psicológico debe ser remplazado por el análisis del reino exterior del lenguaje que atribuye estados mentales —creencias, actitudes, personalidades, entre otros— a los individuos (véanse los ensayos compilados en Gergen & Davis, 1985; y Shotter & Gergen, 1989). Cuando aquello que fue atribuido a un dominio psicológico unificado ahora es dispersado en prácticas lingüísticas, creencias y convenciones culturalmente diversas, el sí mismo unificado se muestra como una construcción. Una vez más, el sí mismo es desafiado y fragmentado: la heterogeneidad no es una condición temporal sino el resultado ineludible de los procesos discursivos a través de los cuales el “sí mismo” se “construye socialmente”. Y, desde la perspectiva de muchas de estas investigaciones psicológicas críticas, la psicología misma se transforma no sólo en una contribución a la comprensión contemporánea de la persona a través de los vocabularios y las narrativas que aporta, sino también en una disciplina cuya propia existencia debe ser considerada con sospecha. Si los seres humanos son tan heterogéneos y situacionalmente producidos como hoy parecen ser, ¿por qué habrá emergido una disciplina que promulgó concepciones tan unificadas, fijas, interiorizadas e individualizadas de los sí mismos, de lo masculino, de lo femenino, de las razas y de las edades? ¿A qué intereses sirvió un proyecto intelectual como ese?
Desde luego, estos desafíos contemporáneos al sí mismo, los cuales he descrito en un breve bosquejo, ocupan una dimensión de aquel movimiento cultural e intelectual llamado algunas veces posmodernismo. Esto ha puesto de moda el argumento de que el sí mismo, como la sociedad y la cultura, ha sido transformado en las condiciones actuales: la subjetividad está ahora fragmentada, es múltiple, contradictoria, y la condición humana implica que cada uno de nosotros trate de hacerse una vida para sí mismo bajo la mirada constante de la propia reflexividad suspicaz, atormentada por la incertidumbre y la duda. Creo que estamos en una buena posición para aproximarnos a estas declaraciones sin aliento acerca de la singularidad de nuestra era y nuestra posición especial en la historia. Estamos en el fin de algo, en el comienzo de algo, aunque con cierta reserva. En los ensayos que siguen, y tomando muchas de las ideas que he mencionado, sugiero algunos caminos para una evaluación crítica más sobria acerca del nacimiento y el funcionamiento de nuestro régimen contemporáneo del sí mismo.