Kitabı oku: «La guardia»

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EL AUTOR

Nikos Kavadías nació en Manchuria en 1910. Tras una niñez viajando mucho debido al negocio de importación y exportación de mercancías que regentaban sus padres, se estableció en El Pireo. Aunque se presentó a los exámenes de ingreso a la universidad para estudiar medicina, la enfermedad de su padre lo llevó a trabajar desde muy joven en una naviera para mantener a la familia. Cuando su padre falleció, se embarcó con diecinueve años en el buque Agios Nikolaos. Fue el principio de toda una vida embarcado, a excepción de los años de la Segunda Guerra Mundial, en los que primero luchó en Albania y luego permaneció en la Atenas ocupada por los alemanes, hasta el fin del conflicto. La guerra frustró sus perspectivas de obtener el título de capitán, por lo que viajó por todo el mundo trabajando de radiotelegrafista en la marina mercante prácticamente hasta su muerte en Atenas, en 1975. Es autor de una obra muy reducida pero de tal trascendencia que actualmente se le considera uno de los más importantes poetas de la literatura griega. Es autor de tres poemarios: Marabú (1933), Bruma (1947) y Navegación de través (1987). La guardia (1954) es su única novela.

LA TRADUCTORA

Natividad Gálvez García, nacida en Valencia y licenciada en filosofía y letras por la Universidad Complutense de Madrid, ha dedicado todo su trabajo, tanto de traductora como de profesora y promotora cultural, a hacer de puente entre las culturas griega y española. Premio Nacional de Traducción, ha traducido al español a autores como Kostas Taktsís, Rhea Galanki y Menis Kumandareas. También ha sido directora del Instituto Cervantes de Atenas y del Centro Europeo de Traducción Literaria de esa misma ciudad, así como presidenta de la Asociación de Profesores de Español en Grecia.

LA GUARDIA

Título original: Βάρδια

© Nikos Kavadías, 1954

Primera edición: enero de 2021

© de la traducción: Natividad Gálvez García

© de la fotografía del autor: Filippos Chatzopoulos

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

hola@trotalibros.com

www.trotalibros.com

Primera edición en castellano:

© Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 1994

ISBN: 978-99920-76-03-3

Depósito legal: AND.326-2020

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Miquel Saumell Santaeugènia

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

NIKOS KAVADIAS

LA GUARDIA

TRADUCCION REVISADA DE

NATIVIDAD GÁLVEZ GARCÍA

PITEAS - 1


A Panayís Yannoulatos

Ferdinand: ¿Está muerta?

Bosola: Así lo quisisteis. Volved aquí los ojos.

Ferdinand: Ya la veo.

Bosola: ¿Y no lloráis? Otros pecados solo hablan; el asesinato chilla.

El agua humedece la tierra. Pero la sangre la salpica y mancha

los cielos.

Ferdinand: Cubridle el rostro: me ciega los ojos; ha muerto joven.

La duquesa de Malfi, John Webster


PRIMERA PARTE

—¿Quién?

Una mano levantó la trinca de la puerta por fuera, la entreabrió y permaneció a la espera.

—Soy yo, oficial Yerásimos, el agregado, quiero hablar con usted. ¿Se ha acostado?

—¿Qué diablos quieres, hombre? Hemos estado cuatro horas arriba y te acuerdas ahora. Entra y ponle la trinca a la puerta.

El primer oficial del Pytheas1 estaba sentado en un sillón giratorio atornillado al piso. No llevaba más que los calzoncillos. Las piernas cruzadas. Se frotaba el tobillo con la palma de la mano. El cuerpo le brillaba por el sudor. Cuarentón, moreno, de ojos grandes.

—Bueno, dime, ¿pasa algo arriba?

Diamandís, el agregado de puente, se quedó parado ante él como un tonto. Buena planta, grande y rubio. Se limpió la frente con el revés de la mano. No sabía por dónde empezar. Balbuceó:

—Mire…, oficial Yerásimos… No sé, pero… me ha salido algo.

—¿Dónde, pedazo de bestia?

—Abajo…, como un grano… pequeño… No me duele, pero… qué sé yo…

—Maldito seas, hijo de perra.

Tabaleó los dedos en el extremo de la mesa y se quedó callado.

—Anda a buscar al radiotelegrafista. Y si está durmiendo, lo despiertas.

—Y con esto, ¿qué va a pasar?

—Haz lo que te digo, mentecato.

El primer oficial se quedó solo. Se secó el cuello con un pañuelo de color caqui. El camarote medía dos por tres. Portillas encima de la litera. Una mesa de despacho, un canapé y un estante con algunos libros. En el tabique, atornillada a una consola, colgaba una lámpara de petróleo. El ventilador giraba caldeando el ambiente.

Se levantó y apagó la parpadeante lámpara. Por las portillas entró la dudosa claridad de un alba de longitudes orientales.

Arrancó una hoja del viejo calendario de Brown y vació las colillas del cenicero. Las envolvió y las tiró por la portilla. No calculó bien, el paquete golpeó en la chapa, y se desparramaron todas por el suelo.

—Me cago en la puta —gruñó.

Se agachó a recogerlas. Antes de que hubiera acabado, la trinca volvió a levantarse.

El radiotelegrafista entró en primer lugar. Más bajo de lo normal y con poco pelo. Llevaba un pantalón caqui sujeto a la cintura por un solo botón. Los demás se le habían caído. Una de las orejas, más grande que la otra, le colgaba un poco.

—Buenos días, ¿qué pasa?

—Ojalá pasara algo. Pues nada, que este pájaro se ha pescado vaya usted a saber qué. Échale un vistazo tú, que entiendes de estas cosas.

Diamandís se mantenía algo apartado, con la cabeza gacha; parecía un Donatello.

El radiotelegrafista se sentó en un taburete de lona.

—Bájatelos.

—¿Yo? —Parecía estar perdido.

—Venga, hombre, que no hay chicas delante. Así, acércate más. Oficial Yerásimos, enchufa la lamparilla portátil y tráela aquí, que le enfoque las piernas. Enciende todas las luces. Estupendo. ¿Cuándo estuviste por última vez con una mujer?

—En Argel, cuando cargamos el carbón. Hace un mes y…

—¿Cuándo te diste cuenta?

—Hace dos noches, nada más zarpar de Sabang.

—¿Qué es lo que te has puesto?

—Yodo.

—Quítatelo todo: la camiseta, el pantalón y los calzoncillos.

—¿Todo?

—Como te parió tu madre.

Bajo la vacilante luz de la miserable lámpara eléctrica, el cuerpo del muchacho apareció blanco como la nieve, de cintura para abajo.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó mientras le observaba la espalda, el pecho, la cintura y las piernas.

—Diecisiete… cumplo ahora.

—Felicidades… Dime una cosa, Diamandís, ¿era negra?

—Sí.

—¿Guapa?

—Mucho.

—¿En una casa?

—No. Yo subía por las calles de la casba. Allí, en la calle del Mar Rojo, iba a comprar un brazalete para mi hermana, y ella me gritó: «Esma… Taále». Entré. Lo hicimos en un abrir y cerrar de ojos, ni siquiera nos echamos en la cama. ¿Crees que será algo malo?

—Bueno, ahora vete a dormir. No se te ocurra tocarte. Simplemente, ponte agua con sal y un algodón, y déjatelo puesto. Por la noche, manzanilla caliente. Y lávate las manos. Yerásimos, ¿cuándo llegaremos a Shantung?

—Como pronto, dentro de seis días.

—Y dime una cosa, ¿te duele?

—No, solo algún pinchazo de vez en cuando.

—¿Dolor de cabeza?

—No. Bueno, sí. Ayer al mediodía, después de comer. Algo así como un peso en las sienes. ¿Qué puede ser?

—Tranquilo, vete a dormir. Y lo dicho, en cuanto toquemos puerto, directamente al médico. Son cosas normales.

Diamandís se marchó sin despedirse. El crujido de sus sandalias sobre la chapa se fue debilitando hasta desaparecer del todo. El primer oficial y el radiotelegrafista permanecieron un instante en silencio. Después, aquel tomó la lámpara portátil, la depositó sobre la mesa y la apagó.

—¡El muy bastardo! ¡El muy hijo de perra! ¿Te das cuenta…? Se fue a comprar un brazalete por los callejones. ¿Cómo se me pudo escapar el mariconazo? No puedo entenderlo. Habíamos estado trabajando como negros aquel día, y no se me ocurrió preocuparme por él.

—¿Tienes alcohol? —preguntó el radiotelegrafista.

—Sí.

—Échame en las manos. Gracias.

Se dirigió hacia la puerta.

—No te vayas, hombre. ¿Quieres tomar algo? ¿Un kirsch?

—No, no bebo.

—¿Un whisky? ¿Un brandy?

—Nada.

—¿Así que lo has dejado del todo? Difícil me parece.

—Hace ya tres años.

La mirada del radiotelegrafista se posó en una botella que había en el cristal encima del lavabo. Tomó un vaso y lo llenó hasta la mitad.

—Pásame el yodo —dijo en voz baja.

El otro se lo alargó sin decir palabra.

Diez…, veinte gotas. El agua se tiñó de color. Se lo bebió de un trago. Tosió un poco. Después murmuró:

—¿Te acuerdas, Yerásimos?

—Sí…

—Te lo recordaré, por si lo has olvidado. De esto hace dieciocho años. Ni uno menos. En aquella isla del Golfo. Nos escapamos ante las narices del capitán, a plena luz del día, igual que Diamandís, al que antes insultabas. Borrachos como cubas. Llegamos al poblado de las negras. Leíste entre risas una inscripción: «SUPPLYING OF INTOXICANTS TO NATIVES IS STRICTLY FORBIDDEN». Cada uno llevábamos escondidas dos botellas de whisky peleón. Después yo leí otra: «BEWARE OF NATIVE WOMEN. ALL ROTTEN HERE». En aquel mismo momento, nos pararon las inglesas del Ejército de Salvación. La vieja flaca de los dientes mellados y la chica de ojos verdes.

»Muy enfadada nos preguntó: “¿Adónde vais?”. “De mujeres”, respondimos. “Vergüenza debería daros. Volved a vuestro barco”, nos replicó. Y uno de nosotros dos, no recuerdo bien quién, le replicó: “Nos volvemos…, nos volvemos si os venís con nosotros”. Y les hiciste un gesto con el dedo corazón.

»Entonces la vieja nos escupió por entre sus dientes mellados: “Hell damn you both, dirty dogs!”. Me pareció que la joven se sonreía.

»Y nos fuimos con las negras. Allí, los dos, en la choza de bambú. Estaban desnudas, con unos andrajos de colores en el pelo. ¡Y aquel olor! Nuestras manos recorrían sus cuerpos. Unos pequeños senos que bizqueaban, como de goma. A la segunda vuelta, nos las cambiamos. Yo tomé a la tuya. A los veinte días, en Vizcaya, se presentó el mal. Después nos separamos.

El primer oficial lo interrumpió con un movimiento de la mano, cogió una cajetilla de cigarrillos ingleses y le ofreció. El radiotelegrafista hizo ademán de encender una cerilla, pero se detuvo bruscamente. El oficial se le había acercado.

—Dame la mano, la derecha. Ábrela.

El otro la abrió, mirándolo sin comprender:

—¡Ah! Mira lo que ha venido a recordar. Cosas de críos.

Una fina línea blanca comenzaba en el dedo gordo y llegaba hasta la muñeca.

—Preferiría que no hubiera sucedido.

—Pero ¿qué mosca te ha picado tan de mañana? Ya ni siquiera me acordaba.

—Yo sí que me acuerdo. Me ha atormentado a menudo por las noches, durante la guardia. Fue en Huelva… Aquella gitana inmunda, con los pies descalzos y llenos de polvo; el sudor le apestaba a mosto. Te prefirió a ti. Todavía no puedo comprender por qué saqué la navaja que tú mismo me habías afilado tres horas antes en la piedra de la máquina. Ni por qué tú agarraste la hoja. Y, mira por dónde, nos volvemos a encontrar esta noche. Desde que embarcaste en Port Said nos habremos saludado una o dos veces. Cuando de pronto te vi en la escala, me dio un vuelco el corazón. Hace tiempo que quería hablar contigo. ¿Me la sigues guardando?"

—Venga, Yerásimos, pareces un niño. Oye, dime, ¿cómo es que se fue el otro radiotelegrafista?

—Se le había aflojado un tornillo al pobre. Tenía pánico a los tiburones. «¡No tiréis los restos de comida al mar!», les gritaba a los marineros. «Los atraéis, a los muy cabrones, los reunís a nuestro alrededor.» Después parece ser que sufrió un calambre en el brazo y no podía transmitir. No hacía más que desmontar el manipulador y frotar los contactos. En plena Navidad desmontó toda la cabina de radio y colocó todas las piezas sobre la bodega. Bajó al mar la antena grande y se puso a sacarle brillo. Acabáis todos tarumba… No me interrumpas, déjame terminar. Aquella tarde en que te herí, me escapé y me enrolé de marinero en un barco español. Me enviaste mi cartilla con la licencia en toda regla y no dijiste ni pío. ¿Y eso?

EI radiotelegrafista sonrió y respondió:

—No solo no lo he olvidado, sino que, además, te debo un favor. Eras el doble de grande que yo. Y bien fornido. Si me llegas a dar dos hostias, o te mando al otro mundo o me busco mi perdición.

Se quedaron un momento en silencio, mirando al suelo.

—¿Sigues pintando? —preguntó el oficial—. Recuerdo que estabas obsesionado. Pintabas con un carbón hasta en la chapa del barco, y el contramaestre te corría por los pasillos.

—No.

—¿Por qué?

—Pues… He perdido dos colores: primero, el verde, y después…

—Bueno —le interrumpió Yerásimos—, ¿qué va a pasar ahora?

—¿Con Diamandís? Pues, en cuanto arribemos, directamente al médico. Si da positivo, le vamos a poner el culo como un colador a fuerza de bismuto y penicilina. ¿Tú te hiciste una buena cura?

—Sí. Durante cuatro años toda clase de remedios, y este año ya van ocho millones de unidades del nuevo. ¿Y tú?

—Dos años, pero de forma irregular. Pensé que sería mejor volverse loco por culpa de la enfermedad que por los medicamentos. Extraña dolencia. Mientras tienes el chancro crees que te estás pudriendo, que apestas, que de un momento a otro se te va a caer la nariz. Con el primer pinchazo desaparece, y te olvidas de todo. Y después te martiriza durante toda la vida. El mínimo dolor de cabeza, un grano, un mareo, y te dura meses el miedo. ¿A ti no te pasa, Yerásimos?

—Sí, pero me lo tomo a guasa. Además, creo que ya estoy bien. Después de un tratamiento tan largo y con los nuevos medicamentos…

—Yo creo que nada lo mata. Mira lo que me dijo una vez un médico chino en Qingdao: «¿Sabes por qué se toman los cuatro medicamentos? Porque el gusano se habitúa al primero y se lo come. Lo mismo pasa con el segundo; con el tercero siente pesadez de estómago; y con el cuarto se amodorra. Pero no se muere: está dormido». Yo así lo creo, y que digan lo que quieran. El mejor remedio es el calor. Por eso prefiero pasar la mayor parte del tiempo en el trópico. ¿Has visto a los negros de Jamaica, de Port Sudan o de Buchir? Las piernas llenas de marcas, pero cicatrizadas, ni una nariz corroída. Se mueren de viejos. Así que a los trópicos todo el tiempo. ¿Sabes?, me da pena el chaval, parece un buen chico. ¿Quién se ocupa de él?

—El capitán. Es su tío. Tiene una madre viuda y hermanas, el muy cabrón. Esperan que las mantenga. Si se entera su tío, se arma.

—¿Qué clase de persona es el capitán?

—Un burro. Sigue tu mismo sistema en cuanto a la terapia. En el mar Rojo se tapa con una manta de lana. Tiene un radiador eléctrico y el condenado lo enciende aquí, en estos mares.

—¿Es buen marino?

—No sabe hacer la o con un canuto, el muy bestia.

—¿Es cefalonio?

—¡Qué va! Ni él mismo sabe de dónde es. Su mujer es hermana del patrón. ¿Comprendes ahora? Jamás se le ve en el puente. Me envía las órdenes con el camarero. ¿Nunca has hablado con él?

—No, anteayer vino por primera vez a la puerta de la cabina de radio. «Vas a coger tortícolis», me dijo, «te has puesto el ventilador justo encima de la espalda». Me pidió alguna revista. Le dije que no tenía, y se marchó. Apestaba a farmacia. Bueno, seguro que ya te he desvelado. Voy a sacar las baterías. ¡Menudo trasto de instalación me ha tocado! Adiós.

—Si quieres, sube durante mi guardia, y hablamos. De doce a cuatro, para recordar viejos tiempos.

—Allí estaré.

Se marchó. El oficial se quedó solo. La luz se apagó repentinamente. Se desabrochó los botones del pantalón y se tumbó boca arriba en el canapé. Los zapatos golpearon el suelo. El reloj marcaba las seis menos cuarto, hora local.

El Pytheas, un carguero de cinco mil toneladas, standard de la Primera Guerra Mundial, con calderas y motor de doble expansión, navegaba a siete nudos en las proximidades de Singapur. Por las portillas entraba una luz débil y enfermiza, con olor a fenol.

PRIMERA GUARDIA

—No lo fuerces, ¿entendido? Vas dando bandazos a derecha e izquierda, y por eso va escorado. Con tus golpes de timón, hemos consumido una tonelada de carbón. Te lo tengo dicho un montón de veces, requiere suavidad. Si hubiera corrientes, todavía, pero así…

—No es culpa mía, oficial Yerásimos. No hay quien lo gobierne. Llevamos dos pies más de calado en la proa.

—Así que ahora me vas a enseñar a navegar, Polijronis… ¿Dónde está Diamandís?

—Ha ido a ver las millas —murmuró el relevo.

—Pero ¿quién se lo ha mandado? ¿Qué millas?

—No sé.

—Me parece que aquí todos nos tocamos los huevos. —Se apoyó en la barandilla, cogió los prismáticos y dijo:—¿Pilotando así, puedes ver bien la luz verde?

—Sí.

—Mantente igual, sin perderla de vista.

—Sin perderla de vista.

El radiotelegrafista subió sin que lo oyeran y se detuvo junto a él:

—Hola. Te he enviado el informe.

—Sí, lo he recibido. Algo se está cociendo en el cabo de Hong Kong.

—Aún estamos lejos. Hasta que lleguemos allá arriba…

—Todo llega. Dime una cosa, ¿tú cuándo duermes?

El radiotelegrafista se encogió de hombros:

—Una o dos horas al mediodía, y otro tanto al amanecer.

—¿Tan poco?

—Durante unos cuantos años, me tocó hacer la peor guardia en los paquebotes, de doce a cuatro, y no la cambiábamos. Perdí el placer del sueño, de despertarse y volverse a dormir un rato…

Diamandís subió, como un ladrón, abotonándose la bragueta. Escupió la colilla, la aplastó con el pie y se acurrucó en el alerón.

—Conque en los paquebotes, ¿eh? Cuenta, cuenta —dijo el primer oficial.

—Montones de gente, barullo, un puerto cada día. No se ahorra un céntimo. Toda se te va en taxis. Las parejas se meten mano delante de tu camarote y no te dejan pegar ojo. Tienes y no tienes camarote.

—¿Por qué lo dices?

—Porque ya me dirás dónde van a dormir, si no, los enchufados que viajan en cubierta. ¡La de veces que me ha tocado dormir en las butacas! ¿Nunca has trabajado en un paquebote?

—Una vez, por seis meses, pero lo pagué caro.

—¿Por qué lo dices?

—Termina tú y después te lo cuento.

—El pasajero. Eso sí que es carga. Peor que el mineral o el grano de lino. Aunque lleves a tu mejor amigo, a tu propio hermano, como quien dice, y te hayas desvivido por él durante todo el viaje, en cuanto sale del barco, si te he visto no me acuerdo. Ni siquiera se despide. Parece mentira, ¿eh?, pues se olvida de ti, sí señor.

—A lo mejor no es culpa suya. A lo mejor está aturdido.

—Y la tripulación, niñatos vestidos con el traje de salida tres horas antes de que se divise el puerto. Con todos los malos hábitos de los pasajeros: «¿Cuándo llegamos?, ¿a qué hora?, ¿habrá marejada?, ¿habéis recibido el parte meteorológico?». Corruptos, miserables. Como cuervos en la barandilla, esperando la carroña. Pobre de la huérfana que viaje sola, de la infeliz viuda que vaya con el hatillo en la mano.

—Un momento. ¡Diamandís!

El agregado apagó el cigarrillo y se acercó.

—Te tengo dicho que no fumes durante la guardia. Corre al proyector y pregúntale a ese marinero de agua dulce que se nos va a cruzar el nombre y el destino. Despacito, para que te vea.

—¿Y después?

—Después me harté del Mediterráneo. Me embarqué en un buque de los grandes, con una compañía que cubría la línea de Australia: Génova, Port Said, Adén, Colombo, Freeman y Melbourne. Treinta días de travesía. Eso era disfrutar del mar. ¡Si hubieras visto cómo embarcaban los emigrantes en Génova! Los altavoces vociferaban en cinco lenguas. Una confusa y variopinta muchedumbre, cada cual con su religión, y todos sin fe. Iban a empezar de nuevo. Muchos llevaban aún el número del campo de concentración en el brazo. Mujeres que se iban contigo por un cigarrillo, por una copa, por nada, porque les daba pereza negarse. En cuanto llegábamos al último puerto, me echaba a dormir y, cuando despertaba, se los había tragado a todos la bruma de Yara-Yara. ¿Dónde se había metido aquel estruendo, el zumbido que durante tantos días me había acunado, que detestaba y me atraía al mismo tiempo? Cubiertas desiertas, sillas rotas, periódicos en todas las lenguas, libros hebreos, peines, sobres vacíos… Bueno, ya sabes. Y, después, la manga a presión lo barría todo de un golpe.

—Me imagino lo que harías con las judías. No te lo has debido de pasar nada mal tú.

El radiotelegrafista permaneció callado. Prendió una cerilla, la levantó por encima de él, como si tratase de distinguir a la débil luz de la llama los ojos del oficial, y la apagó sin encender el cigarrillo.

—No, nunca en el mar. Llevo veinte años entre chatarra y nunca he mancillado mi litera. Trae mala suerte. Cuando me gustaba alguna, y a ella le apetecía, nos íbamos a algún hotel del puerto, nunca a bordo.

—Rarezas. Todos los que trabajáis de radiotelegrafistas estáis zumbados. La corriente os afecta a la cabeza. ¿Por qué te hiciste radiotelegrafista? Ibas para capitán.

—No iba para nada. Solo quería navegar. Los que comenzaron conmigo recibieron su título al cabo de cuatro años. Y tú no has sido menos. A mí me gusta la proa. Estar despreocupado. Muchos capitanes paisanos nuestros comenzaron a darme consejos. Otros se reían de mí y me señalaban con el dedo. Me picó el amor propio. Me preparé para obtener el grado de oficial de segunda. Entonces me encontré un día con un armador primo de mi madre. Era la única persona que me comprendía y me perdonaba. Siempre me daba trabajo, sin preguntarme por qué navegaba. Se lo conté. «Hazte radiotelegrafista», me dijo, «antes que destrozar una proa, más vale que te cargues una emisora». Bebía bastante, ¿comprendes? ¿Tú has obtenido el grado de capitán?

—No —susurró—. Todavía no. Y no sé si lo conseguiré alguna vez.

—¿Por qué dices eso? Conoces tu oficio como pocos.

—Como si eso tuviera algo que ver. No es suficiente. ¿Nunca te han contado? ¿No has oído habladurías?

—No.

—Entonces, escucha. Obtuve el título de oficial de tercera mientras hacía la mili. Cuando me licencié, me embarqué de tercerito. Al cabo de dos años, ascendí a segundo, sin examen. Volví a zarpar y estuve navegando dos años y medio. Me faltaban seis meses para conseguirlo. No tenía dinero ahorrado, pero deseaba el título. No es que me fueran a colocar de primero con veintiocho años y sin padrinos, pero lo quería, así, sin más, por el gusto de tenerlo en el bolsillo. Un pariente lejano me recomendó, y me embarqué como segundo en un paquebote. A mí tampoco me gustaban los paquebotes. Me daban asco. Cubríamos. Cubríamos la línea de Alejandría - El Pireo - Bríndisi. No tardé en aprender a trapichear para sacarme unas perras. Que si una redecilla para el pelo, que si una bata de seda, unas piedras para el mechero, un poco de papel de fumar… El contrabando no es pecado. Lo compras con tu dinero. No robas a nadie. Drogas, ni hablar. No me lo permitía mi orgullo. Mientras no perjudiques a los demás, pensaba, no tienes nada que temer. Salía a dos o tres mil dracmas por viaje. Bastante dinero para la época. Al cabo de tres meses, había reunido el dinero necesario para la academia, y hasta me sobraba. Teníamos un pequeño solar en Atenas, un terrenito de nada. Pensé que era el momento de levantar cuatro paredes, que la vieja tuviese dónde cobijarse. ¿Te acuerdas de mi madre?

—Sí. Comimos una vez en tu casa. Recuerdo que mató un gallo. Nos bebimos un buen Robola, que se nos subió a la cabeza. No le quitábamos el ojo de encima a aquella chiquilla que se había traído del pueblo.

—¡Angélica!

—Sí, esa. Todo un bombón, y tu madre, como quien no quiere la cosa, la mandó a hacer unos recados. Una mujer lista.

—¡Y que lo digas! Un mes antes de desembarcar ya había reunido veinte mil dracmas. Y, ahora, a dar el golpe, pensé. Lo invertí todo. Al cabo de tres días, lo habría multiplicado por diez. La vieja (Dios la tenga en su gloria) se había olido algo y no me perdía de vista. «Por el alma de tu padre, por el mar en que navegas, corazón mío, no te metas en negocios sucios», me decía.

»Lo negué todo y la recriminé. Volvimos de Alejandría un jueves por la mañana. Una vez fuera de la aduana, con la mercancía asegurada, un poco más allá de la iglesia de Ai Nikolaos me detuve a respirar. Se acabó la pobreza, me dije. Empecé a hacer cuentas… Cómo me encontré en la cárcel al mediodía, cómo pasé por la justicia (dieciocho meses de cárcel), todavía no me lo explico. ¿Un chivatazo? ¿Delatada la mercancía? ¡Si dijeras que había hecho daño a alguien! Envidia. Desde luego, tal palo no me lo esperaba. Menudo palo. Me quedé sin blanca, te digo, más pobre que las ratas. Con veinticinco dracmas en el bolsillo y mil que me tenía guardadas mi madre. ¡Qué valor demostró! Dura como una roca. En el momento en que me metían entre rejas, me sonreía. Una sonrisa triste, pero sonrisa al fin y al cabo. La dejaban verme una vez a la semana. Nunca me reprochó nada: “Ánimo”, me decía, “estas cosas pasan. Cuando salgas, que Dios lo quiera pronto, lo olvidaremos todo”.

»Cómo salió adelante, nunca lo supe, ni tampoco se lo pregunté. Un domingo de invierno, al mediodía, vino con una fiambrera. Bañada en sudor, toda sofocada, con su viejo vestido negro y los zapatos agujereados y polvorientos. “Te he traído tu comida favorita: cocido de gallina. Cómetelo ahora, que no se enfríe”, me dijo. Le contesté: “Escucha, madre, nos lo vamos a comer juntos; si no, no pruebo bocado, y me vas a decir enseguida por qué has venido andando”.

»Puso el grito en el cielo: “Hijo mío, tú no estás bien de la cabeza. Llevo comiendo desde que me he levantado. He venido en el tranvía. ¡Andando iba a venir! ¿Te has vuelto loco o qué?”.

»Por primera vez (estoy seguro de ello), mentía. Faltaban las patas y la cabeza de la gallina. Al levantarse para irse, me puso en la mano un billete de veinte dracmas y cinco cigarrillos negros de Kalamata: “Volveré el jueves, hijo, es fiesta y dejan entrar. Ten ánimo”.

»A través de los barrotes de la ventana, la vi avanzar encorvada. ¿Quién me mandaría mirar? Unos niños jugaban en la calle. De repente, tropezó con una piedra y cayó de rodillas. Entonces un bastardo, un gamberro, un hijo de puta de unos ocho años, se le acercó por detrás y la empujó. Cuando me recuperé, había doblado ya la esquina. Los infames seguían riéndose. Dos días más tarde, me llamó el director por la mañana. Se me puso un nudo en la garganta.

»—En fin, somos seres humanos... —me dijo en tono paternal—. Todos acabaremos igual.

»Me atreví a preguntarle quién la había recogido, a dónde la habían llevado.

»—Pues el Ayuntamiento. ¿Quién si no?

»Cuando salí de la cárcel, no encontré ni una cacerola en la casa. Me enrolé como marinero en un barco panameño. Volví a los tres años y trasladé sus huesos al pueblo. Le hice una tumba de mármol, y alrededor pusimos macetas con flores, que tanto le gustaban. Hace ya once años que se nos fue la cefalonia. Desde entonces no he vuelto a acariciar a un niño. No doy caramelos ni a mis sobrinos. Solo patadas, en cuanto tengo ocasión. Son unos desalmados, los niños.

Se dio la vuelta para ver al radiotelegrafista, pero ya había bajado las escaleras sin dar los buenos días.

—Diamandís, releva las guardias y vete a ver las millas.

Una aurora amarillenta; la cara del primer oficial pálida como la cera.

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