Kitabı oku: «Con voz propia»
CON VOZ PROPIA
NINA
CON VOZ PROPIA
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2016
CON VOZ PROPIA
© NINA
© De las imágenes de cubierta: Salvador Musté Tomás
© Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2016.
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ISBN: 978-84-16110-71-1
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
NINA
CON VOZ PROPIA
Cuando uno piensa en voz alta o libra (y libera) sus ideas en plaza pública, hace un ejercicio temerario, tal vez insensato: invita a los demás a pasear voluntariamente por los caminos del pensamiento —a veces recodos, a veces atajos— y los invita a formar parte de una construcción que, de hecho, solo es un cañamazo, incluso modificable en sí mismo.
JESÚS TUSÓN
A mi madre, de quien he heredado la voz y el oído.
A Toni.
En la isla. Lluvia suave. Silencios.
Y nuestros ojos se encontraron para siempre.
El profesor de música me pidió que lo acompañara al cuarto de los pianos. Debía de tener unos diez años. Cursaba quinto de educación general básica, la EGB, como se llamaba entonces. La hermana Teresa era la tutora de las niñas de quinto. Digo niñas porque, entonces, chicos y chicas no íbamos juntos al colegio, al menos en las Dominicas de la Anunciata. No recuerdo el nombre del profesor de música, sin embargo recuerdo que era francés y que me aburría soberanamente en sus clases. Me apasionaba la música y me pasaba el día cantando, pero me aburría con la asignatura de música. Pensé que lo había notado y que por este motivo quería llamarme la atención o quizás quería regañarme porque una vez más me había pillado cantando mientras se daba el cambio de clase. Las compañeras aprovechaban siempre este inciso para pedírmelo: «¡Vaaa, vaaa! —me decían—, canta la de Lucecita», la sintonía de una radionovela que gozó de un éxito considerable a principios de los setenta. En casa, excepto por Semana Santa, la radio siempre sonaba. A las cuatro de la tarde, después de comer y una vez lavados los platos, se hacía un silencio sepulcral. Todo el mundo a escuchar el capítulo del día. La radio, a la fuerza, te obligaba a imaginar los personajes. Era a partir de sus voces, mejor dicho, de las voces de los actores que daban vida a los personajes, que el oyente se creaba la fisonomía de cada uno de ellos. Una voz grave, un galán guapote. Una vocecilla dulce, una chica rubia, delicada y delgada. Una voz ronca, el malo de la historia. Una voz fuerte y punzante, el personaje autoritario. Y así. La voz no solo te permitía crearte un físico a la carta de los personajes sino que, además, te informaba de su personalidad. Lucecita estuvo muchos años en antena y tuvo tanto éxito que incluso se hicieron folletines. Pero aquí se acabó la gracia. Me llevé una gran decepción al ver las caras de unos personajes que nada tenían que ver con la imagen mental que yo me había construido de ellos. Los personajes que aparecían fotografiados en la revista Lucecita no eran los míos, no eran aquellos que yo visualizaba mientras oía sus voces a través de las ondas. Tras aquella horrible experiencia, siempre he preferido no saber qué cara hay detrás de una voz que me seduce en la radio. Después de haber cantado el pedacito estrella de la sintonía de Lucecita, me fui al famoso cuarto con el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente. Y allí, entre aquellos dos pianos verticales del año catapún y dos colchones llenos de polvo que sin faltar a la cita debíamos poner en fila y de pie en el otro paño de pared una vez acabada la clase de gimnasia, por primera vez me dijeron que tenía muy buen oído. No sé si eso de tener buen oído lo entendí demasiado bien por aquel entonces. Estaba más pendiente de ver si finalmente me echaba la bronca que de otra cosa. Me pidió que lo explicara en casa y que pidiera a mis padres que me llevaran a clases particulares de solfeo. ¿Clases particulares? ¿De solfeo? Bastante trabajo costaba ya en casa llegar a final de mes como para ir a ningún lado a tomar clases particulares de nada. En casa, la única música que sonaba —si es que se le puede llamar música aunque solo sea por su cadencia percutiva— era la de los motores de las máquinas de coser bragas. Mi abuelo por parte de madre trabajaba como encargado de una fábrica en Calella de Mar, como sereno en otra, y dedicaba los domingos, no por placer aunque le gustaba, a proyectar las dos películas en las sesiones de tarde y noche que daban en el cine Delfos de Pineda de Mar, el pueblo donde había emigrado a los once años de edad. No tenía un oficio concreto, mi abuelo. No lo tuvo nunca, pero sabía hacer de todo. Mi abuelo era eso que hoy llaman un perfil multidisciplinar. Tan multidisciplinar era, el abuelo Joan, que incluso fue capaz de construirse su propia casa. Se dedicó a ello en cuerpo y alma los fines de semana durante siete años, entre trabajo y trabajo, y con la ayuda de la yaya Catalina, que hacía las veces de peón. La yaya, la mama y las tres hijas —y a ratos muertos también el abuelo— trabajábamos en casa donde, en un porche cerrado que antes de serlo fue un patio, teníamos los telares. Ocho máquinas de coser overlock, las ubarloc, como las llamábamos. Montábamos, cosíamos, cortábamos, pulíamos y embolsábamos las bragas. Con eso entraban unos dinerillos en casa. No muchos, pero los suficientes para cenar un tomate con sal cada noche. Para redondear el sueldo, también planchábamos calcetines y cosíamos, doblábamos y embolsábamos polos, niquis y jerséis. Hablo de cuando tenía entre seis y diez años. De aquella época conservo un callo en el dedo corazón que me dejaron en herencia las tijeras con que cortaba la goma que enlazaba braga y braga. Conservo también un puñado de recuerdos imborrables de una infancia que no cambiaría por nada del mundo.
Tenía la absoluta certeza de que sería cantante. Es más, sabía que lo era, así me sentía y así lo expresaba cuando me preguntaban: «Y tú, guapa, ¿qué quieres ser de mayor?». «Yo soy cantante», respondía. Cantaba cuando iba a la montaña, al subir por la riera hacia la Font de Sant Jaume, al caer las tardes de verano, sentada en uno de los pilares más altos de la escuela, desde donde veía unas puestas de sol impresionantes, a la salida de la iglesia los domingos, cada día en el recreo, en el cambio de clase, en el centro excursionista de verano con el cau o en el centro cultural del pueblo por fiestas de Navidad. No me daba cuenta y cantaba incluso en la mesa, mientras comíamos, hasta que el abuelo Joan me reñía… «¿Es que se canta en la mesa cuando se come?», me decía. Yo le miraba y ni resollaba. El abuelo me hipnotizaba. Un solo gesto, mirada o palabra y me quedaba muda. Por lo que se ve, debía de cantar bastante, porque un día alguien me escuchó y me echó una mano por primera vez. Este alguien se llama Pere Fort. Un músico totalmente desconocido al que, aun teniendo el derecho de adjudicarse el papel de verdadero descubridor, jamás le he oído decir ni una palabra. Ha habido personas decisivas; Pere fue una de ellas.
Han pasado treinta años desde que subí a un escenario por primera vez y gané un sueldo de 7000 pesetas que no sabía ni cómo agradecer. Vendiendo zapatos, mi primer trabajo remunerado, ganaba 14 000 y 7000 las daba a mis padres. Ganar 7000 en un solo día por cantar durante tres horas fue una experiencia que tardé tiempo en entender y digerir. Treinta años no son muchos años, pero cuando miro atrás empiezo a sentir vértigo.
Ahora que enhebro las primeras líneas de esta aventura tan deseada como temida, pienso que no me importaría en absoluto escuchar tu voz. Acostumbrados como estamos a compartir emociones a través de ella, tú en la platea y yo en el escenario, quizás se te haga extraño no oírme y, en cambio, leerme. Tal vez me resultará extraño pensarte y no percibirte en la oscuridad del patio de butacas. Probémoslo. Al fin y al cabo es nuevamente la voz la que nos unirá mientras dure la lectura de estas líneas. Más de una vez, sin conocernos, hemos sido partícipes de historias contadas con palabras, gestos y notas. Ahora, en el silencio de tu lectura y mi escritura volvemos a ser cómplices alrededor de un instrumento misterioso, capaz de levantarnos el ánimo, transportarnos emocionalmente e incluso mimarnos el alma cuando estamos dolidos. Cambio el señuelo, pero el anzuelo sigue siendo el mismo y escribo sobre la voz. Ahora que hace treinta años que somos pareja de hecho, me apetece ordenar y compartir algunos de los impagables momentos que hemos vivido juntas a lo largo de esta travesía por los caminos del oficio de actriz y cantante. Hemos tenido el privilegio de explorar rutas diversas que nos han puesto a prueba y nos han obligado a conocernos a fondo, saber hasta dónde podíamos llegar, ser conscientes de nuestros límites y nuestras necesidades. La voz ha sido vehículo y compañera de trayecto, una especie de mochila que he llevado colgada a la espalda y donde he ido guardando experiencia compartida y acumulada dentro y fuera del escenario. La voz ha sido un pequeño motor, una especie de fuerza que me ha empujado a desarrollar un oficio inestable por naturaleza, y lo sigue siendo ahora que desde hace nueve años me guía en su estudio, quizás de forma natural, quizás de forma buscada, quizás para entender la naturaleza de un instrumento frágil, cambiante y misterioso. Treinta años para sentirla y vivenciarla. Nueve años para estudiarla y entenderla. Y el resto de años que vengan para seguir la huella del aprendizaje, ensamblar vivencia y conocimiento y crear complicidades con el público desde el escenario o fuera de él. Vacío la mochila sobre la mesa de mi casa. Como era de esperar, aparece de todo un poco. Empezaré a separar pacientemente el puñado de vivencias que sirvan para hablar de aquello que conozco y amo.
Escojo, pues, las notas, y me lanzo a componer esta primera partitura con la voluntad de acercar el oficio de actriz-cantante a quien quiera conocerlo. La orquestación con que visto la pieza es tan variada como los factores que hacen posible el oficio y los que dificultan su desarrollo. Lo reivindico, el mío y cualquier oficio. Ahora casi no se oye a nadie hablar de ello, más bien hablamos del trabajo o del puesto que ocupamos en la empresa donde trabajamos. Raramente se usa el término cuando uno habla del papel que desarrolla en la sociedad y de qué forma le es útil. Hablo de la voz a través de un oficio que he aprendido a fuerza de conocer mi voz. Hablo también de cualquier voz. De las voces de los que la usan profesionalmente y de los que no. De los que no tienen voz pero pueden oír las voces que los rodean, y también de los que no las oyen pero que con la ayuda de las nuevas tecnologías y la rehabilitación logopédica han sido capaces de desarrollar la voz y el lenguaje para así articular aquellos sonidos que les permiten hacerse entender e interactuar con el mundo.
Tu voz es única e irrepetible, como tus huellas dactilares. La dotación anatómica con la que naciste, la voz de tus padres, la lengua que hablas, la cultura a la que perteneces, las voces que te rodean y la música que escuchas, entre otros factores, han ido construyendo a lo largo de los años el sonido que te representa. La voz es el soporte sonoro del pensamiento generado en el silencio de tu cerebro. Si las lenguas, a través de un repertorio específico de palabras, representan tu mundo, la cultura a la que perteneces y la realidad que te rodea, la voz, mediante un abanico de rasgos acústicos, no solo te representa y caracteriza sino que, además, informa sobre tu estado anímico y es literalmente imposible evitarlo. Tendríamos que cerrar el grifo de la información que viaja por las vías nerviosas encargadas de la fonación, cosa totalmente inviable. Para bien y para mal, las emociones penetran en tu voz. Hete aquí que por la voz se te detecta, interpreta o aprecia cualquier sutileza que las emociones, en forma de matiz acústico, aportan a tu mensaje. La voz es un DNI sonoro, un documento de identidad acústico que contiene y transporta en ondas sonoras toda clase de información sobre su propietario. La usas a diario cuando y como quieres. La tienes siempre a tu disposición, y será compañera de viaje en proyectos vitales, personales o profesionales, siempre que la cuides como a cualquier otra parte de tu cuerpo, no solo por una cuestión de salud, que también, sino porque es el gran canal de expresión que te permite la interacción con el mundo. Tú no lo recordarás porque bastante ocupado estabas en ese momento, pero al nacer lo primero que hiciste después de respirar por primera vez fue emitir un sonido. El pistoletazo de salida de la carrera que acababas de iniciar era un grito producido por tu laringe, un instrumento que al asomar la cabecita del vientre de tu madre te permitió manifestar las dos primeras señales inequívocas de vida. En aquel momento no te planteaste cómo abrir la glotis[1] para dejar pasar el aire y respirar, ni cómo volver a cerrarla para unir las cuerdas vocales y articular aquel grito. Tu sistema nervioso estaba suficientemente maduro para poder desarrollar ambas acciones. Si lo piensas un momento, ahora tampoco tienes que hacer gran cosa para articular el puñado de sonidos que emites desde que te levantas hasta que te acuestas. En este instante, mientras lees, tu laringe va produciendo pequeños movimientos. Fíjate. Tal vez hasta se te escape algún sonido ensayando algunas de las vivencias vocales que compartiremos. ¿Te has preguntado alguna vez cuántas horas al día utilizas la laringe? Veinticuatro. Nunca descansa. Siempre está en guardia, incluso cuando muscularmente está en reposo para poder cumplir su gran función vital, la que nos da y nos quita la vida. La respiración.
El abuelo Joan murió hace diez años, tenía noventa y ocho. Durante los últimos meses ya no sabía qué hacer para aferrarse con fuerza a la vida y arañarle un año más… «Hombre, si pudiera vivir un poquico más», me decía desde la cama. Me pregunto qué debía de sentir el abuelo cuando miraba hacia atrás. Vivir noventa y ocho años, dos guerras mundiales, una guerra civil, una posguerra y una dictadura de cuarenta años da para sentir un poco de vértigo. El abuelo era de pocas palabras, pero de repente, cuando le venía a la cabeza un capítulo de su vida, empezaba a narrarlo sin previo aviso. No le hacía falta. Como al actor que una vez en el escenario sabe que el público está allí, expectante, dispuesto a sumergirse en la historia que está a punto de explicar. El público, claro está, éramos los de casa. Me encantaba escuchar al abuelo explicando las batallas de la guerra civil y, en particular, cuando explicaba cómo lo hirieron cruzando el Ebro. Mientras narraba pausadamente los hechos con una descripción minuciosa, como si fuera la primera vez que él lo hacía y que yo lo oyera, le pedía que me enseñara los trozos de metralla que se le habían quedado incrustados en la parte interna del brazo derecho y que él jamás mostraba de no ser porque una nieta pesada se lo pedía insistentemente. Me divertía ver aquellos trocitos de bala que sobresalían de entre la musculatura del brazo cuando hacía una rotación externa con este. Ya ves tú qué gracia debía de hacerle al abuelo quedarse inmóvil en la cama durante un mes con la muerte rondándolo demasiado cerca. Es fácil comprender por qué se aferraba a la vida del modo en que lo hacía.
No sé si alguna vez el abuelo Joan recordaría las 14 palabras que me dirigió —seguro que no con la frecuencia e intensidad con las que yo las he recordado siempre— el día que le planteé, aun no sé con qué valor, que el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente en clase de música me había sugerido tomar clases particulares de solfeo con el objetivo de cultivar y potenciar mi, según él, singular oído. Creo que escogí un mal día para planteárselo, había demasiadas cajas de bragas por cortar. «Siéntate aquí y corta esa caja de bragas que ya te enseñaré yo solfeo», me soltó por respuesta con el humor fino y socarrón que caracterizaba a aquel hombre que con once años emigró de su Andalucía, dejando atrás la caseta de la vía del tren en Los Gallardos, la aldea donde vivía y trabajaba con su padre y desde donde, una vez por semana, se desplazaba en burra hacia el pueblo de donde provenían, Palomares, para llevarles comida a la madre y las hermanas. Pasaba un día entero para ir y otro para volver. Un trayecto que hoy se hace en quince minutos. No solo entendí perfectamente la respuesta del abuelo sino que la esperaba. De hecho, la sabía incluso antes de que me la diera. Éramos pequeños, pero teníamos plena consciencia de la situación en casa. Trabajar, ahorrar y sacrificarse formaba parte de nuestro pan de cada día y era de lo más normal. No lo vivíamos como algo excepcional. Tenía que olvidarme de solfeos y puñetas y seguir cortando bragas. Las llegué a odiar, las bragas, quedé muy harta de cortar sus gomas, una caja tras otra.
Si hoy me encontrara por la calle al profesor de música francés, lo abrazaría y le daría infinitas gracias. Años más tarde entendí su gesto y supe apreciar y valorar la intención educativa en que se apoyaban las palabras que me dirigió. Potenciar las habilidades con las que nacemos y por las que destacamos cuando somos pequeños debería ser el objetivo prioritario del sistema educativo, casi obligatorio, diría, si no fuera porque la palabra me provoca cierta urticaria. Todos nacemos con unas habilidades, un don. Llamadlo como queráis. El talento reside en algún giro de nuestro cerebro. Y aunque no tengamos ninguna prueba de ello, lo cierto es que el talento existe y crea gran admiración hacia los que lo poseen o, mejor dicho, para los que pueden y saben cultivarlo y desarrollarlo mediante la formación, el esfuerzo y la constancia. Nadie nos asegura que algún día lleguemos a ser Mozart, Einstein o Messi; no obstante, no hay otro camino que detectar el talento, formarlo y gestionarlo sabiamente para destacar, disfrutar, ser felices y sentirnos y ser útiles a nuestra sociedad.
Si hoy pudiera hablar con el abuelo Joan horas y horas como lo hacía antes, le daría gracias una y otra vez. Lo sabía cuando estaba vivo, pero cuando se fue aun me di más cuenta de la brutal herencia que me había dejado en cada una de sus palabras y acciones. El abuelo Joan, y tantos otros abuelos, nos han dejado en estima y ejemplo el patrimonio más valioso que ningún niño podrá tener jamás. Años más tarde, al comenzar a cantar profesionalmente, inicié los estudios del dichoso solfeo, pero nunca le dije al abuelo que el lenguaje musical me aburría hasta límites insospechados, que me dormía llevando el compás y que me mareaba solo con pensar que tenía que leer en tantas claves. ¿No bastaba con la de sol? ¡Pobre de mí! Entonces no tenía ni idea del puñado de disciplinas que tendría que aprender para poder desarrollar el oficio con todas las garantías. Yo solo quería cantar. Para hacer el oficio hacían falta dos cosas muy básicas: amarlo y dominar ciertas habilidades. Si quería desarrollar el oficio de cantante, tenía que comprometerme a conocerlo, y eso quería decir batallar en una colección de frentes que se me abrían delante. Se me amontonaba el trabajo, pues, y no precisamente cortando las gomas de las bragas. Ahora prácticamente no se ven overlocks, la gente no tiene telares en casa para ganarse la vida. Pero a menudo, en las sastrerías de los teatros, cuando veo una máquina de coser, un tornamallas o unas tijeras, me dan escalofríos.