Kitabı oku: «El sexo entre hombres»
El sexo entre hombres
Más allá del tabú y de la cultura gay
Norberto Chaves
Nueva edición corregida y aumentada
ISBN: 978-84-15930-65-5
© Norberto Chaves, 2015
© Punto de Vista Editores, 2015
© Ferran Freixa, 2015 por la fotografía de cubierta. Manos de Norberto Chaves y Riccardo Spagnul
© María Espeu, 2015 por la fotografía del autor.
http://puntodevistaeditores.com
info@puntodevistaeditores.com
Nueva edición corregida y aumentada.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Índice
EL AUTOR
ESTE LIBRO
PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN CORREGIDA Y AUMENTADA
LO QUE ES Y LO QUE NO ES
El hecho y lo dicho
El sexo hablado
Siendo en la palabra
La identidad sexual
Una concepción restrictiva
SOY O ME LLAMAN
La idea de «homosexual»
Conducta e identidad
La radicalización del prejuicio
Ser algo que no existe
La «comunidad homosexual»
LOS ESTEREOTIPOS Y SUS PARADOJAS
El «ambiente» gay: gueto hegemónico
El a priori del afeminamiento
La «pluma»
Masculino-femenino
La de-generación
La paradoja del «tercer sexo»
LA RAZÓN CAUTIVA
¿Una etiología genérica?
La identificación con la madre
La familia patriarcal
La perversión imaginaria
El amor no tiene porqué
EL HORROR A LO HUMANO
Creced y multiplicaos
De la sexofobia a la sexopatía
Pero al principio fue el placer
Del apetito al asco
Homofobia y sistema social
EL SEXO AUTÓNOMO
Amor, sexo y promiscuidad
Pareja, fidelidad y exclusividad
Infidelidad, promiscuidad y celos
Autonomía, pluralidad y madurez sexual
La pareja abierta
LA SALIDA DEL ARMARIO
El armario
Advierto que soy homosexual
La superación del gueto
El club de hombres
Del gueto homosexual…
… al androceo
Una mutación institucional
EL OCASO DEL TABÚ
La crisis del procreacionismo
Obsolescencia del tabú
El gueto como mercado
Otra masculinidad
La liberación sexual
En síntesis…
NOTAS Y REFERENCIAS
EL AUTOR
Nací en la ciudad de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en 1942. Soy un fiel representante de la generación del 68. Me formé en la UBA (Filosofía y Arquitectura); pero no del todo: a poco de comenzar comprendí que estudiar no era lo mío. Emigré en 1976 huyendo de la dictadura y vivo en Barcelona desde 1977. Integrado social y laboralmente en España, el país me abrió un nuevo horizonte profesional: la asesoría en imagen y comunicación. Técnicamente, soy un subproducto de la transición democrática española. Desarrollo desde entonces una intensa actividad docente y he publicado varios libros relacionados con mi temática profesional (ver www.norbertochaves.com). Paralelamente, persevero en la escritura no técnica: la reflexión cultural, la crítica social, la evasión poética. He publicado un libro de aforismos (“DESAFUEROS. Literatura de emergencia para una época sin tiempo”, Ed. Gustavo Gili, Barcelona), uno de prosa poética (“INSTANTES”, Ed Pigmalión, Madrid), y un ensayo sobre la homosexualidad (“La homosexualidad imaginada. Vigencia y ocaso de un tabú”, Ed. Maia, Madrid). La presente es una versión corregida y ampliada de éste último, con un título más transparente y frontal.
A Daniel…
y a aquellos en cuyos brazos
voy aprendiendo a ser yo
ESTE LIBRO
En una conversación sobre la vida literaria del París de principios del XX, un amigo recordó cierto comportamiento desleal de un célebre escritor hacia un no menos célebre colega. Y atribuyó tal comportamiento a la homosexualidad de aquel intelectual. La anécdota despertó mi interés, motivando un primer texto acerca de esa característica supuestamente inherente a la «personalidad homosexual»: la perfidia.
En aquella lectura espontánea de mi amigo afloraba un difundido clisé: esa especie de «mala leche» que se ha popularizado como característica de la homosexualidad, hasta el punto de transformarse en una de las acepciones de «maricón»: «no seas maricón» significa, en cierto contexto, «no seas egoísta o desleal».
En cierto modo, aquel comentario me tocaba de cerca: yo daba el tipo. ¿Sería yo también uno de esos maricones inexorablemente pérfidos, compelidos por su condición a las conductas de mala fe? Esta «duda metódica», fácilmente superable, me sirvió en cambio para que me interrogara sobre el grado de existencia real de esa presunta «personalidad homosexual». La duda se desplazó, así, hacia el propio clisé, hacia su dudosa objetividad, hacia su probable carácter de prejuicio o mera figura mítica del imaginario colectivo.
En esa reflexión surgieron muchos otros temas asociados y ello me animó a extender aquel texto inicial y formular mi posición general sobre la idea de homosexualidad y sobre el discurso socialmente predominante acerca de ella. Para ello tuve que retroceder a asuntos previos, más generales, y situarme en el espacio que media entre sexualidad e ideología sexual. Y, a través de la escritura, he ido aclarándome las ideas sobre la relación que se entabla entre las manifestaciones reales de la pulsión erótica y sus significaciones y sanciones sociales. He ido descubriendo, así, su cambiante modo de articulación y, básicamente, sus desfases y antagonismos. Pues los primeros estupores eróticos de la adolescencia, al aflorar, se encuentran con sus nombres ya acuñados y estos nombres no necesariamente coinciden con las fantasías que, en el joven, se van despertando.
En los albores de la sexualidad, desde antes de la pubertad, los significados sociales del deseo esperan al acecho la aparición de sus primeros significantes; y los escasos instantes de clandestinidad inicial no dan tiempo a que el deseo construya su propio sentido: nace prácticamente marcado por lo social y esa marca la llevará de por vida. La sexualidad, ignorante de sí misma, confundida, vivirá confrontada con un discurso en el que se verá reflejada parcial y distorsionadamente. Sólo verá, en ese discurso, una máscara de sí misma; una máscara que no podrá asumir plenamente y que quizá tampoco querrá ya arrancarse. De triunfar ese discurso, la muerte nos sorprenderá sin que hayamos oído jamás los mensajes de nuestro deseo, sofocados por la voz estentórea de la convención social.
El deseo homosexual es el que provoca más trabajo de represión, más energía orientada a evitar que la convención social fracase en su misión.
O sea, el que más posibilidades tiene de poner esa convención en entredicho. La homosexualidad es la mensajera de la discordia entre sexualidad y sociedad. Y, si no cae en la trampa de la tolerancia, el desplegamiento de su sentido necesariamente disolverá no sólo los propios dilemas sino incluso los de toda manifestación de la sexualidad.
En esa tarea se inscribe este libro, que recopila las frases sueltas de mi deseo, acumuladas durante su larga disputa con lo social; un esfuerzo por completar un mensaje cuyos fragmentos llegué a oír por las grietas de un estereotipo inaceptable, negado desde siempre por mis propias erecciones. Las ideas aquí reunidas son producto de la obediencia de mi consciencia a los imperativos de una pulsión que ha venido desoyendo toda razón que no fuera la propia. No considero que esas ideas sean señales de valentía de mi parte sino de la tenacidad de mi deseo, de la cual no soy en absoluto responsable. Esas ideas no son, por lo tanto, más que mi sexualidad vuelta palabra, abriéndose paso entre los párrafos de una verdad pública inverosímil; mi erotismo luchando contra el mito de una homosexualidad imaginada por otros.
La decisión de escribir este libro y el haber podido hacerlo termina de convencerme de una vieja sospecha: todos mis combates ideológicos, que se remontan a mi adolescencia, no han sido, en el fondo, más que formas metafóricas de este texto; y mi propia inteligencia se me revela hoy como el producto del largo ejercicio de una venganza.
En tanto esta reflexión nace exclusivamente de mi experiencia, se ha tenido que limitar a la homosexualidad masculina y, más aún, a una determinada manera de vivirla. Nada puedo decir de la experiencia de un travesti, un transexual o un bisexual y, mucho menos, de una lesbiana: nadie puede hacer la guerra por el otro. En ese sentido, no aspiro en ningún momento a que mis hipótesis excedan aquel reducido espacio. Pues está en el propio núcleo de mi argumentación la lucha contra las generalizaciones abusivas y la defensa de la diversidad, aún dentro de lo diverso. Escribo contra la petrificación de la sexualidad, o sea, contra su masacre.
Este trabajo no agota – desde ya – el tema; pues se ciñe exclusivamente a los aspectos ideológicos y culturales, incidiendo básicamente sobre tres hechos: el carácter históricamente condicionado de las ideas que la sociedad desarrolla acerca de la homosexualidad; la articulación de estas ideas con tabúes y mandatos sustentados en condiciones socio-económicas determinadas; y la progresiva pérdida de vigencia de esas ideas debido a los cambios estructurales que han puesto en crisis aquellos tabúes.
Como no soy psicólogo, no me he propuesto un abordaje psicológico del tema – que suele ser considerado el pertinente -; pero, además, he desdeñado dicho abordaje sencillamente porque no lo considero el pertinente. Antes que un fenómeno psicológico, la homosexualidad es una construcción ideológica. Omitido ese origen, todo análisis psicológico conducirá a conclusiones erróneas.
El discurso acerca de la homosexualidad, hegemonizado por quienes jamás la han vivido, en boca de extraños, ajenos a la experiencia, cualquiera fuera su actitud ante ella, se ha ido enrareciendo. Unos pocos poetas y algunos críticos apenas han podido ser tomados en cuenta. Sólo el amor, a solas, ha venido insistiendo, irrefrenable, imponiendo su verdad en silencio. Y conquistando, poco a poco, la comprensión de quienes han prestado más oído a su voz que al parloteo de una sociedad enferma que miente hasta cuando dice la verdad.
La ideología homofóbica dominante, el oportunismo y baratura de la opinión periodística, las vulgaridades de la imaginería popular, el vouyerismo impúdico de los científicos y los delirios especulativos del ocio filosófico vienen manoseando irrespetuosa e impunemente al amor homosexual. Frente a tanta estupidez, entre represora e ignorante, hay que aprender a oír la voz de la vida, la verdad serena e inapelable de la experiencia de amar. Que es una sola y cuya tragedia reside en que carece de límites.
Hablo desde la experiencia homosexual, desde la vivencia de su sentido y su contrastación con el discurso socialmente dominante. El texto surge así del cruce de dos miradas: he mirado a la sociedad desde mi deseo y a mi deseo desde la sociedad; sociedad de la cual formo parte y cuyos pensamientos puedo, por lo tanto, recrear en mí. Mi reflexión es tal en todo el sentido de la palabra: la propia experiencia tomando conciencia de sí.
Dicho de otro modo: este libro no es un trabajo de investigación. No podría serlo, básicamente, porque soy incapaz de investigar y jamás he sentido el interés ni la tentación de incursionar en ese género. Las ideas aquí expuestas no son producto de ninguna metodología, ni se respaldan en un previo balance del «estado de la cuestión». No se sustentan en documentación alguna, a excepción de dos o tres textos de lectura puramente casual. De allí lo escaso y elemental de las citas. Esta aclaración me es necesaria, además, para granjearme la indulgencia hacia mis imprecisiones o falta de rigor, por parte de los posibles lectores con formación teórica; recordándoles que mi búsqueda no apunta al saber sino a la comprensión; no pretendo explicar un fenómeno objetivo sino, básicamente, liberar a un sujeto.
Y el texto no abunda en citas de terceros pues se trata de una sucesión de convicciones que no necesito ni deseo legitimar más que por la experiencia propia, por la propia tarea de reflexión y, en todo caso, por el acuerdo que me brinde el lector. Este libro no es el producto de un programa de tesis sino la síntesis de toda una vida pensando la vida.
No creo aportar aquí ningún descubrimiento teórico, ninguna hipótesis original sino, en todo caso, ordenar una serie de argumentos que están presentes en la opinión de muchos, o latentes en sus conductas, y que merecen una formulación explícita. Sí, en cambio, aspiro – y fervientemente – a que estos argumentos les sirvan al lector como apoyo en su esfuerzo liberador y le convenzan de la validez de sus intuiciones y sospechas.
No escribo para polemizar con un rival sino para aportarle armas a un aliado: escribo para quienes están de acuerdo conmigo. O puedan llegar a estarlo. Tampoco escribo para la «comunidad homosexual» sino para aquellos lectores movilizados por la problemática de la sexualidad y, por lo tanto, de la homosexualidad. Mi rechazo explícito del gueto — una de las claves del texto — se inicia con el rechazo de la escritura endogámica: no creo en la «literatura gay».
He escrito lo que estaba pensando tal como lo estaba pensando y, por ello, en mi texto se deslizan, sin represión alguna, la jerga y el coloquialismo: no se puede criticar el discurso social sin hacer alusión a su léxico. Con ello elimino ambigüedades, fruto de falsos pudores y retóricas académicas, y remito a lo concreto conocido. He eludido la falsa neutralidad del discurso «objetivo» para reforzar el peso de la convicción sobre el de la presunta verdad. Por ello, no he renunciado a la primera persona, que aparece de tanto en tanto para recordarle al lector que habla un homosexual desde su experiencia y no un diletante, un oportunista o un voyeur.
He cuidado la claridad, eludiendo en la medida de lo posible cultismos y tecnicismos que la obstaculizaran, y abundando en los ejemplos y las comparaciones. Y he recurrido intencionalmente a la redundancia, a la reformulación de las mismas ideas mediante giros que las vuelvan más transparentes. Espero haberlo logrado.
Norberto Chaves
Barcelona, Agosto 2008
PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN CORREGIDA Y AUMENTADA
Este libro es la nueva edición, corregida y aumentada, de «La homosexualidad imaginada. Vigencia y ocaso de un tabú» (Ed. Maia, Madrid 2009). El cambio de título obedece a un claro objetivo político, latente en la edición anterior: con ese cambio, abandono eufemismos a favor de una actitud más frontal. Hago lo que recomiendo a los demás: llamar a las cosas por su verdadero nombre, superar un pudor que no es sino manifestación de la autorrepresión.
Por otra parte, con ese cambio pongo el título en concordancia con las propias conclusiones del ensayo. «Homosexualidad» es una categoría ideológica; «sexo entre hombres», un hecho de la realidad. Descarto así un término que mi propio texto señala como discriminatorio. Se trata de una lucha de las palabras contra las palabras.
Idéntica frontalidad he adoptado en el subtítulo. He dado un paso adelante; he ido más allá del mero «ocaso de un tabú» y he aludido a su efecto: la pérdida de protagonismo de lo gay. El desvanecimiento de la dupla homo-hétero debilita la consistencia con que ésta se instituía como polaridad estructural de las identidades sexuales. Y tal debilitamiento conlleva, si no la disolución, sí la pérdida de hegemonía de «lo gay» en la identificación social del homoerotismo masculino.
Respecto del texto de la primera edición, éste supone una radicalización ideológica, en la cual ocupa un papel clave la valorización del sexo puro, entendido como independiente de todo otro tipo de vínculo, liberado de su milenaria pleitesía respecto del amor.
Otro avance puede observarse en el terreno de la propuesta. Esta nueva versión se compromete más con la formulación de nuevas significaciones de la sexualidad y nuevas formas de vivirlas. Se extiende, por lo tanto, a temas más genéricos y conflictivos como son la pareja, la fidelidad, la promiscuidad y los celos. Amplía así el espacio de su pertinencia e interés. Alentado por los lectores no-homosexuales de la edición anterior, he reforzado mis hipótesis que, a pesar de nacer de la experiencia homosexual, resultan extrapolables por la propia universalidad del deseo.
El texto actual conserva del anterior su vocación de crítica ideológica. Intento persuadir al lector desactualizado de que sus creencias no son sino la presencia del sistema en él, y, al lector evolucionado, convencerlo de que lo que está sospechando es cierto.
En esa tarea, he reincidido intencionalmente en las redundancias, ya reivindicadas en mi prólogo anterior. Y tengo argumentos para hacerlo. Pensar con cabeza ajena es más cómodo que hacerlo con la propia. La opinión espontánea, la «doxa», es pura alienación. Las cristalizaciones ideológicas enquistadas en el lenguaje común – y, por tanto, en el pensamiento – no se extirpan sino mediante una intensa actividad autocrítica. Ello explica el que las conquistas de la lucidez sean tan efímeras, es decir, que los retrocesos sean tan fáciles como imperceptibles. Los preconceptos establecidos logran derrotar, generalmente de un modo subrepticio, esas conquistas, una y otra vez. En el orden del conocimiento, la redundancia aparece así como un recurso indispensable: decírselo a uno mismo, una y otra vez, como una plegaria, para conjurar el riesgo de secuestro.
Norberto Chaves
Barcelona, Abril 2013
Todos nos transformaríamos si nos atreviésemos a ser lo que somos.
Marguerite Yourcenar
«Alexis. O el tratado del inútil combate»
1
LO QUE ES Y LO QUE NO ES
Los animales se dividen en: a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) perros sueltos, g) fabulosos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, h) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etc. m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.
J.L. Borges, Otras inquisiciones
El hecho y lo dicho
Prisioneros en una caverna y amarrados por el cuello, les es imposible girar la cabeza y mirar hacia el exterior; las sombras de lo que ocurre afuera se proyectan sobre el fondo de la cueva; aquellos desgraciados las confunden con la realidad y así, aún en su encierro, ellos creen saber del mundo. Con el mito de la caverna nuestros antepasados nos dejan, entre otras, esta advertencia: todo conocimiento verdadero comienza poniendo en crisis una creencia, o sea, cuestionando las imágenes con que espontáneamente pensamos al mundo. Para librar a la homosexualidad de las cadenas que la amarran al imaginario social instituido como real, habrá que comenzar, entonces, analizando los nombres de esas imágenes, o sea, las palabras.
Por ingenua que fuera nuestra observación del lenguaje, lo que primero notamos es su carácter de universo paralelo y diferenciado respecto de los mundos a los cuales alude. La relación que las palabras mantienen con la realidad no consiste tanto en reflejarla, narrarla o describirla, como en proponer un esquema interpretativo de la misma, ordenar sus datos, en si mismos carentes de sentido, volviéndolos significativos. La función del lenguaje, por lo tanto, no es sólo hablar de la realidad sino crear una realidad, ilusoria, hecha de palabras, pero tan consistente y decisiva como la realidad misma. Y este esfuerzo por distinguir entre lenguaje y realidad no sería necesario si no fuera que una de las finalidades de ese universo verbal autónomo es, precisamente, el confundirse con los hechos del mundo. La «ilusión de realidad» es, en última instancia, la función básica del lenguaje.
Aquel carácter de «realidad paralela» no es exclusivo de los discursos concretos ni tampoco de las ideologías, o sea, de los sistemas de ideas estables redactados socialmente, sino que ya se manifiesta en el propio lenguaje en tanto sistema de signos, en el idioma. La sintaxis y el léxico no son neutros, pues constituyen una peculiar manera de organizar los significados y las relaciones que éstos mantienen entre sí; permitiendo unos e inhibiendo otros. Y los criterios con que el lenguaje realiza esta tarea no son extraídos de la «realidad exterior» sino de los principios que rigen la estructuración de la cultura, de cada cultura. Roland Barthes, en su artículo «Responsabilidades de la gramática» [1] nos alerta sobre este carácter condicionado y condicionante, ya no de la ideología sino de la propia lengua:
que la gramática clásica haya adquirido, en su área social limitada, cierto grado de perfección, no debe ocultar los sacrificios enormes que el uso exclusivo de tal instrumento cuesta a la expresión de una totalidad humana, y tal vez incluso a la formación de ideas nuevas.
Hay ideas que sólo pueden pensarse y expresarse en un determinado idioma. Por lo tanto, hay pueblos enteros que jamás pensaron ni podrán decir ciertas cosas; sólo podrán pensar y decir otras, quizá con exclusividad. Pensemos en las dificultades, a veces insorteables, con que tropieza la traducción, incluso entre idiomas pertenecientes a una misma familia, y veremos evidenciada esta característica estructural del lenguaje. ¿Cómo se expresa en castellano «saudade»? ¿acaso «nostalgia»? Sí; pero no. No es que el castellano-pensante no pueda experimentar aquel bello sentimiento de los portugueses, sino que no ha llegado a distinguirlo. Le ha bastado con la nostalgia. Y los sentimientos humanos son más que los nombres de que disponemos para nombrarlos. Sólo hablamos de aquello que queremos o nos conviene hablar y, sólo para ello, inventamos las palabras.
Y lo que vale para un idioma, vale para todos los dialectos y jergas que de él derivan. Las variaciones dentro de una lengua permiten liberarse de unas ataduras pero al precio de renunciar a ciertas posibilidades. Ninguna jerga, por mucho que transgreda a la lengua madre, se libera de las limitaciones inherentes a todo lenguaje, herederas, como son, de las matrices estructuradoras del todo social como cultura.
A esta determinación cultural del idioma se suman, en un plano más concreto, las condicionantes de las ideologías y sistemas de valores particulares de los distintos sectores sociales y de las distintas épocas. Para decirlo con una metáfora: la lengua construye y delimita la arquitectura de un mundo de ideas, y las ideologías y sistemas de valores éticos, estéticos, etc. completan ese espacio verbal determinando sus relieves, acabados, cromatismos y disposición de los elementos. Retomemos a Barthes, en el mismo artículo:
La Gramática de Port-Royal justifica las reglas, ya no por el uso, sino por el acuerdo lógico entre la regla y las exigencias del entendimiento. Todos los comentadores de esa época, inclusive los modernos, hacen mucho caso de las reformas del siglo XVII a favor de una lengua tan clara que pueda ser comprendida por todo el mundo; pero ese todo el mundo nunca fue más que una porción ínfima de la nación; es más, precisamente en nombre de una exigencia de universalidad, se excluyeron del lenguaje las palabras y la sintaxis inteligibles para el pueblo, las del trabajo y la acción (…). De ese lenguaje están forzosamente excluidas una infinidad de acciones y la acción misma, que en él solamente subsiste como modo profundo y visceral de sentir; de ahí, entre otras, la primacía de los tiempos, la desaparición de los modos y, en general, todas las reformas técnicas que pueden ayudar a eliminar del lenguaje de los directores, como se dice ahora, esa subjetividad tan especial del hombre popular, esa subjetividad que siempre se determina a través de una acción y no a través de una reflexión.
En síntesis, la Gramática tiene algo de cárcel. Y ha sido concebida desde la ideología.
Hay personas que cuando hablan del cáncer bajan la voz o eluden el término diciendo, por ejemplo, «algo malo» o «una cosa fea». Hay quienes prefieren decir «la cantante de color» a decir «la cantante negra». Así queda condicionada la actitud del hablante ante cada tema. Eufemismos, omisiones, sustituciones, relaciones causales, privilegios de unas ideas sobre otras, etc. vienen ya incluidos en las matrices ideológicas - que son sociales - condicionando las opciones verbales del individuo.
Pero estaríamos empobreciendo nuestra comprensión del tema si construyéramos con lo anterior una representación estática del lenguaje. Así como los modelos de relación social y los sistemas de valores van modificándose con los cambios históricos, el lenguaje va adaptándose espontáneamente para absorber esos cambios. No tanto para salvar la distancia entre lenguaje y realidad como para preservar la solidaridad entre lenguaje y cultura.
El sexo hablado
En el marco de las apreciaciones anteriores podemos ahora acercarnos a la relación entre el lenguaje y una dimensión concreta de la realidad humana: la sexualidad. La relación entre sexualidad y lenguaje es un caso ejemplar de la referida autonomía entre realidad práctica y realidad verbal. La prueba más tajante de ello es la ausencia de un léxico completo, preciso y plenamente legitimado para hablar de las prácticas sexuales con transparencia y univocidad. Para hablar del sexo en un plano coloquial se ha de apelar siempre a términos «fuera de contexto»: los cultismos («practicar el coito»); los eufemismos («hacer el amor»); los vulgarismos («follar», «coger», «chingar»). Ninguna fórmula es plenamente satisfactoria: o demasiado técnica, o demasiado cursi, o demasiado burda.
Siempre hay que utilizar términos entre comillas. Como los que se traen de otro contexto. Como los que son utilizados por otras personas.
En su «Introducción al psicoanálisis», [2] Freud inicia su reflexión sobre «La vida sexual humana» con la siguiente afirmación: A primera vista parece que todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de «lo sexual» asimilándolo a lo indecente; esto es, a aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas. Brillante manera de entrar en el tema: situándolo en el lugar preciso de su problematicidad, que no es el de las pulsiones individuales sino en el de los valores éticos, o sea, en el lugar de la ideología. Tal como lo hace Marx con la economía, Freud ingresa al análisis de la sexualidad haciendo referencia a una creencia, a un prejuicio. El psicoanálisis, entre sus mayores aportaciones, contiene su implícito cuestionamiento de las representaciones ideológicas; tarea que deja inmediatamente atrás para internarse en los abismos de la «psicología profunda». Hay que subrayar aquí el núcleo de esa problemática, condensada en una simple frase coloquial: «aquello de lo que no debe hablarse entre personas correctas»: lo sexual está reprimido esencialmente en la palabra.
Desde aquel texto de Freud ha pasado casi un siglo y, a pesar de la notable distensión experimentada por la ética sexual – especialmente a partir de los años 60 –, el sexo sigue enlodado por el prejuicio (es cosa de degenerados, viciosos o libertinos); y, en los casos de mayor permisividad, se instala en el paradigma de las «picardías»: no es cosa de gente seria, pues esta gente del sexo ni siquiera habla.
El universo real de la sexualidad ocupa la zona de lo innombrable; posee un reflejo distorsionado en el cristal del lenguaje. Las palabras se contagian de la sanción que recae sobre las acciones. Al sexo le pasa lo que al cáncer. De él hay que hablar en voz baja, a hurtadillas. No debe sorprender que la palabra «sexualidad» se incorpore muy tardíamente en el diccionario de la Real Academia. Y no se trata de una «desviación ideológica» o una «represión intencional». La Real Academia Española no sólo obedece órdenes de la Santa Sede. Con las leyes del idioma calcadas sobre la matriz cultural - más profundas y milenarias - tiene suficiente para ejercer su labor.
Así, cuando ella dice que «limpia, pule y da esplendor» a la lengua no incurre en un acto de soberbia sino más bien de ingenuidad. Ese tono coloquial sólo indica la artesana humildad con que define una misión mucho más trascendental, consistente en soldar, reparar las resquebrajaduras que la historia va creando en los lazos que aferran la lengua real a una matriz cultural. Esta situación que corrientemente se atribuye a una mera cuestión de moralismo, hipocresía o pudor tiene raíces mucho más profundas. En toda verbalización de lo sexual se manifiesta el modelo de relación entre sexualidad y cultura propio de cada sociedad. Y en nuestra sociedad el sexo es un tabú estructural, sólo reintegrado culturalmente mediante la legitimación del conflicto.
Preguntarse por la sexualidad es preguntarse, antes que nada, por el origen de aquella sanción social. Detrás de toda traumatología sexual es imposible disimular la dinámica de aquella «indecencia» socialmente imperante y operante en la constitución de la subjetividad.
La primera pregunta por la sexualidad no habita, por lo tanto, lo puramente psicológico: la sexualidad es esencialmente un asunto del imaginario social. Ya desde la primera infancia, entre todas las palabras que construyen en el individuo su ser social, se aloja en lo inconsciente la palabra «indecencia». Ingresamos a la vida por el sendero del pecado original y no hay bautismo que lo lave: el estigma nos acompañará toda la vida. La sexualidad humana es una experiencia trágica. Como la vida misma.