Kitabı oku: «Ser posmoderno»

Yazı tipi:

Ser Posmoderno

Dilemas culturales del

capitalismo financiero

Norberto Chaves


ISBN: 978-84-16876-23-5

© Norberto Chaves, 2017

© de esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017

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Sobre el autor

Norberto Chaves (Avellaneda, Buenos Aires, 1942) se formó en la UBA (Filosofía y Arquitectura) y es un fiel representante de la generación del 68. En 1976 emigró huyendo de la dictadura a Barcelona, donde vive desde entonces. Desarrolla una intensa actividad docente en imagen y comunicación y ha publicado varios libros relacionados con su temática profesional. Paralelamente persevera en la reflexión cultural, la crítica social y la evasión poética. Ha publicado El sexo entre hombres. Más allá del tabú y de la cultura gay (Madrid, 2016) y Desafueros. Literatura de emergencia para una época sin tiempo (Madrid, 2016), ambos en Punto de Vista Editores. También es autor de un libro de poesía, Instantes (Madrid, 2016).

Índice

Antes de hablar

Primera parte

EL ESTADO DE LAS COSAS

El marco sistémico: disolución de lo social

El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura

El vanguardismo de masas: el culto a la ruptura

El entorno físico: escenario de la ficción y cauce del flujo

La entente posmoderna: Masa-Poder-Estado

La desaparición del Estado: sueño del poder

Un saludable cinismo: humano es lo que hay

Segunda parte

No todo está perdido

Alternativas: alienación definitiva o fe en la dialéctica histórica

El arquimedeano punto de apoyo: la vida misma

La primera pérdida positiva: el fin del progreso histórico

La segunda pérdida positiva: la muerte del tiempo lineal

La tercera pérdida positiva: el agotamiento de Occidente

La cuarta pérdida positiva: el cisma entre Sociedad y Estado

Tercera parte

Mientras tanto

Tres tácticas: grieta, desdoblamiento y huida

La gran grieta: una posible resocialización

El mapa: territorio social y territorio presocial

Crisis… ¿qué crisis?: localizar su vigencia

¿Qué hacer?: reencauzando la voluntad

La estética de la resistencia: exactitud y naturalidad

Bibliografía selecta

Antes de hablar

Con el propósito de granjearme la complicidad del lector —o, al menos, su condescendencia— he redactado una larga lista de advertencias a modo de prólogo, género que cultivo con asiduidad pues disfruto hablando del habla. Sigo así a un famoso cómico argentino que solía iniciar su parte diciendo: «antes de hablar quisiera decir unas palabras».

A resultas de ello, el prólogo ha quedado como una suerte de desconstrucción (antes se llamaba «análisis») de mi propio discurso. Me ahorro así la incomodidad de pedir a alguien que lo escriba y, a este, el compromiso de hacerlo sin mentir.

Y aquí van las advertencias.

Una primera advertencia apunta a la escala del análisis, que no podrá ser sino parcial. Pensar lo social es pensar solo alguna de sus dimensiones: la sociedad no es totalizable por la razón.

Algo que caracteriza a la reflexión teórica, por lo menos a partir de la segunda mitad del siglo xx, es ese progresivo e irreversible renunciamiento a la totalización, cierta creciente humildad de la razón, otrora omnipotente. Renunciamiento que fuera bautizado con la expresión poco feliz de «pensamiento débil».

Restringiré entonces mi análisis al ámbito de lo cultural y solo me referiré a una tendencia o proceso dominante, dejando inicialmente de lado lo que consideré formas marginales o paralelas.

Otra aclaración de contexto: esa tendencia dominante tiene su raíz en el capitalismo financiero y, por la propia lógica de este, se expande mundialmente.

La «globalización» no es sino el eufemismo con que se ha bautizado esta hegemonía. Hablaré, entonces, desde ese espacio global y desde uno de sus núcleos más representativos: Europa.

Mis hipótesis podrán relativizarse para absorber situaciones mixtas como, por ejemplo, la de América Latina; pero el conocimiento del modelo hegemónico es indispensable para comprender, incluso, formaciones no hegemónicas. Y, ni qué decir, para orientar todo proceso o proyecto de cambio, toda vía alternativa.

Mi principal objeto de análisis no serán las manifestaciones contemporáneas del arte y demás «géneros cultos» —no siempre representativos— sino las tendencias culturales masivas, la cultura de la cotidianeidad urbana contemporánea.

Me ayuda a ello mi propensión a una observación permanente, obsesiva, de los nuevos comportamientos sociales y a su interpretación como síntomas de otra cosa.

El trabajo tampoco surge de una exploración de la bibliografía especializada. No hay, por lo tanto, atisbo alguno de erudición, lujo fuera de mi alcance por culpa de mi pertinaz pereza ante la investigación.

Aun así, superando esa falencia, en este texto he optado por la abundancia, extensión y heterogeneidad de las citas, escogidas en cierto modo al azar, de obras que se han cruzado fortuitamente en mi camino.

No incluyo esas citas para buscarles coartadas a mis hipótesis sino para poner al alcance del lector no iniciado ciertas perlas del pensamiento crítico que, desde distintas ópticas, van coincidiendo en acorralar a nuestro objeto.

Para ello he considerado útil mezclar miradas de muy distinto origen: la sociología crítica, la filosofía, y testimonios culturales más directos, menos abstractos, tales como la literatura, la crónica social o la historia del arte.

No ha de sorprender, entonces, el eclecticismo categorial observable en el texto, fruto de cierto anarquismo intelectual y de mi insuperable fobia al academicismo y cualquier forma de intelectualismo.

Relacionado con esa predilección por la observación directa del campo está el peso que en mis análisis tiene lo vivencial que, si bien está respaldado por algunos recursos teóricos, no podría haberlos realizado sin el impulso del deseo. Y de sus frustraciones.

Para esta otra «desviación» tengo también una excusa. La problemática de la posmodernidad excede el campo de lo macrosocial o lo macrocultural, pues incide directamente sobre la vida cotidiana de las personas, sobre las propias condiciones de su existencia psíquica y cultural.

Sus consecuencias humanas son inmediatas. De allí la imposibilidad —e inconveniencia— de una mirada puramente social. En el análisis debe ingresar aquel factor existencial como inexcusable. Dicho de otro modo: no ha de disimularse el ánimo del escritor.

Hablaré, por lo tanto, desde una determinada manera de habitar el mundo, de estar en él a partir de unos valores también determinados. Será este un texto en cierto modo confidencial. Aunque no individual.

Esa experiencia excede la individualidad pues, al tratarse de un contexto social dominante y descarnado, es compartida por toda mirada mínimamente sensible y atenta al escenario real.

Si algo distingue nuestra época de los años 60 es el que lo sistémico apenas requiere procesos de decodificación, pues está a la vista: las relaciones de poder se han desembozado.

Hablaré así desde una subjetividad que es colectiva y que, además, está en expansión. Afortunadamente.

Por otra parte, la autocrítica de las ciencias —incluso la de las ciencias «duras»— va desdibujando las fronteras entre la teoría y la literatura, entre la razón y la intuición, entre la ciencia y la experiencia.

Y esta consideración refuerza el peso de la «territorialidad» de mis observaciones: hablaré de un objeto que constituye el paisaje de mi propia experiencia cotidiana.

También corresponde recordar que la temática de la posmodernidad no es precisamente novedosa: lleva décadas siendo analizada por el pensamiento radical; hay quienes señalan al mismísimo Nietzsche como su precursor.

Aun así, la distancia entre la reflexión teórica y la consciencia social suele ser enorme, y aquellas décadas no han transcurrido todavía para parte importante de las capas llamadas «cultas», incluida la pléyade de programadores culturales y trabajadores de la cultura.

Grosso modo, esos sectores siguen atrapados en el progresismo de la modernidad; y sus especulaciones topan con la vía muerta de una cosmovisión obsoleta.

De ahí que me haya planteado la redacción de estos textos como una tarea de divulgación: su origen ha sido, precisamente, una serie de conferencias.

No pretendo, por lo tanto, hacer un estudio del estado de la cuestión en la bibliografía actual ni superar los logros analíticos de los especialistas, sino poner esa problemática al alcance de miradas que aún no han advertido el significado del cambio sociocultural que atravesamos.

Por consiguiente, en la redacción he adoptado un enfoque intencionalmente didáctico. De cara a ese objetivo, he recurrido a la reiteración —que para el lector advertido resultará excesiva— y a los ejemplos que faciliten la visualización de los hechos y, más aún, de las fuerzas que los generan.

Los temas troncales reaparecen una y otra vez, observados desde distintos ángulos, con el intento de darle a la escena posmoderna relieve y realismo.

Intento volver visible un mundo velado por una imagen de él tan tenaz como distorsionada, una imagen interesada que oculta aquello que nos da miedo ver.

Quizá nuestro actual entrenamiento en nuevos miedos masivos —a las epidemias, al terrorismo, a la catástrofe ambiental— nos ayude a carearnos con el miedo que está detrás de todos ellos: el miedo a nosotros mismos.

Por idéntica razón he conservado, allí donde me fue posible, el carácter coloquial del texto, proveniente de su origen oral e, incluso, he mantenido la forma de «guión de conferencia», que aconseja una clara separación entre las afirmaciones.

Al transformar ese guión en libro he pensado que si esa forma ha sido útil para mí en las exposiciones también podría resultarle útil al lector en su lectura.

En lugar de construir los párrafos en función de su unidad temática, como es de rigor, o sea por la contigüidad de los argumentos articulados entre sí, he optado por segmentarlos en párrafos muy breves o incluso en oraciones. Ello permitirá «digerir» más fluidamente cada argumento por separado.

Esto me ha obligado a exigirle, a cada una de esas células, una redacción más diáfana que aspire a la autosuficiencia. Y, más aún, que facilite su lectura crítica. Este esfuerzo les ha dado a las afirmaciones cierto tono aforístico.

Ahora, una salvedad terminológica. He optado por «posmodernidad» en lugar de «posmodernismo» pues en España —contexto de este escrito— el término «modernismo» refiere a la corriente estética, especialmente fuerte en Cataluña, más asociada al art nouveau o al jugendstil. Así, a la «modernidad», término con el que se identifica en España al Movimiento Moderno, sucede la «posmodernidad».

Finalmente, un comentario sobre el origen y evolución de este libro. Como he dicho, su base ha sido el guión de una conferencia, dictada para un colegio de arquitectos; conferencia que se reiteró en facultades de arquitectura, escuelas de diseño y centros culturales.

Con cada nueva emisión, el discurso fue puliéndose y creciendo, hasta absorber notas y artículos previos en los que yo rozaba esta temática, brindándoles un eje articulador.

Como es normal que suceda, la mayor precisión que fueron alcanzando los agregados forzaron a una revisión de los textos originales y a una reestructuración del guión.

En esa tarea, de por sí placentera, he vuelto a verificar el papel del lenguaje, ya no como mero transcriptor de hechos exteriores a él, sino como vía expedita del conocimiento. La verdad se abre camino solo a través de la forma.

Ese papel cognitivo del lenguaje, cuya forma extrema es la literatura, me ha dado permiso para, alejándome del tono académico, incurrir en ciertos giros literarios que faciliten la comprensión del texto y hagan más amena su lectura. Ojalá lo haya logrado.

A través de las sucesivas relecturas y correcciones del texto — que, por así decirlo, fue creciendo solo— fui dándome cuenta de que este lleva implícito un alegato contra la unidimensionalidad, o sea, contra el maniqueísmo y el reduccionismo, tanto en lo ético como en lo intelectual. Y una gozosa aceptación del misterio y la aventura de vivir.

Con ello, el texto me transmite, a mí mismo, la sensación de no estar haciendo otra cosa que cantar la misma canción que viene oyéndose desde siempre.

La certeza de no estar inventando nada sino poniendo por escrito lo que muchísimos están pensando confiere cierta serenidad: la de sentir que en la propia singularidad habita un espíritu genérico; y superar, con ello, la soledad. He advertido de que este escrito tenía cierto carácter confesional. Pues, lo dicho.

Trabajar para preservar y ampliar las posibilidades de autonomía y de acción autónoma, así como trabajar para contribuir a la formación de individuos que aspiran a la autonomía y aumentar su número, es ya una obra política, y una obra de efectos más importantes y más duraderos que ciertas clases de agitación superficial y estéril.

Cornelius Castoriadis

Primera parte

EL ESTADO DE LAS COSAS

El marco sistémico: disolución de lo social

Para analizar las características esenciales de la producción cultural contemporánea es obviamente inexcusable partir del contexto socioeconómico en que se inscribe.

Ese marco lo brinda el modelo que ha ido cristalizando durante las últimas décadas del siglo xx y que hoy está ya generalizado: el neoliberalismo instaurado por el capital financiero multinacional. Este criterio de análisis tiene dos sustentos: uno teórico, el otro empírico.

De partida, conviene eludir todo determinismo economicista y reconocer la autonomía relativa de todo lo cultural, sus asincronías y desarrollos desfasados. Pero esta mirada no-reduccionista tampoco puede obviar los factores económicos que obran como condicionantes de lo cultural.

En segundo lugar, la articulación actual de la cultura con los dictámenes del capital financiero, su simbiosis, es un hecho de titulares de periódico: la relación entre el desarrollo de los negocios y los cambios culturales se detecta a simple vista.

Ya no hace falta realizar esfuerzos de decodificación. El modelo no solo cuenta con una copiosa bibliografía sino también ha tomado estado público: «fondos buitre» no es del todo una metáfora.

Este modelo, en lo cultural, aflora bajo la denominación de «posmodernidad»; o, siguiendo a Zygmunt Bauman, «modernidad líquida».

La obra de Fredric Jameson El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado lo dice ya desde su título: no se trata de una corriente sino de un modelo propio de la fase superior del desarrollo capitalista.

Si intentáramos señalar una característica de esta etapa de la cultura, que cubra desde los grandes géneros hasta los usos y costumbres de la vida cotidiana, diríamos que tal característica es la desregulación de la forma.

Bastará enumerar las manifestaciones de esta última fase del capitalismo para detectar su coherencia sistémica y su vínculo estructural con la cultura; una articulación en la que no es fácil diferenciar causas de efectos, si ello fuera de alguna utilidad.

Apuntemos esas manifestaciones, las más salientes, que por simple acumulación bosquejarán la etapa:

 El beneficio financiero instaurado como principio único de la economía, forma más pura y abstracta del capitalismo.

 La consiguiente implantación de la especulación como cultura: hacer rendir el dinero. Se universaliza la usura.

 La socialización de la idea de «precio del dinero» y la cristalización de una «subjetividad financiera».

 La globalización del capital, su descentramiento o deslocalización, su fluidez y desplazamiento mundial y en tiempo real; y la consiguiente internacionalidad e instantaneidad de las crisis de cambio.

 La paralela y congruente globalización del mercado: un mercado único mundial, sin fronteras ni diferencias regionales, coincidente con un consumidor tan abstracto como el capital.

 El desplazamiento de lo económico desde la esfera de la producción hacia la del consumo, y la capitalización a dos puntas: la explotación del trabajo y la explotación del consumo.

 La consiguiente equivalencia de «salario» y «capacidad adquisitiva».

 La masificación y la producción industrial de los consumidores: hiperindustrialización de la sociedad.

 La primacía del flujo en la composición de los mercados: peso de lo estadístico.

 El papel clave de la economía de escala en la fijación del precio: el flujo de ventas sustituye al costo como pauta del precio.

 La elasticidad absoluta del precio, que disuelve su propio concepto y arrastra consigo al de «valor»: nada vale nada, solo cuesta algo, provisoriamente.

 La implantación del mercado de oferta y la marginación del mercado de demanda en espacios infraestructurales: los «commodities» o «graneles».

 El recambio acelerado de la mercancía como dinamizador del mercado: innovación permanente y obsolescencia programada.

 La consiguiente pérdida de capacidad de apreciación de valor por parte de los consumidores.

 El protagonismo de la oferta en la propuesta de valor: la necesidad se explica y se crea desde la oferta.

 La primacía de lo anímico (confianza) sobre lo racional en la opción de compra: fiabilidad de la marca y fidelidad del comprador.

 La primacía de la oportunidad en el volumen total de los consumos. El hecho económico no como respuesta a la necesidad sino a la tentación: de la necesidad de mercancías a la necesidad de comprar.

Este escenario general nos pinta un rostro de la sociedad bien distinto al que nos mostraba hasta mediados del siglo xx. Y bien distinto a la imagen que aún conservamos de ella.

Entre las diferencias podríamos señalar una como, quizá, la más de fondo: es prácticamente imposible discriminar los hechos económicos de los ideológicos o, incluso, de los culturales.

La tradicional división entre infraestructura y superestructura hoy resulta, si no inútil, claramente insuficiente.

«En el capitalismo todo deviene mercancía», premonizó Marx hace un siglo y medio. Pues bien: ya lo ha devenido. La expresión «industrias culturales» lo delata.

Ello implica que en todos los sectores —desde el comercio minorista hasta los propios Estados— la «gestión de intangibles» (calidad percibida, imagen, diseño, comunicación, identidad, marca…) haya ascendido al lugar de las decisiones estratégicas.

O sea, el carácter simbólico del precio se confunde con el carácter económico del símbolo: la marca, actor intangible protagónico.

De allí que la comunicación, mero servicio logístico en la sociedad de la producción, haya ocupado ahora el puesto de mando.

Nos lo recuerda una revista de negocios en una nota sobre la informatización de los servicios: «El mítico CEO y creador de Apple, Steve Jobs, sostenía que los clientes no tienen en claro qué necesitan y que son las empresas las que deben asumir el rol de demostrar el valor de las innovaciones».

El comentario, aparentemente inocuo, delata un hecho explosivo que marca a la época, ¡los clientes ignoran sus propias necesidades!

Pero con lo que él llama genéricamente «clientes» hace referencia, en realidad, a un tipo de comprador diferenciado: el consumidor masivo.

Este es, precisamente, el público objetivo del visionario proyecto Apple; proyecto que inaugura el mercado de la tecnología de consumo en el que Apple se transforma velozmente en líder absoluto.

La sociedad de masas y de consumo redefine radicalmente la dinámica socioeconómica y cultural, instalando en su epicentro un tipo humano inédito: un individuo deseante, ignorante de sí mismo y masivamente aislado.

La sociedad de masas es, al decir de Bauman (citando a Simmel), «la sociedad de los individuos», un oxímoron. Su «liquidez» proviene del debilitamiento y fugacidad de los vínculos.

Se han disuelto los lazos intersubjetivos, los individuos se comportan como los granos en un silo: privados de un aglomerante, nada los liga entre sí más que la ley de la gravedad.

Ese aglomerante era precisamente lo social. Se ha disuelto lo social, que lo considerábamos componente esencial de la condición humana. Al decir de Paolo Fabbri: «hemos padecido durante demasiado tiempo una idea demasiado social de lo social».

La sociedad de masas, o sea, de flujos, sustituye lo específicamente social por lo pulsional; e instala lo pulsional en el núcleo del consumo, que deviene así «consumismo».

El consumismo, por oposición al consumo, no consiste en disfrutar del bien adquirido sino del acto de adquirir. Y esa no es una «desviación» o un «daño colateral» sino el núcleo mismo del funcionamiento socioeconómico actual.

Esta pulsionalidad obra como respuesta automática a estímulos primarios: novedad, sensación, estridencia, sorpresa, atipicidad, extravagancia, curiosidad, transgresión, enfatismo… Sobreestimulación que capta una atención no mediada por la consciencia.

Podríamos considerar al sensacionalismo, en todos sus sentidos, como la esencia de este modelo de mercado: la oferta no va dirigida a la racionalidad ni a la sensibilidad sino a la sensación.

Una dinámica estresante que el poder denomina «creatividad» e «innovación» y las considera «motores del desarrollo económico»; pues lo son.

Manuel Vicent dramatiza aquella compulsión al consumo en estos términos:

Si al escritor le hubieran preguntado qué tragedia caracterizaba a este tiempo, su respuesta hubiera sido esta: el símbolo de la caída era ese ciudadano medio, cargado de paquetes, que está dispuesto a tragar con cualquier bajeza política o moral con tal de seguir consumiendo hasta el final de sus días. (De la nota «Año Nuevo» en el periódico EL PAÍS de Madrid)

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