Kitabı oku: «Ser posmoderno», sayfa 2
El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura
Por fijar un hito, a partir de aquel célebre texto de
Levi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, a la cocina se le reconoció su justo lugar en el corazón de la cultura: matriz de matrices.
Pero, en ese corazón la posmodernidad instaló el simulacro gastronómico: la paradójica «cocina de autor». Con ella, el consumidor de íconos compulsivo, comensal impostado, saborea el nombre del cheff.
Desde muy atrás, Nietzsche en sus Consideraciones intempestivas, nos describe esa forma de decadencia:
El hombre moderno, en fin de cuentas, arrastra consigo una enorme masa de guijarros, los guijarros del indigesto saber que, en ocasiones, hacen en sus tripas un ruido sordo, como dice la fábula. Este ruido deja adivinar la cualidad más original del hombre moderno: es una singular antinomia entre un ser exterior y «viceversa». Esta antinomia no la conocieron los pueblos antiguos […] para todo lo que es vivo, esta oposición es falsa. Nuestra cultura no es una cosa viva, porque, sin esta oposición, es inconcebible. Lo que equivale a decir que no es una verdadera cultura, sino solamente una especie de conocimiento de la cultura: se contenta con la idea de cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar a la convicción de la cultura.
Nada cuesta asimilar su «hombre moderno» (se refería a sus contemporáneos y no a la «modernidad») con nuestro «hombre posmoderno». Y aquello que él define como «conocimiento, idea y sentimiento de la cultura que no llegan a lo convicción de la cultura» enlaza claramente con nuestra visión del simulacro de la cultura. En aquella disociación «exterior-interior» vemos insinuarse los orígenes de nuestra problemática.
Pero empecemos por aclarar nuestros términos.
Dentro de la vasta polisemia del término «cultura», el uso ha decantado al menos tres acepciones, que se corresponden con tres escalas del campo cultural. Aun reconociendo lo borroso de sus fronteras, resulta clara la diferencia conceptual entre ellas.
La acepción más amplia, omnicomprensiva, próxima a la antropológica, reconoce como cultura a la totalidad de actividades humanas y sus productos.
Así, existe una cultura económica al lado de una cultura artística; una cultura científico-técnica al lado de una cultura literaria; una cultura sanitaria al lado de una cultura gastronómica…
Pero, entre todas esas actividades, existen unas reconocidas por la sociedad como específicamente culturales. Un segundo uso del término «cultura» lo asocia, entonces, al conjunto de mitos, ritos y fetiches estructurados en géneros y practicados conscientemente como tales; desde los usos y costumbres de la buena educación hasta los grandes géneros del arte.
Esta acepción excluye, de la anterior, todas aquellas actividades y sus productos que no tengan una finalidad específicamente simbólica. Así, podemos afirmar sin error que un excelente técnico puede ser, a la vez, una persona profundamente inculta.
Un tercer uso de «cultura», el de campo más restringido, la acota a los «grandes géneros», los «géneros cultos» o académicos: la «alta cultura». Es esta, sin duda, la acepción más difundida.
En este texto he descartado tanto la acepción inclusiva como la restringida, optando, en cambio, por la intermedia, aquella que considera cultura lo asumido como tal por la comunidad.
Obviamente, es esta acepción la más pertinente para el análisis de la posmodernidad y la que tácita o explícitamente, es adoptada por sus analistas.
A su vez, dentro de ese campo he dado predominio, por su mayor representatividad social, a los fenómenos de la vida cotidiana. Pasemos a los ejemplos.
En un sorprendente libro-catálogo de productos para jovencitas, NIKE hace gala de su lucidez sociológica —y de su audacia— ya desde su título: «Enciclopedia de las ADICCIONES» (las mayúsculas son originales).
En él se enumera sarcásticamente una serie de dependencias consumistas de sus usuarias, refiriéndolas a sendos productos NIKE.
Un ejemplo: una joven a medio vestirse, rodeada de una veintena de modelos de zapatos y zapatillas NIKE, concluye desconsolada: «Todavía no tengo nada que ponerme para practicar el tiro al plato».
El catálogo termina con un separable de bolsillo titulado: «Centros de ayuda a personas desesperadamente necesitadas de nuestros productos».
Con este catálogo la sociedad de consumo «adviene a su para-sí» —por decirlo con un cultismo— y lo hace alegre y creativamente. La propia oferta puede denunciar el carácter adictivo del consumo a sabiendas de que tal dependencia es, como toda adicción, difícilmente reversible.
Y este fenómeno incluye al propio individuo, que deviene, él mismo, metalenguaje, soporte de la ficción: cuerpo y comportamiento forman parte de la representación mediática.
De la indumentaria al disfraz. De la cosmética al tatuaje. Del gusto personal a la adhesión a la moda. De la personalidad a la actuación efímera de personales permanentemente cambiantes. De la experiencia a la imagen de la experiencia: su simulacro.
La escena urbana nos muestra hoy la creciente proliferación de personas disfrazadas; y el término «disfraz» no es aquí metafórico.
Pues no se trata de la explosión de una diversidad de personalidades, supuestamente reprimidas por la indumentaria convencional; sino de todo lo contrario: la renuncia manifiesta a la personalidad.
La identidad, expulsada hacia lo exterior, es sustituida por un personaje artificial y fugaz, actuado histéricamente. Entre el psiquismo primario y ese disfraz no hay nada.
Un interesante acontecimiento comercial en España ha sido la creación y aceleradísima expansión de una cadena de ropa diseñada inicialmente bajo un principio único y sin antecedentes.
Cada prenda mezclaba, anárquicamente, trozos de tejidos, materiales, colores y dibujos no solo distintos sino intencionalmente antagónicos, violentamente contrastados: lo que llamábamos «desregulación de la forma».
La persona que «iba dentro» de esa prenda realizaba, sin saberlo, un doble renunciamiento a la personalidad: el implícito en toda adhesión a la moda y el —novedoso— de adherir al «estilo de la falta de estilo», a una suerte de sorna explícita a la coherencia y a la armonía.
Una identidad patchwork: la posmodernidad indumentaria en su forma extrema, que se corresponde con la tan mentada «disolución del sujeto»: vaguedad del yo y, por lo tanto, del otro, de la alteridad.
Y la desaparición del otro conlleva la desaparición del sentido del ridículo: pérdida del pudor, renuncia a la intimidad, mimetismo voluntario, masificación, ausencia de patrones personales y sociales.
Aquel sujeto protagonista de la modernidad, núcleo de lo social, defecciona, se repliega y es sustituido por el individuo-pulsión, molécula del flujo.
La masificación genera así un nuevo ente, ya no caracterizable como sujeto: un ser sin edad ni país, un individuo ni joven ni viejo y de ningún lugar, sin memoria ni proyecto, sin ensoñaciones ni fantasías y prácticamente sin pensamientos. Sin antes ni después.
Una forma de vida humana instalada en un presente absoluto: el de sus respuestas reflejas inmediatas a estímulos exteriores inesperados.
En ese contexto desaparece la cultura. Nos enfrentamos al hecho, ya no de la diversidad cultural, sino de la absorción de la cultura dentro de lo extracultural: la pura distracción.
Escojamos como típico género de la distracción a la narrativa de consumo, discurso banal menos preocupado por la calidad literaria que por la trama que atrape y entretenga.
Ante el lector una secuencia de acontecimientos singulares lo mantendrá atento a los desenlaces, sin otra pretensión que satisfacer su curiosidad.
Este género literario, por llamarlo de alguna manera, es sin duda el que tiene mayor salida en el mercado, auténticos best sellers de tienda de aeropuerto: una literatura que arrastra al lenguaje hacia el abismo de la irrelevancia o el sinsentido.
Italo Calvino, ejemplo de serenidad y equilibrio, pierde ambos ante ese sinsentido del lenguaje, brindándonos un texto tan diáfano como exasperado. Figura en el capítulo «Exactitud» de sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra póstuma e inacabada.
A veces tengo la impresión de que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas circunstancias.
No me interesa aquí preguntarme si los orígenes de esa epidemia están en la política, en la ideología, en la uniformidad burocrática, en la homogeneización de los mass-media, en la difusión escolar de la cultura media. Lo que me interesa son las posibilidades de salvación. La literatura (y quizá solo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje.
Quisiera añadir que no solo el lenguaje parece afectado por esta peste. También las imágenes. Vivimos bajo una lluvia ininterrumpida de imágenes; los media más potentes no hacen sino transformar el mundo en imágenes y multiplicarlas a través de una fantasmagoría de juegos de espejos: imágenes que en gran parte carecen de la necesidad interna que debería caracterizar a toda imagen, como forma y como significado, como capacidad de imponerse a la atención, como riqueza de significados posibles. Gran parte de esta nube de imágenes se disuelve inmediatamente, como los sueños que no dejan huellas en la memoria; lo que no se disuelve es una sensación de extrañeza, de malestar.
Pero quizá la inconsistencia no está solamente en las imágenes o en el lenguaje: está en el mundo. La peste ataca también la vida de las personas y la historia de las naciones. Vuelve informes, casuales, confusas, sin principio ni fin, todas las historias. Mi malestar se debe a la pérdida de forma que compruebo en la vida, a la cual trato de oponer la única defensa que consigo concebir: una idea de la literatura.
Calvino murió en 1985, con la posmodernidad sobre sus hombros. No podemos pensar que él fuera ajeno a ese fenómeno.
Por el contrario, sabemos que preparó esas seis conferencias, que habría dictado en Harvard, apremiado por el espectáculo de la decadencia del lenguaje y del libro, propia de la era «postindustrial».
La denuncia que, sintomáticamente, Calvino inicia en la decadencia del lenguaje, le conduce a detectar el vaciamiento de la propia vida de las personas y la sociedad en su conjunto.
Y como vía de recuperación pone su esperanza en la literatura, forma suprema de captura de sentido. Al final de este ensayo se comprobará hasta qué punto esta es una esperanza compartida.
Aquella «epidemia pestilencial» no es sino la que desteje la trama de la cultura y la sustituye por los abalorios del pasatiempo irrelevante: el vacío.
El mundo deviene un gigantesco parque temático y el individuo, un ente trashumante: aquello que Pasolini denominó, allá por los 60, «mutación antropológica». Oigámoslo en sus Cartas luteranas:
La pérdida del prestigio ‘infundado’ de todos los valores de una cultura entera no puede dejar de producir una especie de mutación antropológica, no puede dejar de causar una crisis total […] Se trata, insisto, de la pérdida de los valores de toda una cultura; valores que, sin embargo, no han sido sustituidos por los de una cultura nueva (a menos que tengamos que ‘adaptarnos’, como por lo demás sería trágicamente correcto, a considerar ‘cultura’ el consumismo).
Tres procesos indican esa mutación: a) resignificación de lo cultural como espectáculo: el concierto deviene «show»; b) sustitución de lo cultural por los géneros de masas: primacía del entretenimiento; c) vacío, o sea, droga/consumo: anomia recanalizada.
Volvamos a Pasolini:
La droga es siempre un sucedáneo […] de la cultura […] A un nivel medio —referente a «muchos»— la droga viene a llenar un vacío causado precisamente por el deseo de muerte, y que es por tanto un vacío de cultura. Porque la cultura —en sentido específico, o mejor, clasista— es una posesión, y nada precisa de más encarnizada y loca
energía que el deseo de posesión. Quien no tiene esa energía en dosis siquiera mínima, renuncia.
En este acto de renunciamiento podemos localizar el inicio del proceso de deculturación.
En ese proceso es indispensable no soslayar la progresiva decadencia y marginalización del folclore en sentido estricto, o sea, el ejercicio social de la cultura como práctica reproductiva de la comunidad; un folclore que es sostenido, en el mejor de los casos, por su minoritaria profesionalización.
Crece aceleradamente el número de personas que no recuerdan ninguna canción tradicional o niños que no han aprendido ningún juego no mediado por el consumo.
Solo esfuerzos denodados de educadores conscientes de la crisis logran sostener efímeramente la ritualidad lúdica de la niñez, boicoteada por un enorme aparato mediático que, con sus vidrios de colores, secuestran la voluntad infantil.
Y es, precisamente, el infantilismo la característica más saliente del comportamiento deculturado, que descarta como pertinentes incluso los principios de la conducta cívica.
El creciente desdén por las normas de urbanidad («disculpe», «gracias», «permiso»), tendencia ya detectada y denunciada por la opinión pública, suele atribuirse a la «mala educación», cuando, en realidad, se trata de conductas de otro origen.
Prueba de ello la da el hecho verificable de que personas instruidas y formales en medio del flujo incurren en esas «descortesías».
Esta aparente contradicción proviene del hecho de que tales comportamientos no son fruto de una cualidad del individuo sino de una condición de la actual vida en sociedad: la conducta masa en la que todos inevitablemente incurrimos.
La persona que no saluda en el ascensor, que no agradece que le cedan el paso o que no se disculpa cuando tropieza con alguien no le falta el respeto al prójimo: obra de tal manera sencillamente porque no reconoce la presencia del otro, lo omite, desatiende toda forma de alteridad.
Mimetizado con la multitud por sus automatismos en la adopción de lo que se le impone, el individuo-masa, él mismo estandarizado, es idéntico a los demás pero no reconoce tener semejantes, carece de ellos.
Está solo, ausente de lo social. Pasa sin escalas intermedias del psiquismo autista a la disolución en la masa.
Reza entre las normas de un hotel entregadas a sus huéspedes al registrarse: «También le informamos que no está permitido el ingreso al restaurante en pantalones cortos, chancletas o camiseta sin mangas».
La sola norma delata la frecuencia de su incumplimiento espontáneo, fruto de lo que llamamos «desregulación de la forma». En este caso, de la formalidad.
El origen real, entonces, debe buscarse en el contexto. Y el contexto de la falta de urbanidad es el de la desurbanización, el espacio de la abstracción, de las relaciones despersonalizadas, o sea, de la ausencia de vínculos por ausencia del otro.
Se expande así un nuevo tipo de sujeto que no participa de ninguna manifestación cultural en sentido estricto, ni practica, él mismo, ningún género.
Ajeno a toda forma de cultura, ha pasado en menos de dos generaciones de los cantos de taberna al karaoke.
Más significativo aún resulta el hecho de que esta inapetencia de cultura sea abiertamente declarable. La cultura es expulsada del campo del deseo sin pudor ni remordimiento. O, incluso, con jactancia, como prueba de una liberación.
Pues ya no constituye un bien, un valor ni un atributo esencial. No hace falta indagar en las estadísticas para dar por seguro que gran parte de turistas que visitan Orlando son universitarios.
El consumismo, masivamente concentrado en los abalorios, opera como un sucedáneo de la cultura; ocupa su lugar y la relega al olvido. Se trata del imperio de la pequeña gratificación inmediata y efímera, fruto de un puro reflejo no mediado por ningún proceso mental, privado de todo esfuerzo.
Un goce no reproductivo, regresión de la genitalidad a la oralidad. El sujeto se desubjetiva: igual que el bebé, no sabe ni necesita decir «yo».
A diferencia de la personalización, de la individuación, el individualismo es fruto de una pulsión genérica. No se trata de un tipo de individuo sino de un tipo de comportamiento masivo e indiferenciado.
Eugène Ionesco, solo diez años mayor que Pasolini, publica en 1959 su relato «Rinoceronte», fábula breve, compacta, metáfora exacta de la sociedad de masas. Preanuncia, con ella, la pasoliniana «mutación antropológica».
En aquel pueblo, los vecinos van uno a uno transformándose en rinocerontes. El protagonista y narrador de aquella catástrofe es el único que no logra mutar.
Oigamos su confesión final, la que cierra el relato. La transcribo íntegra pues da prueba de la implacable precisión de la metáfora escogida, comenzando por la elección de aquel paquidermo como análogon. Nada más parecido a un rinoceronte que un peatón que avanza por la calle con su cabeza inclinada sobre su teléfono móvil.
Una metáfora que, al ilustrar el fenómeno de la masificación hasta en sus más mínimos detalles, transforma la obra, inscrita en el llamado «teatro del absurdo», en un ejemplo extremo de literatura realista.
Y por todas partes los bramidos, polvaredas, carreras incesantes… De nada me servía encerrarme en casa y ponerme algodón en las orejas: los veía hasta en sueños, por la noche.
‘No hay otra solución que convencerlos’. Pero, ¿de qué se les podía convencer? Las mutaciones ¿eran reversibles? Y, además, para convencerlos era imprescindible hablar con ellos. Para que reaprendiesen mi lenguaje (que además comenzaba ya a olvidar) tenía primero que aprender el suyo. Porque yo seguía sin distinguir un bramido de otro, ni un rinoceronte de otro rinoceronte.
Mirándome un día en el espejo, me encontré espantoso, con mi rostro pálido, alargado: me haría falta un cuerno, o incluso dos, para realzar mis rasgos vacilantes.
¿Y si — como me había dicho Daysi — la razón estuviera de su parte? Me había quedado atrasado, había perdido pie, era evidente.
Luego descubrí que sus bramidos tenían, en todo caso, cierto encanto, por más que fuesen ásperos, sin duda. Debería haberlo comprendido cuando aún estaba a tiempo. Intenté bramar, pero era débil, me faltaba muchísimo vigor. Esforzándome más solo lograba emitir aullidos. Y aullar no es lo mismo que bramar.
Pero es evidente que no hay que dejarse llevar siempre por los hechos, y que es preciso conservar algún espacio de originalidad. Sin duda hay que tenerlo todo en cuenta: diferenciarse, sí, pero aún así… mantenerse entre nuestros semejantes. Ahora yo ya no me parecía ni a nadie ni a nada, salvo a una vieja foto pasada de moda que carecía de toda relación con los vivos.
Sentía crecientemente una consciencia dolida, desgraciada. ¡Ay, me sentía un monstruo! Nunca me transformaría en rinoceronte: no podía cambiar.
No me atrevía a mirarme en el espejo. Me sentía invadido de vergüenza. Y sin embargo… ¡Pero no podía! ¡Yo no podía, no, yo no podía!
Premonitoriamente, el personaje de «Rinoceronte» acaba lamentándose de no haber renunciado a tiempo, consciente de la espantosa condición a que lo conduce la soledad.
Retomando la advertencia inicial, debemos señalar que esa disolución de la cultura no implica su ausencia: solo indica que la vida cultural ha dejado de ser hegemónica y hoy se aloja en otro espacio, paralelo, alternativo; que analizaremos más adelante.
El vanguardismo de masas: el culto a la ruptura
La radicalidad del cambio en curso recibe básicamente dos lecturas opuestas e igualmente falsas, pues ambas parten de la negación de la naturaleza contradictoria de lo social y, por lo tanto, padecen de un bloqueo para acceder a su comprensión.
La primera lectura es ingenua y consiste en negar el carácter estructural e irreversible del cambio en curso y ver sus síntomas como meros accidentes pasajeros.
De esta mentalidad siguen surgiendo programas políticos, movimientos sociales, proyectos culturales aparentemente coherentes pero disociados de la realidad a la que pretenden aplicarse.
Parten de la creencia en una sociedad imaginaria que fuera instalada como real a partir de la modernidad, una sociedad asentada en la supuesta hegemonía de la razón cívica y la representatividad social del poder político; visión suficientemente desautorizada por los hechos.
Una segunda lectura, ya no ingenua sino perversa, es la simétricamente opuesta: aquella que no parte de la negación del cambio sino de su idealización, de su interpretación como signo incuestionable de progreso.
El progreso, cristalizado como cosmovisión hegemónica, atraviesa de arriba abajo toda la pirámide social. Cualquiera fuera su thelos, todos aspiran a un cambio de la sociedad en la dirección que cada uno considera positiva; nadie duda de que el progreso es un valor universal y que, consecuentemente, toda praxis social ha de perseguirlo.
Quizá sea este el único mito común de la sociedad occidental en su conjunto, síntesis máxima de una identidad étnica: Occidente y Progreso son sinónimos.
El carácter culturalmente relativo de la idea de progreso se pone en evidencia con solo mirar atrás y en derredor. No todas las culturas se cohesionan en torno a esta idea ni tampoco todas las épocas de la nuestra: no siempre hemos creído en ella.
Esta cosmovisión no se limita a las elites autodenominadas «vanguardias», pues se extiende a la masa consumidora. Y esta, a diferencia de aquellas, privada de poder para producir el cambio, lo fantasea.
El vanguardismo masivo, naïf, se manifiesta en lo que podríamos denominar «avidez y compulsión al cambio» que, en su forma más extrema, se convierte en una fantasía de mutación o culto a la ruptura.
En el ánimo de la sociedad entera está instalado, consciente o inconscientemente, un estado de espera, permanente, insuperable, cualquiera fuera el Mesías. El cambio prometido viene siempre de afuera y adopta el carácter de verdadero milagro.
Quizá, la manifestación más pura y masiva de esta forma de mesianismo sea la fe en la redención por la revolución tecnológica.
Se trata de una necesidad de huir hacia adelante, un adelante imaginario que, por una suerte de hastío del presente, pugna por un futuro anticipado.
Nada ajeno a este fenómeno es el culto a la velocidad, al «tiempo real» y a la simultaneidad. «El futuro es hoy» promete la demagogia publicitaria del mercado de la innovación. Y la masa reafirma, en esa promesa, su ilusión.
El imaginario social resignifica los cambios históricos reales para ajustarlos a la fantasía de ruptura, que opera como matriz interpretante de toda realidad.
El mito de la ruptura cultural forma parte de la opinión pública, que calca la interpretación de toda novedad sobre el argumento de la pérdida de sentido de lo previamente instituido, por efecto del nuevo hecho.
Existiendo el ordenador no tiene sentido escribir a mano. Existiendo el correo electrónico no tiene sentido el correo postal. Existiendo el supermercado no tiene sentido comprar en las tiendas. Existiendo el wasap no tiene sentido hablar por teléfono. Existiendo la comida a domicilio no tiene sentido cocinar. Etcétera.
El cambio, el cambio por el cambio mismo, atraviesa todo impulso, desde lo comercial hasta lo electoral.
Recambio, novedad, nuevo estilo, nueva vida, nuevas sensaciones, nuevo gobierno… aparecen en toda oferta publicitaria sin alusión alguna al sentido y contenido de tal oferta.
El cambio-a-secas es el verdadero objeto del deseo: incontinencia, compulsión sustitutiva.
No hace falta una capacidad interpretativa especial para detectar la relación patente y directa que hay entre esta sintomatología y el modelo consumista.
El modelo «modela» el sistema de comportamientos y representaciones a su imagen y semejanza. El consumidor repite miméticamente los argumentos de la oferta de consumo: «servidumbre voluntaria».
Pero la avidez de cambio, la esperanza de que se produzca y la fantasía de su consumación tienen, además, su versión académica: las fundamentaciones «teóricas» de la caducidad.
En este universo literario cunden los exhibicionistas de su lucidez y cultores de la boutade, que se jactan de haber detectado, antes que nadie, un cambio rotundo ya realizado pero oculto a los ojos del común, o de premonizar un cambio inminente, inevitable y, por lo tanto, deseable. Verdaderos gurús de la ruptura.
Sus textos caracterizan ese cambio no como un hecho nuevo que se suma sino como la irrupción de una estructura inédita, que cancela y sustituye todo lo anterior, fundamentando así el prejuicio de la ruptura.
Fernando Peirone nos regala una perla de Hernán Casciari:
No hay que luchar contra el mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver el mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con Alzheimer.
Pocos textos contemporáneos han alcanzado este nivel de mitomanía y ejercicio desembozado de la compulsión al cambio.
En estos analistas, el devenir histórico se describe como una sucesión de escenas inconexas, cuentas independientes y desiguales de un rosario cuyo único hilo es el tiempo abstracto y homogéneo, el de los calendarios.
Esta ideología, en todas sus variantes, ejerce una suerte de función «forense» (la metáfora del Alzheimer no es inocente): se deleita en diagnosticar la muerte de todo lo real. La muerte del arte, del libro, del sujeto, de la escritura, de la ideología, del cine, de la pintura, del amor…
O sea, selecciona de la realidad aquellos fenómenos parciales de cambio y los erige como prueba de una nueva realidad universal y excluyente.
Todo su esfuerzo intelectual se concentra en la demostración de que en cada estadio nada sobrevive del anterior. Una hipótesis de partida y no una conclusión: un prejuicio.
Este tipo de razón antidialéctica reconoce los opuestos no para detectar su confrontación dinámica sino para tomar partido por uno de ellos.
Continuidad o cambio, convención o transgresión, recurrencia u ocurrencia, condicionamiento o libertad, sistema o elemento, comunidad o individuo, tradición o ruptura, lo viejo o lo nuevo. Pares irreconciliables del pensamiento maniqueo.
Vayamos a la música. Una obra de Antonio Vivaldi, cúspide del barroco italiano, nos propone con su título una reflexión: Il cimento dell’Armonia e dell’Invenzione. La palabra clave: cimento (desafío, reto, puesta a prueba). Un confronto que se entabla entre la norma y su excepción, o sea, entre el estilo y la pieza única.
El desafío del arte, superado genialmente por el maestro, consiste en sintetizar en la obra ambos elementos sin renegar de ninguno: Apolo y Dionisos cantando a dúo.
Absurdo sería negar la drasticidad de los cambios culturales que atestiguamos cotidianamente, fruto de una nueva etapa del desarrollo capitalista. Tan absurdo como concebir esos cambios como una fractura absoluta en la realidad social.
La idea del «mundo viejo» (acuñación ideológica donde las haya) reforzada por la metáfora del Alzheimer (juicio ético emitido desde la pulsión de cambio) ilustran a la perfección un fenómeno ideológico producto del derrumbe de las utopías sociales en la segunda mitad del siglo pasado.
El vanguardismo social —ya no solo de elites— constituye un espectacular desplazamiento de la utopía desde el campo de las conquistas sociales revolucionarias hacia el campo de la revolución del consumo, con los consumos tecnológicos a la cabeza.
El consumista tecnológico, sumiso ante la oferta, palia la angustia de su dependencia erigiéndose como la versión real del «hombre nuevo».
Y una intelectualidad portadora del mismo virus se da a la tarea de ir anunciando su llegada. Una suerte de Zaratustras negativos proclaman la llegada del infrahombre.
Pero tal infrahombre no existe. Es apenas la hominización de un sistema de conductas novedosas, hegemónicas pero no universales ni mucho menos sustitutivas.
No se trata de un «mundo nuevo» sino del único posible, reformulado por enésima vez. Y son los destellos de las novedades los que impiden detectar las estructuras estables de lo social.
La fantasía de ruptura realiza una gestalt, un constructo verosímil, y combate por instituirlo como imaginario social excluyente.
Fuera de esa gestalt queda gran parte de lo real, silenciado, oculto, gracias a esa función esencial de la ideología que no es tanto la elucidación como el encubrimiento: tacha lo que no corresponde.
Como toda concepción reduccionista, la fantasía de ruptura emerge de una consciencia frágil que huye de la complejidad; incapaz de asumir toda contradicción, todo antagonismo, se refugia en el remanso de una escena homogénea, unidimensional, privada de toda dialéctica.
Desde el punto de vista existencial, se trata de un síntoma de la «ansiedad anticipatoria», patología específica del consumismo.
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