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III. La casa de la calle Pergamino

1962. Nacían los Fab Four y alguien más.

«Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre».

Autor anónimo.1

A principios del verano de 1962, un diciembre caluroso para nosotros, pero en el hemisferio norte uno de los inviernos más brutales de la historia, The Beatles acababa de grabar «Please Please Me», una canción que cambiaría el mundo para siempre.

Entre las fiestas navideñas y las de fin de año, frente al puerto de Buenos Aires, barrio de Retiro, en el antiguo Policlínico Ferroviario Central, hoy cerrado, en estado de abandono y con un posible proyecto inmobiliario para ese terreno, asomé a este mundo.

No es casualidad haber nacido ahí, en pleno centro porteño. Mi familia, como tantas otras establecidas en la zona sur de la provincia de Buenos Aires, era ferroviaria, expresión acostumbrada a decir en esa época, cuando uno o más integrantes que vivían bajo el mismo techo, cumplían tareas en el ferrocarril o los talleres de las vías férreas del Roca, localidad de Remedios de Escalada. Había más de siete mil personas en esos talleres gigantescos, que hace tiempo ya no existen. En aquel tiempo, cada mediodía tocaba la sirena, puntual, a las doce. La gran multitud iniciaba el regreso a sus hogares, en tren, colectivo o bicicletas. Quienes vivían cerca caminaban, como Tito, mi querido viejo. Era tal el despliegue y la rapidez para desplazarse que, vistos desde arriba, hacían recordar a Marabunta, la película protagonizada por Charlton Heston. Solían pasarla en Sábados de Súper Acción, o en Hollywood en Castellano, programas televisivos de mi infancia. En ese film una enorme colonia de hormigas arrasaba a su paso con una plantación de cacao, en América del Sur.

En los famosos talleres de Escalada, refugio de miles de trabajadores y obreros, sus fantasmas pululan, vagan por ahí, aunque hoy están casi vacíos, rodeados de aceite y trenes abandonados. Al norte estaba el viejo puente de hierro, sostenido por bulones, que parecían saltar en cualquier momento como botones de camisa ajustada; al sur, la calle Malabia; al oeste, las vías del Ferrocarril Roca, y la avenida Pavón separaba la parte este. Al final de esta enorme masa de tierra, justo por la calle 29 de septiembre, el largo paredón, más de un kilómetro y medio, a simple vista recuerda a la tapa del disco «The Wall», de Pink Floyd; o al Muro de Berlín. Esa gran masa de ladrillos, hoy llena de humedad, pinturas y publicidades políticas, fue testigo de infinidad de historias. Alguna vez, esos obradores fueron una colmena rebosante de vida y obra. Miles de ferrocarrileros y otros tantos acentos: porteños, provincianos, europeos. A principios del siglo XX hubo una gran corriente inglesa. Los ferrocarriles estaban en manos de dueños que habitaban el Imperio británico. Dejaron huellas bien marcadas en el barrio vecino, suburbio frente al ala sur del paredón. Allí las casas habían sido construidas para esos empleados, jefes, auxiliares, encargados, inspectores, personal de locomotoras, operarios, maquinistas. Típicas viviendas inglesas de la época. Albergaron conciudadanos y también escoceses, irlandeses y galeses, que venían a trabajar al otro lado del mundo; y a locales, gente que, desde la Capital Federal, cruzaba el Riachuelo. Desatada la Segunda Guerra Mundial, los británicos regresaron a defender su patria. Al principio se alquilaban. Luego fueron vendidas. Después de que aquellos trabajadores extranjeros volvieron a su país, las casas fueron puestas a la venta para otros ferroviarios. Mis padres quisieron conseguir una casa en las colonias ferroviarias, eran muy requeridas y se anotaron en todos los lugares posibles. Nunca lograron su objetivo. A través de los años, esas casas cambiaron de dueños y mantuvieron su impronta. Hoy marcan un paisaje cultural; muestran su identidad única y peculiar. Reflejan la vida de muchos obreros y todo el personal en los talleres del ferrocarril del sur, como se lo denominaba durante la primera década de 1900, previa a la nacionalización de los trenes, efectuada en la primera presidencia del General Perón. Del paredón aún se puede disfrutar del arte urbano, simples dibujos, murales y grafitis, diferentes expresiones artísticas llenas de ideales, ilusiones y frustraciones.

De pequeño, al regreso de la escuela, me recostaba debajo del árbol en la vereda de casa; era una alegría indescriptible estar echado. Yo esperaba allí a mi padre, a que regresara de su labor diaria. Apenas reconocía su figura, a la distancia, yo salía corriendo a avisarle a Rosa, mi abuela, de que papá ya venía. Ella preparaba la mesa y almorzábamos todos juntos, menos mamá, que a veces trabajaba y llegaba más tarde. Mientras, yo corría otra vez al árbol, a recibir el beso y el abrazo de papá. No me movía hasta que él llegaba. Yo esperaba el ritual, con esa mirada tierna, sonriente:

—¡Hola hijo! ¿Cómo estás? ¿A qué ya le avisaste a tu abuela?

Yo no emitía palabra, simplemente me limitaba a asentir con la cabeza.

Tito solía llegar con un amigo, Pipo, quien vivía a la vuelta y solían jugar juntos al fútbol. Era el tío de mi mejor compinche, Ramón, yo también lo esperaba. Pipo, casi siempre me preguntaba lo mismo:

—¿Qué hacés Oscarcito?

Yo respondía con gesto similar al anterior. Pipo se sonreía y partía para su casa.

Pero ese día noté algo diferente; el beso de papá fue distinto; el abrazo, más intenso. Cierta misteriosa electricidad me atravesó el cuerpo. Una sombra inexplicable se apoderó de mí. No sentí miedo. Tampoco entendí qué pasaba. Papá se dio cuenta y me preguntó:

—Hijo, ¿estás bien?

Me quedé mirándolo, hasta que con suave voz infantil de niño respondí:

—Sí papá, ¿y vos?

Me miró, no dijo nada. Me tomó del hombro y esbozó:

—Entremos, ya debe estar lista la comida.

Mi abuelo Salvador, jubilado del ferrocarril, con sus compañeros de trabajo se había ganado la grande; de otro modo, esa propiedad de la calle Pergamino, en Lanús, entre Álzaga y Alvear, jamás habría sido de la familia. Fue mi primer hogar. Allí, luego que mis padres escuchaban las sirenas de los barcos anclados en el puerto de Buenos Aires, anunciando la llegada del Año Nuevo, me iba a vivir de recién nacido.

Era costumbre que un matrimonio flamante fuese a vivir a la casa de los padres, de algunos de ellos. María Isabel, mamá, y Osvaldo Oscar, Tito, tuvieron su cuarto en la casa de Rosa y Salvador, mis abuelos maternos.

Mi tío Gaspar, recién casado con mi tía Telma, también se habían ido a vivir ahí. Pusieron una prefabricada en el fondo. Al poco tiempo la desarmaron. Se fueron para otra zona. No muy lejos. Poco después de su marcha, cuando contaba con la edad de cinco años, jugando me caí y me corté detrás del brazo derecho, con una botella rota que quedó entre la tierra y los escombros removidos. La piel me quedó colgando. Mi madre, ante la desesperación, la cortó, creyó que eso ayudaría. Cuando llegamos al hospital le preguntaron por la herida. Ella dijo: «Corté el pedacito que colgaba». En todas las etapas de mi crecimiento, hasta la adultez, cuando mi madre veía la cicatriz no podía creer lo que había hecho.

Mis tíos se casaron antes que mis padres. Ellos, junto a sus hijos, mi prima Daniela y mi primo Rubén, se mudaron a otro barrio, a unas diez cuadras de casa. Gaspar también trabajó en los talleres del ferrocarril Roca. Fue despedido por un inconveniente serio, según rumores familiares. Deambuló por diferentes sitios, hizo changas, pero nunca consiguió otro trabajo estable. Más de una vez acompañé a mi abuela Rosa a llevar bolsas trenzadas, hechas a mano por ella, con sachets de leche, que estaban de moda en esos años. Iban llenas de alimentos para esos nietos y mis tíos. Esa costumbre duró años, a pesar de los pocos pesos que podían separar de la jubilación de Salvador y el escaso aporte de mis padres cuando podían. No siempre.

Éramos cinco. Veintidós meses después nació mi hermano, Juan Pablo, Pablito. Típica familia de barrio, trabajadora, con costumbres y cultura de trabajo y vida cotidiana; y el pasado impregnado en las entrañas. También aquella sombra siniestra, velo de la trama familiar, nos cubría con ese manto doloroso que habitaba entre nosotros. En algún momento decidimos arrojarlo al olvido. Pero siguió allí, siempre latente, en la transmisión, en la incertidumbre. Al callar creció. Y se entrañaba cada vez con más fuerza. Allí existía, fantasmal. A veces asomaba desenmascarado. Esa contradicción nos desconcertaba y nos convocaba a un desenlace. El destino se repetía, aunque nos creíamos libres de él.

IV. El abrazo

En la sesión con el licenciado Daniel. Martes 14 de julio de 2015.

«La vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás,

pero ha de ser vivida mirando hacia adelante».

Sören Kierkegaard.

Miraba el techo; a veces las paredes o la puerta de cedro, antigua, con dos hojas, vitró repartido y banderola, y pensaba. Tenía las manos entrecruzadas sobre el abdomen, las piernas estiradas, estaba relajado. Se escuchaban, apenas, los autos en la calle. A veces había más ruido, por las cercanías a una avenida del barrio de Almagro, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Detrás, Daniel esperaba para interpretarme y hacerme pensar.

Las veces que había concurrido a terapia, le conté muchas cosas de mi vida: matrimonios, hijos, trabajo, deporte. En especial hablé de Tito. Conté por qué un día de diciembre de 2013 decidí empezar a visitarlo. No hablé del acontecimiento perturbador en mi infancia, ese que me angustió aquel mediodía, cuando esperaba a mi padre. Lo tenía guardado. Aún.

—¿Cómo estás Oscar? —preguntó Daniel.

Reflexioné. Esos segundos de silencio me parecieron una eternidad. Esperé. No dije «bien», como acostumbraba. Después dije:

—Daniel, ¿creés en las maldiciones?

Él no respondió. Continué:

—No sé por qué te pregunto esto… Pero hay hechos en mi historia que tienen algo de maldito. A veces, a varias personas de una misma familia les pasa lo mismo.

—¿Sí? ¿Por qué creés?

–No sé. Por ejemplo: Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy. Fueron electos con cien años de diferencia. Y sucedidos por hombres del sur, ambos con el apellido Johnson. Y nacieron con cien años de diferencia. Los hombres que los asesinaron también habían nacido con cien años de diferencia. Y murieron antes de llegar a juicio. Al Presidente Lincoln lo mataron en un teatro. Atraparon a su asesino en una tienda. A Kennedy lo asesinaron desde una tienda. El asesino fue descubierto en un teatro. El apellido de la secretaria de Lincoln era Kennedy. Y el de la secretaria de Kennedy, Lincoln. ¡Decime que eso no tiene algo de maldito! ¿Qué te parece? ¡Tiene que haber algo! No puede ser pura casualidad, ¿no te parece?

Dudé un instante, no quise quedar en ridículo, al final me decidí:

—¿Conocés la historia de Bruce Lee? Él muere a causa de una hemorragia cerebral, en plena filmación. El personaje que interpretaba moría de un disparo hecho con un revólver que, se suponía, no estaba cargado. El hijo de Bruce Lee, también actor, veinte años después muere en medio de una filmación, porque alguien olvidó una bala en un revólver que debía estar descargado. ¿Casualidad?

Respiré profundo, luego sentí un escalofrío extraño, desagradable. Creí haber experimentado esa sensación antes. Algo pareció moverse ante mis ojos, rápido. «Me habrá parecido», pensé, «¿una alucinación?».

No hablé más.

Al rato, Daniel me dijo:

—Oscar, ¿estás bien?

—Sí.

—Bueno, dejemos por hoy.

—Sí… Dejemos.

Me levanté, lo miré y le hice la misma pregunta de siempre:

—¿Cuánto te debo?

—Lo mismo —respondió.

Le pagué, esperé a que me abriese la puerta y salimos juntos al hall. Bajamos las escaleras desde el primer piso, en silencio hasta la entrada. Me despedí con un apretón de manos:

—Daniel, hasta el martes, ¡buena semana!

—Igualmente Oscar.

Los dos sostuvimos la mirada.

V. Deber, orgullo y frustración.

Localidad de Escalada, ciudad de Lanús. Principios del año 1962.

«Dichoso es aquel que tiene una profesión que coincide con su afición».

George Bernard Shaw.

Mis padres dormían en un cuarto que daba al jardín. La ventana, decorada con vitró de época, ofrecía ese mundo de plantas, que adornaban la entrada con diferentes aromas: jazmines, rosas, malvones rojos, y muchas otras, todas cuidadas por mi abuela. Era una típica casa chorizo, con los dormitorios en hilera, los techos altos, de chapa, puertas en madera y vidrio, con banderola, protegidas con postigos. El patio, previo, la galería cubierta amparaba las alcobas. Mi hermano y nuestros amigos jugábamos allí, también al fútbol. Ellos eran Ramón, Alberto, que a los catorce años se fueron a vivir a la provincia de Jujuy, y los hijos del mimbrero de enfrente. La parra de uva chinche rodeaba al pretendido comedor. Cuando las uvas chinches caían, cualquiera sin intención las pisaba. Los mosaicos se teñían de ese color borravino. Esa parriza hacía de toldo y arrojaba sombra. Los mayores se sentaban a tomar el fresco; almorzaban o cenaban allí durante los veranos muy calurosos. Detrás, en el enorme terreno, había limoneros, árboles de granada y de mandarinas. Los tomates que brotaban llenos de color, esperaban convertirse en ensalada, mermelada o delicioso tuco de domingo. El sugerente y fascinante olor que transmitía la albahaca hacía pensar en un exquisito pesto, que abrazaba el ambiente con su fragancia. La higuera, al final del lote, cubría las plantaciones de zapallos, que se topaban con el gallinero. La abuela Rosa entraba y elegía la gallina, protagonista de un delicioso puchero.

A continuación de los dormitorios, estaba el baño, conectado al cuarto de mis abuelos. Mis padres, para ir al baño, tenían que pasar por la alcoba de ellos. Supongo que esa gran incomodidad era uno de los motivos que estimulaba el deseo de papá de mudarse. De grande, yo comprendí por qué en mi hogar y, seguro que en muchos otros, existían ciertos elementos en la habitación donde mis padres dormían, descansaban y se amaban.

Entre el comedor y la cocina, estaba el cuarto que compartíamos con mi hermano, la puerta daba al comedor. Y la ventilación, única, a la cocina. En la adolescencia, y después, bastaba con el olor a comida para que un domingo, luego de trasnochar, me despertara para almorzar en familia.

Tito, obsesionado por tener su casa propia, nunca aflojó. Siempre trabajó a destajo. Su jornada laboral permanente, fija, terminaba a las doce del mediodía. Tenía tiempo. Llegó a tener hasta tres trabajos diarios. Fue un canillita más del barrio, término utilizado por primera vez en el año 1902, para la obra que lleva el mismo nombre, refiriéndose a un niño joven que trabajaba vendiendo periódicos y revistas en la calle, para mantener a su familia humilde. Este particular nombre, canillita, hacía mención a las piernas delgadas que los pantalones cortos del joven vendedor dejaban ver, denominadas canillas. Papá pintó casas; fue mozo de salón y de una pizzería, o agarraba cualquier otro trabajo que le ofrecieran. Su simpatía le permitía ganar buenas propinas. También lavó, por un período corto, autos en una estación de servicios.

Mi padre tenía alta estima. Y esperanza. Quería lograr su objetivo: ahorrar para hacer la gran compra de su vida. Y disfrutarla junto a su esposa y sus hijos.

Papá hacía de todo, menos tareas de su casa. Mamá siempre protestaba por eso. Era bastante lógico que él no se entusiasmara con esas cuestiones. Él vivía ahí. Sin embargo, no era su hogar. Para colmo, cuando a él se le ocurría hacer algo, aparecía el abuelo Salvador para opinar. Él tenía una calidez inmejorable, era muy buena persona, pero no se podían tocar sus cosas. Ni decirle nada. Salvador se había jubilado a los cincuenta años. Para entretenerse, hizo en una de las esquinas del fondo un gran galpón. Guardaba infinidad de herramientas, tornillos, maderas y cualquier objeto extraño que se le ocurriese. Solo el abuelo sabía dónde encontrar lo que guardaba en ese espacio repleto y cómo usar cualquier artefacto reposado ahí.

Tito estaba cansado de eso.

Papá trabajaba en la fundición de los ferrocarriles Roca. Cada tanto se moldeaba alguna imagen de bronce o de cobre: siluetas, ceniceros con forma de tortuga, caras de animales, Cristos en diferentes posiciones, no sé cuántas más.

Un día, caluroso, mediaba la primavera del año 1973, papá, al regreso de su trabajo, llegó con la figura de una cara de caballo, con su brida perfectamente delimitada. Tito quiso ponerle un fondo en madera, trabajarlo o mandárselo a un carpintero. Él se animaba a medir, cortar y cepillar, pasar el formón, el guillame, la escofina, las limas, y darle un barniz. Después del almuerzo, durante una breve sobremesa, Tito dijo:

—Don Salvador…

—Sí Tito, ¿qué necesitás? —se adelantó el abuelo.

—¿Cómo sabe que necesito algo?

—Supongo. Por lo general estás callado durante la comida. Rosa y yo somos los más habladores. Y la rubia —le gustaba llamar a su hija, rubia, y a su esposa, negra.

Papá, a pesar de los años que habían pasado, siempre a su suegro lo trató de usted.

Tito sabía quedarse en silencio, también en las reuniones familiares. Parecía tildado, como si pensara quién sabe qué. En varias oportunidades, observé esa expresión de mi padre, miraba un punto fijo. Siempre me llamó la atención, parecía estar en otro espacio. Me daba cierto placer mirar a mi padre. A la vez, yo tenía otros sentimientos contradictorios. ¿Era angustia? Me cuestionaba acerca de los motivos de tanto silencio. Él, ¿en qué estaría pensando? ¿Estaría poseído? ¿Por un fantasma? ¿Qué mal lo aquejaba? ¿Podría averiguarlo? ¿Cómo? ¿Cuántos años me tomaría descubrir ese enigma? ¿Aquejaba solo a Tito?

—¡En serio! ¿Qué necesitás Tito? —insistió Salvador.

—¿Vio la figura del caballo que traje? La hice en el taller.

—No. No la vi, ¿me la mostrás?

—Sí, cómo no.

Acostumbrábamos a dejar las cosas sobre el aparador y me resultó raro que el abuelo no hubiera visto esa figura. Papá pidió permiso para levantarse de la mesa y fue a buscarla. Volvió enseguida:

—Aquí tiene don Salvador.

—¡Tito! ¡Qué bonita! ¿Qué querés hacer?

—Quiero ponerle una madera lustrada, con forma tipo escudo; algunas molduritas de terminación y atornillar la figura desde atrás, ¿se entiende?

—¡Sí Tito! Pero, ¿cómo vas a modular las curvas en la madera?

—Yo no hablé de curvas.

—Pero si querés hacer un escudo…

—Puede ser en líneas rectas.

—No te va a quedar igual —aseguró el abuelo.

Tito se molestó. Salvador empezaba con sus «peros». Papá sabía que su suegro quería hacer ese trabajo. Todos conocíamos al abuelo: no le gustaba que nadie tocara sus herramientas. Cuando se trataba de carpintería, él buscaba cualquier excusa para cansar al otro y hacer por sí mismo la tarea. Nos generaba cierta ternura ver al abuelo, un jubilado joven, rebuscándose para estar ocupado y sacar de escena a los demás.

—Entonces, don Salvador, ¿cómo lo haría usted? ¿Cómo quedaría mejor? —preguntó.

—Yo arrancaría por elegir la madera, cortarla prolija…

—Don Salvador, ¿quiere hacerlo usted?

—¿Te parece Tito? ¿No querés hacerlo vos?

—¡No! No hay problema. Para mí es lo mismo, no pretendía cargarlo a usted con esto —remarcó Tito, enfático.

—¡Hijo! ¡No hay problema! ¡A mí me gusta!

—Ya sé, ya sé —repitió Tito, que se alejó con una sonrisa, mientras encendió un cigarrillo y fue a sentarse bajo la parra, a fumar el primer cigarro después del almuerzo y antes de la siesta.

—¡Vas a ver que va a quedar muy bueno! —aseguró Salvador, cuando Tito se iba.

—¡No tengo duda! Como los kartings —acotó Tito a la distancia, después de una pitada.

Poco tiempo antes, papá había pretendido construir dos kartings con rulemanes; uno para mi hermano y el otro para mí. Le gustaba dibujar, tenía cierta facilidad. Recuerdo algunas carátulas hechas por él, cuando yo iba a la escuela primaria. Con paciencia y tiempo, él había hecho los planos, contemplaba el largo de los ejes donde se ajustaba el bulón delantero con la doble tuerca, para que el karting pudiera girar. El diseño permitía obtener espacio para poner los pies antes de la barra delantera, y elegir la dirección a desplazarse, con ayuda de una correa prendida a cada extremo. El freno estaba a la altura del asiento, apenas desplazado hacia adelante. Los rulemanes se clavaban en unos listones afinados, redondeados, aguantando bien el peso del conductor.

Tito le mostró el proyecto a Salvador. Papá necesitaba usar un espacio del galpón. Al abuelo le encantó la idea. Se entusiasmó tanto que, poco a poco, fue desplazando a papá. Salvador disponía de más tiempo. Terminó por dar el final de la obra. Tito no intervino. Después, por si fuese poco, el abuelo Salvador se jactaba de los juguetes que había construido para sus nietos. Mi hermano y yo, felices de la vida, anduvimos derrapando por las calles del barrio en esos kartings, como nenes con chiche nuevo.

Papá trabajó desde muy chico. Fue ayudante de lechero: repartía a domicilio, junto al dueño de la vaca, con un carro arrastrado por caballos. En esa época era común escuchar los anuncios a gritos. Pasaban vendiendo sus productos, el pescador, el huevero, el aceitero, el heladero y otros tantos. Cacho, apodo del lechero, bajaba a entregar los pedidos; por respeto a los clientes dejaba su cigarrillo apoyado sobre uno de los portezuelos laterales del carruaje. Tito se aseguraba de que nadie lo viese; le daba una pitada al cigarro y lo dejaba en su lugar. Tenía nueve años.

Por las tardes, papá concurría a un bar, estaba en la esquina de Albarracín y Juan B. Justo, también en Escalada, hoy con sus cortinas antiguas, de chapa galvanizadas, bajas, caídas, fruncidas al toparse con la vereda, y techo cayéndose a pedazos. En los buenos tiempos, caída la tarde, los vecinos iban a ese bar a despuntar el vicio. Algunos jugaban al tute cabrero; otros preferían el mus, el truco o cualquier juego de la baraja. Había quienes hacían algún deporte de taco, por lo general billar francés. Tito les servía aperitivos famosos o copas con alguna bebida fuerte para ganarse la propina. Los parroquianos que se quedaban jugando, bien entrada la madrugada, más de una vez vieron a Tito doblegado por el cansancio, dormido sobre la mesa de billar. También mi abuelo, Salvador. Aún no imaginaba que años después se convertiría en el suegro de Tito. Salvador era el mayor de cuatro hermanos: Abel, Manuel y Juan, el menor.

Mi abuela Magdalena no le daba mucha trascendencia al hecho de que su hijo se ausentase del hogar algunas noches. En cambio, mi abuelo Juan Pablo protestaba cuando, después de trabajar muchas horas al día, llegaba a su casa y Tito no estaba, como correspondía a un niño de corta edad. Tito se identificaba con su padre en asuntos cotidianos; en la actitud hacia el trabajo y en el sentido de humanidad. Mamá siempre dijo que mi abuelo Juan, su suegro, era muy noble, bueno y generoso, igual que Tito.

De chico también trabajó en un almacén, muy grande y de renombre, ubicado en la esquina de Aguilar y Juan B. Justo. Hoy quedan vestigios, que exponen el antiguo esplendor de ese saliente elegante, copia de algún edificio francés.

Papá, desde muy niño, necesitaba ganarse el mango. En un radio de tres a cuatro cuadras, intentaba conseguir las changas para ayudar en su casa. En aquellas idas y venidas, es posible que él se hubiera cruzado con Isabel, también niña. Tito caminando por su barrio. Ella iba a visitar a sus abuelos paternos, Gaspar y Carola. Vivían en la calle Juan B. Justo al 2900, a escasos metros del bar. Tito nunca descuidó la escuela primaria, a pesar de haber entrado tres años después de lo debido, a los nueve. Fue su único nivel educativo. Le bastó para tener una hermosa caligrafía, sin faltas ortográficas. Le hubiera gustado seguir estudiando; ser profesional. La realidad era muy diferente a sus inquietudes. Él, desde muy chico, necesitó trabajar. Eso lo marcó a fuego para siempre.

En los ratos libres, Tito nunca dejó de ser un niño: disfrutaba jugando con sus amigos. Lo que más le gustaba era el fútbol, la pelota, expresión que se usaba de chico. Pasión que llegamos a compartir, como también el amor por la misma camiseta, transmitido de generación en generación. Mis hijos hoy sienten la misma adoración futbolera por el club del cual somos hinchas. Era tanto el frenesí, que él se imaginaba jugando junto a sus amigos en una cancha. Yo lo vi jugar, de grande, era central, tenía clase, defensor elegante; acariciaba la pelota, decidía, marcaba la jugada y el balón llegaba al destino final, exacto.

De esa imaginación surgió la posibilidad de tener un club propio. Papá tenía dieciséis años. Con su banda de potrero futbolero, fundaron en la localidad de Remedios de Escalada el Club Atlético 1° de Mayo. Lo hicieron sobre terrenos que habían pertenecido a los ferrocarriles y frente a una cuadra de casas de las colonias ferroviarias. Era 1953. Los muchachos empezaron a delinear su primera cancha de once. Plantaron eucaliptos alrededor del terreno, para separar las calles de tierra de lo que pretendía ser la cancha. Esos árboles formaron un gran semicírculo, media manzana quedó entre las calles Madariaga, Albarracín, Allende y los fondos de las casas que daban a Fray Mamerto Esquiú. Hoy son troncos inmensos; cubren los costados de la cancha, que aún se disfruta sábados y domingos. Ese potrero, con aroma a eucaliptos, formó parte de la vida de Tito. Y de mi infancia. Con el paso del tiempo, yo les mostré a mis hijos esos eucaliptos que había plantado su abuelo. Hoy, esos árboles brotaron, la vida transcurrió, mi infancia pasó; bajo su sombra, algún vecino de esas casas coloniales disfruta de ese contorno y el recuerdo de que alguien los plantó. En ese club, él dejó su impronta, marca que sostengo: participo, me entrego con pasión al club de mis amores. Mi padre me hizo hincha, de chico. Hoy, con mis tres hijos varones, disfrutamos de las alegrías y tristezas que nos depara el fanatismo por el Granate, único, color de esa camiseta. Sí, me enamoré del Club Atlético Lanús, ahora el club de barrio más grande del mundo. El club de toda una ciudad, ubicado a media hora en auto del centro de Buenos Aires. Al principio, papá me mostraba otros equipos, clubes más importantes de la Argentina. Según él, yo sufriría mucho por ser hincha de un club chico. Tuve que insistir mucho para que me llevase a un partido de fútbol. La primera vez que fui con él a una cancha, optó por un partido en el estadio de Lanús, el Granate contra Rosario Central. Yo tenía seis años.

Recuerdo ese día con mucha alegría. Yo regresaba de la escuela, estaba a tres cuadras de casa, en la esquina de Bernal y Luján. Era un viernes soleado, fresco, sin una nube en ese otoño de 1969. Por lo general, mi abuela Rosa iba a buscarme al colegio. Caminamos una cuadra con grandes amigos, el cabezón Horacio y Ramón. Nos despedíamos de él en la esquina. Era un día de feria. Rosa aprovechó para hacer unos mandados. Ella, cuando podía, me llevaba. Me encantaba acompañarla. La abuela, de premio, me compraba una empanada frita. Esa costumbre se repitió varias veces en la adolescencia con los mismos amigos; íbamos a ese antiguo carrito ambulante. Lo que había sido un premio se transformó en un vicio. Esas frituras eran un manjar. Hoy forman parte de los olores de mi infancia y cuando paso por algún puesto similar, me dan ganas de parar a comprar empanadas fritas, de carne.

Yo tenía una relación muy especial con mi padre, éramos compinches, teníamos los mismos gustos: el fútbol, leer; me encantaba acompañarlo, sobre todo los domingos por la mañana, cuando iba a jugar al fútbol, al club fundado por él. No podía mentirle, tampoco decirle qué me asustaba. Yo no hablaba de los fantasmas que me acorralaban, ni de maldiciones que pensaba y menos de los malditos miedos que me perseguían. No me animaba a decirle a él que no fumara. No me gustaba verlo con un cigarrillo en la boca, era molesto, molestaba. Me angustiaba mucho. Yo estaba convencido de que existía algo más. De noche, a veces, me despertaban crujidos, venían del techo de mi cuarto, también llantos; no sabía que eran gatos maullando, caminaban por los techos haciéndolos crepitar. Yo solo me despertaba. Mi hermano Juan Pablo seguía durmiendo. A esa hora no se me cruzaba la idea de levantarme; trataba de pensar en otra cosa, convencerme a mí mismo, por eso me repetía: «No pasa nada; es mi imaginación». Hasta que me quedaba dormido. Eso no fue obstáculo para que yo fuera un niño más. Tenía amigos, jugaba en la calle a la pelota, a las escondidas, a cachurra monta la burra, al hoyo pelota con la Pulpito, de goma roja, a rayas blancas amarillentas, a la bolita, andaba en bicicleta. Era feliz.

Mi abuela y yo llegamos a casa después de pasar por la feria. Yo dejé el guardapolvo en el lugar de siempre, para no darle a mamá motivo de queja. Antes revisé que no se hubiese chorreado y manchado de gotas de aceite al morder la empanada. Me apuré para salir a la puerta a esperar a Tito.

Lo vi venir, como siempre, con compañeros. Los distinguí a una cuadra y media. El viejo Cordera dobló hacia la izquierda, vivía a la vuelta, estaba a un paso de jubilarse. Tito y Pipo se acercaban, inseparables, a esa hora del mediodía.

Papá, luego del ritual saludo, me dijo:

—Hijo, ¡adiviná! Tengo una sorpresa para vos…

—¿Sí? ¿Cuál papi?

—Vas a tener que esperar un rato para que te la cuente.

—¡Ufa papi! ¡Por favor! ¡Hoy me porté bien!

—Ya sé hijo, ¡vos siempre te portás bien! Bueno, en general.

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