Kitabı oku: «Neoliberalismo. Aproximaciones a un debate», sayfa 2

Yazı tipi:

Estas teorías se consolidaron a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Por cierto, hubo detractores, como se dijo, que cuestionaron muchos de los supuestos y postulados. Uno de los más importantes en la primera mitad del siglo XX fue John M. Keynes, quien cuestionó la hipótesis de que la oferta crea su propia demanda y que haya ajustes automáticos cuando se producen desequilibrios macroeconómicos con desempleo masivo. Keynes introdujo el concepto de la incertidumbre y de las expectativas, las cuales en tiempos de crisis son muy difíciles de prever y manejar. En estos casos se requieren intervenciones externas a la economía, del Estado básicamente. En este sentido, Keynes planteó que el equilibrio general postulado por la teoría neo-clásica tradicional sería un caso especial, aplicable en situaciones de pleno empleo, pero en la generalidad de los casos los problemas se relacionan con el desempleo persistente y las expectativas de tiempos de crisis que hacen muy difícil el manejo de las políticas económicas propias de modelos ideales. Por eso recomendó una política fiscal activa, es decir, un uso del gasto público que compense las malas expectativas de los mercados. Consideró que su teoría era más bien “una teoría general”.

Después vinieron otros cuestionamientos o revisiones de la ortodoxia. Terminada la Segunda Guerra Mundial se comenzó a cuestionar sus aplicaciones más simples, a partir del surgimiento de la llamada “economía del desarrollo”, una nueva disciplina, no muy prestigiada en la tradición, pero con creciente raigambre en las latitudes latinoamericanas y en las nuevas generaciones de economistas preocupados por los aparentemente insuperables problemas de los países de la periferia mundial. Una característica especialmente atractiva de esta nueva disciplina era que incorporaba a la mesa otras dimensiones de la economía, ignoradas usualmente. Mercados que no son perfectamente competitivos, sino con fuertes estructuras de poder monopólico. Sociedades muy estratificadas y heterogéneas, que hacían muy cuestionable hablar de “empresas representativas” o “consumidores representativos”. Criticó los supuestos relacionados con el concepto del homo economicus, el individuo racional y desprovisto de un contexto social que genera interdependencias. Mercados y precios que no se forman muy espontáneamente, sino son estructurados por las instituciones, los Estados y los poderes económicos. Estados, a su vez, que eran (y son) expresiones del poder político, no siempre muy representativo de la ciudadanía. Cambios en los panoramas de la economía que no eran sólo marginales, un postulado de las metodologías convencionales, sino que podían ser también discrecionales, abruptos, estructurales. Cambios, a su vez, muy determinados por las circunstancias históricas e idiosincráticas, muy lejanas del eterno presente de los panoramas estáticos que, por simplificación, postulaba la ortodoxia. En una palabra, la “economía del desarrollo” llamó a considerar el espacio de la sociedad en la cual ocurren los fenómenos económicos y políticos.

Aunque éstas y muchas otras consideraciones han cuestionado a lo largo del tiempo la tradición ortodoxa y han diversificado los saberes de la llamada “dismal science” (la “ciencia lúgubre”, como ha sido también denominada la economía), el edificio de ésta se mantuvo en pie, dominando las enseñanzas y recomendaciones emanadas de los principales centros del saber académico del mundo. Una contrarrevolución teórica cuestionó a Keynes, más allá de las críticas puntuales que habían existido. En términos teóricos, se sustenta en el colapso del keynesianismo a fines de los años 70, la crisis de la economía del desarrollo y el fortalecimiento de las teorías de la escuela austríaca (Mises, Hayek), del monetarismo a la Friedman, la “nueva” escuela clásica de las expectativas racionales, la reivindicación del libre comercio y la escuela de la Public Choice. Como propuesta de política económica, se expresaría en el Consenso de Washington. Para Luis Carlos Bresser Pereira esta contrarrevolución dio origen al neoliberalismo contemporáneo, apoyado políticamente en una nueva derecha19.

Hay dos tipos de críticas principales a la teoría keynesiana: una más elemental, sostiene que el argumento keynesiano de que no hay ajuste automático cuando existe desempleo masivo, depende de que los salarios nominales sean rígidos a la baja. Es decir, como los contratos de trabajo estipulan salarios fijos por un período determinado, impiden su ajuste a la baja cuando hay desempleo. Si los trabajadores o los sindicatos aceptaran rebajas salariales cuando el desempleo se prolonga, podría haber una recuperación más pronta. Si esos ajustes salariales a la baja no ocurren, ello significaría que los trabajadores aceptan voluntariamente el desempleo. Algunos gobiernos de extrema derecha (de Pinochet, Reagan, Thatcher, entre otros) que adhirieron a esta visión, siguieron políticas anti-sindicales para facilitar el cambio de actitud de los trabajadores. Los sindicatos, en cuanto organizaciones que rigidizan el mercado laboral, serían contrarios al logro de un óptimo social.

Por otro lado, la crítica a Keynes de economistas como Milton Friedman, sostuvo que un aumento de la demanda global “a la keynesiana”, es decir, estimulado por el Estado, podría aumentar el ingreso, el empleo y el consumo en forma transitoria, pero eventualmente se traduciría en más inflación a medida que fuera desapareciendo la capacidad productiva ociosa. Por ejemplo, en la renegociación de los contratos de trabajo, en este contexto habría reajustes salariales o indexación, que llevarían a aumentos de precios, con lo cual los salarios reales volverían a bajar. O sea, a corto plazo, los salarios reales y el ingreso podrían aumentar, pero a mediano o largo plazo se retornaría a la situación inicial: aumento de la inflación, caída de salarios reales y del consumo y desempleo. No se le puede ganar al mercado. La existencia de instituciones que interfieren con el libre funcionamiento de los mercados (como los sindicatos o la legislación laboral) sería la verdadera causal del desempleo y de las crisis. Una contra-argumentación proviene de la experiencia de varios países nórdicos: éstos reconocieron la legitimidad de los sindicatos y de las organizaciones empresariales en los procesos de negociaciones salariales, los cuales a través de la cooperación, políticas de ingresos y de productividad, consiguieron un crecimiento económico estable y equitativo en la post-guerra, con muy bajo desempleo y baja inflación. Esta experiencia demuestra que los mercados requieren de instituciones que regulen los conflictos y estimulen la cooperación20.

Hubo un segundo tipo de críticas, más sofisticadas, proveniente de economistas de la tradición de Chicago, como Robert Lucas o Robert Barro, que dieron origen a la teoría de las expectativas racionales. Argumentaron que la teoría macroeconómica de Keynes no tenía un fundamento en la teoría microeconómica, del comportamiento racional de los agentes. Es una crítica de inconsistencia teórica. El argumento ortodoxo es que los agentes económicos son racionales, autónomos e inteligentes. Tienen información completa sobre el funcionamiento de la economía y los efectos de los cambios en las políticas, con lo cual pueden actuar en consonancia y adaptarse a la nueva situación de acuerdo a sus propias preferencias. Por ejemplo, si el Banco Central aumentara la cantidad de dinero para expandir la liquidez, los agentes económicos racionales proyectarían que la mayor liquidez se distribuiría por igual entre todos los mercados, sin afectar mayormente algunos precios en particular. No se alterarían los equilibrios parciales de cada mercado. El resultado final es que habría un aumento del nivel general de precios, pero sin cambios significativos en los precios relativos de cada producto. No habría aumentos del producto nacional real ni del nivel del empleo, excepto transitoriamente.

Por otro lado, si el Estado actúa a través de la política fiscal aumentando el gasto para expandir el ingreso y el empleo, los agentes se dan cuenta de que más adelante el Estado tendrá que subir los impuestos para pagar la deuda en que incurrió en primer lugar. Esta expectativa los induce a aumentar su ahorro privado para pagar esos impuestos futuros. Con esto, disminuyen su consumo y compensan negativamente el aumento del gasto público con menor gasto privado. Las cosas vuelven a su situación inicial. Es posible que por un corto plazo haya algún efecto real de mayor actividad, pero eventualmente, a más largo plazo se retorna al desequilibrio inicial. El corolario de estas nuevas teorías fue que tanto las políticas monetarias como fiscales, son ineficaces para modificar las tendencias reales del producto nacional y del empleo.

El supuesto crucial de este enfoque es que hay información perfecta o casi-perfecta entre los agentes económicos y de que todos tienen en mente unas previsiones válidas, en el promedio, acerca de cómo se comportan los mercados. Son supuestos muy discutibles y que tampoco tuvieron sustento empírico21.

Estas teorías se popularizaron a partir de los años 70, después de que la crisis del petróleo de 1973-74 provocara un shock de oferta, con un fuerte aumento de los precios del crudo, lo cual, a su vez, impulsó una inflación a nivel mundial. Bajo el predominio monetarista, que concebía la inflación como un resultado de la expansión monetaria, se preconizó una restricción monetaria y aumento de las tasas de interés para contener la inflación. A mediano plazo, la política monetaria debería apostar a una inflación estable, manipulando la tasa de interés del Banco Central para que la cantidad de dinero aumentara en forma estable y sostenida, conforme creciera la economía. Esto aseguraría también un crecimiento económico estable con mínimas fluctuaciones. El desempleo se ajustaría a un nivel neutral, que es el que aseguraría una inflación estable.

De acuerdo a esta escuela el Estado no debería interferir en los mercados, tendría que rebajar los impuestos y los gastos públicos y dejar que opere el mercado libremente. Hay que permitir los ajustes automáticos. Se apuntó también al comportamiento de los agentes del Estado, los cuales no serían entidades benevolentes, sino que estarían motivados por su interés individual. Los agentes públicos no tendrían un comportamiento muy distinto de los agentes privados. Sus incentivos serían el acceso al poder y a las rentas que se derivan de éste (teoría de la elección pública o Public Choice). El Estado no es benevolente como se suponía en los enfoques intervencionistas o social-demócratas.

Estas bases teóricas llevaron a las políticas de desregulación industrial y financiera, eliminación de controles de precios y privatización de empresas públicas en los años 70 y 80. La economía sería un sistema autosuficiente, que no debería subordinarse a ningún otro orden de la sociedad. El Estado y la política deberían limitarse a asegurar las condiciones mínimas de funcionamiento de la sociedad: el orden público, la soberanía territorial, la justicia, el estado de derecho y la propiedad privada. Eventualmente y en casos de necesidad evidente, el Estado podría ocuparse de la sobrevivencia de los sectores más pobres a través de subsidios que no deberían interferir con el funcionamiento de los mercados. Para esto la tributación debería tener efectos neutrales en los incentivos de mercado, por ejemplo, no alterar los precios relativos de los bienes.

Desde un punto de vista más amplio y general, pero en esa perspectiva teórica, una economía con esas características llevaría a un óptimo social. Los recursos económicos se aprovecharían al máximo y la sociedad alcanzaría su mayor bienestar. El Estado no debería interferir, ni tampoco las organizaciones sociales, gremios o sindicatos, los que más bien deberían abolirse.

Esta contrarrevolución teórica es la base conceptual del neoliberalismo más extremo que se empezó a implementar en muchos países del mundo en los años 70 y 80. Se consolidó en las universidades occidentales y en los organismos internacionales. Llegó a constituir el nuevo canon en la economía, pero tuvo graves consecuencias, como las recesiones de los años 90 en diversas partes del mundo y la gran recesión financiera internacional de 2008 provocada, a juicio de muchos conocedores, por la porfía en estimular las desregulaciones, las especulaciones y la perversión en los principales mercados financieros internacionales. Los gobiernos neoconservadores de Reagan y Thatcher contribuyeron con esas políticas a una globalización distorsionada por la concentración financiera, la falta de transparencia y los intereses creados, que estuvieron detrás de la grave crisis de esos años.

Neo-institucionalismo

A partir de 1989 y 1990 se produjo la caída de los socialismos reales en Europa del Este. En sus procesos de transición algunos de esos países también abrazaron rápidamente esa forma de neoliberalismo. Pero la crisis financiera de 2008 echó por tierra muchas de las expectativas que se habían formado los impulsores de ese pensamiento. De hecho, varios analistas muy destacados a nivel internacional denunciaron la responsabilidad que tuvieron esas políticas de desregulación de los mercados, sobre todo financieros, en la gestación de esa crisis22. Se promovieron comportamientos especulativos en gran escala que desembocaron en las quiebras de bancos en Estados Unidos y otros países y la gran recesión de ese año. A raíz de esa crisis se produjo un resurgimiento de las ideas keynesianas, aunque en medio de la complejidad de un mundo globalizado, que no fue el contexto en el cual Keynes desarrolló sus teorías.

Desde otros ángulos se estaba reconociendo que había otras dimensiones en que avanzar. Se trata de la cuestión de la institucionalidad en la cual se insertan los sistemas de mercado. Las crisis financieras en que se debatían muchos países emergentes, sobre todo en América Latina, como en Europa del Este y en Asia, había sacado a la palestra la renovación y modernización institucional desde los años 90. Había una rama de la ciencia económica que había estado relegada a lugares inferiores en el ranking de prestigio y popularidad de las teorías, la que se conoció como el institucionalismo. Dos economistas ganadores del Premio Nobel de Economía le dieron nuevos aires a esa corriente (que ya venía desde fines del siglo XIX, pero había sido mirada en menos), Ronald Coase y Douglas North, los cuales contribuyeron a colocar en un alto sitial a lo que se ha denominado neoinstitucionalismo. Sus contribuciones pueden parecer triviales a los ojos profanos, pero todos los primeros principios siempre parecen triviales.

La idea de Coase fue que las transacciones que ocurren en los mercados tienen costos inherentes. No son transacciones como en una feria libre, del tipo pasando y pasando. Los intercambios modernos suponen contratos, explícitos o implícitos, obligaciones contractuales de cada una de las partes, garantías recíprocas, seguros, responsabilidades. El vendedor de un supermercado implícitamente se obliga a vender mercaderías que cumplen ciertos estándares de sanidad, conservación y calidad. Y así, hasta los contratos más complejos y elaborados, entre los cuales están los de compras y ventas de activos, de bienes raíces, de compañías, etcétera. Esto implica que el intercambio tiene costos de por sí, de información, de estudios, de seguridades, de garantías, de tiempos de espera. Coase los llamó costos de transacción y en las economías modernas no son triviales. Esto obliga a la creación de instituciones, como las regulaciones garantistas, las normas de seguridad y salubridad, las normas jurídicas que sancionan los incumplimientos y engaños. Douglas North agregó, por su parte, que los sistemas de mercado siempre han requerido de instituciones que les den seguridad y confianza. Una de las razones de por qué el despegue económico se inició históricamente en los Países Bajos, aun antes que en Inglaterra, fue porque ahí se empezó a usar diversos instrumentos de pagos, como los cheques y las letras de cambio, que facilitaron el comercio y por ende, la división del trabajo. Un libro de gran influencia en años recientes, que se basa en el neoinstitucionalismo y trata de explicar las diferencias en el éxito en el desarrollo de los países es Por qué fracasan los países, de los historiadores económicos Daron Acemoglu y James A. Robinson23.

Desde otro punto de vista, aunque convergente, Karl Polanyi, un economista húngaro de la primera mitad del siglo XX, había planteado en un libro trascendental, La gran transformación, que las economías de mercado han sido históricamente una construcción de los Estados. Los mercados no existen en el vacío sino en una institucionalidad que define las reglas del juego. Pero Polanyi ha sido más reconocido y admirado por su predicción de que los mercados son instituciones invasoras, que avanzan al interior de las sociedades y penetran en sus tejidos sociales, modificándolos o destruyéndolos. El camino histórico fue uno en que el mercado era una dimensión muy restringida de las actividades sociales y sometida a las culturas y ordenamientos sociales (los mercados estaban subordinados al sistema social). De a poco la economía de mercado fue adquiriendo más relevancia y desplazó, en consecuencia, los sistemas de valores y culturales que creaban el orden social. En el límite (y en la práctica) se llega a la sociedad de mercado, en que las reglas del mercado prevalecen sobre toda otra regla, cultura o sistema de valores. Todo se mercantiliza, incluso las decisiones familiares (postura del economista de la Universidad de Chicago Gary Becker). Nos compenetramos de una cultura de cálculo monetario y mercantil en que todo tiene un precio (al decir de las mafias, toda autoridad tiene un precio). En el lenguaje actual, sería el neoliberalismo en pleno. Un caso que se podría considerar ilustrativo de este proceso es el de China en el cual, a partir de un régimen comunista férreo y una economía centralizada, el sistema de mercado ha comenzado a penetrar, incluso en el sistema de valores tradicionales de ese régimen. A principios del siglo XXI China se ha convertido en un campeón del libre comercio mundial.

Mientras Coase y North plantean que los mercados necesitan instituciones para su mejor funcionamiento (para aplicar las regulaciones y decisiones políticas), y que estas instituciones pueden ser más eficientes o menos eficientes, más justas o menos justas, Polanyi abordó principalmente la dinámica que se da entre la expansión del sistema de mercado y la defensa de un sistema de valores propios de toda sociedad. Por lo tanto, en la visión de Polanyi, sería necesario que las sociedades establecieran instituciones que limitaran la lógica del mercado, si quisieran preservar sus identidades. En estas visiones no se está hablando necesariamente del Estado, aunque ciertamente el Estado tiene mucho que hacer en el desarrollo de la institucionalidad.

A partir de estas contribuciones, las preocupaciones principales de la economía política y del debate internacional pasaron a centrarse desde fines del siglo XX en cómo desarrollar unas instituciones que logren desarrollar las economías, al mismo tiempo que limitar y regular los mercados, de modo de asegurar tanto la eficiencia de éstos como la protección de los valores y prioridades que la sociedad quiere preservar (tema eminentemente político y que involucra al régimen democrático). Este es el vínculo que faltaba para conectar endógenamente la economía de mercado con la política y la democracia. Porque esos sistemas de valores sólo pueden implementarse a través del sistema político. En un régimen comunista o autoritario, será el partido único o el dictador quien imponga esos valores. En un régimen democrático, es éste a través de sus sistemas de representación, el que deberá definir las prioridades del ordenamiento social y el carácter del sistema de mercado.

De esta manera, la contribución central de la economía política de fines del siglo XX ha sido la focalización en las instituciones más adecuadas para implementar las políticas públicas.

Un capitalismo financiero

Para retomar la cuestión del significado del término neoliberalismo, sugiero el siguiente abordaje. Lo que hemos tenido en el último medio siglo es una transformación capitalista: del capitalismo industrial que se conoció desde fines del siglo XIX, se pasó a fines del siglo XX a un capitalismo financiero, estimulado por la globalización y las revisiones teóricas neoconservadoras, aludidas más arriba. Por cierto, acompañado de una nueva cultura mercantil e individualista que ha permeado los valores sociales y democráticos. Es este tipo de capitalismo el que ha facilitado la extrema concentración de la riqueza (por la alta movilidad del capital, su capacidad de generar y extraer rentas a través de negocios inmobiliarios, bursátiles y de explotación de recursos naturales, los paraísos fiscales que facilitan la evasión de impuestos, el oportunismo por parte de una clase gerencial multinacional para fijarse remuneraciones desproporcionadas, la rotación entre altos cargos empresariales y altos cargos políticos). Este capitalismo ha aprovechado las nuevas oportunidades de negocios a nivel mundial y las nuevas tecnologías informáticas para establecer redes de poder y de influencia, a través de la propiedad de los medios de comunicación y del lobby político. No emergió gratuitamente, por voluntarismos o intereses espúreos, ni por motivaciones académicas. Es una consecuencia de la forma cómo se abordó la transformación del capitalismo a partir de la década de 1970.

El capitalismo agrario que hubo durante el siglo XIX en Inglaterra, país pionero del sistema, se basó en el trabajo de los campesinos para beneficio de los latifundistas. El progreso tecnológico aumentó la productividad de la tierra, bajaron los precios de esos productos, las rentas de los terratenientes cayeron, se desocupó mucha mano de obra y los campesinos tuvieron que desplazarse, azuzados por el hambre, para convertirse en proletarios industriales. Fueron tiempos muy duros, de pobreza extrema y salarios muy bajos por la abundancia de mano de obra proveniente de los campos. Charles Dickens describió muy bien esas condiciones de vida en la Inglaterra del siglo XIX.

Hacia finales de ese siglo hubo movilizaciones de trabajadores, organización de sindicatos y partidos obreros que demandaron un cambio en las condiciones sociales. Los Estados crearon sistemas de seguridad social para prever los riesgos de la vejez y de las enfermedades, invirtieron en obras de infraestructura, lo que se llama bienes públicos y viviendas. En Alemania el canciller Bismarck fue pionero en organizar un sistema de seguridad social a fines del siglo XIX. Comenzó a gestarse lo que se conoció como el Estado de Bienestar.

El mundo occidental se convulsionó durante el largo período que va desde la primera hasta fines de la segunda guerra mundial. En el tiempo de entreguerras se produjo la Gran Depresión mundial, con desempleo masivo y una crisis económica que arrojó a la miseria a millones de personas alrededor del mundo. Muchos pensaron que era el colapso definitivo del capitalismo. En Inglaterra Lord Keynes propuso su nuevo enfoque conceptual para entender y estabilizar las economías. En Suecia, Gunnar Myrdal abordó las bases para un moderno Estado de Bienestar que le diera una protección social a los trabajadores. En Alemania, Alexander Rüstow y Alfred Müller-Armack proponían un ordoliberalismo, que abogaba por un nuevo tipo de liberalismo económico, con un Estado fuerte para regular la competencia, impedir los monopolios y apoyar a las pequeñas y medianas empresas. Las fuerzas sociales y políticas se estaban moviendo en la dirección de un mayor equilibrio entre los roles del mercado y el Estado. Por cierto, a un costo, el aumento de los impuestos, pero con un beneficio, una mayor prosperidad, justicia social y democracias liberales más estables.

También fue necesario reformular toda la arquitectura de la economía internacional, ya que el viejo orden del patrón oro (y sus ajustes automáticos) había terminado de derrumbarse. Se estableció un sistema financiero destinado a facilitar el intercambio comercial entre los países, a establecer arreglos para facilitar los pagos entre países deudores y acreedores y un mecanismo, una especie de banco, que proveyera los medios de pago internacionales. Tal fue la misión del Fondo Monetario Internacional (Acuerdos de Bretton Woods), el cual debería velar por que se respetaran las reglas acordadas. Entre otras, se trataba de que hubiera paridades fijas entre las monedas y el control de los movimientos de capitales para evitar la especulación y la desestabilización. Por cierto, toda esta arquitectura se basó en un pilar de sustentación: la posición hegemónica de Estados Unidos y el dólar como moneda dura a la cual se anclaría todo el sistema financiero. Fue la fortaleza y también la debilidad de la economía internacional post-Bretton Woods.

En las economías occidentales, este sistema financiero internacional y el papel rector de los Estados para impulsar la reactivación económica y las políticas de bienestar de las naciones, conformaron lo que se conoció como un capitalismo social-demócrata. Éste fue especialmente exitoso en Europa en disminuir el desempleo a niveles del 2 por ciento o menos y en sostener tasas de crecimiento económico en torno al 4 por ciento anual, nunca alcanzadas antes, a lo largo de las décadas de los años 50 y 60, sobre todo en los países nórdicos. Se desarrollaron instituciones que les permitieron a los trabajadores organizarse, negociar con sus empleadores en forma colectiva y convertirse en unas clases medias emergentes. Muchos países europeos organizaron Comités Económico-Sociales destinados a facilitar los diálogos entre los actores sociales para definir las grandes prioridades de las políticas públicas. En Estados Unidos hubo también algunas políticas de bienestar y de regulación de la concentración económica, pero en el marco de una economía liberal.

Hacia fines de los años 60 cambiaron las circunstancias. El mundo occidental se había llenado de dólares. La abundancia de esa moneda provocó su propio socavamiento. Los flujos de dólares hacia el resto del mundo se explicaban por un creciente déficit financiero de los Estados Unidos, provocado tanto por las transferencias de capital de ese país hacia el resto del mundo, por la pérdida de competitividad relativa frente a sus rivales comerciales y por el involucramiento en guerras exteriores como parte de la Guerra Fría. A su vez, Europa y Japón habían obtenido altos crecimientos de productividad y fortalecieron sus monedas. Algunos países, como Francia con el general De Gaulle al frente de su gobierno, desconfiaron de la estabilidad del dólar y comenzaron a retirar sus reservas en esa moneda depositadas en la Reserva Federal de Estados Unidos para convertirlas en oro. Esta sangría de oro monetario obligó al gobierno de Nixon a suspender la libre convertibilidad del dólar en 1971 y dos años después, a decretar su devaluación. La guerra de Vietnam no fue poco importante en la desestabilización financiera de los Estados Unidos.

Comenzó, así, la crisis del sistema financiero internacional basado en el dólar y en los Acuerdos de Bretton Woods de la post-guerra. Cada país se desafilió de su paridad fija con el dólar y se inició una carrera de devaluaciones y ajustes sucesivos de las paridades cambiarias. Fue una guerra comercial desatada y un terreno fértil para la especulación en divisas. La inflación se esparció rápidamente entre países que habían sido garantía de estabilidad financiera, los cuales aplicaron políticas anti-inflacionarias basadas en la restricción monetaria, antesala de la recesión y el desempleo.

Para hacer las cosas peores, los países exportadores de petróleo organizaron el cartel APEC, que le echó más leña a la hoguera. La década de los años 70, especialmente después de 1973, marcó el término del período de bonanza de post-guerra. En cambio, se inició un acelerado aumento de los movimientos financieros internacionales con fuerte volatilidad y especulación. Entre 1973 y mediados de los años 90, la proporción entre flujos internacionales de divisas y las transacciones comerciales, aumentó en 35 veces: por cada dólar de comercio internacional en 1973 se movían 2 dólares en divisas, relación que aumentó a 70 dólares que se movieron en divisas por cada dólar de mercancías transadas.

En esos años se produjo una de las transferencias de dinero más masivas de la historia moderna, hacia los países exportadores de petróleo, principalmente países árabes. Ese dinero fue reciclado a través de los bancos occidentales y provocó un endeudamiento brutal de los países deficitarios, entre ellos, la mayoría de los de América Latina, seducidos por la abundancia de los petrodólares. El proceso culminó cuando en 1981 la Reserva Federal de Estados Unidos dictaminó un fuerte aumento de las tasas de interés, bajo el predicamento de que la inflación se explicaba principalmente por el exceso de dinero, el que había que encarecer. Muchos países, sobre todo en desarrollo, no pudieron pagar sus deudas, encarecidas ahora por el aumento de los pagos de intereses y se declararon en moratoria. Vinieron los procesos de ajustes forzados, es decir, políticas de austeridad, disminución de gastos y de inversión, privatizaciones, alto desempleo y estancamiento. En América Latina, la década de los años 80 se conoció como la “década perdida”.

Fue un tsunami financiero internacional que arrasó con las instituciones creadas en la post-guerra y con la larga bonanza económica que aquellas habían facilitado. Se erosionó la base de los Estados de Bienestar. Pero hubo un agregado. Se habían instalado gobiernos autoritarios o de derecha reformista (Pinochet, Thatcher, Reagan), que buscaron restaurar las bases del liberalismo económico decimonónico. Hubo procesos de desregulación financiera y rebajas de impuestos. Las ayudas monetarias estarían disponibles en la medida que se desmantelara la institucionalidad de los Estados de Bienestar y se instauraran sistemas de liberalismo económico extremo. El capitalismo industrial estaba dando paso a un capitalismo financiero.

Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
232 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9789566131199
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu