Kitabı oku: «El beso de la finitud», sayfa 4
Así que, en mi modesta opinión, tres cosas a considerar: una, cuando oigáis hablar de darwinismo, o del Gen Egoísta, agarraos la cartera y apuntaos corriendo a la Marea Blanca y a la Verde; dos, de esta saldremos con mucha imaginación, y no sólo con evidencias empíricas, que hasta el populismo de derechas ha entendido que son fácilmente “fakeables” (eso de Stalin: “jamás confiaría en una estadística que no hubiera manipulado yo mismo”): y tres, y la más importante, cuando oigáis hablar de la “Naturaleza”, esa bella y hospitalaria dama que nos ha dado vida y que acogerá nuestras cenizas en su maternal seno pero que también genera virus malos –o si no malos, surgidos del Antropoceno pero contra el Antropoceno–, recordad que muy a menudo no es tan reticente como parece a aceptar sobornos...
16 Darwin no sabía que áspera sátira de la humanidad y especialmente de sus conciudadanos escribía al demostrar que la competencia libre, la lucha por la vida, celebrada por los economistas como la conquista más alta de la historia, es el estado moral del reino animal (Friedrich Engels, en La comedie inhumaine de André Wurmser).
En el 250 aniversario del nacimiento de Hegel y Hölderlin...
El secreto del Idealismo Alemán, dijo en una ocasión el único maestro vivo que he reconocido como tal, por lo menos en Filosofía, es que la Libertad es el fundamento de la Lógica. Parece que nadie sabe esto tan sencillo de formular, pero tan rico en consecuencias, en los circuitos filosóficos hispánicos, así que lo trato de explicar hasta donde yo llego, que será poco. La única manera de dar cuenta de por qué el ser humano no parece estar sometido a la causalidad natural, como lo están, según el mecanicismo moderno, todos los demás entes, es postulando que el hombre se ha colocado a sí mismo como Sujeto, situando en ese mismo acto ontológico a la naturaleza como Objeto suyo. Esto no sucede, claro, en el interior del individuo particular, aunque algún Stirner o algún Nietzsche hayan coqueteado con esa idea tan peligrosa –muy peligrosa porque entonces tú, lector, serías Objeto mío como yo lo soy tuyo, de modo que la guerra por determinar cuál de los dos es el verdadero Sujeto estaría servida... El individuo particular es demasiada poca cosa para semejante proeza ontológica –este lenguaje épico mío no es en absoluto ajeno a Fichte, por ejemplo–, somos demasiado cuerpo menesteroso y mortal, demasiada conciencia pobre y deficiente, meros “yo(es) empíricos”, por decirlo en términos de Kant. Únicamente el Yo Trascendental puede haber ejecutado la operación antropogónica (me inventó un tanto el término, quiero decir en virtud de la cual lo humano del hombre se funda y se origina de y en el propio hombre), ese agarrarse a sí mismo de la coleta y sacarse del charco, como hiciera por aquel entonces un literario Barón de Münchaussen. Como es un acto originario, no responde a una causa anterior. Sería absurdo decir que la Voluntad Pura Práctica de Kant o el “Yo es yo” de Fichte se deben, por ejemplo, a que el hombre fue el único animal que consiguió tener las extremidades superiores libres, o que descubrió cómo encender fuego, o cuyo cerebro se desarrolló en mayor tamaño respecto de su cuerpo. Mucho mayor es el cerebro de un elefante y permanece enteramente inmerso en el flujo natural. No: el Yo se ha autopuesto, y esa autoposición consiste –no consistió, es presente– en arrojar fuera de sí la naturaleza para poder conocerla, de modo que tanto Kant, como Fichte, como Schelling y Hegel coinciden en que el nombre de ese acto, o actividad, o el “factum de una actividad”, o tathandlung (“echacto” lo traduce Ernesto Castro, cacofónicamente en mi opinión, pero tratando noblemente de fundir “hecho” y “acto”), es Libertad.
Tal vez no me exprese bien, ni para los nuevos ni para los veteranos en Filosofía, pero el índice de que uno lo ha comprendido es cuando se da cuenta de que una visión grandiosa, tremebunda. El ser humano, entendido en tanto función de conocimiento, y no en tanto “tú”, “yo” y “él” (lo mismo valdría un alienígena con tentáculos si es un pulpo pensante), se ha arrancado por su propio pie del barro y en la otra cara de ese impulso ha troquelado la naturaleza en las coordenadas estrictas de su Razón. ¿Por qué? Pues por Libertad. No hay nada más ateo que decir esto, cualquier otro ateísmo es de risa, y, de hecho, todos los mencionados, desde Kant17 hasta Hegel, fueron acusados –señaladamente Fichte– de ateísmo. ¿Qué puede haber más ateo que colocar al Sujeto desempeñando el papel de Dios, de un Dios finito todavía en Kant, pero infinito a partir de Fichte? Kant todavía podía permitirse en último extremo una postura fideísta, es decir, que podía defender la fe por motivos más personales que racionales, aunque reservándola un rincón diminuto en el trazado sistemático del criticismo. Pero ya para Fichte Dios no es más que un símbolo, el símbolo del orden comunitario mundial inteligible, es decir, de la confianza en la República Universal de los Sabios de Kant. No fue Nietzsche quien escribió por primera vez que “Dios ha muerto”, sino Hegel, el filósofo de Viernes Santo especulativo, lo que ocurre es que Nietzsche le sacó mucho más partido. Y la vida del pobre Hölderlin, esa especie de Merlín de la poesía, como le califica Zweig, no fue otra cosa sino una elegía cantada al apartamiento de los dioses griegos, una despedida de Grecia y también de Spinoza, lo que traducido en el lenguaje de la época significa la nostalgia romántica hacia el sentimiento de la Naturaleza como una Unidad Substancial Divina de la que formamos parte todos, sin mediación alguna, sin intervención de las categorizaciones propias del pensamiento, precisamente eso que el Idealismo Absoluto hegeliano venía a abolir terminantemente y para siempre18...
¿Qué es, entonces, el mundo? Pues no otra cosa que el No-Yo, o sea, el territorio del que nos hemos arrancado para poder convertirlo en el escenario de nuestra acción moral (o inmoral, puramente estética y divina en la opinión posterior de Nietzsche, que es el que, a través de Schopenhauer, radicaliza y oscurece el Idealismo). El mundo es el conjunto de los obstáculos –stoss: Fichte– que nos ponemos para aplicar nuestro esfuerzo como individuos y como especie, para hacer posible la aventura ilimitada de la Libertad del ser racional. Hay rocas para que la marea rompa contra ellas en la forma de olas, metaforizó Hölderlin en su juventud de alumno de Fichte. O, en un ejemplo mucho más nazi de cosecha posterior… ¿para qué sirven las montañas, sino para escalarlas? ¿O el resto de los pueblos del mundo, sino para conquistarlos? Ahora, esto no tiene nada de nada, pero nada que ver esto con el “idealismo” entendido a la manera epistemológica o gnoseológica de Ernst Mach o de Gustavo Bueno, por ejemplo, que lo tomó así de José Ortega y Gasset. “Idealismo” significa justamente lo contrario de la visión infantil según la cual el cosmos entero no es más que un “dato inmediato de la conciencia”, por decirlo con Bergson. Es todo lo contrario, porque “idealismo” no es ingresar el mundo en la conciencia, en el Yo, sino ingresar el Yo en el mundo, encajarlo de un martillazo teórico/práctico que torne el mero ser del exterior en un deber-ser racional. La Libertad se autopone, ningún factor biológico o circunstancial previo la ha generado, como les gusta pensar a los humilladores del orgullo humano –a los dogmáticos o materialistas, en el sentido de Fichte–, y cuando lo hace pone también el mundo bajo las condiciones de la Lógica Trascendental, o sea, válida universalmente por cuanto que describe el cómo, la manera específica en que tiene lugar ese acto de correlación, o, mejor dicho, en el que se inaugura la correlación sujeto/objeto (y, por cierto, el “materialista” Marx está totalmente en este bando, y no en el de un reduccionista actual, cuya “materia” es algo totalmente pulverizado ya en una miriada de desquiciados quarks y gluones...).
Schelling, Hölderlin, Hegel, compañeros de piso en Tubinga, condiscípulos ebrios del Seminario Protestante, plantaron un árbol para conmemorar la Libertad surgida en la Revolución Francesa y bailaron en torno a él. Esos tres niñatos precoces se conjuraron para llevar a Kant más allá de Kant, y con ello poner la Historia Occidental patas arriba. Les salió tan bien, tan espectacularmente bien, que, sin haberlos ellos querido, ya del Objeto apenas queda más que la ruina ecológica, un montón de baratijas y un planeta casi totalmente homogeneizado, y del Sujeto una muchedumbre dispersa, sumisa y últimamente confinada en su casa rumiando cómo arreglar el desaguisado. A los 250 años del nacimiento de Hegel y Hölderlin, sería una lástima que se perdiese el rastro de esa genealogía de lo que somos, tan sólo porque a alguien le dé por decir que se ha superado a Hegel; hasta Nietzsche, que fungía de anti-alemán y anti-idealista, tuvo sus momentos hölderlinianos, retomando la fuerza catalizadora de los dioses griegos frente a ese Dios cristiano tan “dementor”, en la terminología de Harry Potter, o cuando en Humano, demasiado humano escribe este párrafo tan inspirado, pero tan hegeliano, demasiado hegeliano también...:
Vuelve sobre tus pasos, pisando las huellas dejadas por la humanidad en su penosa gran marcha por el desierto del pasado: así aprenderás de la manera más cierta adónde toda humanidad futura ni puede ni le está permitido encaminarse de nuevo. Y al querer con todas tus fuerzas atisbar de antemano cómo se atará el nudo del futuro, tu propia vida cobra el valor de un instrumento y medio de conocimiento. Tienes en tu mano lograr que todas tus vivencias, las tentativas, yerros, faltas, ilusiones, pasiones, tu amor y tu esperanza, sean absorbidos sin residuos por tu meta. Esta meta es la de convertirse uno mismo en una cadena necesaria de eslabones culturales y deducir de esta necesidad la necesidad en la marcha de la cultura universal. Cuando tu mirada se haya hecho lo bastante fuerte para ver el fondo en el oscuro pozo de tu ser y de tus sentimientos, tal vez se te hagan también visibles en su espejo las lejanas constelaciones de culturas futuras. ¿Crees tú que semejante vida con semejante meta es demasiado ardua, demasiado desprovista de cualquier comodidad? Entonces todavía no has aprendido que no hay miel más dulce que la del conocimiento y que las nubes de aflicción que sobre ti se ciernen deben servirte de ubre de la que ordeñarás la leche para tu solaz. Sólo cuando envejezcas advertirás cómo prestaste oídos a la voz de la naturaleza, de esa naturaleza que gobierna el mundo a través del placer: la misma vida que tiene su vértice en la vejez, tiene también su vértice en la sabiduría, en ese dulce resplandor solar de un constante júbilo espiritual; ambas, la vejez y la sabiduría, te las encuentras en una misma cresta de la vida: así lo ha querido la naturaleza. Entonces es hora y no ningún motivo para enfadarse que se aproxime la niebla de la muerte. Hacia la luz tu último movimiento; un hurra por el conocimiento tu último suspiro.
O el propio Hölderlin, todavía optimista, en Grecia:
Tanto vale el hombre y tanto vale el esplendor de la vida,
Los hombres a menudo son amos de la naturaleza,
Para ellos la tierra hermosa no está escondida,
Sino que con dulzura se desnuda mañana y tarde.
Los campos abiertos son como los días de la siega,
Alrededor se extiende espiritual la vieja Leyenda,
Una vida nueva vuelve siempre a nuestra humanidad,
Y el año se inclina aún una vez silenciosamente.
(Versión de Vicente Huidobro)
17 Todavía peor: Kant de “nihilismo” por Jacobi, que tuvo que inventar el famoso término aposta para ello.
18 O no tan para siempre. Heidegger lo que intentará será pensar tal substancia en el interior de esas mediaciones históricas, atravesando todas ellas pero sin quedar fijada o presa en ninguna, y para ello apela precisamente a Hölderlin.
De Auschwitz como reducción al absurdo
Una tradición ya con cierta raigambre histórica y oriunda de las altas esferas de la cultura judía (Theodor Adorno, por ejemplo, era judío) obliga a aquel que roza el tema de Auschwitz o, más en general, del Holocausto, a algo así como la mudez por decreto, ya que se entiende que lo que allí sucedió no tiene parangón en los Anales de la Humanidad y representa algo así como la epifanía pavorosa del Mal Absoluto. Naturalmente, esto no sólo no es así, sino que es imposible que sea así. Los seres humanos, condicionados o amparados –cada uno distinga en este punto según su humor, yo prefiero pensar lo primero19, pero seguramente sucedan las dos cosas– por los constructos abstractos de los que se ha dotado, han cometido atrocidades igual de radicales desde tiempos inmemoriales, sin ir más lejos Leopoldo de Bélgica aniquiló casi a título personal (puesto que la compañía de explotación era propiedad suya y no de su reino) a una mayor cantidad de gente que la Alemania nazi en sus peores años de exterminio calculado y no bajo unas formas menos crueles precisamente. El horror es el horror, y no viene al caso ponerse a medir un mayor o menor grado de horror en diferentes momentos de la historia o en diversos sujetos nacionales de carnicerías; cuando un pueblo determinado se ha visto en la posibilidad de ejercer una fuerza desmesurada sobre otro para lograr un objetivo material concreto y ha logrado persuadir a sus miembros de que tal cruzada era justa, pocos se han puesto límites éticos en lo que a destruir al prójimo se trata, y, lo que es aún más horrible: probablemente las víctimas hubieran hecho lo mismo de haber tenido la ocasión. El periplo del hombre sobre la tierra no ha sido ningún camino de rosas precisamente, y si hoy pensamos que hemos alcanzado cierta cota de civilidad, o eso nos parece a la zona rica del mundo, es debido a que esa cota está muy bien protegida por armas otrora inimaginables y por campañas de propaganda audiovisual cuyo alcance y penetración jamás hubieran podido concebirse en el pasado (en comparación, el pobre Augusto, primer emperador de Roma, creía el hombre que para ser querido bastaba con poner su cara en las monedas, promover juegos en el Coliseo y repartir trigo…).
La diferencia, pues, entre el complejo de Auschwitz y los crímenes masivos anteriores que ha registrado la historia no reside en el horror, ni en la cantidad, ni en la vileza del régimen nazi, ni en nociones religiosas como la del Mal Absoluto. Reside, en mi opinión, en el carácter industrial, fabril, del exterminio. Eso es, creo, lo tremendo. Los nazis cogieron a polacos, rusos, bielorrusos, romanís, homosexuales y poco más tarde judíos y los sometieron a un proceso enteramente racional de aprovechamiento humano. Quiero decir que sí, que se les asesinaba de modo horrendo, a hombres, mujeres y niños considerados no arios o anti-arios, como los judíos, pero no sin antes robarles hasta las muelas de oro, vender su ropa y pertrechos, ponerles a trabajar hasta la extenuación, experimentar con ellos como cobayas y, aunque muy minoritariamente, obtener jabón de sus cadáveres. Las SS llegaron a cobrar a los judíos por el viaje en tren hasta los campos, a administrar sedantes a los recién llegados para que no gritasen o escuchasen los gritos, y a poner en marcha potentes motores mientras funcionaban las cámaras de gas para tapar el sonido de los estertores de la muerte. Se oye muchas veces decir que todo esto, todas estas técnicas puestas al servicio de los fines megalómanos del Reich constituyen la mayor irracionalidad de la historia del mundo, y por eso ante ellas sólo cabe la reacción del silencio. Pero en realidad es un poco al contrario: desde la misma construcción de Auschwitz, pasando por la Conferencia de Wannsee donde se decidió la Solución Final (existe una excelente película alemana sobre aquello que es obligatorio ver), y hasta el mismísimo momento del abandono nazi de los campos, todo fue de una racionalidad extraordinaria, si es que lo que deseas es exprimir hasta el fondo a unos prisioneros a los que vas a acabar gaseando. Para cuando el último paso se hace ineludible –lo que los gerentes de los campos llamaban un “musulmán”: un hecho polvo o un enfermo–, la lógica de la sobreexplotación del hombre por el hombre ha llegado tan hondo que lo que lo que ejecutas ya no es nadie, ya no es nada, sólo un desecho corporal esquelético que arrojar a una fosa común y que posee menos valor que el simple jabón.
Por eso me parece que Adorno y Horkheimer, después de todo, tenían razón en ese aspecto. Auschwitz fue algo así como –lo digo con mis palabras– la reducción al absurdo más espantosa y bestial del Occidente moderno. Capitalismo tanto como estajanovismo han exigido por igual del ser humano que dé todo lo que pueda de sí mismo en beneficio de su empresa, o de su negocio, o de su Estado, o de su país. “Trabajar duro” es un orgullo del que aún se jactaba George W. Bush, el lema de cualquier marca o asociación que presuma bien sea de competitividad o bien de altruismo. Debes deslomarte por lo que sueñas, hijo mío, a mí nadie me ha regalado nada. Veo esta mañana a la hora del telediario el anuncio de un programa que por lo visto vuelve esta noche, Maestros de la costura, donde los concursantes corren de un lado para otro a toda mecha para terminar antes, hacerlo mejor, ser seleccionados y lograr colocarse en donde sea. Arbeit macht frei, “el trabajo os hará libres”: esta era la leyenda que estaba inscrita en el forjado de la entrada de Auschwitz. Menos mal que es universalmente conocida como divisa de la infamia, porque si no montones de corporaciones la querrían para sí mismas. El ejemplo, o contraejemplo, de Auschwitz siempre nos sirve para recordar el crimen descomunal que no puede volver a ocurrir (en Alemania, de hecho, conservan alambradas y torretas que se pueden ver desde la autopistas; los alemanes son un pueblo profundamente arrepentido20, y no es para menos), pero también, a mi juicio, de que el trabajo no nos hace nada, ni libres ni felices, si es otro el que te coacciona a hacerlo y si no encuentras satisfacción alguna en ello. Hace dos meses, un compañero mío se jubiló, y dejó escrita una cosa graciosa, algo así como: “¡ay, cuantos años de servicio hacen falta para llegar a ser inservible!” La lección de los campos de concentración, exterminio y –ahora lo podemos decir– trabajo y aprovechamiento del “capital humano” cuyo máximo exponente fue Auschwitz debe ser también esa, más allá de la reducción al absurdo también de la guerra, del odio racial y de la pesadilla xenófoba: que una persona inservible no es lo mismo que una persona muerta, que no vivimos para formar parte del engranaje técnico de ningún proyecto grandioso de un grupo de visionarios dementes, y que un ser humano nace al mundo y a su vida propia y peculiar, no a secundar los sueños faraónicos de los que nos preceden o coexisten –por cierto, que ahora sabemos que incluso los esclavos que levantaron las pirámides a latigazos no eran tales, como nos ha enseñado Hollywood celebrando la Semana Santa cristiana, sino trabajadores contratados.
Al final, hay que dar siempre la razón en todo a Hannah Arendt. El Holocausto fue horrible, Auschwitz el infierno sobre la tierra, una mancha indeleble en la reputación de la humanidad, pero en el fondo lo peor es que fue banal. El régimen nazi, en aquellos campos tan milimétricamente planeados, en los que no se desperdiciaba nada, lo que hacía era abastecerse de recursos para ganar la guerra y de paso sentirse superior a sus adversarios, reales o inventados. Hubo escaramuzas y episodios por parte de rusos y aliados tan horrorosos como esos campos, aunque a menor escala y mucho menos célebres, que no voy a contar aquí (léase el no muy formal pero sí entretenidísimo La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos de Juan Eslava Galán). La diferencia, ya lo he dicho, es el carácter de fábrica, de matadero ingente de seres humanos en el que metes por un lado un hombre y sacas por el otro cenizas y rentabilidad. Esto, me temo, sigue ocurriendo, a veces delante de nuestras narices, pero más frecuentemente en tierras lejanas. Como versificaba la poetisa rusa –que fueron los que realmente vencieron a los nazis…– Anna Ajmátova en “Último brindis”...
Bebo por la casa destruida
por mi vida terrible
por la soledad entre los dos
y por ti yo bebo.
Por la mentira de los labios traicioneros
por el frío mortal de los ojos
por el mundo brutal y tosco
por lo que Dios no salvó.
19 Al decir esto me asemejó a Rousseau, y a los muchos roussonianos que han existido después de él (los anarquistas, por ejemplo), pero lo cierto es que, como siempre con Rousseau, hay mucha trampa conceptual. No se puede, en efecto, decir que amas al ser humano pero aborreces sus producciones institucionales, que sería como admirar a la araña pero no las telas de que se vale para subsistir. ¿Cómo se puede entender cabalmente la idea de que los humanos somos dos cosas, lo que empíricamente somos, que incluye el régimen nazi pero también Amnistía Internacional, y lo que deberíamos ser, que nunca ha tenido lugar exactamente pero que es a lo que debemos tender? Esta dualidad, esta disociación, o es religiosa –el hombre es un ángel caído–, o es psicoanalítica –el malestar de la cultura–, o es un bello desiderátum pero no un factum.
20 Imaginad por un momento que de España se hiciese una película, una serie o una novela cada año de un gran éxito internacional que tratase de nuestras vergüenzas en la conquista de América, haciéndonos aparecer como salvajes que ladran en vez de hablar. No sabríamos dónde meternos, y eso es justamente lo que les ocurre a los alemanes actuales. No obstante, mi madre estuvo hace poco y me contó que la guía de su visita en autobús por tales siniestros lugares no se cortaba en hacer el elogio de Hitler en lo que tuvo de gran reanimador de Germania, pese a sus conocidos errores…