Kitabı oku: «El retrato de Dorian Gray», sayfa 10
A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la verdadera meta o, al menos, una de las verdaderas metas de la vida; y en su búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo nuevas y placenteras, y poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el ensueño, adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía eran realmente ajenos a su naturaleza, abandonándose a su sutil influencia, y luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una vez satisfecha su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, y que, de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es frecuentemente su condición indispensable.
En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo; y, desde luego, el ritual romano siempre le había atraído mucho. El diario sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos los sacrificios del mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio de los sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana que trataba de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al sacerdote, con su tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a uno le gustaría creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles; o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida.
Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo, con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes, y el sutil antinomismo [3] que siempre parece acompañarlo, le conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo, encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de toda especulación intelectual si se separa de la acción y de la experiencia. Sabía que los sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.
Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a los secretos de su fabricación, destilando aceites intensamente aromáticos, y quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió darse cuenta de que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de los sentidos, consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones, preguntándose por qué el incienso empuja a la mística, por qué el ámbar gris desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac [4] la imaginación, tratando en repetidas ocasiones de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, y de calcular las diversas influencias de las raíces poseedoras de olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca la náusea, de la hovenia que enloquece y de los áloes de los que se dice que logran expulsar del alma la melancolía.
En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación con celosías, techo bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva, daba curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos arrancaban músicas salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo pulsaban las tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes golpeaban monótonamente tambores de cobre y esbeltos indios enturbanados, cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían largas flautas de caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y horribles víboras cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes disonancias de aquellas músicas bárbaras le conmovían en momentos en que el encanto de Schubert, los hermosos pesares de Chopin y hasta las majestuosas armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer mella en su oído. Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos más extraños que pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos desaparecidos como entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido al contacto con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y probándolos. Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro, instrumentos que no se permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes sólo pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio; las vasijas de barro de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y flautas fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle [5] escuchó en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca de Cuzco y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía calabazas pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba; el largo clarín de los mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a través de él aspira el aire; el tosco ture de las tribus amazónicas, que hacen sonar los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los que se puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, compuesto de dos láminas vibrantes de madera, y que se golpea con palillos recubiertos de la goma elástica que se obtiene de la savia lechosa de algunas plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como si fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de grandes serpientes, como el que Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido quejumbroso nos ha dejado una descripción tan gráfica.
El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía un curioso placer la idea de que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos, criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin embargo, al cabo de algún tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese solo o en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer Tannhäuser, viendo en el preludio de esa gran obra una interpretación de la tragedia de su alma.
En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se presentó en un baile de disfraces como Anne de Joyeuse [6] , almirante de Francia, con un traje recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo cautivó durante años y puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba un día entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las diferentes piedras que había coleccionado, como el crisoberilo verde oliva que se enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una línea de plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados como el vino, carbunclos ferozmente escarlata con trémulas estrellas de cuatro puntas, granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas naranja y violeta, y las amatistas, con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo dorado de la piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como el arco iris roto del ópalo lechoso. Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la vieille roche [7] que era la envidia de todos los entendidos.
Descubrió igualmente historias maravillosas sobre joyas. En su Disciplina Clericales, Pedro Alfonso [8] menciona una serpiente con ojos de auténtico jacinto, y en la vida novelada de Alejandro se dice del conquistador de Ematia que encontró en el valle del Jordán serpientes «en cuyas espaldas crecían collares de verdaderas esmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato, una piedra preciosa en el cerebro del dragón y «si se le muestran letras doradas y una túnica escarlata» el monstruo se sume en un sueño mágico y es posible matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante proporciona invisibilidad, y el ágata de la India, elocuencia. La cornalina calma la cólera, el jacinto invita al sueño y la amatista disipa los vapores del vino. El granate ahuyenta a los demonios, y el hidropicus priva a la luna de su color. La selenita crece y mengua con la luna, y al meloceo, descubridor de ladrones, sólo le afecta la sangre del cabrito. Leonardus Camillus había visto extraer de un sapo recién muerto una piedra blanca, antídoto infalible contra el veneno. El bezoar, que se encuentra en el corazón del ciervo de Arabia, es un hechizo que puede curar la peste. En los nidos de los pájaros de Arabia se halla el aspilates que, según Demócrito, evita a quien lo lleva todo peligro de fuego.
El rey de Ceilán, en la ceremonia de su coronación, atravesó su capital a caballo con un gran rubí en la mano. Las puertas del palacio del Preste Juan «estaban hechas de sardónice, incrustado de cuernecillos de cerasta o víbora cornuda, de manera que nadie pudiera introducir venenos en su interior». Sobre el gablete había «dos manzanas de oro con dos carbunclos», de manera que el oro brillara de día y los carbunclos de noche. En la extraña novela de Lodge, A Margarite of America, se afirma que en la cámara de la reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, en relicarios de plata, que miraban a quienes las contemplaban a través de hermosos espejos de crisolitas, carbunclos, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo había visto a los habitantes de Cipango colocar perlas rosadas en la boca de los difuntos. Un monstruo marino estaba enamorado de la perla que el buceador llevó al rey Peroz, por lo que mató al ladrón y guardó luto durante siete lunas en razón de su pérdida. Cuando los hunos lograron atraer al rey a una gran fosa, el monarca la arrojó lejos –así lo relata Procopio– y nunca se la volvió a encontrar, pese a que el emperador Anastasio ofreció como recompensa quinientos quintales de piezas de oro. El rey de Malabar había mostrado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios al que rendía culto.
Cuando el duque de Valentinois [9] , hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII, su caballo, nos cuenta Brantóme, iba cargado de hojas de oro, y su gorro estaba adornado con dos hileras de deslumbrantes rubíes. Carlos de Inglaterra, cuando montaba a caballo, llevaba unas espuelas adornadas con cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un gabán, valorado en treinta mil marcos, que estaba recubierto de balajes, rubíes de color morado. Hall describía a Enrique VIII, de camino hacia la Torre de Londres antes de su coronación, con «una veste recamada en oro, el jubón bordado con diamantes y otras piedras preciosas y, en torno al cuello, un gran collar de grandes balajes». Los favoritos de Jacobo I llevaban pendientes hechos de esmeraldas montadas en filigrana de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una armadura de oro rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro con turquesas y un gorro parsemé de perlas. Enrique II utilizaba guantes enjoyados que le llegaban hasta el codo, y poseía un guante de cetrería adornado de doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas de Oriente. Del sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su estirpe, tachonado de zafiros, colgaban perlas con forma de pera.
¡Cuán exquisita era la vida en otros tiempos! ¡Qué magnificencia en la pompa y en la ornamentación! La simple lectura de lo que fue el lujo de antaño maravillaba.
Dorian Gray se interesó más adelante por los bordados y los tapices que hacían oficio de frescos en las frías salas de las naciones septentrionales de Europa. Mientras investigaba el tema –y siempre tuvo la extraordinaria facultad de sumergirse por completo, llegado el momento, en el tema que abordaba– casi le entristeció reflexionar sobre los destrozos que el Tiempo causa en todo lo que es hermoso y extraordinario. Él, al menos, había escapado a aquella condena. Los veranos se sucedían, los junquillos dorados habían florecido y muerto muchas veces, y noches de horror repetían la historia de su infamia, pero Dorian seguía siempre igual. El invierno no estropeaba su tez ni marchitaba el esplendor de su juventud. ¡Bien distinto era lo que sucedía con las cosas materiales! ¿Qué se había hecho de ellas? ¿Dónde estaba el gran manto, de color azafrán, tejido por morenas doncellas para complacer a Atenea, por el que los dioses habían luchado contra los gigantes? ¿Dónde estaba el inmenso velarium que Nerón extendiera sobre el Coliseo romano, aquella titánica vela morada en la que estaba representado el cielo estrellado, y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles con riendas de oro? Dorian anhelaba ver las curiosas servilletas confeccionadas para el Sacerdote dei Sol, en las que se habían representado todas las golosinas y viandas que pudieran desearse para un festín; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus trescientas abejas doradas; las extravagantes túnicas que despertaron la indignación del obispo del Ponto, donde estaban representados «leones; panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores: todo lo que, de hecho, un pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón que vistiera en cierta ocasión Carlos de Orleans, en cuyas mangas se había bordado la letra de una canción que empezaba con «Madame, je suis tout joyeux», en hilo de oro el acompañamiento musical de las palabras, y cada nota, de forma cuadrada en aquellos tiempos, formada por cuatro perlas. También supo Dorian Gray de la habitación que se preparó en el palacio de Reims para albergar a la reina Juana de Borgoña, decorada con «mil trescientos veintiún loros adornados con las armas reales, y quinientas sesenta y una mariposas, cuyas alas lucían, de manera similar, las armas de la reina, todo el conjunto trabajado en oro». Catalina de Médicis se hizo preparar un lecho fúnebre de terciopelo negro tachonado de medias lunas y soles. Sus cortinas eran de damasco, adornadas con frondosas coronas y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, los bordes decorados con bordados de perlas, que se colocó en una estancia de cuyo techo colgaban hileras de divisas de la reina en terciopelo negro sobre paño de plata. Luis XIV tenía, en sus apartamentos, cariátides bordadas en oro de quince pies de altura. El lecho de gala de Juan III Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna en el que se habían escrito con turquesas versículos del Corán. Los apoyos eran de plata dorada, bellamente cincelados, y profusamente adornados con medallones esmaltados y enjoyados. Se trataba de un botín de guerra, tomado del campamento turco durante el sitio de Viena, y el estandarte de Mahoma había flotado al viento bajo los vibrantes dorados de su baldaquín.
Y así, durante todo un año, Dorian se esforzó por acumular los ejemplares más exquisitos de tejidos y bordados: delicadas muselinas de Delhi, exquisitamente trabajadas con adornos de palmas en hilo de oro y tachonadas con alas de escarabajos irisados; gasas de Dacca, a las que, dada su transparencia, se conocen en Oriente como «aire tejido» y «agua corriente», y también como «rocío nocturno»; telas de Java con extrañas figuras; tapices amarillos muy refinados procedentes de China; libros encuadernados en satén leonado o bellas sedas azules, y adornados con flores de lis, pájaros e imágenes; velos de lacis tejidos con punto de Hungría; brocados sicilianos y tiesos terciopelos españoles; telas georgianas con sus monedas doradas, y fukusas japonesas con sus dorados de tonos verdes y sus aves de maravilloso plumaje.
También sentía una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como de hecho por todo lo referente al servicio de la Iglesia. En los largos baúles de cedro, dispuestos a lo largo de la galería oeste de su casa, había almacenado gran número de ejemplares raros y soberbios de lo que es realmente el aderezo de la Esposa de Cristo, que debe adornarse con la púrpura, las joyas y el lino de mejor calidad para ocultar su pálido cuerpo, mortificado, gastado por el sufrimiento que ella misma busca y herido por los dolores que se inflige. Dorian poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco con hilo de oro, en la que las granadas repetían un motivo estilizado de flores de seis pétalos, a cuyos lados se reproducía en perlas finas el emblema de la piña. Los orifrés estaban divididos en paneles representando escenas de la vida de la Virgen, y bordada su coronación en sedas de colores sobre la capucha. Se trataba de un trabajo italiano del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordado con grupos de hojas de acanto en forma de corazón, de los que surgían flores blancas de largo tallo, trabajadas en hilo de plata y cristales de colores. El broche lucía una cabeza de serafín bordada en relieve con hilo de oro. Los orifrés estaban tejidos en un adamascado de seda roja y oro, y constelados con medallones de muchos mártires y santos, entre los que se hallaba san Sebastián. También se hizo con casullas de seda color ámbar, y seda azul y brocado de oro, y de seda adamascada amarilla y paño de oro, con representaciones de la Pasión y la Crucifixión de Cristo, y bordadas con leones y pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de satén blanco y de damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines y flores de lis; frontales de altar de terciopelo carmesí y lino azul; y muchos corporales, velos de cáliz y sudarios. En la utilización mística asignada a aquellos objetos había algo que estimulaba su imaginación.
Porque aquellos tesoros y todo lo que coleccionaba en su hermosa mansión estaba destinado a servirle de medio para el olvido, eran una manera de escapar, durante una temporada, al miedo que a veces le parecía casi demasiado intenso para poder soportarlo. En una pared de la solitaria habitación, siempre cerrada con llave, donde transcurriera una parte tan considerable de su infancia y adolescencia, había colgado con sus propias manos el terrible retrato cuyos rasgos cambiantes le mostraban la verdadera degradación de su vida, y delante, a modo de cortina, había colocado el paño mortuorio de color morado y oro. Pasaba semanas sin subir, olvidándose de aquella espantosa pintura, recuperando la ligereza de espíritu, la maravillosa alegría de vivir, dejándose absorber apasionadamente por la existencia misma. Luego, de repente, una noche cualquiera, salía furtivamente de su casa, bajaba hasta alguno de los terribles lugares próximos a Blue Gate Fields, y allí se quedaba, por espacio de varios días, hasta que lo echaban. Al regresar a su casa, se sentaba delante del retrato, a veces aborreciéndolo y aborreciéndose, pero dejándose dominar, en otras ocasiones, por ese orgulloso individualismo que supone buena parte de la fascinación del pecado, y sonreía, secretamente complacido, a la imagen deforme, condenada a soportar el peso que debiera haber caído sobre sus espaldas.
Al cabo de algunos años empezó a resultarle imposible pasar mucho tiempo fuera de Inglaterra, y renunció a la villa que había compartido en Trouville con lord Henry, así como a la blanca casita de Argel, aislada por un alto muro, donde ambos habían pasado más de una vez el invierno. No podía vivir lejos del retrato que era un elemento tan imprescindible de su vida, y temía, además, que, durante su ausencia, alguien entrara en la habitación, a pesar de los complicados cerrojos que había hecho instalar.
Se daba cuenta, por otra parte, con toda claridad, de que el retrato nada revelaría. Era cierto que todavía conservaba, bajo la vileza y fealdad del rostro, un considerable parecido con el original; pero, ¿qué consecuencias se podían extraer de ello? Dorian Gray se reiría de cualquiera que intentase utilizarlo en su contra. No lo había pintado él. ¿Qué le importaba lo vil y abyecto de su apariencia? Aunque revelase la verdad, ¿quién la creería?
Pero eso no impedía que sintiera miedo. A veces, cuando se hallaba en la gran mansión familiar de Nottinghamshire, donde recibía a los jóvenes elegantes de su misma posición social que eran sus compañeros habituales, y donde asombraba a todo el condado por el lujo gratuito y la suntuosidad desmedida de su manera de vivir, abandonaba de repente a sus invitados para regresar precipitadamente a la capital y comprobar que nadie había forzado la puerta y que el retrato seguía en su sitio. ¿Qué sucedería si alguien lo robara? La mera posibilidad le helaba de horror. Sin duda el mundo llegaría entonces a conocer su secreto. Quizá el mundo lo sospechaba ya.
Porque, si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes personas que desconfiaban de él. Casi estuvieron a punto de negarle la admisión en un club del West End, pese a que su cuna y su posición social justificaban plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se contaba que, en una ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para fumadores del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se pusieron en pie de manera muy ostensible y se retiraron. Curiosas historias acerca de su persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco años. Se rumoreaba que se le había visto peleándose con marineros extranjeros en un local de pésima reputación en las profundidades de Whitechapel, e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos falsos y que conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes ausencias se hicieron famosas, y cuando reaparecía entre la buena sociedad, la gente cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa burlona al pasar a su lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran decididos a descubrir su secreto.
Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban acerca de él. Se señalaba, de todos modos, que algunas de las personas con las que había tenido un trato más íntimo parecían, al cabo de algún tiempo, evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración sin limites, que desafiaron por él la censuró de la sociedad y que prescindieron de todas las convenciones, palidecían de vergüenza y horror si Dorian Gray entraba en el salón donde se encontraban.
Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de muchos, para acrecentar su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era, indudablemente, un elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de quienes son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva, que los modales tienen más importancia que la moral y, en su opinión, la respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos que la posesión de un buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona que te invita a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es irreprochable en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales justifican unas entrées semifrías, como señaló en una ocasión lord Henry en un debate sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para sostener ese punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. La vida social debe tener la dignidad de una ceremonia, y también su irrealidad, y combinar la insinceridad de una comedia romántica con el ingenio y la belleza que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan terrible? No lo creo. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar nuestras personalidades.
Tal era, al menos, la opinión de Dorian Gray, que se asombraba de la superficialidad de esos psicólogos para quienes el Yo es algo sencillo, permanente, fiable y único. Para él, el hombre era un ser dotado de innumerables vidas y sensaciones, una criatura compleja y multiforme que albergaba curiosas herencias de pensamientos y pasiones, y cuya carne misma estaba infectada por las monstruosas dolencias de los muertos. Disfrutaba paseando por el frío corredor de su casa solariega donde se almacenaban los cuadros familiares, para contemplar los diferentes retratos de aquellos cuya sangre corría por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, de quien Francis Osborne, en su Memoires on the Reigns of Queen Elizabeth and King James, nos dice que era «mimado por la corte debido a su apostura, aunque su bello rostro no lo acompañó durante mucho tiempo». ¿Acaso la vida que él llevaba era semejante a la del joven Herbert? ¿Acaso algún extraño germen venenoso había ido pasando de organismo en organismo hasta alcanzar finalmente el suyo? ¿Era el sentimiento confuso de aquella gracia perdida lo que le había lanzado, tan de repente y casi sin motivo, a pronunciar, en el estudio de Basil Hallward, la plegaria insensata que había cambiado su vida? Y allí, con su jubón rojo bordado en oro, gabán enjoyado, gorguera y puños con bordes dorados, se hallaba sir Anthony Sherard, con la armadura negra y plata a los pies. ¿Qué había heredado Dorian de aquel hombre? El amante de Giovanna de Nápoles, ¿le había legado algún pecado, alguna infamia? ¿No eran sus acciones otra cosa que los sueños que los muertos no se habían atrevido a poner por obra? Allí, desde el lienzo de colores apagados, sonreía lady Elizabeth Devereux, con su capucha de gasa, peto de perlas y mangas rosas acuchilladas. Una flor en la mano derecha, y en la izquierda un collar esmaltado de rosas blancas y damasquinadas. Sobre una mesa, a su lado, descansaban una mandolina y una manzana. Y grandes rosetas sobre sus puntiagudos zapatitos. Dorian sabía de su vida, y las extrañas historias que se contaban sobre sus amantes. ¿Había en él algo de su temperamento? Sus ojos almendrados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y qué decir de George Willoughby, con su peluca empolvada y sus lunares extravagantes? ¡Qué perverso parecía! El rostro taciturno y moreno, y los labios sensuales en los que se dibujaba una mueca de desdén. Delicados puños de encaje caían sobre las largas manos amarillentas demasiado cargadas de sortijas. Había sido un pisaverde del siglo XVIII, y amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y del segundo lord Beckenham, compañero del Príncipe Regente en sus años más locos, y uno de los testigos de su matrimonio secreto con la señora Fitzherbert? ¡Qué orgulloso y apuesto, con sus bucles de color castaño y su pose de perdonavidas! ¿Qué pasiones le había legado? El mundo le atribuyó todas las infamias. Había dirigido sin duda las orgías de Carlton House. Pero sobre su pecho brillaba la estrella de la jarretera. Junto al suyo podía verse el retrato de su esposa, una pálida mujer vestida de negro, de labios muy finos. También aquella sangre corría por las venas de Dorian. ¡Qué curioso parecía todo! Y su madre, con el rostro a lo lady Hamilton y los labios frescos, humedecidos por el vino: Dorian sabía lo que había recibido de ella. Le había transmitido su belleza, y la pasión por la belleza de otros. Se reía de él con su holgado vestido de bacante. Había hojas de viña en sus cabellos. La copa que sostenía derramaba púrpura. Los claveles del cuadro se habían marchitado, pero los ojos seguían siendo maravillosos por su profundidad y la magia de su color. Y parecían seguirlo dondequiera que fuese.
Pero también se tienen antepasados literarios, además de los de la propia estirpe, muchos de ellos quizá más próximos por la constitución y el temperamento, y con una influencia de la que se era consciente con mucha mayor claridad. Había ocasiones en que a Dorian Gray le parecía que la totalidad de la historia no era más que el relato de su propia vida, no como la había vivido en sus acciones y detalles, sino como su imaginación la había creado para él, como había existido en su cerebro y en sus pasiones. Tenía la sensación de haberlas conocido a todas, a aquellas extrañas y terribles figuras que habían atravesado el gran teatro del mundo, haciendo del pecado algo tan maravilloso y del mal algo tan sutil. Le parecía que, de algún modo misterioso, sus vidas habían sido también la suya.
El protagonista mismo de la maravillosa novela que tanto había influido en su vida tuvo aquella curiosa impresión. En el capítulo séptimo cuenta cómo, coronado de laurel para evitar ser herido por el rayo, había sido Tiberio, que leía, en un jardín de Capri, las obras escandalosas de la autora griega Elefantis, mientras enanos y pavos reales se paseaban a su alrededor, y el flautista imitaba el ir y venir del incensario; había sido Calígula, de francachela en los establos con palafreneros de casaca verde antes de cenar en un pesebre de marfil junto a un caballo con la frente cubierta de joyas; y Domiciano, vagabundo por un corredor con espejos de mármol, buscando por todas partes, con ojos enfebrecidos, el reflejo de una daga destinada a poner fin a sus días, y enfermo de ese ennui, de ese terrible taedium vitae, destino común de todos aquellos a quienes la vida no ha negado nada; más adelante, también había presenciado, a través de una transparente esmeralda, las sangrientas carnicerías del Circo para luego, en una litera de perlas y púrpura, tirada por mulas con herraduras de plata, regresar, por la calle de las Granadas, a la Casa Dorada, mientras que, a su paso, los habitantes de Roma aclamaban al César Nerón; había sido Heliogábalo, el rostro pintado de colores, que trabajaba en la rueca entre las mujeres, y que trajo de Cartago a la Luna, para dársela al Sol en matrimonio místico.