Kitabı oku: «El retrato de Dorian Gray», sayfa 6

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Capítulo 6

–¿Has oído las noticias? –preguntó lord Henry aquella noche a Hallward cuando un camarero lo hizo entrar en el pequeño reservado del Bristol donde estaba preparada una cena para tres.

–No –respondió el artista, entregando sombrero y abrigo al camarero, quien procedió a hacerle una reverencia–. ¿De qué se trata? Nada que tenga que ver con la política, espero. No me interesa. Apenas hay una sola persona en la Cámara de los Comunes que se merezca un retrato, aunque muchos de ellos mejorarían blanqueándolos un poco.

–Dorian Gray se ha prometido –dijo lord Henry, examinando atentamente a su amigo mientras hablaba.

Hallward se sobresaltó y luego frunció el entrecejo.

–¡Dorian prometido! –exclamó–. ¡Imposible!

–Es absolutamente cierto.

–¿Con quién?

–Con una actricilla de poco más o menos.

–No me lo puedo creer. Dorian es demasiado sensato. –Dorian es demasiado prudente para no hacer alguna tontería de cuando en cuando, mi querido Basil.

–Casarse es una cosa que difícilmente se puede hacer de cuando en cuando, Harry.

–Excepto en los Estados Unidos –replicó lánguidamente lord Henry–. Pero yo no he dicho que se haya casado. He dicho que se ha prometido. Hay una gran diferencia. Recuerdo con mucha claridad estar casado, pero no tengo recuerdo alguno de estar prometido. Me inclino a creer que nunca estuve prometido.

–Pero piensa en la cuna de Dorian, en su posición, en su riqueza. Sería absurdo que se casara tan por debajo de sus posibilidades.

–Si de verdad quieres que se case con la chica, dile precisamente eso. Puedes estar seguro de que lo hará. Siempre que un hombre hace algo perfectamente estúpido, lo hace por el más noble de los motivos.

–Espero que la chica sea buena. No quisiera ver a Dorian atado a alguna horrenda criatura que pueda envilecer su cuerpo y destruir su inteligencia.

–No, no; la chica es mejor que buena…, es hermosa –murmuró lord Henry, saboreando un vaso de vermut con zumo de naranjas amargas–. Dorian dice que es hermosa, y no suele equivocarse en ese tipo de cuestiones. Tu retrato ha afinado su apreciación de las personas. Ése ha sido, entre otros, uno de sus excelentes resultados. Vamos a conocerla esta noche, si es que ese muchacho no olvida su cita con nosotros.

–¿Hablas en serio?

–Completamente en serio. Me sentiría terriblemente mal si creyera que alguna vez llegaré a hablar más seriamente que en este momento.

–Pero, ¿tú lo apruebas, Harry? –preguntó el pintor, paseando por el reservado y mordiéndose los labios–. Es imposible que lo apruebes. Se trata sólo de un capricho.

–Yo ya no apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda ante la vida. No se nos pone en el mundo para airear nuestros prejuicios morales. Nunca doy la menor importancia a lo que dice la gente vulgar, y nunca interfiero con lo que hacen las personas encantadoras. Si una personalidad me fascina, cualquier modo de expresión que elija me parecerá delicioso. Dorian Gray se enamora de una hermosa muchacha que interpreta a Julieta y se propone casarse con ella. ¿Por qué no? Si contrajera matrimonio con Mesalina no me parecería menos interesante. Sabes perfectamente que no soy defensor del matrimonio. El verdadero inconveniente del matrimonio es que mata el egoísmo. Y las personas sin egoísmo son incoloras. Carecen de individualidad. De todos modos, hay algunos temperamentos que se hacen más complejos con el matrimonio. Conservan su egoísmo y le añaden otros muchos. Se ven forzados a vivir más de una vida. Se convierten en personas sumamente organizadas, y organizarse muy bien la vida, creo yo, es el objeto de la existencia humana. Además, toda experiencia tiene valor y, se diga lo que se quiera contra el matrimonio, no cabe duda de que es una experiencia. Espero que Dorian Gray haga de esa muchacha su esposa, que la adore apasionadamente por espacio de seis meses y que luego, de repente, quede fascinado por otra persona. Será un maravilloso tema de estudio.

–No crees ni una sola palabra de lo que dices; sabes perfectamente que no. Si Dorian Gray echara a perder su vida, nadie lo sentiría más que tú. Eres mucho mejor persona de lo que finges.

Lord Henry se echó a reír.

–La razón de que nos guste pensar bien de los demás es que tenemos miedo a lo que pueda sucedernos. La base del optimismo es el terror. Pensamos que somos generosos porque atribuimos a nuestro vecino las virtudes que más pueden beneficiarnos. Alabamos al banquero para que no nos penalice por estar en números rojos y encontramos buenas cualidades en el salteador de caminos con la esperanza de que respete nuestra bolsa. Creo todo lo que he dicho. Desprecio profundamente el optimismo. En cuanto a echar a perder una vida, una vida sólo se echa a perder cuando se detiene su crecimiento. Si quieres estropear una personalidad, basta reformarla. Por lo que hace al matrimonio, por supuesto que sería una estupidez, pero hay otros vínculos, mucho más interesantes, entre hombres y mujeres. Estoy desde luego dispuesto a alentarlos. Tienen el encanto de estar de moda. Pero aquí llega Dorian, que te lo contará todo mejor que yo.

–Basil, Harry, ¡los dos tenéis que felicitarme! –dijo el muchacho, desprendiéndose impaciente de la capa con forro de satén y procediendo a estrechar la mano de sus dos amigos–. No he sido nunca tan feliz. Ya sé que es repentino; todo lo realmente delicioso lo es. Y, sin embargo, me parece que no he buscado otra cosa en toda mi vida –tenía la tez encendida a causa de la alegría y la emoción, y parecía singularmente apuesto.

–Espero que seas siempre muy feliz, Dorian –dijo Hallward–, pero no te perdono del todo que no me hayas informado de tu compromiso. A Harry sí se lo has dicho.

–Y yo no te perdono que llegues tarde a cenar –intervino lord Henry, poniendo una mano en el hombro del muchacho y sonriendo mientras hablaba–. Vamos a sentarnos y a enterarnos de qué tal es el nuevo chef, y luego nos explicarás cómo ha sucedido todo.

–En realidad no hay mucho que contar –exclamó Dorian mientras los tres ocupaban sus sitios en torno a la reducida mesa redonda–. Ayer, sencillamente, después de dejarte; Harry, me vestí, cené en el pequeño restaurante italiano de Rupert Street que tú me hiciste conocer, y a las ocho estaba en el teatro. Sibyl interpretaba a Rosalinda. Por supuesto, el decorado era horroroso y el actor que hacía de Orlando absurdo. ¡Sibyl, en cambio! ¡Tendrías que haberla visto! Cuando apareció vestida de muchacho estaba absolutamente maravillosa. Llevaba un jubón de terciopelo color musgo con mangas de color canela, calzas marrones, un precioso sombrerito verde con una pluma de halcón sujeta por una joya, y un gabán con capucha forrado de rojo mate. Nunca me había parecido tan exquisita. Tenía la gracia delicada de esa figurilla de Tanagra que tienes en tu estudio, Basil. Los cabellos rodeándole la cara como hojas oscuras en torno a una pálida rosa. En cuanto a su interpretación…, bueno, vais a verla esta noche. Es, ni más ni menos, una artista nata. Me quedé completamente embobado en mi palco cochambroso. Me olvidé de que estaba en Londres y en el siglo XIX. Me había ido con mi amada a un bosque que nadie había visto nunca. Cuando terminó la representación, pasé entre bastidores y hablé con ella. Mientras estábamos sentados uno al lado del otro, apareció de repente en sus ojos una mirada que yo no había visto nunca. Mis labios se movieron hacia los suyos. Nos besamos. No soy capaz de describiros lo que sentí en aquel momento. Me pareció que la vida entera se concentraba en un punto perfecto de alegría color rosa. Sibyl se puso a temblar de pies a cabeza, estremeciéndose como un narciso blanco. Luego se arrodilló y me besó las manos. Comprendo que no debería contaros todo esto, pero no puedo evitarlo. Por supuesto, nuestro compromiso es un secreto total. Sibyl ni siquiera se lo ha dicho a su madre. No sé lo que dirán mis tutores. Lord Radley montará sin duda en cólera. Me da igual. Seré mayor de edad en menos de un año, y entonces podré hacer lo que quiera. ¿No es cierto que he hecho bien sacando a mi amor de la poesía y encontrando a mi esposa en las obras de Shakespeare? Labios a los que Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su secreto en mi oído. Me han rodeado los brazos de Rosalinda y he besado a Julieta en la boca.

–Sí, Dorian –dijo Hallward, hablando muy despacio–; supongo que has hecho bien.

–¿La has visto hoy? –preguntó lord Henry.

Dorian Gray negó con la cabeza.

–La dejé en el bosque de Arden y hoy la encontraré en un huerto de Verona.

Lord Henry saboreó su champán con aire meditabundo.

–¿En qué punto mencionaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué respondió ella? Quizá lo hayas olvidado por completo.

–Mi querido Harry, no me comporté como si fuera un trato comercial, y no le hice explícitamente una propuesta de matrimonio. Le dije que la amaba y ella respondió que no era digna de ser mi esposa. ¡Que no era digna! ¡Cuando el mundo entero no es nada para mí comparado con ella!

–Las mujeres son maravillosamente prácticas –murmuró lord Henry–; mucho más prácticas que nosotros. En situaciones como ésa, olvidamos con frecuencia mencionar la palabra matrimonio, pero ellas nos lo recuerdan siempre.

Hallward le puso una mano en el brazo.

–No, Harry. Has disgustado a Dorian, que no es como otros hombres. Dorian nunca haría desgraciada a otra persona. Tiene demasiada delicadeza para una cosa así. Lord Henry miró por encima de la mesa.

–Dorian no está nunca disgustado conmigo –respondió–. He hecho la pregunta por la mejor de las razones, por la única razón, a decir verdad, que disculpa de hacer cualquier pregunta: la simple curiosidad. Mantengo la teoría de que son siempre las mujeres quienes nos proponen el matrimonio y no nosotros a ellas. Excepto, por supuesto, las personas de la clase media. Pero lo cierto es que las clases medias no son modernas.

Dorian Gray se echó a reír y movió la cabeza.

–Eres completamente incorregible, Harry; pero no me importa. Es imposible enfadarse contigo. Cuando veas a Sibyl Vane comprenderás que el hombre que la tratara mal sería un desalmado, un ser sin corazón. No entiendo que nadie quiera avergonzar al ser que ama. Y yo amo a Sibyl Vane. Quiero colocarla sobre un pedestal de oro, y ver cómo el mundo venera a la mujer que es mía. ¿Qué es el matrimonio? Una promesa irrevocable. Por eso te burlas de él. ¡No lo hagas! Es una promesa irrevocable la que yo quiero hacer. La confianza de Sibyl me hace fiel, su fe me hace bueno. Cuando estoy con ella, reniego de todo lo que me has enseñado. Me convierto en alguien diferente del que has conocido. He cambiado y el simple hecho de tocar la mano de Sibyl Vane hace que te olvide y que olvide tus falsas teorías, tan fascinantes, tan emponzoñadas, tan deliciosas.

–¿Mis teorías…? –preguntó lord Henry, sirviéndose un poco de ensalada.

–Tus teorías sobre la vida, tus teorías sobre el amor, tus teorías sobre el placer. Todas tus teorías, de hecho.

–El placer es la única cosa sobre la que merece la pena elaborar una teoría –respondió lord Henry separando bien las palabras con su voz melodiosa–. Pero mucho me temo que no me puedo atribuir esa teoría como propia. No me pertenece a mí, pertenece a la Naturaleza. El placer es la prueba de fuego de la Naturaleza. Cuando somos felices siempre somos buenos, pero cuando somos buenos no siempre somos felices.

–Sí, pero, ¿qué quieres decir con bueno? –exclamó Basil Hallward.

–Sí –asintió Dorian, recostándose en el asiento, y mirando a lord Henry sobre el tupido ramo de iris morados que ocupaba el centro de la mesa–, ¿qué quieres decir con bueno?

–Ser bueno es estar en armonía con uno mismo –replicó lord Henry, tocando el delicado pie de la copa con dedos muy blancos y finos–. Hay disonancia cuando uno se ve forzado a estar en armonía con otros. La propia vida…, eso es lo importante. En cuanto a la vida de nuestros vecinos, si uno quiere ser un hipócrita o un puritano, podemos hacer alarde de nuestras ideas sobre moral, pero en realidad esas personas no son asunto nuestro. Por otra parte, las metas del individualismo son las más elevadas. La moralidad moderna consiste en aceptar las normas de la propia época. Pero yo considero que, para un hombre culto, aceptar las normas de su época es la peor inmoralidad.

–Pero, por supuesto, si uno vive tan sólo para uno mismo, ha de pagar un precio terrible por hacerlo, ¿no es cierto, Harry? –preguntó el pintor.

–Sí, en los tiempos que corren se nos cobra excesivamente por todo. Tengo la impresión de que la verdadera tragedia de los pobres es que no pueden permitirse nada excepto renunciar a sí mismos. Los pecados hermosos, como los objetos hermosos, son el privilegio de los ricos.

–Hay que pagar de otras maneras además de con dinero.

–¿De qué maneras, Basil?

–Imagino que con remordimientos, sufriendo…, bueno, dándose cuenta de la degradación.

Lord Henry se encogió de hombros.

–Amigo mío, el arte medieval es encantador, pero las emociones medievales están anticuadas. Se las puede utilizar en las novelas, por supuesto. Pero las cosas que se pueden utilizar en la narrativa son las que han dejado de usarse en la vida real. Créeme, ningún hombre civilizado se arrepiente nunca de un placer, y los no civilizados nunca llegan a saber qué es un placer.

–Yo sé lo que es el placer –exclamó Dorian Gray–. Adorar a alguien.

–Sin duda eso es mejor que ser adorado –respondió lord Henry, jugueteando con una fruta–. Ser adorado es muy molesto. Las mujeres nos tratan como la humanidad trata a sus dioses. Nos rinden culto y están siempre molestándonos para que hagamos algo por ellas.

–Yo diría que cualquier cosa que piden nos la han dado antes –murmuró el muchacho con mucha seriedad–. Crean el amor en nuestra alma. Tienen derecho a pedir correspondencia.

–Eso es completamente cierto –exclamó Hallward.

–Nada es completamente cierto –dijo lord Henry.

–Esto sí –le interrumpió Dorian–. Has de admitir, Harry, que las mujeres entregan a los hombres el oro mismo de sus vidas.

–Es posible –suspiró el otro–,pero inevitablemente lo reclaman en calderilla. Ése es el problema. Las mujeres, como dijo en cierta ocasión un francés con mucho ingenio, despiertan en nosotros el deseo de producir obras maestras, pero luego nos impiden siempre llevarlas a cabo.

–¡Eres horrible, Harry! No sé por qué te tengo tanto afecto.

–Me lo tendrás siempre –replicó lord Henry–. ¿Tomaréis café? Camarero, traiga café, fine champagne y cigarrillos. No, olvídese de los cigarrillos; tengo algunos yo. Basil, no te permito que fumes puros. Enciende un cigarrillo. El cigarrillo es el perfecto ejemplo de placer perfecto. Es exquisito y deja insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir? Sí, Dorian, siempre me tendrás afecto. Represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el valor de cometer.

–¡Qué cosas tan absurdas dices! –exclamó el muchacho, utilizando el encendedor de plata con forma de dragón que el camarero había dejado sobre la mesa.

–Vámonos al teatro. Cuando Sibyl salga a escena, encontrarás un nuevo ideal de vida. Significará para ti algo que nunca has conocido.

–Lo he conocido todo –dijo lord Henry, en sus ojos una expresión de cansancio–, pero siempre estoy dispuesto a experimentar una nueva emoción. Mucho me temo, sin embargo, que, al menos para mí, eso es algo que no existe. De todos modos, quizá tu maravillosa chica me subyugue. Me encanta el teatro. Es mucho más real que la vida. Vamos, Dorian. Tú vendrás conmigo. Lo siento, Basil, pero sólo hay sitio para dos en la berlina. Tendrás que seguirnos en un coche de punto.

Se levantaron para ponerse los abrigos, tomándose el café de pie. El pintor, preocupado, había enmudecido. Le había invadido la melancolía. Le desagradaba mucho aquel matrimonio, aunque en realidad le parecía mejor que otras muchas cosas que podrían haber sucedido. Muy poco después salían a la calle. Hallward se dirigió solo hacia el teatro, como habían convenido, y estuvo contemplando las luces parpadeantes de la berlina que le precedía. Tuvo la extraña sensación de haber perdido algo. Sintió que Dorian Gray ya no sería nunca para él lo que había sido en el pasado. La vida se había interpuesto entre los dos… Los ojos se le llenaron de oscuridad y vio las calles, abarrotadas y centelleantes, a través de una niebla. Cuando el coche de punto se detuvo ante el teatro tuvo la sensación de haber envejecido varios años.

Capítulo 7

Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba abarrotado, y el gordo empresario judío que los recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de oreja a oreja con expresión untuosa, procedió a escoltarlos hasta el palco con pomposa humildad, agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando a voz en grito. Dorian Gray sintió que le desagradaba más que nunca. Le pareció que viniendo en busca de Miranda se había encontrado con Calibán. A lord Henry, por el contrario, más bien le gustó. Al menos eso fue lo que dijo, e insistió en estrecharle la mano, asegurándole que estaba orgulloso de conocer al hombre que había descubierto a una joya de la interpretación y que se había arruinado a causa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros del patio de butacas. El calor era insoportable, y la enorme lámpara ardía como una dalia monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del paraíso se habían quitado chaquetas y chalecos, colgándolos de las barandillas. Hablaban entre sí de un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas con las llamativas chicas que los acompañaban. Algunas mujeres reían en el patio de butacas, con voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba el ruido del descorchar de las botellas.

–¡Qué lugar para encontrar a una diosa! –dijo lord Henry.

–¡Es cierto! –respondió Dorian Gray–. Pero fue aquí donde la encontré, y Sibyl es la encarnación de la divinidad. Cuando actúe, te olvidarás de todo. Esas gentes vulgares y toscas, de rostros primitivos y gestos brutales, se transforman cuando Sibyl está en el escenario. Callan y escuchan. Lloran y ríen cuando Sibyl quiere que lo hagan. Consigue que respondan como las cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y se siente que están hechos de la misma carne y sangre que nosotros.

–¡La misma carne y sangre que nosotros! ¡Espero que no! –exclamó lord Henry, que observaba a los ocupantes del paraíso con sus gemelos de teatro.

–No le hagas caso, Dorian –dijo el pintor–. Yo sí entiendo lo que quieres decir y estoy convencido de que esa chica es como dices. La mujer a quien tú ames ha de ser maravillosa, y cualquier muchacha que consigue el efecto que describes ha de ser espléndida y noble. Espiritualizar a la propia época…, eso es algo que merece la pena. Si Sibyl es capaz de dar un alma a quienes han vivido sin ella, si crea un sentimiento de belleza en personas cuyas vidas han sido sórdidas y miserables, si los libera de su egoísmo y les presta lágrimas por sufrimientos que no son suyos, se merece toda tu adoración, se merece la adoración del mundo entero. Tu matrimonio con ella es un acierto. Al principio no lo creía así, pero ahora lo veo de otra manera. Los dioses han hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieras quedado incompleto.

–Gracias, Basil –respondió Dorian Gray, dándole un apretón de manos–. Sabía que me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí llega la orquesta. Aunque espantosa, sólo toca unos cinco minutos aproximadamente. Luego se levanta el telón, y veréis a la muchacha a quien voy a dar toda mi vida, y a la que ya he dado todo lo bueno que hay en mí.

Un cuarto de hora después, acompañada de unos aplausos estruendosos, Sibyl Vane apareció en el escenario. Sí, no había duda de su encanto; era, pensó lord Henry, una de las criaturas más encantadoras que había visto nunca. Había algo de gacela en su gracia tímida y en sus ojos sorprendidos. Un ligero arrebol, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, se asomó a sus mejillas cuando vio el teatro abarrotado y entusiasta. Retrocedió unos pasos y pareció que le temblaban los labios. Basil Hallward se puso en pie y empezó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray siguió sentado, mirándola fijamente. Lord Henry la examinó con sus gemelos y murmuró: «Encantadora, encantadora».

La acción transcurría en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo, vestido de peregrino, había entrado con Mercutio y sus amigos. Los músicos tocaron unos compases de acuerdo con sus posibilidades y comenzó la danza. Entre la multitud de actores desangelados y pobremente vestidos, Sibyl Vane se movía como una criatura de un mundo superior. Su cuerpo se agitaba, al bailar, como se mueve una planta dentro del agua. Las ondulaciones de su garganta eran las ondulaciones de un lirio blanco. Sus manos parecían hechas de sereno marfil.

Y, sin embargo, resultaba curiosamente apática. No manifestó signo alguno de alegría cuando sus ojos se posaron sobre Romeo. Las pocas palabras que tenía que decir:

Buen peregrino, no reproches tanto

a tu mano un fervor tan verdadero:

si juntan manos peregrino y santo,

palma con palma es beso de palmero…

junto con el breve diálogo que sigue, fueron pronunciadas de manera completamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de tono, absolutamente falsa. La coloración era equivocada. Privaba de vida a los versos. Hacía que la pasión resultase irreal.

Dorian Gray fue palideciendo mientras la contemplaba. Estaba desconcertado y lleno de ansiedad. Ninguno de sus dos amigos se atrevía a decir nada. Sibyl les parecía absolutamente incompetente. Se sentían horriblemente decepcionados.

De todos modos, comprendían que la verdadera prueba de cualquier Julieta es la escena del balcón en el segundo acto. Esperarían a que llegara. Si fallaba allí, todo habría acabado.

De nuevo estaba encantadora cuando reapareció al claro de luna. Eso no se podía negar. Pero lo forzado de su interpretación resultaba insoportable, y fue empeorando con el paso del tiempo. Sus gestos se hicieron absurdamente artificiales. Subrayaba excesivamente todo lo que tenía que decir. El hermoso pasaje:

La noche me oculta con su velo;

si no, el rubor teñiría mis mejillas

por lo que antes me has oído decir.

fue declamado con la penosa precisión de una colegiala a quien ha enseñado a recitar un profesor de elocución de tercera categoría. Y cuando se asomó al balcón y llegó a los maravillosos versos:

Aunque seas mi alegría,

no me alegra nuestro acuerdo de esta noche:

demasiado brusco, imprudente, repentino,

igual que el relámpago, que cesa

antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches.

Con el aliento del verano, este brote amoroso

puede dar bella flor cuando volvamos a vernos…

dijo las palabras como si carecieran por completo de sentido. No era nerviosismo. De hecho, lejos de estar nerviosa, parecía absolutamente dueña de sí misma. Era sencillamente una mala interpretación, y Sibyl un completo desastre.

Incluso el público del patio de butacas y del paraíso, vulgar y sin educación, había perdido interés por la obra. Incómodos, empezaban a hablar en voz alta y a silbar. El empresario judío, de pie tras los asientos del primer anfiteatro, golpeaba el suelo con los pies y protestaba indignado. Tan sólo Sibyl permanecía indiferente.

Al término del segundo acto se produjo una tormenta de silbidos. Lord Henry se levantó de su asiento y se puso el gabán.

–Es muy hermosa, Dorian –dijo–, pero incapaz de interpretar. Vámonos.

–Voy a quedarme hasta el final –respondió el joven, con una voz crispada y llena de amargura–. Siento mucho baberos hecho perder la velada. Os pido disculpas a los dos.

–Mi querido Dorian, a mí me parece que la señorita Vane está enferma –interrumpió Hallward–. Vendremos otra noche.

–Ojalá estuviera enferma –replicó Dorian Gray–. Pero a mí me ha parecido sencillamente insensible y fría. Ha cambiado por completo. Anoche era una gran artista. Hoy es una actriz vulgar, mediocre.

–No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.

–Los dos son formas de imitación –señaló lord Henry–. Pero será mejor que nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es bueno para la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no querrás que tu esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta Julieta como una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan poco de la vida como de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos clases de personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho, ¡no pongas esa expresión tan trágica! El secreto para conservar la juventud es no permitirse ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de Sibyl Vane, que es muy hermosa. ¿Qué más puedes querer?

–Vete, Harry –exclamó el joven–. Quiero estar solo. Y tú también, Basil. ¿Es que no veis que se me está rompiendo el corazón?

Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y, dirigiéndose al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara entre las manos.

–Vámonos, Basil –dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un instante después habían desaparecido.

Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el tercer acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La representación había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del último telón.

Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios ligeramente abiertos, a causa de un secreto muy personal.

Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una expresión de infinita alegría.

–¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! –exclamó. –¡Horriblemente mal! –respondió él, contemplándola asombrado–. ¡Espantoso! Ha sido terrible. ¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo que ha sido. No te imaginas cómo he sufrido.

La muchacha sonrió.

–Dorian –respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos de su boca–. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya, ¿no es cierto?

–¿Entender qué? –preguntó él, colérico.

–El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a actuar bien.

Dorian se encogió de hombros.

–Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar. Te pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.

Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada por un éxtasis de felicidad. –Dorian, Dorian –exclamó–, antes de conocerte, actuar era la única realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía que todo lo que pasaba en el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y Porcia otra. La alegría de Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas de Cordelia. Lo creía todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía tocada de divinidad. Los decorados eran mi mundo. Sólo sabía de sombras, pero me parecían reales. Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!, y sacaste a mi alma de su prisión. Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto el vacío, la impostura, la estupidez del espectáculo sin sentido en el que participaba. Hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era horroroso, viejo, y de que iba maquillado; que la luna sobre el huerto era mentira, que los decorados eran vulgares y que las palabras que decía eran irreales, que no eran mías, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído algo más elevado, algo de lo que todo el arte no es más que un reflejo. Me has hecho entender lo que es de verdad el amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul! ¡Príncipe de mi vida! Me he cansado de las sombras. Eres para mí más de lo que pueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yo que ver con las marionetas de una obra? Cuando he salido a escena esta noche, no entendía cómo era posible que me hubiera quedado sin nada. Pensaba hacer una interpretación maravillosa y de pronto he descubierto que era incapaz de actuar. De repente he comprendido lo que significa amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He sonreído al oír protestar a los espectadores. ¿Qué saben ellos de un amor como el nuestro? Llévame lejos, Dorian; llévame contigo a donde podamos estar completamente solos. Aborrezco el teatro. Sé imitar una pasión que no siento, pero no la que arde dentro de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no entiendes lo que significa? Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación representar que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.

Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.

–Has matado mi amor –murmuró.

Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella se acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y se apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un escalofrío.

Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.

–Sí –exclamó–; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi imaginación. Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún efecto sobre mí. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e inteligencia, porque hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas forma y contenido a las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana. Eres superficial y estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué imbécil he sido! Ya no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que representabas para mí. Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte visto nunca! Has destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor si dices que ahoga el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa, espléndida, deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías llevado mi nombre. Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría con una cara bonita.

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