Kitabı oku: «El retrato de Dorian Gray», sayfa 8
–¿Cuál es, Harry? –preguntó el muchacho distraídamente.
–Oh, el consuelo más evidente. El que consiste en apoderarse del admirador de otra cuando se pierde al propio. En la buena sociedad eso siempre rehabilita a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente debía de ser Sibyl Vane de las mujeres que conocemos de ordinario! Hay algo que me parece muy hermoso acerca de su muerte. Me alegro de vivir en un siglo en el que ocurren tales maravillas. Le hacen creer a uno en la realidad de cosas con las que todos jugamos, como romanticismo, pasión y amor.
–Yo he sido horriblemente cruel con ella. Lo estás olvidando.
–Mucho me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad pura y simple, más que ninguna otra cosa. Tienen instintos maravillosamente primitivos. Las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas en busca de dueño. Les encanta que las dominen. Estoy seguro de que estuviste espléndido. No te he visto nunca enfadado de verdad, aunque me imagino el aspecto tan delicioso que tenías. Y, después de todo, anteayer me dijiste algo que me pareció entonces puramente caprichoso, pero que ahora considero absolutamente cierto y que encierra la clave de todo lo sucedido.
–¿Qué fue eso, Harry?
–Me dijiste que para ti Sibyl Vane representaba a todas las heroínas novelescas; que una noche era Desdémona y otra Julieta; que si moría como Julieta, volvía a la vida como Imogen.
–Nunca resucitará ya –murmuró el muchacho, escondiendo la cara entre las manos.
–No, nunca más. Ha interpretado su último papel. Pero debes pensar en esa muerte solitaria en un camerino de oropel como un extraño pasaje espeluznante de una tragedia jacobea, como una maravillosa escena de Webster, de Ford, o de Cyril Tourneur. Esa muchacha nunca ha vivido realmente, de manera que tampoco ha muerto de verdad. Para ti, al menos, siempre ha sido un sueño, un fantasma que revoloteaba por las obras de Shakespeare y las hacía más encantadoras con su presencia, un caramillo con el que la música de Shakespeare sonaba mejor y más alegre. En el momento en que tocó la vida real, desapareció el encanto, la vida la echó a perder, y Sibyl murió. Lleva duelo por Ofelia, si quieres. Cúbrete la cabeza con cenizas porque Cordelia ha sido estrangulada. Clama contra el cielo porque ha muerto la hija de Brabantio. Pero no malgastes tus lágrimas por Sibyl Vane. Era menos real que todas ellas.
Hubo un momento de silencio. La tarde se oscurecía en la biblioteca. Mudas, y con pies de plata, las sombras del jardín entraron en la casa. Los colores desaparecieron cansadamente de los objetos.
Después de algún tiempo Dorian Gray alzó los ojos. –Me has explicado a mí mismo, Harry –murmuró, con algo parecido a un suspiro de alivio–. Aunque sentía lo que has dicho, me daba miedo, y no era capaz de decírmelo. ¡Qué bien me conoces! Pero no vamos a hablar más de lo sucedido. Ha sido una experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto si la vida aún me reserva alguna otra cosa tan extraordinaria.
–La vida te lo reserva todo, Dorian. No hay nada que no seas capaz de hacer, con tu maravillosa belleza.
–Pero supongamos, Harry, que me volviera ojeroso y viejo y me llenara de arrugas. ¿Qué sucedería entonces?
–Ah –dijo lord Henry, poniéndose en pie para marcharse–, en ese caso, mi querido Dorian, tendrías que luchar por tus victorias. De momento, se te arrojan a los pies. No; tienes que seguir siendo como eres. Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia y que piensa demasiado para ser hermosa. No podemos pasarnos sin ti. Y ahora más vale que te vistas y vayamos en coche al club. Ya nos hemos retrasado bastante.
–Creo que me reuniré contigo en la ópera. Estoy demasiado cansado para comer nada. ¿Cuál es el número del palco de tu hermana?
–Veintisiete, me parece. Está en el primer piso. Encontrarás su nombre en la puerta. Pero lamento que no cenes conmigo.
–No me siento capaz –dijo Dorian distraídamente–, aunque te estoy terriblemente agradecido por todo lo que me has dicho. Eres sin duda mi mejor amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.
–Sólo estamos al comienzo de nuestra amistad –respondió lord Henry, estrechándole la mano–. Hasta luego. Te veré antes de las nueve y media, espero. No te olvides de que canta la Patti.
Cuando se cerró la puerta de la biblioteca, Dorian Gray tocó la campanilla y pocos minutos después apareció Víctor con las lámparas y bajó los estores. Dorian esperó con impaciencia a que se fuera. Tuvo la impresión de que tardaba un tiempo infinito en cada gesto.
Tan pronto como se hubo marchado, corrió hacia el biombo, retirándolo. No; no se había producido ningún nuevo cambio. El retrato había recibido antes que él la noticia de la muerte de Sibyl. Era consciente de los sucesos de la vida a medida que se producían. La disoluta crueldad que desfiguraba las delicadas líneas de la boca había aparecido, sin duda, en el momento mismo en que la muchacha bebió el veneno, fuera el que fuese. ¿O era indiferente a los resultados? ¿Simplemente se enteraba de lo que sucedía en el interior del alma? No sabría decirlo, pero no perdía la esperanza de que algún día pudiera ver cómo el cambio tenía lugar delante de sus ojos, estremeciéndose al tiempo que lo deseaba.
¡Pobre Sibyl! ¡Qué romántico había sido todo! ¡Cuántas veces había fingido en el escenario la muerte que había terminado por tocarla, llevándosela consigo! ¿Cómo habría interpretado aquella última y terrible escena? ¿Lo habría maldecido mientras moría? No; había muerto de amor por él, y el amor sería su sacramento a partir de entonces. Sibyl lo había expiado todo con el sacrificio de su vida. No pensaría más en lo que le había hecho sufrir, en aquella horrible noche en el teatro. Cuando pensara en ella, la vería como una maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo para mostrar la suprema realidad del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar su aspecto infantil, su atractiva y fantasiosa manera de ser y su tímida gracia palpitante. Apartó apresuradamente aquellos recuerdos y volvió a mirar el cuadro.
Comprendió que había llegado de verdad el momento de elegir. ¿O acaso la elección ya estaba hecha? Sí; la vida había decidido por él; la vida y su infinita curiosidad personal sobre la vida. Eterna juventud, pasión infinita, sutiles y secretos placeres, violentas alegrías y pecados aún más violentos; no quería prescindir de nada. El retrato cargaría con el peso de la vergüenza; eso era todo.
Un sentimiento de dolor le invadió al pensar en la profanación que aguardaba al hermoso rostro del retrato. En una ocasión, en adolescente burla de Narciso, había besado, o fingido besar, aquellos labios pintados que ahora le sonreían tan cruelmente. Día tras día había permanecido delante del retrato, maravillándose de su belleza, casi –le parecía a veces– enamorado de él. ¿Cambiaría ahora cada vez que cediera a algún capricho? ¿Iba a convertirse en un objeto monstruoso y repugnante, que habría de esconderse en una habitación cerrada con llave, lejos de la luz del sol que con tanta frecuencia había convertido en oro deslumbrante la ondulada maravilla de sus cabellos? ¡Qué perspectiva tan terrible!
Por un momento pensó en rezar para que cesara la espantosa comunión que existía entre el cuadro y él. El cambio se había producido en respuesta a una plegaria; quizás en respuesta a otra volviese a quedar inalterable. Y, sin embargo, ¿quién, que supiera algo sobre la Vida, renunciaría al privilegio de permanecer siempre joven, por fantástica que esa posibilidad pudiera ser o por fatídicas que resultaran las consecuencias? Además, ¿estaba realmente en su mano controlarlo? ¿Había sido una oración la causa del cambio? ¿Podía existir quizá alguna razón científica? Si el pensamiento influía sobre un organismo vivo, ¿no cabía también que ejerciera esa influencia sobre cosas muertas e inorgánicas? Más aún, ¿no era posible que, sin pensamientos ni deseos conscientes, cosas externas a nosotros vibraran en unión con nuestros estados de ánimo y pasiones, átomo llamando a átomo en un secreto amor de extraña afinidad? Pero poco importaba la razón. Nunca volvería a tentar con una plegaria a ningún terrible poder. Si el retrato tenía que cambiar, cambiaría. Eso era todo. ¿Qué necesidad había de profundizar más?
Porque sería un verdadero placer examinar el retrato. Podría así penetrar hasta en los repliegues más secretos de su alma. El retrato se convertiría en el más mágico de los espejos. De la misma manera que le había descubierto su cuerpo, también le revelaría el alma. Y cuando a ese alma le llegara el invierno, él permanecería aún en donde la primavera tiembla, a punto de convertirse en verano. Cuando la sangre desapareciera de su rostro, para dejar una pálida máscara de yeso con ojos de plomo, él conservaría el atractivo de la adolescencia. Ni un átomo de su belleza se marchitaría nunca. Jamás se debilitaría el ritmo de su vida. Como los dioses de los griegos, sería siempre fuerte, veloz y alegre. ¿Qué importaba lo que le sucediera a la imagen coloreada del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era lo único que importaba.
Volvió a colocar el biombo en su posición anterior, delante del retrato, sonriendo al hacerlo, y entró en el dormitorio, donde ya le esperaba su ayuda de cámara. Una hora después se encontraba en la ópera, y lord Henry se inclinaba sobre su silla.
Capítulo 9
Cuando estaba desayunando a la mañana siguiente, el criado hizo entrar a Basil Hallward.
–Me alegro de haberte encontrado, Dorian –dijo el pintor con entonación solemne–. Vine a verte anoche, y me dijeron que estabas en la ópera. Comprendí que no era posible. Pero siento que no dijeras adónde ibas en realidad. Pasé una velada horrible, temiendo a medias que a una primera tragedia pudiera seguirle otra. Creo que deberías haberme telegrafiado cuando te enteraste de lo sucedido. Lo leí casi por casualidad en la última edición del Globe, que encontré en el club. Vine aquí de inmediato, y sentí mucho no verte. No sé cómo explicarte cuánto lamento lo sucedido. Me hago cargo de lo mucho que sufres. Pero, ¿dónde estabas? ¿Fuiste a ver a la madre de esa muchacha? Por un momento pensé en seguirte hasta allí. Daban la dirección en el periódico. Un lugar en Euston Road, ¿no es eso? Pero tuve miedo de avivar un dolor que no me era posible aliviar. ¡Pobre mujer! ¡En qué estado debe encontrarse! ¡Y su única hija! ¿Qué ha dicho sobre lo sucedido?
–Mi querido Basil, ¿cómo quieres que lo sepa? –murmuró Dorian Gray, bebiendo un sorbo de pálido vino blanco de una delicada copa de cristal veneciano, adornada con perlas de oro, con aire de aburrirse muchísimo–. Estaba en la ópera. Deberías haber ido allí. Conocí a lady Gwendolen, la hermana de Harry. Estuvimos en su palco. Es absolutamente encantadora; y la Patti cantó divinamente. No hables de cosas horribles. Basta con no hablar de algo para que no haya sucedido nunca. Como dice Harry, el hecho de expresarlas es lo que da realidad a las cosas. Aunque quizá deba mencionar que no era hija única. Existe un varón, un muchacho excelente, según creo. Pero no se dedica al teatro. Es marinero o algo parecido. Y ahora háblame de ti y de lo que estás pintando.
–Fuiste a la ópera –exclamó Hallward, hablando muy despacio, la voz estremecida por el dolor–. ¿Fuiste a la ópera mientras el cadáver de Sibyl Vane yacía en algún sórdido lugar? ¿Eres capaz de hablarme de lo encantadoras que son otras mujeres y de la maravillosa voz de la Patti, antes de que la muchacha a la que amabas disponga siquiera de la paz de un sepulcro donde descansar? ¿Acaso no sabes los horrores que aguardan a ese cuerpo suyo todavía tan blanco?
–¡Basta! ¡No estoy dispuesto a escucharlo! –exclamó Dorian, poniéndose en pie con brusquedad–. No me hables de esas cosas. Lo que está hecho, está hecho. Lo pasado, pasado está.
–¿Al día de ayer le llamas el pasado?
–¿Qué tiene que ver el lapso de tiempo transcurrido? Sólo las personas superficiales necesitan años para desechar una emoción. Un hombre que es dueño de sí mismo pone fin a un pesar tan fácilmente como inventa un placer. No quiero estar a merced de mis emociones. Quiero usarlas, disfrutarlas, dominarlas.
–¡Eso que dices es horrible, Dorian! Algo te ha cambiado completamente. Sigues teniendo el mismo aspecto que el maravilloso muchacho que, día tras día, venía a mi estudio para posar. Pero entonces eras una persona sencilla, espontánea y afectuosa. Eras la criatura más íntegra de la tierra. Ahora, no sé qué es lo que te ha sucedido. Hablas como si no tuvieras corazón, como si fueras incapaz de compadecerte. Es la influencia de Harry. Lo veo con toda claridad.
El muchacho enrojeció y, llegándose hasta la ventana, contempló durante unos instantes el verdor fulgurante del jardín, bañado de sol.
–Es mucho lo que le debo a Harry–dijo por fin–; más de lo que te debo a ti. Tú sólo me enseñaste a ser vanidoso.
–Sin duda estoy siendo castigado por ello; o lo seré algún día.
–No entiendo lo que dices, Basil –exclamó Dorian Gray, volviéndose–. Tampoco sé lo que quieres. ¿Qué es lo que quieres?
–Quiero al Dorian Gray cuyo retrato pinté en otro tiempo –dijo el artista con tristeza.
–Basil –dijo el muchacho, acercándose a él, y poniéndole la mano en el hombro–, has llegado demasiado tarde. Ayer, cuando oí que Sibyl Vane se había quitado la vida…
–¡Quitado la vida! ¡Cielo santo! ¿Se sabe a ciencia cierta? –exclamó Hallward, mirando horrorizado a su amigo.
–¡Mi querido Basil! ¿No pensarás que ha sido un vulgar accidente? Por supuesto que se ha suicidado.
El hombre de más edad se cubrió la cara con las manos.
–Qué cosa tan terrible –murmuró, el cuerpo entero sacudido por un estremecimiento.
–No –dijo Dorian Gray–; no tiene nada de terrible. Es una de las grandes tragedias románticas de nuestra época. Por regla general, los actores llevan una vida bien corriente. Son buenos maridos, o esposas fieles, o algo igualmente tedioso. Ya sabes a qué me refiero, virtudes de la clase media y todas esas cosas. ¡Qué diferente era Sibyl, que ha vivido su mejor tragedia! Fue siempre una heroína. La última noche que actuó, la noche en que tú la viste, su interpretación fue mala porque había conocido la realidad del amor. Cuando conoció su irrealidad, murió, como podría haber muerto Julieta. Volvió de nuevo a la esfera del arte. Había algo de mártir en ella. Su muerte tiene toda la patética inutilidad del martirio, toda su belleza desperdiciada. Pero, como iba diciendo, no debes pensar que no he sufrido. Si hubieras venido ayer en cierto momento, hacia las cinco y media, quizá, o las seis menos cuarto, me habrías encontrado llorando. Incluso Harry, que estaba aquí y fue quien me trajo la noticia, no se dio cuenta de lo que me sucedía. Sufrí inmensamente. Luego el sufrimiento acabó. No puedo repetir una emoción. Nadie puede, excepto las personas sentimentales. Y tú eres terriblemente injusto, Basil. Vienes aquí a consolarme. Es muy de agradecer. Me encuentras consolado y te enfureces. ¡Bien por las personas compasivas! Me haces pensar en una historia que me contó Harry acerca de cierto filántropo que se pasó veinte años tratando de rectificar un agravio o de cambiar una ley injusta, no recuerdo exactamente de qué se trataba. Finalmente lo consiguió, y su decepción fue inmensa. Como no tenía absolutamente nada que hacer, casi se murió de ennui, convirtiéndose en un perfecto misántropo. Y además, mi querido Basil, si realmente quieres consolarme, enséñame más bien a olvidar lo que ha sucedido o a verlo desde el ángulo artístico más conveniente. ¿No era Gautier quien hablaba sobre la consolafon des arts? Recuerdo haber encontrado un día en tu estudio un librito con tapas de vitela en el que descubrí por casualidad esa frase deliciosa. Bien, no soy como el joven de quien me hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow, el joven para quien el satén amarillo podía consolar a cualquiera de todas las tristezas de la vida. Me gustan las cosas hermosas que se pueden tocar y utilizar. Brocados antiguos, bronces con cardenillo, objetos lacados, marfiles tallados, ambientes exquisitos, lujo, pompa: es mucho lo que se puede disfrutar con todas esas cosas. Pero el temperamento artístico que crean, o que al menos revelan, tiene todavía más importancia para mí. Convertirse en el espectador de la propia vida, como dice Harry, es escapar a sus sufrimientos. Ya sé que te sorprende que te hable de esta manera. No te has dado cuenta de cómo he madurado. No era más que un colegial cuando me conociste. Soy un hombre ya. Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy diferente, pero no debes tenerme menos afecto. He cambiado, pero tú serás siempre mi amigo. Es cierto que a Harry le tengo mucho cariño. Pero sé que tú eres mejor. Menos fuerte, porque le tienes demasiado miedo a la vida, pero mejor. Y, ¡qué felices éramos cuando estábamos juntos! No me dejes, Basil, ni te pelees conmigo. Soy lo que soy. No hay nada más que decir.
El pintor se sintió extrañamente emocionado. Apreciaba infinitamente a Dorian, y gracias a su personalidad su arte había dado un paso decisivo. No cabía seguir pensando en hacerle reproches. Tal vez su indiferencia fuese un estado de ánimo pasajero. ¡Había tanta bondad en él, tanta nobleza!
–Bien, Dorian –dijo, finalmente, con una triste sonrisa–; a partir de hoy no volveré a hablarte de ese suceso tan terrible. Sólo deseo que tu nombre no se vea mezclado en un escándalo. La investigación judicial se celebra esta tarde. ¿Te han convocado?
Dorian negó con la cabeza; y una expresión de fastidio pasó por su rostro al oír mencionar la palabra «investigación». Todo aquel asunto tenía algo de vulgar y de tosco.
–No saben cómo me llamo –respondió.
–¿Tampoco ella?
–Sólo mi nombre de pila, y estoy seguro de que nunca se lo dijo a nadie. En una ocasión me contó que todos tenían una gran curiosidad por saber quién era yo, pero siempre les decía que era el Príncipe Azul. Una delicadeza por su parte. Has de hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Me gustaría tener algo más que el recuerdo de algunos besos y unas palabras entrecortadas llenas de patetismo.
–Trataré de hacer algo, Dorian, si eso te agrada. Pero tienes que venir y posar para mí de nuevo. Sin ti no hago nada que merezca la pena.
–Nunca volveré a posar para ti. ¡Es imposible! –exclamó Dorian, retrocediendo.
El pintor lo miró fijamente.
–¡Mi querido Dorian, eso es una tontería! –exclamó–. ¿Quieres decir que no te gusta el retrato tuyo que pinté? ¿Dónde está? ¿Por qué has colocado ese biombo delante? Déjamelo ver. Es lo mejor que he hecho. Haz el favor de retirar el biombo, Dorian. Me parece vergonzoso que tu criado esconda mi retrato de esa manera. Ahora comprendo por qué la habitación me ha parecido distinta al entrar.
–Mi criado no tiene nada que ver con eso. ¿No imaginarás que le dejo arreglar la biblioteca por mí? A veces coloca las flores…, eso es todo. No; soy yo quien lo ha hecho. La luz era demasiado fuerte para el retrato.
–¡Demasiado fuerte! No puede ser. Es un sitio admirable para ese cuadro. Déjamelo ver.
Un grito de terror escapó de la boca de Dorian Gray, que corrió a situarse entre el pintor y el biombo.
–Basil –dijo, sumamente pálido–, no debes verlo. No quiero que lo veas.
–¡Que no vea mi propia obra! No hablas en serio. ¿Por qué tendría que no verlo? –preguntó Hallward, riendo.
–Si tratas de verlo, te juro por mi honor que nunca volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Hablo completamente en serio. No te doy ninguna explicación, ni te permito que me la pidas. Pero, recuérdalo, si tocas ese biombo, nuestra amistad se habrá terminado para siempre.
Hallward quedó anonadado. Miró a Dorian Gray con infinito asombro. Nunca lo había visto así. El muchacho estaba lívido de rabia. Apretaba los puños y sus pupilas eran como discos de fuego azul. Temblaba de pies a cabeza.
–¡Dorian!
–¡No digas nada!
–Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por supuesto que no voy a mirarlo si tú no quieres –dijo, con bastante frialdad, girando sobre los talones y acercándose a la ventana–. Pero me parece bastante absurdo que no pueda ver mi propia obra, sobre todo cuando me dispongo a exponerla en París en otoño. Probablemente tendré que darle otra mano de barniz antes, de manera que tendré que verlo algún día, y ¿por qué no hoy?
–¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? –exclamó Dorian Gray, sintiendo que le invadía un extraño terror. ¿Iba a ser el mundo testigo de su secreto? ¿Se quedaría la gente con la boca abierta ante el misterio de su vida? Imposible. Había que hacer algo, no sabía aún qué, y hacerlo de inmediato.
–Sí; espero que no te opongas. George Petit va a reunir mis mejores obras para una exposición personal en la rue de Séze que se inaugurará la primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Creo que podrás pasarte sin él ese tiempo. De hecho es seguro que no estarás en Londres. Y si lo tienes detrás de un biombo, quiere decir que no te importa demasiado.
Dorian Gray se pasó la mano por la frente, donde habían aparecido gotitas de sudor. Se sentía al borde de un espantoso abismo.
–Hace un mes me dijiste que no lo expondrías nunca –exclamó–. ¿Por qué has cambiado de idea? Las personas que presumís de coherentes sois tan caprichosas como todo el mundo. La única diferencia es que vuestros caprichos carecen de sentido. No es posible que lo hayas olvidado: me aseguraste con toda la solemnidad del mundo que nada te impulsaría a mandarlo a ninguna exposición. Y a Harry le dijiste exactamente lo mismo.
Se detuvo de repente y apareció en sus ojos un brillo especial. Recordó que lord Henry le había dicho en una ocasión, medio en serio medio en broma: «Si quieres pasar un cuarto de hora insólito, haz que Basil te cuente por qué no quiere exponer tu retrato. A mí me lo contó, y fue toda una revelación». Sí; quizá también Basil tuviera su secreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?
–Basil –le dijo, acercándose mucho y mirándolo fijamente a los ojos–, los dos tenemos un secreto. Hazme saber el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Qué razón tenías para negarte a exponer el retrato?
El pintor se estremeció a su pesar.
–Si te lo dijera, quizá disminuyera el aprecio que me tienes, y sin duda alguna te reirías de mí. Me resulta insoportable que suceda cualquiera de esas dos cosas. Si no quieres que vuelva a ver el cuadro, lo acepto. Siempre puedo mirarte a ti. Si quieres que mi mejor obra permanezca oculta para el mundo, me doy por satisfecho. Tu amistad es más importante para mí que la fama o la reputación.
–No, Basil; me lo tienes que contar –insistió Dorian Gray–. Creo que tengo derecho a saberlo –el sentimiento de terror había desaparecido, sustituido por la curiosidad. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hafward.
–Vamos a sentarnos, Dorian –dijo el pintor con gesto preocupado–. Siéntate y respóndeme a una sola pregunta. ¿Has notado algo peculiar en el cuadro? ¿Algo que probablemente no advertiste en un primer momento, pero que se te ha revelado de repente?
–¡Basil! –exclamó el muchacho, agarrándose a los brazos del sillón con manos temblorosas, y mirándolo con ojos más llenos de miedo que de sorpresa.
–Ya veo que sí. No digas nada. Espera a escuchar lo que tengo que decir. Desde el momento en que te conocí, tu personalidad ha tenido sobre mí la más extraordinaria de las influencias. Has dominado mi alma, mi cerebro, mis energías. Te convertiste en la encarnación tangible de ese ideal nunca visto cuyo recuerdo obsesiona a los artistas como un sueño inefable. Te idolatraba. Sentía celos de todas las personas con las que hablabas. Te quería para mí solo. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Y cuando te alejabas de mí seguías presente en mi arte… Por supuesto nunca te hice saber nada de todo eso. Hubiera sido imposible. No lo habrías entendido. Apenas lo entendía yo. Sólo sabía que había visto la perfección cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo se había convertido en algo maravilloso; demasiado maravilloso, quizá, porque en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no menos grave que el de conservarla… Pasaron semanas y semanas, y yo estaba cada día más absorto en ti. Luego sucedió algo nuevo. Te había dibujado como Paris con una primorosa armadura, y como Adonis con capa de cazador y lanza bruñida. Coronado con flores de loto en la proa de la falúa de Adriano, mirando hacia la otra orilla sobre las verdes aguas turbias del Nilo. Inclinado sobre un estanque inmóvil en algún bosque griego, habías visto en la plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y todo había sido, como conviene al arte, inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatídico, pienso a veces, decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eres, no con vestiduras de edades muertas, sino con tu ropa y en tu época. No sé si fue el realismo del método o la maravilla misma de tu personalidad, que se me presentó entonces sin intermediarios, sin niebla ni velo. Pero sé que mientras trabajaba en él, con cada pincelada, con cada toque de color me parecía estar revelando mi secreto. Sentí miedo de que otros advirtieran mi idolatría. Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en aquel cuadro. Decidí entonces no permitir que el retrato se expusiera nunca en público. Tú te molestaste un poco; pero no te diste cuenta de todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le hablé de ello, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo terminado, y me quedé a solas con él, sentí que yo tenía razón… Luego, a los pocos días, el lienzo abandonó mi estudio, y tan pronto como me libré de la intolerable fascinación de su presencia, me pareció absurdo imaginar que hubiera algo especial en él, aparte del hecho de que tú eras muy bien parecido y de que yo era capaz de pintar. Incluso ahora no puedo por menos de pensar que es un error creer que la pasión que se siente durante la creación aparece de verdad en la obra creada. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color sólo nos hablan de sí mismos…, eso es todo. Con frecuencia me parece que el arte esconde al artista mucho más de lo que lo revela. De manera que cuando recibí la invitación de París decidí hacer de tu retrato la pieza principal de mi exposición. Nunca se me ocurrió que te negaras. Ahora comprendo que tenías razón. El retrato no se puede mostrar. No te enfades conmigo por lo que te he contado, Dorian. Como le dije a Harry en una ocasión, estás hecho para ser adorado.
Dorian Gray respiró hondo. Sus mejillas recobraron el color y sus labios juguetearon con una sonrisa. Había pasado el peligro. De momento estaba a salvo. Pero no podía dejar de sentir una piedad infinita por el pintor que acababa de hacerle aquella extraña confesión, al tiempo que se preguntaba si alguna vez llegaría a sentirse tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero nada más. Era demasiado inteligente y demasiado cínico para que nadie sintiera por él un afecto apasionado. ¿Habría alguna vez alguien que suscitara en él, en Dorian Gray, tan extraña idolatría? ¿Era ésa una de las cosas que le reservaba la vida?
–Me parece extraordinario, Dorian –prosiguió Hallward–, que hayas descubierto mi secreto en el retrato. ¿Lo has visto de verdad?
–Vi algo en él –respondió el joven–; algo que me pareció sumamente curioso.
–Bien; ahora ya no te importará que lo vea, ¿no es cierto?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
–No me pidas eso, Basil. No puedo permitir que veas ese cuadro cara a cara.
–Pero llegará algún día en que sí.
–Nunca.
–Bien; quizás estés en lo cierto. Me despido de ti. Has sido la única persona que de verdad ha influido en mi arte. Si he hecho algo que merezca la pena, te lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado decirte todo lo que te he dicho.
–Mi querido Basil –respondió Dorian–, ¿qué es lo que me has contado? Simplemente, que te parecía que me admirabas demasiado. Eso ni siquiera llega a ser un cumplido.
–No era mi intención hacerte un cumplido. Ha sido una confesión. Ahora que ya la he hecho, tengo la impresión de haber perdido algo de mí mismo. Quizá nunca se deba traducir en palabras un sentimiento de adoración.
–Ha sido una confesión muy decepcionante.
–¿Qué esperabas, Dorian? No has visto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no es cierto? ¿Había algo más que ver?
–No, no había nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de adoración. No tiene sentido. Tú y yo somos amigos, y hemos de seguir siéndolo siempre.
–Tienes a Harry–dijo el pintor con tristeza.
–¡Ah, Harry! –exclamó el muchacho con una carcajada–. Harry se pasa los días diciendo cosas increíbles y las veladas haciendo cosas improbables. Exactamente la clase de vida que me gustaría llevar. Pero de todos modos no creo que fuese en busca de Harry cuando tuviera problemas. Creo que iría antes a verte a ti.
–¿Volverás a posar para mí?
–¡Imposible!
–Destrozas mi vida de artista negándote. Nadie se tropieza dos veces con el ideal. Y son muy pocos los que lo encuentran siquiera una.
–No te lo puedo explicar, pero no puedo volver a posar para ti. Hay algo fatal en un retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de placentero.
–Placentero para ti, mucho me temo –murmuró Hallward, pesaroso–. Y ahora, adiós. Siento que no me dejes ver el cuadro una vez más. Pero qué se le va a hacer. Entiendo perfectamente tus sentimientos.
Mientras lo veía salir de la habitación, Dorian Gray no pudo evitar una sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba de saber la verdadera razón! ¡Y qué extraño era que, en lugar de verse forzado a revelar su propio secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántas cosas le había explicado aquella extraña confesión! Los absurdos ataques de celos del pintor, su desmedida devoción, sus extravagantes alabanzas, sus curiosas reticencias…, ahora lo entendía todo, y sintió pena. Le pareció que había algo trágico en una amistad tan cercana al amor.