Kitabı oku: «Los hijos del caos»
LOS HIJOS DEL CAOS
PABLO CEA OCHOA
LOS HIJOS DEL CAOS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021
LOS HIJOS DEL CAOS
© Pablo Cea Ochoa
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2021.
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ISBN: 978-84-18730-34-4
PABLO CEA OCHOA
LOS HIJOS DEL CAOS
Para Natalia, sin la cual esta historia nunca se hubiera escrito.
Para Manuel, Carlos y Juan, los primeros siempre
en escuchar mis extravagantes ideas y batallitas.
Índice
Prólogo
CAPÍTULO 1: Sombras nocturnas
CAPÍTULO 2: Reencuentros inesperados
CAPÍTULO 3: Transformación
CAPÍTULO 4: Historias alrededor del fuego
CAPÍTULO 5: El paso de las montañas
CAPÍTULO 6: Un bosque enfermo
CAPÍTULO 7: Vuelo a lomos de un dragón
CAPÍTULO 8: Planes de guerra
CAPÍTULO 9: Sobrevivir
CAPÍTULO 10: ¿Un poco de amor?
CAPÍTULO 11: Un mundo mucho más grande
CAPÍTULO 12: Cuestión de confianza
CAPÍTULO 13: Amenaza en el subsuelo
CAPÍTULO 14: El chico, el lobo y la kannima
CAPÍTULO 15: Ofensiva sorpresa
CAPÍTULO 16: Guerra fría
CAPÍTULO 17: Dignos, indignos, vivos y muertos
CAPÍTULO 18: El pico del Lobo
CAPÍTULO 19: Entre la espada y la pared
CAPÍTULO 20: Demasiado tarde
Prólogo
Hace varios meses salió anunciado en las noticias que unos científicos de una empresa farmacéutica consiguieron modificar un virus mortal de manera que sirviera como medida preventiva contra las enfermedades más mortíferas del mundo. Se podían prevenir y más tarde erradicar el sida y todo tipo de cánceres con una simple inyección, de la que casi nadie sabía la composición.
El mundo entero optó por aceptar y someterse a esos tratamientos. Además, era algo muy barato por entonces, así que casi cualquiera podía permitírselo. Y durante un tiempo funcionó: los casos de estas enfermedades empezaron a decrecer a una velocidad asombrosa. Se había encontrado la manera de salvar millones de vidas. No obstante, tras unos meses algo cambió y empezaron a ocurrir cosas extrañas. Pasado un tiempo empezaron a darse casos aislados de gente que enloquecía y moría repentinamente. Después sus cuerpos seguían moviéndose y deambulando una vez muertos a causa de unos débiles impulsos nerviosos. Poco a poco toda la gente vacunada acabó muriendo, como por arte de magia, y así pasaron a convertirse en las bestias que los supervivientes llamamos inferis.
Yo me llamo Percy y nunca me vacuné contra esas enfermedades. Cuando comenzó la inevitable catástrofe hice lo que pude para sobrevivir, pero han pasado ya muchos meses y creo que he visto demasiadas cosas, cosas que ni puedo ni quiero esforzarme por entender. Ahora viajo sin rumbo junto con mi amiga Natalie, que me ha acompañado desde que todo empezó a irse a la mierda. Con el tiempo acabamos por descubrir que nosotros no éramos personas normales y corrientes, sino semidioses, hijos directos de los dioses olímpicos, y que los responsables de la creación de los inferis eran unos monstruos mucho más grandes y temibles llamados titánides.
Desde que fuimos conscientes de la cruda verdad vivimos escondiéndonos en bosques espesos y eternos en el norte de Europa, durante tanto tiempo que ya casi hemos olvidado cuánto hace desde el comienzo de la epidemia, aunque también sabemos que debemos encontrar a los otros diez semidioses restantes, ya que solo así podremos tener opción de derrotar a los titánides y devolver la Tierra a como era antes de todo esto.
CAPÍTULO 1
Sombras nocturnas
PERCY
Era un día frío de invierno. Estaba en medio de un pinar, en mitad del bosque, y sentía cómo el viento helado soplaba y pasaba entre los árboles para después golpearme en la cara y congelar levemente mis pulmones cuando me veía obligado a inspirar.
De repente escuché algo que se movió entre la espesa maleza y, temiéndome lo peor, me tumbé en el suelo y me quedé oculto e inmóvil tras unos arbustos. Varios segundos después logré distinguir la grácil figura de un pequeño corzo, que apareció vagando por entre los árboles. Antes de levantarme lentamente me quedé mirándolo unos segundos. «Precioso. Aún queda algo de belleza en el mundo», pensé mientras el animal se detenía frente a otros arbustos próximos a los míos y agachaba la cabeza para comer algo, aprovechando ese breve momento de tranquilidad.
Cuando casi estuve en pie, noté que a mi lado se empezó a airear una rizada melena negra, arreada por el viento, y un segundo más tarde un fugaz destello plateado atravesó el arbusto e impactó de lleno en el cuerpo del animal, que se desplomó al instante, dando un golpe seco en el suelo.
—¿Sentimental otra vez, Percy? —preguntó mi compañera mirándome a los ojos mientras se echaba el pelo hacia atrás y se colgaba su arco a la espalda. Yo no le dije nada y me acerqué al animal para recoger el cuerpo.
—Bueno, aunque sea pequeño tendremos comida para unos cuantos días —comenté por lo bajo mientras observaba lo delgado y desnutrido que estaba el corzo.
Natalie se acercó a mí y me sonrió. Como siempre, yo clavé mi mirada en sus ojos, que eran marrones y corrientes, aunque algo más grandes de lo habitual. También dirigí la mirada a su pelo, negro como el azabache, rizado y despeinado, y cuando ella se dio cuenta de que la estaba mirando tan fijamente se sonrojó y me volvió a sonreír, dejando al descubierto su perfecta dentadura. Siempre había sido una chica bastante guapa, incluso tras el apocalipsis.
Llevábamos más o menos un año y unos cuantos meses huyendo, desde que se desató la catástrofe mundial de los inferis. Tratábamos de encontrar a alguien, algún grupo con el que sobrevivir, pero desde que ambos perdimos a todos nuestros amigos y familiares en un ataque de los titánides no volvimos a ser los mismos, pues fue justo en ese momento de caos y de pérdidas cuando nos dimos cuenta de quiénes éramos en realidad y de la enorme responsabilidad que recaía sobre nuestros hombros al saberlo.
Me dispuse a cocinar la carne del ciervo cuando Natalie terminó de desollarlo. Tenía poca carne aprovechable, ya que el animal era muy joven y estaba muy escuálido. Mi amiga se sentó a mi lado, frente a la hoguera que yo acababa de encender para retener el calor que el fuego nos proporcionaba, ya que estaba empezando a oscurecer y eso nunca era bueno.
—¿Crees que nosotros somos capaces de arreglar todo esto? ¿De verdad? —me susurró ella mientras miraba hipnotizada a las llamas, que poco a poco iban ahumando y haciendo la carne.
—Antes sí lo creía, pero ahora ya no estoy tan seguro de ello —le respondí, siendo consciente de que esa no era la respuesta que quería oír. Pero ella, igualmente, se acurrucó bajo mi abrigo de piel mientras exhalaba vaho por la boca a causa del frío.
«Podría quedarme así toda la vida», pensé mientras me acomodaba a su lado yo también, sintiendo el calor que me daba el estar tan cerca de ella.
Después de un rato le entregué un trozo de carne y ambos nos la comimos avariciosa y ansiosamente, como animales. No era la mejor carne del mundo, ni siquiera nos sabía bien, pero ya era algo. Al menos no moriríamos de hambre.
Cuando terminamos de cenar y después de guardar la carne sobrante en un agujero que excavamos en la tierra, los dos nos metimos en nuestra tienda de campaña, donde Natalie se dejó caer sobre su saco de dormir y comenzó a cerrar poco a poco los ojos. Yo le di un pequeño beso en la mejilla antes de taparla con una manta hecha de pieles.
—Más tarde te despierto, cuando te toque hacer tu guardia —le dije, a lo que ella asintió sin llegar a abrir los ojos y después soltó un par de bostezos a causa del sueño.
Salí de nuevo afuera, dispuesto a empezar mis cinco horas de guardia. Me abroché como pude mis holgadas ropas y me quedé un buen rato sentado en un tocón frente al fuego. Entre tanto, fui pensando en cómo me había cambiado la vida en cuestión de un año. Y no había sido un cambio precisamente bueno. Según me iba sumiendo en mis tristes pensamientos y en mis retorcidas ideas del mundo, me empezó a entrar el sueño. Miré mi reloj, que siempre llevaba en mi mano izquierda, y vi que marcaba ya las tres de la mañana. Y eso fue lo último que recuerdo antes de caer rendido y de dormirme frente a la hoguera.
Supe que me había dormido porque al despertarme en mitad de la noche vi que las únicas luces que aún seguían encendidas eran las de las brasas de la hoguera y los dos farolillos de aceite que poníamos a la entrada de la tienda por las noches. Las luces y el fuego ahuyentaban a los inferis y a los animales.
Rápidamente intenté volver a avivar el fuego, pero esa era una tarea que siempre me había costado mucho hacer. Tras intentarlo durante unos minutos muy tensos, escuché el crujido de varias ramas al partirse. La había fastidiado bastante quedándome dormido. Pegué un pequeño bote por el susto e instintivamente me puse en posición defensiva mientras sostenía con fuerza el palo que usaba para intentar avivar el fuego. Tras unos segundos vi que ante mí fueron apareciendo varios pares de ojos amarillos que brillaban en la oscuridad. Pensé en gritar para despertar a Natalie, pero aun bajo tensión era consciente de lo imprudente que sería gritar en ese momento.
Las figuras portadoras de esos siniestros ojos amarillos se acercaban al campamento, avanzando lentamente desde la penumbra, y noté cómo el corazón se me empezó a acelerar. Entonces intenté razonar y usar un poco la cabeza. Unos ojos amarillos así no podían pertenecer a inferis, que siempre tenían los ojos hundidos y negros. Pertenecían a unos animales que no había visto desde hacía ya mucho tiempo y que habían aprovechado la ausencia del fuego para poder merodear por la zona sin ser vistos.
Cuando me di cuenta de la gravedad de la situación, presa del pánico, agarré un montón de hierbajos del suelo y los arrojé a las brasas, que los consumieron en cuestión de unos segundos. Eso me dio la luz suficiente como para poder distinguir las siluetas de al menos diez lobos de un tamaño descomunal que acababan de rodear el campamento. Estuve a punto de correr hacia la tienda para coger las armas que guardábamos en su interior, pero antes de que pudiera hacer nada uno de los lobos me atacó por la espalda y me mordió con fuerza en el muslo izquierdo. Caí al suelo enseguida y, al ver mi pierna aprisionada por esas enormes mandíbulas, instintivamente cogí una piedra con mis manos y golpeé con ella al lobo en el hocico. Le aticé con la piedra un par de veces con todas mis fuerzas, lo cual hizo que se tambaleara y que la mitad de su cara cayera sobre las brasas.
El animal gimió por el dolor mientras se quemaba la carne. Cuando consiguió levantarse se quedó parado frente a mí, mostrándome los dientes. Al fijarme en sus ojos vi que el contacto con las brasas le había dejado completamente ciego de un ojo, aparte de haberse abrasado la mitad de su cara. Entonces salió corriendo y los demás lobos dudaron sobre atacarme o no, pero acabaron siguiendo al que, al parecer, era su alfa.
Respiré muy hondo y me bajé un poco el pantalón, pero cuando vi toda la sangre que manaba de mi muslo no pude hacer nada y me desmayé por el dolor.
*****
Me desperté con un dolor de cabeza tremendo e intenté ponerme en pie nada más despertarme, pero al intentarlo me caí hacia atrás y me di cuenta de que estaba en el interior de mi tienda, con Natalie a mi lado y nuestro kit de primeros auxilios abierto sobre sus rodillas.
—¡Eh, eh, eh, tranquilo! No te muevas demasiado o se te va a abrir todo y voy a tener que volver a coserte. Menuda la has armado. Has tenido suerte de que no hayan sido inferis —me dijo Natalie, que acababa de terminar de coserme y cerrarme la herida.
—Gracias —conseguí responderle mientras notaba como me empezaba a arder la pierna. Natalie me miró sorprendida cuando me empecé a quejar por la herida, como pidiéndome una explicación de lo que había ocurrido.
—Es una herida bastante profunda. ¿Qué pasó? —preguntó ella muy tensa, mirando aún hacia mi muslo. Pero yo ignoré su pregunta e hice como si no la estuviera escuchando. Intenté levantarme de nuevo, pero el ligero ardor que sentía en la pierna se transformó repentinamente en dolor y volví al suelo de la tienda mientras gritaba y me retorcía. Creo que esos movimientos tan inesperados hicieron que Natalie se asustase y se apartara de mí. Y eso no era algo fácil.
—¿Qué? —logré decir cuando se me pasó un poco el dolor y me reincorporé.
—Tus ojos… están diferentes —me contestó desde la otra punta de la tienda mientras me apuntaba con su cuchillo de caza. Así que yo, confundido, cogí un pequeño espejito que ella siempre guardaba en su mochila y cuando lo levanté para ver mi reflejo en él yo también me asusté bastante.
Mis ojos, antes marrones como los de Natalie, se habían vuelto amarillos, pero no del color de la miel, sino como el brillo fosforescente de una luciérnaga. Entonces dejé de verlo todo borroso y todos los recuerdos de la noche anterior volvieron a mi cabeza de golpe, lo que me causó bastante angustia y dolor de cabeza. Aun en ese estado, decidí volver a intentar ponerme en pie.
Esta vez no sentí ningún dolor en el muslo, así que asomé la cabeza por fuera de la tienda y junto a las piedras que rodeaban la fogata vi las enormes huellas del lobo que me había atacado la noche anterior. En ese momento me di cuenta de lo que había ocurrido y de que los recuerdos de mi cabeza eran verdad y no imaginaciones por el shock. Intenté razonar durante unos segundos y no me llevó demasiado tiempo llegar a una conclusión, una conclusión que aparentemente parecía algo estúpida, pero que era la única con algo de sentido que se me ocurría. Ahora era un licántropo.
Cuando terminé de contarle todo lo ocurrido a Natalie, ella llegó mucho más rápido que yo a la misma conclusión y empezó a gimotear y a sollozar mientras me miraba con los ojos llorosos e hinchados.
—¿Por qué? —gritó ella tirando al suelo su cuchillo de caza y acercándose a mí para mirarme de nuevo a los ojos—. Debe de haber algo que pueda hacerse al respecto —añadió tras unos segundos—. Pídele ayuda a tu padre, algo podrá hacer. O intenta… —trató de decir ella, pero yo le corté antes de que siguiera hablando con desesperación.
—¿Cómo? Rompí el colgante, ¿recuerdas? Y aunque pudiera hablar con él no me ayudaría. Ya viste cómo es; tanto tú como yo le damos igual —le respondí.
Era extraño ver como Natalie lloraba o demostraba algo de afecto por alguien. Normalmente, ella solía tomar el papel de la insensible y de la que no tenía escrúpulos, pero yo no se lo recriminé nunca. Sabía que perder a toda su familia le afectó a ella mucho más que a mí. Yo tardé unos cuantos días en superar y asimilar la muerte de toda mi familia e hice lo mismo cuando nos enteramos de que éramos semidioses y de que los dioses olímpicos existían. Ella, en cambio, estuvo casi tres semanas sin poder decir una sola palabra por el shock.
Mi compañera agachó la cabeza y se secó una lágrima con la manga de su abrigo. Acto seguido se reincorporó y me miró fijamente a los ojos, haciendo una pequeña mueca irónica. Después se acercó a mí muy rápidamente y me besó de golpe.
De primeras me quedé muy confuso; no entendía bien lo que estaba pasando y estaba siendo demasiada información para mi cabeza en muy pocas horas, pero debía intentar asimilarla como pudiera. Además, el beso de Natalie me dejó completamente descolocado. Yo llevaba enamorado de ella en secreto desde hacía un par de años, desde antes del apocalipsis, pero nunca imaginé que ella pudiera sentir lo mismo por mí.
Cuando Natalie se separó de mí me miró muy preocupada, seguramente por si yo no sentía lo mismo, así que sin dudarlo puse una de mis manos rodeando su cintura para acercarla a mí y coloqué la otra sobre su cuello y parte de su mejilla mientras le devolvía el beso, algo que llevaba esperando desde hacía ya mucho tiempo. Y en ese momento en el que nuestros labios se volvieron a juntar noté que el resto del mundo había dejado de importarme.
CAPÍTULO 2
Reencuentros inesperados
PERCY
De nuevo amanecí y vi que me encontraba tumbado en la tienda con Natalie dormida a mi lado. Nos habíamos pasado todo el día anterior los dos juntos sin salir de la tienda, tan solo para comer. Por suerte, los lobos no se habían llevado la carne del ciervo que habíamos enterrado. Al levantarme ese día sentí como si hubiera recuperado todas mis fuerzas, así que probé a incorporarme y, una vez de pie, me miré de nuevo en el espejito de Natalie. Seguía teniendo los ojos amarillos, con las pupilas dilatadas y estiradas, como las de un gato o un reptil. En cierto modo, me gustaba cómo me quedaban, eran bastante intimidantes, pero no me hacía demasiada gracia lo que significaban. Pero aparté esos pensamientos de mi mente y salí de la tienda para respirar aire fresco.
Era una mañana muy húmeda y fría, eso se notaba en el cielo y en el ambiente, pero yo no sentía frío ninguno. A lo lejos, en el horizonte, se veían nubes oscuras que traerían consigo una fuerte tormenta, pero de momento todo estaba en calma. Se podía apreciar el rocío que había caído esa mañana en las hojas de las plantas, se escuchaba muy claramente el piar de los pájaros, incluso creí ver a un par de ardillas correteando y saltando de árbol en árbol. Me sentía relajado, en paz. Desde siempre me había encantado estar rodeado de naturaleza.
Pero justo cuando iba a volver a inspirar ese aire tan puro sentí como una gran punzada en la cabeza, la cual me dolió durante solo unos segundos. Cuando se me pasó el dolor alcé la mirada y me di cuenta de que lo estaba viendo todo como a cámara lenta. Era una sensación extraña, porque me hacía sentir bien, pero a su misma vez me hacía marearme, algo parecido a la sensación de fumar hierba. Era bastante alucinante; parecía como si lo pudiera ver todo: a Natalie durmiendo dentro de la tienda, a unos conejos escondidos dentro de su madriguera o a las aves que se escondían entre las ramas de los árboles. Y también podía oírlo todo, hasta el más mínimo crujido de las ramas o el aleteo de los pájaros que volaban sobre mí. Incluso el olfato se me había agudizado, aunque olí cosas bastante desagradables.
Este cúmulo de sensaciones nuevas me levantó un dolor de cabeza terrible tras un par de minutos disfrutando de ello, pero me hacía sentir bien al mismo tiempo. Era un sentimiento extraño, que rozaba los límites de lo adictivo. Y yo siempre había tenido problemas con ciertas adicciones antes del fin del mundo.
De repente esa visión y ese oído aumentados desaparecieron. Me empecé a encontrar bastante mal, volví a tener tirones en la pierna izquierda y cuando se me pasó un poco alcé la vista y conseguí divisar algo que me llamó la atención. Y es que a lo lejos se alzaba una nube de polvo que ascendía rápidamente en el cielo. Traté de enfocar un poco la vista para averiguar la causa de tal revuelo y gracias a esa visión tan aguda que me había vuelto de golpe pude distinguir como un grupo enorme de esos lobos tan grandes venía corriendo en mi dirección.
—¡Nat! ¡Nat! —grité mientras volvía corriendo a la tienda con una rapidez digna de las olimpiadas a pesar de mi dolor en la pierna—. ¡Levántate! ¡Tenemos que irnos! —le advertí al atravesar el doble fondo de la tienda.
—¿Qué ocurre? —me respondió ella sobresaltada y recién levantada—. ¿Son inferis? —preguntó mientras buscaba su cuchillo de caza y su arco.
—¡No hay tiempo! ¡Vámonos! ¡Ya! —repliqué sin dejar que ella siguiera hablando. Así que ambos nos pusimos algo de ropa todo lo rápido que pudimos. Yo metí todo lo necesario en una mochila, cogí de la mano a Natalie y salimos corriendo enseguida.
Al empezar a correr me di cuenta de que ambos íbamos descalzos, pero eso tampoco nos importó demasiado. Seguimos corriendo a pesar del dolor que sentíamos al clavarnos piedras en los pies. En ese momento lo único importante era ponernos a salvo.
—¡Percy, detente! No puedo más —me dijo Natalie cuando llevábamos corriendo unos minutos mientras se examinaba las plantas de los pies, que estaban llenas de tierra y empapadas de sangre.
No podía dejarla allí sin más, no después de todo lo que habíamos pasado juntos, así que al ver que los lobos y la nube de polvo se iban acercando y que no podíamos escapar de ellos corriendo, opté por subir al árbol más cercano. Era un árbol grueso y viejo, con muchas raíces que sobresalían en su base y muchas ramas secas pero aún fuertes y aparentemente resistentes, al menos lo suficiente como para aguantar el peso de los dos. Cuando llegamos a una altura considerable nos encaramamos a una rama muy gruesa y nos abrazamos mientras intentábamos calmar nuestras agitadas respiraciones.
Los lobos acababan de llegar bajo el árbol y al ver que el rastro de sangre que dejamos se acababa allí empezaron a deambular por la zona confundidos. Cuando varios pasaron buscándonos por debajo del árbol ambos tratamos de contener la respiración, pero justo en ese momento una gota de sangre cayó al suelo y Natalie estornudó cuando una rama le rozó la nariz. Habría sido una situación algo cómica de no ser por la decena de lobos, que inmediatamente alzaron sus cabezas para mirarnos y se pusieron a aullar. Inicialmente me resultó un sonido algo incómodo e inquietante de oír, pero tras unos minutos acabamos acostumbrándonos a los aullidos.
Pasamos allí subidos muchas horas, tantas que hasta creí escuchar repetidas veces la palabra «matadlos», pero sabía que seguramente sería mi imaginación jugándome una mala pasada. Igualmente, no le quise decir nada a Natalie sobre eso; ya estaba suficientemente exhausta y asustada. Nosotros estábamos acostumbrados a tratar con inferis, pero los lobos eran algo nuevo para los dos.
Pasaron las horas y los lobos, que al principio intentaban subir al árbol, se fueron rindiendo poco a poco y algunos se sentaron a esperar a que bajáramos. Otros no dejaban de dar vueltas al árbol para buscar algún medio de llegar hasta nosotros, pero todos acabaron por sentarse o tumbarse a esperar. Pensamos en intentar arrojarles ramas secas o algo para espantarlos, pero algo me decía que no eran simples animales y que no se asustarían así como así.
Pasó otro par de horas. Los lobos seguían esperando inquietos a nuestros pies y la rama en la que estábamos sentados comenzaba a ceder y no llegábamos a alcanzar la siguiente. Nos habíamos quedado sin más sitios a los que agarrarnos y los lobos lo sabían.
Cuando la rama estaba en las últimas, los lobos empezaron otra vez a dar vueltas en círculos justo debajo de nosotros, esperando inquietamente la inminente caída. Pero de repente vimos como uno de los animales, el más grande de todos, cayó desplomado en el suelo con una flecha en el cuello, que había impactado justo en su yugular, haciendo que se desangrara a los pocos segundos. Uno tras otro, los lobos empezaron a caer muertos al suelo y al no saber de dónde procedían los proyectiles se acabaron viendo obligados a retirarse, aunque no sin aullarnos una última vez.
Tras unos segundos llenos de confusión e incertidumbre, vimos cómo un par de figuras humanas se bajaron de un salto de los árboles paralelos al nuestro. Llevaban ropas viejas y desgastadas y también tenían unas capuchas que les quedaban tan holgadas que lo único que se podía saber de esas personas era que se trataba de chicas, jóvenes seguramente.
—¡Ya podéis bajar! —gritó una de las dos chicas cuando llegaron al lugar en el que hacía un par de minutos estaban los lobos.
Un segundo más tarde, la rama en la que estábamos sentados se rompió y caímos al suelo. La caída se suponía que sería severa por la altura, pero realmente no nos hicimos ningún daño más allá de un par de cortes y rasguños. Cuando nos pusimos en pie, Natalie y yo nos miramos. Ambos sabíamos que desconfiar de los extraños era una regla esencial para los supervivientes, ya que muchas veces las personas llegaban a ser peores que los muertos, pero supuse que si nos habían ayudado en aquella situación tan comprometida habría sido por algo.
Nos acercamos a las figuras encapuchadas y según recortamos la distancia empezamos a poder distinguir las caras de aquellas chicas, que al parecer serían de nuestra edad, unos diecinueve o veinte años. Supuse que me tuve que quedar con la boca abierta cuando les vi los rostros, porque Natalie me pegó un fuerte codazo para que reaccionara antes de estar frente a ellas.
Ambas eran extremadamente guapas a pesar de sus vestimentas y su olor rancio, propio de todos los supervivientes, ya que no podíamos bañarnos o ducharnos cada mucho tiempo. Me quedé helado al darme cuenta de que yo sabía quiénes eran esas dos chicas…
—¿Kika? ¿Cristina? —pregunté no muy seguro, ya que eran dos personas que no veía desde hacía ya muchos años.
—Hola, Percy —contestó Cristina, que me sonrió tras quitarse la capucha y después, sin previo aviso, me abrazó. Por su parte, la otra chica, Kika, se limitó a asentir con la cabeza mientras volvía a colgarse su arco en la espalda.
—¿De verdad sois vosotras? —dije tremendamente sorprendido y confuso, sin creerme lo que veían mis ojos—. ¿Qué hacéis aquí? —Aún no terminaba de asimilar que nos hubiéramos encontrado ahora, después de tantos años. Cuando nos contaron que llevaban vigilándonos desde hacía un par de días les presenté a Natalie, aunque a mi compañera no le hicieron mucha gracia las dos chicas.
Natalie volvió a mirarme con su famosísima cara de que quería y exigía explicaciones, pero ignoré por el momento eso y me limité a hablar con Cristina de lo contento que estaba de haberlas encontrado vivas. Aunque se me hacía bastante raro haberlas encontrado en la otra punta de Europa.
—Bien, ¿ya hemos terminado? Porque tenemos prisa. Seguidme —nos pidió Kika en un tono muy firme, casi militar. Con ella no me llevaba igual de bien que con Cristina. En el pasado ocurrieron cosas entre ambos y nos separamos.
Nos quedamos muy serios, sin saber qué hacer, pero cuando nos entregaron un par de botas a cada uno, que sacaron de sus mochilas, nos las pusimos y las seguimos sin poner objeciones.
Habían cambiado muchísimo desde la última vez que las vi, incluso su manera de andar. Ahora se movían ágilmente entre los árboles. Eran supervivientes, igual que nosotros, y habían aprendido a adaptarse al mundo.