Kitabı oku: «Los hijos del caos», sayfa 2

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CAPÍTULO 3

Transformación

PERCY

—Deberíamos acompañarlas, Natalie —le dije a mi amiga o pareja. No sabía exactamente lo que éramos después de lo que había ocurrido el día anterior en el interior de la tienda. Parecía un poco raro que yo dijera algo así a pesar de que siempre fui el más desconfiado de los dos, tanto antes como después del apocalipsis.

—¿Y por qué? —replicó Natalie indignada—. No me fío de ellas aunque nos salvaran. Y tú tampoco deberías aunque las conozcas. Hace años que no ves a ninguna de las dos y podrían no ser lo que parecen. Además, no me hacen gracia —dijo sin pelos en la lengua.

—Son amigas, créeme. Son buena gente y son de fiar, aunque Kika pueda ser un poco seca y borde. Si no confías en ellas, al menos confía en mí cuando te digo que podemos estar con ellas. Las dos fueron muy buenas amigas mías hace unos cuantos años —le respondí a Natalie, que aún seguía disconforme con la situación. Noté que me miraba con recelo y le costó un buen rato aceptarlo, aunque finalmente me tendió una sonrisa muy vaga, pero que a mí me valía, así que me acurruqué a su lado y le di un beso, ante lo que ella me miró y me habló de nuevo.

—¿De verdad me quieres? —me preguntó muy seriamente. Nunca habíamos hablado de los sentimientos del uno por el otro aun cuando solo éramos amigos. Aunque no era un tema que me incomodase en exceso.

—¿Qué? Por supuesto. Parece mentira que necesites preguntarme eso a estas alturas. Después de todo lo que hemos pasado juntos, es como si fuéramos tú y yo contra el mundo —le contesté muy cariñosamente, pero ella me seguía mirando a los ojos y vi que no le convencía demasiado mi respuesta—. De verdad, Natalie, claro que te quiero. Hemos peleado, hemos luchado, hemos gritado y hemos llorado juntos. Y a pesar de eso hasta nos lo hemos llegado a pasar bien. ¿Cómo no te iba a querer?

Ella me seguía mirando fijamente con sus penetrantes ojos marrones, en los que vi el reflejo de los míos, amarillos y relucientes. Seguía sin acostumbrarme del todo a verme así y cuando pasaron unos segundos vi que a Natalie le empezó a caer una lágrima lentamente, deslizándose por su mejilla. Al ver eso me senté y me puse frente a frente con ella. Con mi pulgar le limpié esa lágrima y le seguí hablando.

—¿Nat, qué te pasa? —Aún se me hacía raro verla llorar de esa forma cuando casi nunca la había visto hacerlo. Ella agachó la cabeza y no respondió a la pregunta—. Venga, vamos, cuéntame. ¿Qué te ocurre? —insistí.

—No lo sé. Es que hemos pasado ya mucho tiempo estando solos y nos las hemos sabido arreglar. Es solo que no quiero que las cosas cambien —reconoció ella.

—¿Lo dices por ellas? —pregunté mientras movía mi cabeza en dirección a la tienda de Kika y Cristina, que la habían montado al lado de la nuestra—. Tengo mis historias con cada una de ellas, pero ninguna de esas historias es como la nuestra —le expliqué para intentar calmarla y que no viera el cambio de estar solos a estar con ellas como algo malo.

—¡Cambio de guardia! —nos gritó Cristina desde fuera, así que Natalie cogió su arco y su carcaj y salió sin decir nada.

Yo comprendía (o al menos creía comprender) lo que le ocurría, pero no llegaba a entender a qué venía tanta desconfianza hacia mí. Después de todo, yo era quien había estado con ella siempre, el que la había ayudado y la había apoyado en todo momento.

Tras un par de minutos pensando, resoplé y me puse las botas y mi abrigo de pieles, me revisé la herida del muslo y vi que ya estaba completamente curada. Algo extrañado, salí de la tienda para hablar con ella.

Fuera hacía bastante frío, aunque yo no lo sentía, pero sí notaba cómo se me dormían algunas partes del cuerpo que no estaban bien abrigadas. Ya era de noche y las únicas luces que quedaban encendidas eran la de la luna, decreciente, la cual al mirarla me provocaba un buen mareo; la de los farolillos de la entrada de nuestra tienda, que pronto se acabarían quedando sin aceite; las linternas de la tienda de Kika y Cristina y, por último, la luz que aportaba la hoguera.

Cuando me acerqué vi que Natalie estaba sentada, tratando de avivar las llamas para que el fuego no se apagara mientras se cubría el cuerpo con una manta de pieles sacada de nuestra tienda. Poco a poco me aproximé a ella, que estaba algo más calmada, así que cogí uno de nuestros farolillos y me senté a su lado para quedarnos varios minutos contemplando las llamas sin hablar ni decir nada.

—Te voy a contar una de esas historias. Si quieres escucharla, claro —le propuse a Natalie tras un buen rato.

—¿Y si no quiero escucharla? —me replicó ella irónica. Yo la miré muy serio y me dejó continuar, ya que hablar de mi pasado no me gustaba.

—Bien, pues… era un día oscuro, más o menos como estos últimos días. Soplaba en la calle un viento huracanado. Incluso los árboles más sólidos y fuertes daban la impresión de poder partirse en dos en cualquier momento. Ese día me quedé solo en casa después de haber estado durante todo el verano de campamento. Mis padres se solían ir de vacaciones con el resto de mis hermanos y a mí me mandaban a esa especie de campamentos militares para chicos problemáticos, en los que nos obligaban a madrugar, levantándonos a las cinco de la mañana, y nos daban bazofia para comer. Había acabado el campamento y volví en autobús a casa. Vi que mis padres y hermanos aún no habían llegado de sus vacaciones. No me dejaron ni una nota ni nada, así que fui a tumbarme en el colchón de mis padres, que comparado con el mío, roto y deshilachado, era el cielo. Y ahí, tumbado, me puse a pensar en todas las experiencias que había vivido ese último verano —narré para empezar y vi que Natalie me estaba mirando muy fijamente. Había conseguido captar su atención.

—¿Siempre hablas tan dramáticamente cuando hablas de tu pasado? Venga, sigue. No te pares ahora —me respondió cuando dejé de hablar por un momento para coger aire.

—Me puse a pensar y la experiencia que más me había marcado con diferencia había sido pasar esos meses junto a una chica llamada Kika. Desde el primer año que nos encontramos en esos campamentos nos llevamos bien e íbamos juntos a casi todos lados: a las actividades, a las comidas… Incluso llegamos a dormir juntos sin que nadie lo supiera. Éramos como uña y carne y, aunque los monitores trataran de separarnos porque éramos unos trastos, nosotros siempre encontrábamos la manera de pasar tiempo juntos. Lo que más nos gustaba era desesperar a los responsables del campamento. Nos pasamos así esos tres meses y los veranos de los dos años anteriores. No sé, supongo que de pasar todo ese tiempo juntos acabé por quererla como algo más que una amiga —expliqué intentando no trabarme, ya que cada vez que había tratado de hablar de ello con alguien nunca pude acabar la historia. Natalie asintió con la cabeza sin dejar de mirarme ni un solo segundo, como si supiera cómo iba a terminar la historia. Pero seguía interesada en escucharme—. Kika era una chica bastante tímida, por lo que hacer amigos o hablar de tener algo juntos eran cosas que estaban del todo descartadas. Y, bueno, pues ese día en casa me puse a pensar en todo aquello que pudimos haber dicho al otro y que al final no hicimos. Lo único que tenía de ella era una foto montando a caballo y una dirección de correo electrónico, desde la que me mandaba un par de correos a la semana preguntándome cómo me iba y contándome un poco sus continuos viajes por el mundo, aunque nunca me llegó a contar nada acerca de sus padres o del sitio en el que vivía. Pero poco a poco pasaron las semanas y los dos correos semanales se convirtieron en uno. Y más tarde, en ninguno. Llevábamos ya un mes sin hablarnos y sin saber nada uno del otro cuando un día, nada más salir del instituto, la vi. Durante unos breves instantes me emocioné muchísimo al ver su cara entre la multitud, pero enseguida me di cuenta de que no estaba allí por mí. Cuando llegué hasta ella vi que estaba besando a un chico, que resultó ser otro de los que fueron al campamento ese último año. En ese momento no lo pensé, así que me acerqué corriendo hacia ellos y aparté al chaval con un empujón. Kika me miró atónita y el chico me respondió con otro empujón, por lo que, presa de la ira, le di un puñetazo en la cara con el que creo que le partí la nariz, si no lo recuerdo mal. Después de ese incidente me expulsaron del instituto dos semanas y los padres del chico me pusieron una denuncia por agresión, que acabé pagando con servicios a la comunidad durante esas dos semanas, recogiendo la basura del pueblo. Y eso por no hablar de que el castigo en casa fue monumental. Pero no me arrepentí ni un solo segundo de lo que había hecho. Tras lo sucedido aquel día, nadie volvió a ver a Kika por el pueblo ni en ninguna parte, tampoco en la ciudad. Nadie supo nada de ella, ni de dónde era, ni dónde vivía, ni nada acerca de su familia; y yo lo único que tenía era esa maldita dirección de correo, pero, a pesar de que le envié muchos mensajes, nunca más volví a recibir uno suyo. Aún puedo recordar cómo me gritaba mientras le limpiaba la nariz de sangre al otro chaval de mi instituto. Con él tampoco volví a hablar hasta lo que pasó hace unos meses en ese campo de Praga. Le encontré entre la multitud e intenté ayudarle, como a todos, pero llegué demasiado tarde. Y unos segundos después aparecisteis tú y tus padres. Creo que el resto ya te lo sabes… y, bueno, supongo que es por lo que pasó aquel día por lo que ahora Kika no me dirige la palabra. Pero bueno, ya sabes cómo sigue esa historia. Unos meses después de aquello te conocí a ti y todo empezó a ir mejor —terminé de contar la historia muy forzosamente.

—Ya, bueno… Hasta que se fue todo a la mierda —añadió ella para rematar la historia con ese toque irónico que tanto le gustaba y que yo no llegaba a entender en la mayoría de las ocasiones.

—Sí… Hasta que todo se fue a la mierda —repetí para que ella creyera que captaba su sentido de la ironía aunque no fuese verdad.

—¿Así que esa es tu historia con esa chica? —me preguntó ella muy pensativa, a lo que yo asentí. Parecía casi como si me hubiera estado psicoanalizando desde que empecé a contarle la historia—. Nunca me lo habías contado —agregó tras un rato, dando a entender que se había quedado un poco descolocada.

—Nunca ha sido un asunto relevante en lo que se refiere a nosotros —le respondí algo a la defensiva. Natalie agachó la cabeza y, no sé muy bien cómo, en ese momento pude sentir lo que ella sentía. No era empatía, era… algo diferente, mucho más específico, como si estuviera dentro de su cabeza y pudiera intuir cosas respecto a sus sentimientos. Me sentía como si estuviera en su piel, literalmente, sintiendo vergüenza, enfado y una inmensa tristeza, que eran las sensaciones que pude cap-tar—. Es una historia que, como bien sabes, ocurrió hace unos cuantos años. Aún éramos niños. Y desde entonces he cambiado bastante, en gran parte gracias a ti. Así que hazme el favor y deja de pensar en cosas del pasado y pensemos en las cosas del presente, como en nosotros, en ti y en mí… ¿Te parece bien? —terminé y miré a Natalie, que aún tenía los ojos llorosos mientras seguía sin desviar su mirada de la hoguera. Pero tras unos segundos acabó por asentir en respuesta a mi pregunta y me abrazó durante varios minutos seguidos, como solía hacer cada vez que nos sentábamos juntos frente al fuego por las noches.

—Sería un buen puñetazo, ¿no? —dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

—El mejor que he dado nunca —confirmé entre risas. Parecía que Nat había recuperado su sentido del humor, porque se estaba riendo conmigo.

Todo esto me hizo pensar en cómo le afectó la muerte de su familia. A veces podía volverse algo bipolar e insoportablemente inmadura, pero no la culpaba por ello. Después de todo lo que habíamos visto, creía que era algo completamente normal y, aunque la muerte de nuestros padres nos hubiera afectado de manera diferente, la quería.

Después de hablar un rato de cosas triviales y mundanas, me despedí de ella y me dirigí a mi tienda para poder dormir, no sin antes darle un beso en la mejilla. Había recobrado su sentido del humor, pero muchas veces era mejor dejarla a solas con sus pensamientos hasta que se le pasara. Cuando estaba a un par de pasos de mi tienda y me iba agachando para abrir la cremallera del doble fondo, noté que alguien me agarró del abrigo desde atrás. Me imaginé que sería Natalie, pero cuando me giré y vi a Kika me sobresalté bastante.

—Acompáñame, tenemos que hablar —me dijo muy seria, tanto que casi parecía un robot hablando, uno muy imponente. Cuando vio que yo no reaccionaba volvió a agarrarme del antebrazo y fue tirando de mí mientras nos íbamos internando más y más en el bosque, lejos del campamento y de las tiendas. Yo no quise decir nada por el momento, pero cuando pasaron varios minutos y vi que Kika no me soltaba pegué un fuerte tirón y me paré en seco.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Y por qué irnos tan lejos para hablar? —pregunté, temiéndome que quisiera hablar de lo sucedido a la salida del instituto aquel día.

—¿Desde cuándo eres licántropo? —me interrogó con su inquebrantable tono de voz militar, firme e increíblemente monótono.

—Me mordieron hace un par de días. ¿Cómo lo has sabido? —pregunté extrañado. Realmente, me esperaba que me hablara de otras cosas, así que me sentí bastante aliviado en ese sentido.

—No hace falta ser un genio para darse cuenta. Digamos que se ve a simple vista —aclaró ella poniendo especial énfasis en las últimas palabras mientras abría sus ojos muy extravagantemente. Puso una cara bastante inquietante.

—Bien, vale. ¿Y qué te importa eso? Y más a ti —le respondí con cierto rencor en mi tono de voz. Aún me seguía olvidando de que ahora mis ojos eran amarillos y que se veían a la legua. Ya me iría acostumbrando a ello.

—Por preguntar… —Y ahí fue cuando se le empezó a quebrar la voz y ese tono militar desapareció por completo para ser sustituido por uno mucho más suave—. Sé que nunca te pedí perdón por lo que hice contigo —reconoció con la intención de inspirar algo de lástima con esa voz tan aparentemente rota.

—¿Por qué? ¿Por usarme como tu marioneta ese último verano en el campamento o por hacerme ilusiones para después enrollarte con otro tío? Tranquila, ya lo tengo superado, pero no creo que quiera perdonarte. Si os he dicho de formar grupo entre los cuatro es por pura supervivencia —le espeté todo lo duramente que pude.

—Mira, entiendo que tengas un poco de rencor por aquello, pero si me dejas intentar explicarte lo que pasó podría… —intentó decir, pero yo la corté para que no pudiera tratar de excusarse.

—¿Un poco de rencor? ¡Ya te di la oportunidad de excusarte! ¡Te mandé cientos de correos electrónicos y no me respondiste a ninguno! ¡Fuiste la primera persona a la que de verdad quise y me traicionaste! Tener un poco de rencor no es ni la mitad de cómo estoy —le grité presa de mi repentino enfado, que aumentaba más y más con cada palabra que salía de su boca. Ella se asustó por mi reacción, algo totalmente entendible. Supuse que tener a un licántropo enfrente y estar rozando el límite de su paciencia era una situación algo incómoda y no solo para ella. Para mí también.

—Lo sé, hice muchas cosas de las que me arrepiento mucho, pero admite que tu reacción al enterarte fue un poquito desproporcionada, ¿no crees? —me replicó alzando el tono y sacando un poco de pecho, dándome a entender que lo que había ocurrido no era para tanto. Pero a mí fue algo que me marcó y me tocó bastante.

—¿Un poquito qué? —grité rabioso y noté como una especie de cosquilleo en la punta de los dedos de las manos y en los pies, acompañado también por un calor que provenía de mi estómago, junto con un dolor tremendo y atroz en mis encías, dentro de mi boca.

En ese instante me di cuenta de que había desencadenado una especie de transformación al ver cómo mis brazos empezaron a cubrirse de pelo y mis uñas se volvían garras. El enfado y el dolor físico hacían una muy mala combinación, así que empecé a golpear árboles y rocas, todo lo que me encontrara y con lo que pudiera desahogarme; pero, lejos de lograr calmarme, lo único que conseguí fue agravar mi enfado aún más.

—¿Qué haces? ¡Para! —me pedía Kika gritando mientras trataba de salir corriendo en dirección a las tiendas. Yo la miré y solo por un instante lo vi todo borroso y desenfocado. Un segundo después escuché a Kika gritar. Cuando pude volver a ver nítidamente me encontraba encima de una chica totalmente inmovilizada y aterrada. La chica tenía tanto miedo que era incapaz de gritar. Solo sollozaba mientras cerraba sus ojos con fuerza—. Por favor… —me suplicaba entre lágrimas, pero realmente no la entendía cuando hablaba. Supe lo que me había dicho por la manera en la que movió sus labios para decirlo. En mi interior pensaba que debería parar, pero cuanto más me resistía a hacerle daño más fuerza hacía contra ella—. Percy, por favor, tú no eres así —dijo mientras sollozaba. Me di cuenta de que intentaba alcanzar disimuladamente el mango de la espada que llevaba envainada en su cinturón, pero le fue inútil intentarlo.

Yo grité, intentando controlar mis acciones, pero de mi boca solo salió un rugido y cuando terminé de rugir dejé abierta mi boca mientras miraba fijamente a su cuello.

En ese momento mi cuerpo y mi mente eran dos cosas muy distintas y a una de las dos no podía controlarla. Al pensar en tantas venas y arterias haciendo circular su sangre empecé a notar hambre, pero un hambre dolorosa, como si llevara meses sin comer nada. Así que poco a poco me fui acercando a su cuello.

«¡Para! ¡Quieto!», me decía mentalmente a mí mismo, pero seguía acercándome más y más a ella. Cuando llegué a estar frente a frente con la chica vi mi reflejo en sus ojos cuando los abrió.A pesar del verde de sus ojos, mi amarillo prevalecía en el reflejo. Justo ahí dudé un poco, porque vi mi cara y era la de un monstruo; estaba cubierta de pelos y arrugas, con la boca abierta y babeante y unos dientes desproporcionadamente grandes. A pesar de todo ello, seguía conservando un poco de humano en mi rostro.

—¡Percy, por favor! ¡Lo siento! ¿Vale? ¡Lo siento mucho! —gritó ella, pero yo no reaccioné. Me quedé inmóvil, mirando mi reflejo en sus ojos bañados y humedecidos por las lágrimas. A pesar de saber que lo sentía de verdad, seguía sin poder soltarla porque algo dentro de mi cabeza me incitaba a probar un bocado. Necesitaba saciar esa hambre que me reconcomía por dentro.

De repente ella se acercó a mí y me besó. Yo no me resistí al principio porque me había quedado algo confuso, pero cuando noté cómo aprisionaba uno de mis labios con sus dientes intenté apartarme. Pero ya no podía separarme de ella sin llevarme mi labio por delante y cuando empecé a notar el sabor amargo de mi propia sangre dejé de sentir rabia y pude empezar a pensar por mí mismo para finalmente, cuando el pelo, los colmillos y las garras desaparecieron, poder ser de nuevo responsable de mis propios actos.

Rápidamente me di cuenta de que seguía encima de Kika y de que me encontraba parcialmente desnudo. Entonces la vergüenza y la culpabilidad hicieron que me quitara de encima de ella y corriera a ponerme mi abrigo de piel, que se me había caído mientras me transformaba.

—Perdóname, Kika… No sé qué me ha pasado —le pedí llevándome las manos a la cabeza cuando recuperé el habla y fui consciente de lo que había estado a punto de hacer.

—Perdonado —respondió ella, que se puso en pie de golpe y empezó a escupir al suelo una especie de mezcla compuesta por babas y sangre—. Pero solo si me perdonas tú a mí antes —añadió cuando terminó de escupir.

Yo asentí con la cabeza y después me senté en el suelo. Me dolía todo, el orgullo también. Aparte de que me sentía muy avergonzado por la situación, me encontraba fatal, como si una apisonadora me hubiera pasado por encima.

—Sé que tenías que hacerlo. De lo contrario, tal vez no hubiera parado y ahora estarías… —intenté decir mientras me llevaba la mano al labio para hacer presión y que se cortara la hemorragia, pero ya se había cortado sola. Era extraño cómo ahora trataba de vocalizar bien todas las palabras e igualmente me trababa al hablar.

—Tranquilo, me lo he buscado yo solita. Tengo que aprender a mantener la boca cerrada y a resignarme de vez en cuando. Pero ya me conoces… —dijo ella mientras se ajustaba su cinturón y volvía a acercarse a mí para ayudarme a levantarme, pero con el mareo que me había causado todo lo de la transformación no podía andar en condiciones sin caerme al suelo, así que Kika pasó su brazo derecho por debajo de mi hombro izquierdo y me ayudó a caminar de vuelta al campamento. No le supuso demasiado esfuerzo al principio, ya que yo desde siempre había sido un chico bastante esbelto, si no delgado, pero poco a poco fue cediendo por mi peso—. Volvamos ya. Tu chica te estará echando en falta —soltó a duras penas mientras se esforzaba para que no me cayera hacia un lado.

—Kika… —le dije mientras intentaba erguirme para tratar de ahorrarle trabajo.

—Dime —respondió ella mientras resoplaba una y otra vez debido al esfuerzo que le suponía ayudarme a andar.

—Siempre me lo he preguntado, pero nunca te lo he dicho… ¿Quién eres? ¿Quién eras en realidad? Porque nunca me has hablado de tu pasado o de tu infancia y tampoco me has contado nada acerca de tus padres o del sitio en el que vivías antes del estallido —le pregunté, haciendo referencia al día en el que la amenaza de los inferis estalló de golpe en todas las ciudades y pueblos del mundo al mismo tiempo.

—Esa historia me la guardo para otro momento. Mejor cuando no te tenga que llevar encima, ¿te parece? —propuso ella, que seguía hablando con gran dificultad.

—Está bien, pero hazme un favor y procura no contarle nada de esto a Natalie, ¿sí? —le pedí preocupado, a lo que ella asintió y seguimos caminando. Poco a poco fui pudiendo hacerlo por mí mismo, lo cual fue un tremendo alivio para Kika.

Mientras regresábamos hacia las tiendas ninguno de los dos volvió a decir ni a comentar nada. Nos limitamos a andar y a hacer como si nada hubiera pasado durante los últimos veinte minutos.

Al llegar a los alrededores del campamento todo estaba en absoluto silencio, demasiado silencio. No se escuchaba la radio de Cris, que solo tenía interferencias, pero que, según ella, le ayudaba a poder dormir. Tampoco se escuchaba a Natalie partir ramitas para avivar el fuego de la hoguera, que desde lejos parecía más pequeño y apagado de lo normal.

—Saca las armas —ordenó Kika sin miramientos. Ella también intuía que ocurría algo en el campamento. Eso me confirmó que no era solo mi imaginación.

—No llevo nada encima. Solo tenemos el arco y los cuchillos de Natalie —respondí mientras rebuscaba en todos los bolsillos interiores y exteriores de mi abrigo sin encontrar nada.

—Pues improvisa —me replicó, así que rápidamente cogí la espada de su cinturón antes de que ella la desenvainara.

Kika me miró raro por haberle quitado su arma, pero a mí me dio igual y empecé a gritar los nombres de Natalie y de Cristina a pleno pulmón. Kika intentó hacerme callar, pero la aparté hacia un lado con la mano y seguí gritando para llegar al epicentro del campamento.

—¡Estamos aquí! —respondió Natalie en cuanto nos vio a lo lejos.

Nos aproximamos por entre las tiendas algo más relajados, pero volvimos a ponernos tensos cuando vimos que ella y Cristina estaban sentadas frente a la hoguera junto a un hombre bastante mayor, que estaba situado entre ellas dos.

—Adelante, sentaos. Os estábamos esperando —dijo el viejo mirándonos mientras sonreía pícaramente, algo que no nos inspiró nada de confianza ni a mí ni a Kika, que acababa de coger un palo bastante largo del suelo para arremeter contra el extraño.

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