Kitabı oku: «Armadura para un hombre solo», sayfa 2
ESCALERAS
El gobierno de la ciudad siempre dijo: las olimpiadas serán sinónimo de abundancia. Pero cuando los turistas extranjeros abandonan sus hoteles y los conspiradores del movimiento estudiantil son fusilados, el miedo congela el consumo y satura la fuga de capitales. Tras meses de recesión, tras entender que el enorme sauna que quería construir en el piso veintinueve es un proyecto imposible, Horus se ve orillado a tratar con los vendedores ambulantes quienes han invadido el predio que, en los planos originales del gran Hotel, estaba destinado a la explanada Principal. Una vez transcurridos cuatro días de negociación entre los abogados de Horus y los líderes del gremio, ambas partes acuerdan que cada comerciante pagará una cuota mensual por derecho de piso. Desde el día que firman el convenio, Horus se convence de que eso será suficiente para cubrir los costos del predial, la luz, el teléfono privado que usa todos los jueves para preguntarle a Fabiana qué frutas desea. Ciruelas.
Tras mirar unos segundos aquel laberinto de toldos rosas, Horus baja.
Acompañado del cordial contador Diógenes Mayorga recorre los puestos, busca ofertas, piensa en las necesidades del comedor Giratorio: cerebro que lo engulle todo. Y luego vuelve. Horus se aficiona a la explanada repleta de gritos, a sus paseos con el cordial contador Diógenes Mayorga, a las bolsas de colores. A construir una cosa en lugar de construir otra.
El gran Hotel de la Ciudad es la armadura hueca de un guerrero que ha salido en busca de comida.
Primero guarda las bolsas como si estuviera haciendo una gran cebolla de plástico. Luego descubre otra forma de doblarlas, de convertirlas en cubos comprimidos. Son figuras tan perfectas como el origami. Tanto, que Horus las coloca en la credencia que hay atrás de su escritorio. Avanza con tenacidad por los muebles del piso Muestra. Quiere invadir, arrollar, construir su edificio con esas piezas. Expandirse.
Fabiana lo impide.
Es jueves cuando Horus regresa con una nueva colección de bolsas moradas. No ha terminado de sentarse ante su escritorio repleto, cuando ella ordena al cordial contador Diógenes Mayorga que se lleven todos los cubos al sótano sur. Que termine con aquello. Que basta. Que mire hacia otro lado, que se fije en el halcón Eleonora, que crece sin prisa. Si no lo adiestran puede hacer daño. Diógenes Mayorga contrata a un entrenador que cada jueves, cuando vuelve con Horus del mercado, instruye al maestro constructor en el arte de cazar con aves. Luego, en las tardes, cuando los ambulantes ya han abandonado la explanada, Horus se pone un guante de piel y sale a la terraza del hombro izquierdo del gigante. Desde ahí envía a su bestia por presas.
Las primeras veces trae frutas. Luego ratas. Y una vez un niño rapado: si estuviéramos ahí, veríamos al halcón Eleonora aproximarse de frente, con las alas desplegadas, las garras incrustadas en una cabeza, como si fuera portador de una maldición bíblica. Luego aterriza. Horus y el cordial contador Diógenes Mayorga descubren que se trata de una muñeca tuerta. Tras separarla de las garras del halcón que ya casi está domesticado, le cubren la cabeza con la capucha. Horus da la espalda a esta escena. Se va.
–Llévensela a la casa de Cuernavaca.
Horus no tiene piedad. Entiende que el halcón fue una cría arrebatada de su nido, pero no perdona. El ave es desterrada. Aquella noche, sentado en el comedor Giratorio, el maestro constructor se queda dormido y la ciudad se manifiesta despierta, viva: miles de halcones rodean el edificio llevando niños en las garras. Horus despierta de un salto, con la nariz y la frente aperladas de sudor. El bar está vacío, a oscuras. El gran cerebro se mueve.
El edificio respira.
Siempre que regresa de Cuernavaca y mira el paisaje nocturno, Horus imagina que grandes tortugas irrumpen en medio de una marejada de veladoras. Los cerros que rodean al valle de México son caparazones y cabezas que caen dormidas o hipnotizadas por el crepitar de una galaxia tan desordenada como la ciudad.
Esta vez ha dejado a Fabiana en la casa nueva. Viene de lamerle el coño y hacerla estallar. También de explotar contra ella. Sólo beso en los labios si estoy enamorada y si cojo me enamoro. Y no quiero perderme por nadie. Bésame aquí, anda, sólo aquí. La odia, se acuerda que la odia. Sólo me hacía gastar gasolina y ácidos en vano. Cambia de tema, maestro Horus, cambia de tema, se dice a sí mismo y mira por la ventana. En este momento afuera está nublado.
Años antes, manejando con lluvia, Horus entra a la ciudad y repasa lo sucedido:
–Puedo organizar las exposiciones desde aquí.
Mientras con sus dedos hace una bolita de cera, Fabiana explica por qué odia la ciudad. La odio porque es como una caja que alguien mira desde arriba. La odio porque no tiene aves. Sí tiene, dice Horus, pero Fabiana no escucha.
–La odio porque tiene ratas y en el tráfico uno se convierte en iguana, ocupa el espacio como iguana, avanza como una iguana, compite con las demás y nuestra memoria iguana se desata. Basta. Quiero vivir en Cuernavaca, porque puedo echarme por horas, trabajar desde aquí, esperarte. Porque aquí hay sol y tu casa es preciosa.
–También es tuya.
–Nuestra.
–Nuestra, sin Escudo.
–Pero le has encargado que haga un mural en la capilla de la casa, ¿no? –dice Fabiana.
Silencio. Horus lo entiende todo y aprieta los puños.
–Y hoy voy a despedirle.
–¿Por mí?
Horus da la espalda.
–¿Es por mí? –insiste Fabiana.
Horus no la oye.
–¿Qué piensas? Dímelo
Horus se apresa una mano con la garra de la otra.
–Dímelo tú. Dime qué pienso desde el día en que le regalaste ese girasol que era para ti.
Fabiana mira al suelo. Horus se gira y toma su cara entre las manos, como una muñeca.
–Sólo falta que vivan en mi casa. Tienen dos días para largarse.
Fabiana estalla. Su última carta en juego es la del chantaje. Acusa a Horus de violar sus espacios, de acosarla, de negarle cualquier placer donde él no esté incluido.
–Yo nunca te he engañado. A nadie le permito hacer lo que tú haces –dice apenas rozando la zona de su pubis–. Mírate, Horus, podrías ser mi tío. Y yo de los viejos tomo lo que se me ofrece. Si no te parece, si no puede ser en Cuernavaca, Escudo y yo viviremos en Berlín.
–¿Qué?
–Le ofrecen una beca. Ya no te necesita y yo muero por él. Lo siento, pero nadie me coge como Sebastián.
–Tu amante tiene un contrato firmado. Si no cumple le voy a poner una demanda de la que nunca se repondrá.
Esa tarde, el halcón Eleonora se deprime en su jaula de Cuernavaca. A pocos pasos de ahí, bañado en colores y sudor, acelerando los trazos, concentrado, Escudo intenta terminar el mural de la capilla: doce retablos que dan cuenta de su historia con el maestro constructor. Íbamos a decir amistad, pero eso ya no es así. Días más tarde, cuando en el último retablo Horus descubre la escena donde una gota de semen cae en la arena, aprieta la mandíbula. Luego ordena que lo borren todo, que lo cubran de cal.
Fabiana no se lo perdona. Y Escudo menos. Al día siguiente toman el vuelo 041 de Lufthansa. Vivirán en Berlín mientras dure la beca o hasta que, como raíces, terminen de beberse el uno al otro.
El retablo ha desaparecido para siempre. A ellos no volveremos a verlos durante algunos años.
Por segunda ocasión, Horus piensa en matarse. Sería muy fácil forzar las puertas corredizas del foso por donde sube y baja el cansado elevador Otis y brincar, caer al vacío, a cien kilómetros por hora.
1975. La rutina de Horus es cada vez más estricta. Los domingos mira los partidos de futbol o las corridas. Los lunes hace listas interminables de pendientes. Los martes tiene reunión con su contador, el cordial Diógenes Mayorga, para revisar los estados bancarios. Los miércoles se empeña en preparar sus instrumentos de caza. Los jueves están divididos en dos: por la mañana hace la compra, por la tarde recorre los restos heredados del mercado Ambulante. Le gusta buscar tesoros. Así les llama. Una caja impecable de ciruelas envueltas en papel de china, peces beta en frascos de gota. Mandarinas, hostias con miel, alegrías, manojos de menta que se guarda para la hora de cazar ratas. Ama ese contraste: oler la mierda y luego el aliento frío que se refugia en esa planta de hojas recién cortadas. Si los olores son un experimento, la caza de ratas es su trabajo del día. Termina de madrugada y el viernes es su día sagrado: Dios descansa. Duerme desnudo, sucio, sin parar hasta la noche del sábado. Entonces Horus se ducha y hace traer putas del Infierno. El piso Muestra se llena de velos y bailarinas. Ahí han estado Angélica Cadena y Sasha Koinberg, May Kwan y Brandi Torres. Con ellas organiza fiestas de disfraces y para ellas destina el presupuesto con que pensaba terminar la piscina al aire libre. Por órdenes de Horus se filman seis películas. Cinco se pasan en cartelera. La sexta es un mito. Treinta y seis minutos rodados entre el piso Muestra y el comedor Giratorio. El documento nunca será visto a menos que suceda otro milagro. Aquel que devele dónde podemos encontrar el verdadero testamento de Horus y, en éste, la decimoctava cláusula, que especifica el destino de la única película donde todas las divas del cine nacional de ficheras aparecen atrapadas en la desnudez de una inmensa lente y sujetas por un interminable abrazo de lenguas.
Por último, los domingos son de bufet. Hubo uno en el que, ya tarde, cayendo el sol, Horus entró a la cocina del restaurante. Si estuviéramos ahí seguiríamos los pasos de un pinche que se dispone a tirar la basura. El maestro constructor lo detiene. Personalmente revisa lo que hay en esas bolsas negras. Los siguientes quince minutos los dedica concentradamente a separar basura. La fruta sirve para hacer compotas, los frascos para guardar especies, los cascos de leche resultan inútiles.
–Llévenlos a un piso libre. Luego decidiré su función.
Se dan órdenes de aprovechar la basura. No usar servilletas desechables, sino hacerse con veinte máquinas lavadoras que se compran en Laredo. El centro de lavado inaugura una nueva época donde la limpieza de los manteles es el mandato más vigilado por el patrón. Mientras, el piso once va convirtiéndose en una alfombra de botellas vacías donde el rostro de una vaca labrada en vidrio se multiplica como en la India.
No estamos al tanto de esto, pero los ingenieros tardan seis días en entender por qué se ha inundado el sótano norte. Primero suponen que es una tubería tapada por el jabón de lavandería. Luego, sospechan de una conspiración: una tribu de bezoares conjurada por los pelos de los usuarios y las plumas de las aves hervidas en la cocina del comedor Giratorio.
Dos pisos de los futuros estacionamientos están llenos de una espuma espesa cuyo olor no corresponde al de una maquinaria que combina lavanda y lejía. Horus está indignado. Después de quince años de servicio, amenaza con despedir al cordial contador Diógenes Mayorga. Éste se traga el regaño, habla utilizando diminutivos y culpa a los proveedores. Casi besa la mano de su jefe. Lo hace todo, menos decir que el hijo pequeño de su hermana jugaba en el estacionamiento y que, por curiosidad, había activado la alarma contra incendios. El chiste cuesta más de diez millones y una multa adicional por no contar con los mecanismos de protección civil adecuados.
Esa noche, con el humo de la ciudad a sus pies y la nariz saturada por el aroma de la espuma contra incendios, Horus contesta una llamada telefónica que le quema el pecho.
Es Fabiana.
Aunque había recibido algunas presiones para que cediera la plaza de trabajo, el maestro constructor no hizo ningún cambio durante la ausencia de Fabiana. El cordial contador Diógenes Mayorga encabezaba la lista. Aspiraba colocar a su hermana en la dirección del Anfiteatro. Veinte veces, en cada oportunidad que tuvo, la promovió como un ser capaz de vender miles de marinas, paisajes y bodegones que, seguramente, ayudarían al mantenimiento del edificio. En respuesta, el jefe decretó una exposición permanente, con Escudo como principal protagonista.
–Lo he dejado y por mí puedes tirar todos sus cuadros a la basura –le dice Fabiana.
Vivir con Escudo en Berlín fue un desastre: dos veces encarcelado por violencia en bares y restaurantes, reuniones clandestinas con el Partido Comunista que duraban hasta el amanecer, infidelidades, mucha coca, un golpe en el ojo de Fabiana.
–En cambio, tú me cuidas ¿Quieres que me masturbe? Quiero que me metas la lengua.
Horus la perdona. Ella lo visita en el piso Muestra. Besa su mano, luego la frente. A la mañana siguiente una flotilla de trabajadores toma café. Son diez hombres que, tras las indicaciones de Fabiana, abandonan sus tazas para desmontar, cuadro por cuadro, la exposición permanente de Sebastián Henríquez Escudo.
Cada lienzo es hecho rollo hasta sumar treinta y cinco de tamaño mediano y doce de gran formato. Luego de un memorándum, los lienzos son destinados al piso cuarenta y cuatro, junto con los anaqueles de vinos y verduras; aunque en realidad deberían haberlos almacenado en el piso doce, donde se encuentra la colección Escudo.
Que se maltraten, que se echen a perder, piensa Fabiana.
Nada se moverá de su sitio. Por lo menos, hasta la llegada de los vagabundos.
El jueves siguiente, Fabiana pasa a recoger su cheque. Ella tomará de nueva cuenta las riendas del Anfiteatro. El contador Diógenes Mayorga le informa que pueden concertar un aumento de sueldo si acepta tomar un coñac en el bar de enfrente. Eso se llama acoso, Horus. El lunes, un guardia de seguridad recibe al contador con la noticia de su despido. Fabiana gana la primera batalla.
Esa tarde, festeja con unas amigas en un bar. Aprovecha la fiesta y decide experimentar con una hermosa joven de nariz fracturada. Maquillándose frente al espejo del baño se dice: Nunca lograrás escapar de Escudo si no bogas en un mar opuesto.
Dejemos todo en eso, en bogar.
Horus nació un día marcado por el signo de géminis. El médico lo trajo al mundo mientras doce papalotes se debatían contra las redes del alumbrado público. Aunque es muy poco probable que así haya sucedido, a Horus le gusta contar esta historia cuando habla de sus orígenes. Incluso ahora que balbucea frente al vidrio que llena de vaho. Según nuestros informes, sabemos que su madre fue amante de un alto funcionario de la compañía de Luz y que Horus fue el único hijo que éste pudo engendrar. Cuando tenía seis años, la madre falleció en un accidente aéreo. Sin que el padre pudiera recuperarlo, el pequeño creció en un orfanato. Acaso pasaron algunos fines de semana juntos. Quizá una o dos navidades. Nunca se lo dijo, pero el padre de Horus hubiera querido vencer el dedo censor de su esposa legítima. Un hijo bastardo es siempre el principal enemigo de cualquier madre estéril. Por eso Horus creció en ese orfanato, mirando los cables donde se enredaban los papalotes de su calle. Mi padre siempre me prometió uno. Cuando los reporteros llegaban a preguntarle el origen de su fortuna, Horus arrojaba una metralla de elogios para su madre y una ráfaga de odio para su madrastra. Luego esgrimía una historia que no era del todo cierta, pero que a él le divertía mucho.
–Verá, yo soy un hombre que se ha hecho a sí mismo. Cuando iba en primero de preparatoria empecé a fabricar papalotes. Primero fue uno. Con las utilidades de su venta hice cinco más. Todos fabricados con mis diseños, con mis propias manos. A la semana siguiente vendí diez. Y así hasta que un día, regresando de la calle, me enteré que mi padre también había muerto (algo relacionado con los pulmones) y que yo era el heredero universal de catorce edificios, una fábrica de zinc, un parque y una cuenta bancaria cuya cantidad en depósito no voy a revelar.
El testamento decía que los bienes le serían entregados el día que cumpliese dieciocho años. Así fue. El asistente del notario que puso en orden los papeles era un joven y cordial estudiante de contaduría, cuyos lentes le permitían escudarse del mundo. Se llamaba Diógenes Mayorga. Diez años después de haberse convertido en millonario, Horus ya había comprado todos los bienes que pertenecían a la esposa legítima del padre. Los puso a su nombre y luego se fue a vivir a la casa que, durante años, le estuvo vetada. Al entrar al vestíbulo le pareció estar en el interior de una ballena.
Lo primero que Horus hizo fue encargar al entonces novato Sebastíán Henriquez Escudo un retrato de su madre, que colocó, según sus cálculos, donde se marcaba la sombra del retrato que había pertenecido a la primera señora de la casa. Además de remozar las habitaciones, también compró dos salas y contrató a un jardinero. Para ese entonces, el cordial contador Diógenes Mayorga empezaba a volverse jorobado, gracias a las horas que pasaba frente al libro de doble contabilidad.
El barrio de san Jerónimo Lídice era en aquel momento un pueblo dominado por el tren nocturno. El milagro mexicano se extendía por la ciudad. A pocas calles de ahí, los esqueletos del Estadio Olímpico y la universidad competían en obras. Los niños rondaban el progreso en bicicleta. Cada noche, a las ocho, el cuadro de su madre, los muebles y los jarrones vibraban anunciando la llegada de una locomotora que pasaba casi rozando la sala de cada casa. El animal entraba serpenteando por angostos carriles y la leche temblaba, a veces estrellando sus cascos contra el piso. Era la hora de la merienda en que Horus se entretenía diseñando nuevos papalotes. Uno de esos bocetos aún permanece enmarcado. Es un trazo a lápiz que, desde una esquina del despacho, hace un hilo virtual hasta su escritorio. Muchas veces ha imaginado que ese hilo está atado a la oreja de su taza. Luego da un sorbo y pasa a otra cosa.
Por unos días no sucede nada extraño. Sólo acechamos. Si pudiéramos, conseguiríamos copias de las fotografías enmarcadas que cuelgan de los pasillos y aquellas otras que hay en el escritorio. En todas se retratan los días de grandeza: fotografías aéreas del antiguo parque donde sembró los cimientos de su guerrero; imágenes en las que aparece con los miembros de distintas cámaras industriales, con políticos, con actrices y directores de cine; reproducciones de los hechos que convirtieron a Horus en una escultura o, más bien, en dos. Aquella de barro que está en su oficina y que lo esculpe de pie, portando un traje sin arrugas (para siempre sin arrugas) y señalando al cielo con una mano, mientras que con la otra aprieta un plano hecho rollo. Abajo, en la plaza Interior del edificio, la segunda escultura padece las cacas de paloma que cubren su cabeza de bronce, sus ojos de bronce, sus hombros monumentales y su mano izquierda de bronce señalando al cielo.
Que Horus quiera enterrar la memoria de todo esto, no quiere decir que no lo recuerde. Hubo un tiempo en que ganaba todas sus apuestas. Escribiendo sobre el vaho que arroja en la ventana, anota la fecha en que su suerte cambió: los días del piso Muestra transcurrían con tranquilidad, hasta que una tarde se encontró rodeado de abogados. Esquivando algunos rostros, posa sus recuerdos sobre una ladilla de papel. El pasado se convierte en este presente. Frente a sus narices reposa el documento de doscientas páginas con que su contador, el cordial Diógenes Mayorga, lo demanda por incumplimiento de contrato. Básicamente reclama su despido injustificado. Al fondo, hacia el sur, doce papalotes otean el aire. O al menos eso es lo que la imaginación de Horus quiere ver.
De un manotazo, el maestro constructor interrumpe al jefe de los abogados. Luego se pone de pie. Dando la espalda, mira cómo uno de los papalotes se enreda a causa del viento y luego lo hace con unos cables. Horus guarda silencio algunos segundos.
Aún dando la espalda, alza la mano y la deja caer igual que el papalote.
–Denme un día para leer los papeles. Por lo pronto, pueden retirarse.
Como su memoria, seguimos atorados en los mismos días. El pasado gana terreno. Horus va coleccionando los objetos que Fabiana se inventa. Cuando ella termina su trabajo en la galería, sube a visitarlo al piso Muestra y luego se lo lleva a cenar. Les gusta caminar por la avenida de la República hasta llegar al parque hundido. Suelen meterse a un restaurante que se llama el Salón Azul. A la hora del postre, Fabiana se entretiene armando figuras: esferas de cera que extrae de las velas de centro, abanicos hechos con popotes y fuego de cerillas, estrellas mutantes que construye con palillos mojados en agua. Horus los guarda todos en una caja, junto con las pruebas de impresión que ella le regaló cuando le hicieron su primer estudio desnuda. Ahí también guarda un frasco de arena y las llaves del hotel donde, por primera vez, ella se dejó besar las paredes húmedas de ese fabuloso templo vaginal que Horus ha convertido en su única religión. Cada vez que su lengua entra ahí, el constructor en jefe busca el pequeño punto que corona al puente de Venus. Entonces escribe la palabra Dios, la palabra arquitecto, la frase: Dios es el arquitecto de este templo y yo me arrodillo y escribo cien veces contando hasta cien. Cuando traza el último cero Fabiana se viene, se extravía como una plegaria que no llega a ningún lado.
Horus también posee su sangre. La guarda en una gasa utilizada para curar la herida de la rodilla izquierda que Fabiana se hizo en la casa de Cuernavaca. De sólo verlo, el mapa teñido sobre el algodón lo lleva a su cuerpo. Entonces la mira: es la composición de un conjunto de triángulos: el sostén negro del bikini, los pelillos del pubis delineados de vértice a vértice; los equiláteros que forman sus muslos y el isósceles que se traza en la cima de sus nalgas cuando se le ocurre tomar el sol tumbada de cara al infierno. En la espalda, una colección de lunares y una herida que parece un cometa.
Y ella, con sus triángulos, es su colección favorita de papalotes.
Como su memoria, viajamos hacia atrás. Quizá ha pasado un año o poco más. El mismo en que Escudo vive en Nueva York. El pintor se enriquece vendiendo sus cuadros por metro y gamas de color. Es la época de los famosos Signos de tránsito. En el comedor Giratorio, con el periódico abierto, Horus mira las acciones del hotel bajar y Fabiana lo tiene destemplado.
–Me tienes fuera de foco.
Se lo dice muchas veces. Cien.
Cuando ella despierta, una caja ocupa los pies de su cama. No es muy grande. Está llena de arena. Fabiana la reconoce de inmediato. Es arena de Majagua. Su playa. El sitio que Luis Barragán les prestó para pasar un par de semanas. Tiempo de revelación donde, si pudiéramos, veríamos que ella sólo le permitió besar, lamer, acariciar, morder su sexo. Nada más.
Sobre la caja de arena hay un tulipán morado y ni una sola nota.
Los regalos se continúan como si la pulsión creativa de Horus pudiera despertarse gracias al deseo. Sus amigos, sus hombres de confianza, sus abogados, siempre lo han considerado un duro. Emprendedor es la palabra del manual. Nunca otra cosa.
–En ese caso, contesta que tu hotel es una escultura. O mejor todavía, diles que es una armadura gigante.
Fabiana lo abraza con sus piernas. Piensa que en ese momento podría romperle el cuello.
Entonces él recupera el ego y empieza a soplar lentamente las paredes verticales de Fabiana. A eso le llama beso de aire o beso Hoover. Mientras lo ejecuta imagina la sorpresa del día siguiente: una cena en globo aerostático, un circo en la azotea, un paraguas convertido en pecera, una canasta llena de algodones de azúcar con una nota que dice: El cielo se está cayendo a pedazos.
El mundo avanza en paz. Todo camina bien hasta el sábado en que se le ocurre regalarle un fonógrafo. Lo descubre en una tienda de antigüedades. Incluida la aguja y un acetato de la obertura 1812; paga un total de cuatro mil pesos. El anticuario explica cómo colocar la aguja y hacer girar la manivela.
Horus espera a que llegue el viernes. Atento a la cocina (ensalada de endivias con mostaza, miel y queso de cabra; magret de pato y, de postre, dulce de ciruelas), se encarga de montar personalmente la mesa sobre el hombro derecho del gigante, en el sitio que Fabiana ha bautizado como el bosque de las Antenas.
El resto de la noche se convierte en una colección de fracasos. Fabiana llega al sitio con los ojos vendados, casi a la fuerza, pensando que ahí no hay magia. Horus da vuelta a la manivela y cuando quiere colocar la aguja sobre el acetato de la obertura 1812 un sonido espantoso destruye el momento provocando estragos en sus oídos y en los canales milimétricos del disco. La aguja se ha extraviado en alguna parte y, en ese momento, Horus se da cuenta de lo que está por suceder: en vez de escuchar los cañonazos y compases de la 1812, Fabiana se quita la venda de los ojos, mira la enorme bocina y sin dar más tiempo dispara:
–Escudo ha vuelto.
Discuten dos minutos más. Hasta que, con los platos intocados, Horus se pone en pie. Le gusta decir cosas dando la espalda. A Fabiana le gusta provocar:
–Ni creas que voy a perseguirte.
–Haz de tu vida un papalote –alcanza a escuchar ella mientras Horus desaparece por el bosque de las Antenas.
A la mañana siguiente, cuando el maestro constructor regresa de una caminata que ha durado toda la noche y su lengua le reclama café, descubre que la montaña de papeles ha amanecido sin la famosa taza. Entonces, Horus patea una silla y camina hacia la habitación que Fabiana ocupara en el piso Muestra. La desesperación nocturna regresa. Todo está intacto, incluso la ropa y sus cientos de zapatos. Fabiana siempre supo sacarlo de sus casillas. Robar esa taza fue como escupir sobre una puñalada.
Igual que su memoria, estamos de vuelta en este presente. Ahora, con los años encima y el piso Muestra vuelto una ruina, Horus escudriña lo que sucede en la calle. Sobre la ventana arroja vaho y trata de limpiar. Quiere ver mejor. Abajo, en el ala oeste del guerrero descubre a un grupo de hombres. Son pocos. Se le figuran un escuadrón de sombras. Desde nuestro lugar observamos algunos de sus movimientos. Está nervioso, sabe que será vencido pronto. La memoria de Fabiana lo abandona, entonces piensa en su contador y siente furia. La misma que le laceró el pecho cuando ella le anunció el regreso de Sebastián Henríquez Escudo.
Desde nuestro sitio, revisamos los informes. Por lo que sabemos, el cordial Diógenes Mayorga ha escalado paso a paso. Al tiempo que el maestro constructor despilfarraba en proyectos, el contador ahorró en relaciones. Un favor aquí, un contacto allá. Mientras el maestro constructor se endeudaba, el hombre de los números fue pagando año con año el impuesto predial del antiguo parque donde está edificado el gran Hotel. La ley juega en contra de Horus. En algún artículo del Reglamento de bienes inmuebles se dice que quien paga los derechos tiene el derecho. El cordial contador Diógenes Mayorga se encuentra a nada de convertirse en propietario y la doble contabilidad acumulada durante años en un cuaderno verde y otro rojo, lo han vuelto un hombre rico.
Horus sigue escudriñando en la ventana y no distingue las sombras. Entre aquella ruptura con Fabiana y la invasión que se avecina hay un objeto que los une: todo empezó con la taza. Cuando Horus descubrió que la montaña de papeles se había quedado sin su Dios, la maldijo con la saliva vuelta casi espuma. Parecía jabón. Horus logra regresar a esos días. Su memoria se atora justo en el instante en que piensa: Es una ladrona. La taza no está y él habla entre dientes. Las va a pagar todas. Esta hija de puta las va a pagar todas. El estómago es una piedra de odio. Horus avienta zapatos a las fotografías, rompe aquellos que tienen tacones de aguja, rasga ropa, revuelve libros y papeles hasta que se topa con la agenda de Fabiana. Respira agitado e intenta calmarse, la cabeza le hormiguea. Se entretiene mirando las fechas. Hay corazones dibujados y cientos de citas anotadas: al cine con Sebastián, comida con Sebastián, expo con Sebastián, a Cuernavaca con Sebastián. Sebastián Henríquez Escudo y Fabiana Serra. Sebastiánsebastiánsebastián. En cambio, cuando en la agenda Fabiana se refiere a Horus sólo pone: reunión de trabajo con H. o cita con el contador y H. Las cenas, los regalos, las caminatas juntos no le merecen ningún registro.
Todo lo que he hecho, ha sido por ti, piensa Horus. Todo esto es por ti, se sorprende Horus hablando. Está sentado frente a la mesa de Fabiana y es la segunda vez que hojea su agenda. Quiere encontrarse, ver su nombre acompañado de signos. Lo logra. En las páginas correspondientes al mes de enero lee una S. de Sebastián, un signo de igual y luego seis corazones dibujados y un signo de pesos. Debajo de la S. hay una letra H. de Ariel Horus a la que le sigue un signo de igual y a un costado cinco signos de pesos. Horus ha perdido el control de una pierna. Es como si hubiera cobrado vida. Mientras el muslo le tiembla a la manera de una batidora, abajo, el pie sigue el ritmo de una partitura dolorosa incapaz de encontrar armonía. Las siguientes semanas serán la secuela. Tendrá ataques de pánico. Se dedicará a subir y bajar varias veces las escaleras del gigante hasta caer exhausto. Serán noches de emborracharse en el comedor Giratorio sin que la clientela importe; de hacerse heridas en el pecho y en las manos con la hoja de afeitar; de invocar todo el despotismo que lleva guardado y buscar, una vez más, al enemigo que le permita saciar el deseo de hacer daño.
Como su memoria, seguimos embebidos en la curvatura cóncava de una cabeza que se ancla en el pasado. Parece el interior de una ballena. Horus rasca su cabeza con la garra y recuerda. Todo es tan claro como en aquellos días, cuando Fabiana se fue.
Un mes después, el maestro constructor recibe la declaración de guerra. Con la mandíbula trabada, lee la demanda. En ella podemos encontrar las razones de su antiguo y cordial vasallo para adueñarse de todo.
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