Kitabı oku: «Caminos de reconciliación», sayfa 2
Rodrigo dice que tuvo suerte. Ese día que allanaron la asociación le había tocado ir a trabajar y no había ido a la sede. Si no, piensa que él también podría haber caído preso. En todo caso, la suma de la persecución, la huida de Smith y el asesinato del fundador de la asociación fue el detonante para que Rodrigo decidiera dejar Camerún. Era 2012. Habían pasado casi siete años desde que su prima lo denunciara ante su familia. Siete años de miedo y de vida a escondidas. Había que ir más lejos...
En un momento me dije: «¿Qué pasa?, ¿voy a dejar mi vida aquí?». Decidí entonces buscar un sitio donde pudiese estar en paz. Mi idea no era llegar a Europa en ese momento. Solo salir y buscar. Yo tenía un trabajo decente en Camerún, un coche, me pagaban bien, pero tuve que partir. Tenía que salir. Así, sin decirle nada ni a mi hermano ni a mi madre, cogí cuatro trapos y salí de casa, diciendo: «Me voy a buscarme la vida... Donde llegue, me buscaré la vida y veremos qué pasa».
Penurias por África
El recorrido de Rodrigo comenzó en Nigeria, al noroeste de Camerún. Allí se quedó solo unos meses debido a que se dio cuenta de que la homosexualidad era aún menos tolerada que en Camerún. Había que moverse más lejos y más al norte. Entonces logró trabar contacto con antiguos amigos de la asociación, entre ellos Smith, que se encontraba en Níger. Decidió entonces partir hacia allí.
Cuando me encontré con Smith, él se echó a llorar. Me contó los pormenores de lo que había pasado en Camerún. Cómo les habían perseguido y el asesinato del fundador. Me dijo que ahora él no podía volver al país, porque la policía le estaba buscando, que deseaba ir a Europa y que, si yo quería y tenía fuerzas, podíamos seguir adelante juntos. Así, nos quedamos unos meses más en Níger y después seguimos el viaje.
Tomaron lo poco que tenían y, juntos, se animaron a cruzar el Sahara para llegar a Argelia, su primera estación. En el desierto vivieron lo que muchos:
Los que nos prometieron llevarnos a Argelia nos dejaron tirados en el desierto, quitándonos el dinero, la comida, el agua. Solo nos quedamos con unos paquetes de bizcochos. Así pasamos dos o tres días buscando la salida. En un momento dado nos topamos con cuerpos de personas que habían muerto en el camino... Nosotros, sin agua, íbamos a terminar igual. Tuvimos que beber nuestra propia orina... teníamos que sobrevivir. Y así seguimos buscando la salida del desierto junto a un grupo de mujeres. La salvación vino de unos policías argelinos que estaban haciendo una ronda. Cuando los vimos, nos acercamos y ellos nos atendieron: nos dieron agua para beber, para ducharnos, y alimentos. Tras eso nos preguntaron qué queríamos. Mi amigo Smith respondió que solo queríamos estar bien, tener una vida tranquila. Y entonces nos dijeron: «Podéis pasar».
Rodrigo y Smith entraron en Argelia y comenzaron a buscar trabajo. Lo encontraron en la construcción. «Se necesitaba mano de obra y allí nos contrataron. Trabajamos muy duro... muchas horas», recuerda Rodrigo. Cuando habían pasado unos meses, Smith le dijo que quería seguir, y Rodrigo le dijo que lo acompañaría. Estando con esas ideas en la cabeza les sucedió otro hecho terrible. Rodrigo se quiebra al relatarlo:
Nunca podré olvidar eso... Yendo mi amigo a un trabajo que le habían ofrecido le violaron entre tres personas... Algunos chicos con los que habíamos entablado amistad querían ir a denunciarlo, pero, cuando se acercaron, les dijeron que no éramos nadie, que éramos ilegales. Además, estando allí ilegalmente, era una forma de entregarse a la policía. Así que Smith y yo decidimos partir ya hacia Europa...
Fueron dos días con sus noches caminando hasta la frontera con Marruecos. «Con Smith arrastrándose, casi sin fuerza», cuenta Rodrigo. Pero lo lograron. Cuando llegaron a la frontera, cogieron un bus hasta Tánger, el puente a Europa.
«Me desperté en el hospital de Tarifa»
En Tánger vivieron de la limosna. Rodrigo, en especial, se sentaba todos los días a las afueras de un puesto de un pescador y pedía algo de dinero o alimentos. Además, cuando el dueño del local llegaba, le ayudaba a descargar el pescado, a limpiarlo y a hacer el aseo del negocio. Fue este pescador el que finalmente les ofreció la ocasión para ir a Europa. «Tuvimos mucha suerte», cuenta Rodrigo.
Un día me dijo que él sabía que yo estaba allí para ir a Europa, igual que toda la gente. Y me dijo: «Yo te voy a ayudar, pero nadie tiene que saberlo». Él, con su barco, nos podía acercar a España... Así se lo conté a mi amigo Smith y le pregunté: «¿Qué hacemos?». Él me dijo que era una ocasión que no podíamos perder, que teníamos que irnos. «En África no tenemos futuro como gais... vamos a vivir siempre escondidos», me remarcó. Entonces aceptamos la ayuda de ese hombre.
En el día señalado embarcaron. Cuando España estaba ya a la vista, el pescador se lo señaló. Tras ello les pasó unos salvavidas, llamó a Salvamento Marítimo y Rodrigo y Smith se tiraron al mar.
Rodrigo no recuerda el rescate. Al despertar estaba en el hospital de Tarifa, España.
Un asilo in extremis
Llegar a España no significaba que la meta estuviera cumplida. Faltaba que el Estado español permitiese a Rodrigo quedarse. Y esto no estuvo nunca asegurado, al contrario.
Habiendo pasado unas semanas desde que ambos ingresaron en el hospital de Tarifa, se les comunicó que serían deportados a Camerún. Cuando se cumplieron dos meses desde que llegaron a España, se les trasladó a Madrid, al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), a esperar que se ejecutara la orden.
En el CIE estuvieron poco más de un mes en un estado de debilidad física y emocional. Un día se les notificó que tenían ya el billete para volver a Camerún. La partida era inminente. Rodrigo, entonces, se desesperó. Con quienes podía conversar recuerda que les decía que él no iba a volver, que antes volvía su cadáver... que él, con tantos sufrimientos y humillaciones recibidos, no podía volver. Se apoyaron en la Cruz Roja y en la ONG SOS Racismo. En una entrevista con un miembro de esta última apareció la luz.
Un señor nos dijo: «Pero, vosotros, ¿qué problema realmente tenéis?». Nos apartamos entonces con mi amigo para hablar un momento y decidimos contar la verdad. Le dijimos que en Camerún éramos perseguidos por ser gais y que necesitábamos quedarnos aquí. Había allí también una abogada que, cuando nos escuchó, lloró. Y al acabar nos hablaron de la posibilidad de pedir asilo. Yo ni sabía lo que era, y menos cómo funcionaba. El señor nos ayudó entonces a escribir la petición.
La solicitud fue aceptada de un día para otro en el caso de Rodrigo. Fue el 5 de junio de 2015. Finalmente, estaba libre y en España con casi 29 años cumplidos. En el caso de Smith, la solicitud paralizó el vuelo, pero, por razones que Rodrigo desconoce, la solución finalmente vino desde Francia. Allí reside desde entonces.
Libre, pero agotado
La libertad de movimiento en España fue para él un desahogo. Se había salvado de una vuelta al infierno, pero ¿qué hacer en concreto ahora? ¿Cómo moverse? No sabía hablar español, solo francés y un poco de inglés. Tampoco contaba ahora con la ayuda de su amigo Smith...
Salí del CIE de Madrid, en Aluche, con 5 euros que me dieron, una bolsa con una muda de ropa, un billete de metro y un documento. Con ellos tenía que ir a la Oficina de Asilo, en la calle Alfonso XIII. Todavía tengo guardado ese papel... todo lo he guardado. Cuando llegué, la asistente social me dijo que no había plaza para mí en ningún piso. Le dije entonces que me quedaría allí durmiendo en la oficina, que no tenía donde ir... Yo tenía hambre y me puse a llorar. La mujer se compadeció y me dijo que no me preocupara, que iba a llamar a una amiga de una asociación llamada Accem para ver si tenían plaza. Y al final sí la tenían. Me dieron entonces una tarjeta roja y el dinero para sacarme una foto de carné –que también tengo guardada– y partí al albergue...
Rodrigo recuerda con detalle esos primeros movimientos: «En el albergue me dieron comida, una toalla para ducharme. Me corté la barba... Luego, un billete de diez viajes... y me dijeron que, al día siguiente, fuera a la asociación, que me asignarían a un piso». Finalmente, recaló en una casa en Vallecas.
Como suele pasarles a muchos desplazados como él que han vivido situaciones traumáticas, una vez posibilitado el descanso, el cuerpo y la psique acusa el golpe de todo lo recibido. Así lo relata Rodrigo:
En ese momento me subió todo lo vivido en mi país, en el camino a España, en Tarifa, en el CIE de Aluche... Me vino todo de golpe... No salía de mi habitación. Tenía la ventana cerrada... Tenía miedo de que aquí en España me pasara lo mismo que había vivido antes. No quería salir ni conocer a nadie... No confiaba en nadie... No quería hacer nada. Me vino una depresión...
Rodrigo cuenta que fue el responsable de la casa el que lo sacó de su habitación para llevarlo a una psicóloga de Accem. Con esta última, Carolina, empezó un acompañamiento que Rodrigo agradece mucho: «Me ha ayudado bastante... muchísimo». En particular, en esos primeros tiempos la ayuda psicológica le sirvió para comenzar a funcionar paso a paso, en un ambiente de casa que al principio le fue extraño y, luego, directamente violento.
Pasados unos meses me quedé yo como el único cristiano en casa, y un grupo de los que estaban ahí me hicieron la vida muy dura. Me tiraban la comida y mi ropa a la basura, me ensuciaban mis cosas, me llamaban esclavo... Un día grabé todo e hice una primera denuncia. Tras ello, los maltratos continuaron durante bastante tiempo más y llegaron a amenazarme con un cuchillo. Con este último hecho, finalmente los responsables de Accem tomaron la decisión de sacar a gente de la casa y, un mes después, pasarme a la siguiente etapa de acompañamiento...
En esa segunda fase, Accem ayudaría a Rodrigo a poder estudiar, pagar un alquiler para vivir solo y buscar trabajo. Además, su psicóloga Carolina le pondría en contacto con CRISMHOM, un grupo cristiano de diversidad sexual, donde Rodrigo podría integrar de una vez por todas su sexualidad y su fe, en un ambiente de confianza y amistad. La posibilidad de una nueva y mejor vida ahora sí tomaba forma...
«En todos esos momentos, Dios nunca me abandonó»
La gratitud a Dios aparece al ir acabando esta parte del relato. A él le atribuye haber conocido a la gente de Cruz Roja, de SOS Racismo y la obtención del asilo. También la vida que ha empezado a vivir en España con la ayuda de Accem: sus promesas se cumplieron y Rodrigo ha podido estudiar, alquilar un piso en un lugar relativamente céntrico de Madrid y trabajar en puestos de aseo. En todo ello ve la mano de Dios. Ahora bien, mucho más allá de estas acciones concretas, Rodrigo ve la presencia divina en el fondo de su interior. Una presencia que lo acompañó en el transcurso de sus momentos más dolorosos por el norte de África e incluso antes.
Pensé matarme no una o dos veces, sino muchas veces. Cuando mi familia me llamó «demonio», «diablo», «maldito», «basura» que no merecía esa familia... allí pensaba: «¿Acaso merezco esto? Y si tengo un demonio –porque así lo creí en una etapa–, ¿qué hago con mi vida? ¿Me mato?». En esos momentos siempre he pedido a Dios fuerza, y él no me ha abandonado. Dios ha estado siempre conmigo, desde ese momento en Camerún hasta ahora en España. Hay un Dios que vive, alguien por encima del mundo, que no se puede ver que está con nosotros siempre. En todo ese camino de agresiones, de desierto y de muerte, siempre pude levantar la cabeza y doblar la rodilla y dar gracias a Dios.
Rodrigo dice que esta fe la tiene desde pequeño. La heredó en parte de su padre, católico, quien falleció cuando él era niño. A él le debe su ingreso en la parroquia de su barrio, donde participó como acólito del cura en grupos de niños y sirviendo a la gente. Pero, sobre todo, reconoce la influencia espiritual de su madre, protestante:
Mi madre es una mujer que no tiene dinero, pero su corazón y su creencia son más grandes que todo. Mi madre nos enseñó a creer, y para mí la fe es lo más importante. Un día también me dijo que, si quería estar en paz conmigo mismo, tenía que perdonar a los que me hiciesen mal. Y yo lo he intentado hacer y he visto que me funciona, aunque no es fácil. Esto me ha costado años de meditaciones, de dolor, de no poder mirarme al espejo, porque siempre me acordaba de lo que había pasado. Pero, así y todo, he podido en parte hacerlo. Sé que todos somos iguales en la vida, pero hay algunos que hacen cosas sin darse cuenta de que lo hacen.
A ellos, y no a Dios, les atribuye el mal sufrido por él y por otros. Mientras, reconoce que no puede comprender su vida sin Dios: «Dentro de mí no sé lo que pasa, hay algo que dice que mi vida sin Dios no tiene sentido... siempre le he querido».
«Quiero tener a alguien que ame y me acompañe toda mi vida»
Esta espiritualidad la ha podido seguir cultivando en CRISMHOM, en oraciones y en celebraciones. Allí ha podido encontrar también amigos con los cuales poder compartir lo que tiene dentro y aprender de lo que han vivido otros miembros del colectivo LGTBI en otras latitudes. Rodrigo dice que «ese es su sitio». Ha encontrado en CRISMHOM parte de la compañía que tanto buscó:
Ayuda mucho. Tengo amigos cristianos que saben lo que siento, lo que busco y lo que necesito, y eso me hace realmente feliz. Con ellos comparto mi vida corriente, salimos de fiesta, digo lo que siento y me hacen sentir bien.
Pero, si de pedir se trata, Rodrigo no esconde su deseo más importante. «¡Un novio!», exclama entre risas. Lo cierto que estos años en España ha tenido un par de ellos, experiencias que han sido significativas; sin embargo, el vínculo de pareja no se ha consolidado. Así, el deseo sigue vigente:
La realidad es que espero mucho y muchas cosas y sé que la vida no te da todo... Pero lo que más espero en los próximos años, lo que le pido a Dios desde el fondo de mi corazón, es tener a alguien a mi lado. Alguien que me escuche, me ame, me acompañe, que compartamos lo bueno y lo malo... Alguien que me acompañe toda mi vida.
Y, cuando Rodrigo se refiere a toda su vida, pone énfasis en la importancia de compartir una cierta espiritualidad común:
Me gustaría alguien que vaya al mismo ritmo que yo de creencias y prácticas. Que me entienda. Yo sé que no es fácil... pero me ayudaría alguien que me apoye en mi espiritualidad, porque esta es la llave que ha abierto mi corazón. La espiritualidad es lo que ha abierto la caja donde estaba encerrada mi vida. Sin mi espiritualidad no puedo vivir. Es una parte muy importante de mi vida.
El otro deseo: ayudar
Los deseos de Rodrigo se orientan también hacia el servicio a otros, en particular a aquellos que hayan pasado o estén pasando situaciones similares a las suyas. Compartir lo vivido y los aprendizajes obtenidos en medio de la violencia y la exclusión cree que ayuda. Es lo que ha visto durante este último tiempo en él, ahora que han comenzado a invitarle a dar charlas para contar su testimonio de vida o que le han derivado personas necesitadas de pistas y consejos para salir adelante.
Estoy ayudando a gente. Me están invitando a charlas a contar mi vida. Hay también un chico de Guinea y otro de Malí a los que he ayudado y ahora ya tienen papeles. El chico de Guinea, en especial, estaba perdido y ahora ya está bien. Hay otro africano también al que le he aconsejado y ahora está casado con un español. Todos están estables, trabajando...
Rodrigo cree que no es fácil seguir el buen camino cuando se ha pasado por cosas tan malas como por esas por las que han pasado él y otros. Y de ahí su mayor consejo:
Cuando sufres, los sentimientos se mezclan y empiezas a buscar puertas de salida, y algunas aparecen como más fáciles, pero te pierdes. Yo pude tomar drogas para ayudarme o ponerme a beber alcohol para tapar los problemas... ir a todas las discotecas para olvidar. Pero he escogido el camino difícil: el de la fe y la paciencia. La fe te dice: «Espera y tranquilízate... sigue este camino, porque con el tiempo vas a mejorar». Y tienes que perseverar, luchar cada día, porque en el futuro se va a producir la resurrección.
Esa esperanza es la que quiere transmitir. Cree que personas como él, que han conocido el sufrimiento, pueden ayudar mucho a otros, porque «saben realmente valorar las cosas». Ahora, para ayudar a la gente –añade– «hay que estar primero bien uno, ayudarnos primero a nosotros mismos, si no, no podemos».
Recuerdos que no se pueden borrar
Desde que Rodrigo está en España ha podido retomar un contacto más cotidiano, por teléfono, con su madre y sus hermanos. Sin embargo, aunque han pasado casi quince años de la primera denuncia y ya no está al alcance de la persecución familiar, él sigue ocultando su vida homosexual. «Lo hago, sobre todo, para proteger a mi madre», dice. A ella, desde España, la cuida y la apoya como puede.
Ella está enferma con un problema de la cabeza. La han tenido que operar dos veces. Tiene grandes dolores. Además, hace unos meses la golpeó un taxi y han tenido también que operarle el pie. Yo para ella siempre he sido todo, su medicamento, su comida. Siempre he tratado de ayudarla.
Con sus hermanos también intenta mantener la comunicación, y, «como ellos son homófobos, siempre niego y oculto todo», explica. A veces Rodrigo se pregunta: «Y el día que lo descubran, ¿qué va a pasar?». Mientras, con la distancia que dan los miles de kilómetros, disfruta de posibilidades que no podría tener en Camerún.
Respecto a lo vivido en el pasado con su familia más extensa y todas las vejaciones recibidas en su tierra y posteriormente, dice que ha olvidado algunas cosas, pero que es imposible dejarlo todo atrás.
Cuando pienso en ello, me pongo triste y no quiero ver a nadie. Mi psicóloga me dice que estos recuerdos nunca se irán de mi vida, que son parte de ella. Entonces intento tranquilizarme y empiezo a meditar y a dar gracias a Dios porque he podido seguir adelante. Y pienso que todo va a ir bien... Después de ello, ya me siento mejor.
«A Dios, nadie me lo puede quitar»
Las distintas partes del relato de Rodrigo, como sus meditaciones a solas, terminan desembocando en Dios. Es la parte más íntima que desea compartir. Si en un momento pone énfasis en su presencia, aun en los momentos más oscuros, en otros da gracias por su acción salvadora, que le permite ahora estar disfrutando de la vida. Mirando al futuro, en Dios también pone su confianza.
A Dios, nadie me lo va a poder quitar. Él es mi riqueza. No sé si otros lo pueden valorar así, pero yo sí, y me da igual lo que pueda decir la gente. Incluso la muerte, que me puede quitar el cuerpo, no me quita el alma... y en mi alma se queda Dios.
Así, su ser gay y lo que otros dicen de eso no le han llevado a experimentar a Dios distante, tanto si mira al pasado como si mira al futuro. Al contrario, Rodrigo expresa con naturalidad unas palabras que pocos se atreverían a decir: «Dios es la riqueza que tengo, mi fuerza viene de él».
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«Al final, los ríos tienen que encauzarse»
BEGOÑA, MADRE DE DOS HIJOS Y PAREJA DE OTRA MUJER
Hablar públicamente con honestidad de la propia vida no es fácil. Pero si además, por personalidad, se es tímida y, por cultura, reservada, cuesta más. Begoña parece preocupada, desconfiada cuando la conversación comienza a las afueras de Bilbao. Sentada casi en el borde de la silla, calcula bien las palabras. Salen de su boca como un murmullo. Según ella misma confiesa, no fue educada para hablar de sus afectos. Tampoco quiere hacer daño. Sin embargo, en el momento en que se conecta con lo que desde pequeña ha tenido dentro, su rostro y sus palabras cobran vitalidad. No deja de ser cuidadosa, sobre todo con lo que se refiere a sus hijos y su pareja, pero el deseo de comunicar lo que ha vivido y de compartir su actual fe es más fuerte.
Lo que se advierte en la entrevista puede ayudar a acercarnos a su vida y comprender un poco más sus pasos. La vida de las «tres Begoñas», como dice ella. La que se crio en Guecho (Vizcaya) antes de entrar en el Opus Dei. La que dejó esa institución tras casi dos años, se casó y tuvo dos hijos, y la que renació al desbloquear ese deseo que desde al menos los 14 años buscaba un cauce: el del amor de pareja con una mujer.
Timidez y fútbol
Begoña nació en junio de 1969 en Baracaldo y ha vivido en pueblos de la provincia de Vizcaya, en el País Vasco, desde entonces. Primero en Lejona, luego en Guecho y, a partir de ahí, en Bilbao y alrededores.
A su madre la recuerda oyendo misa de vez en cuando, pero reticente a los curas y sus confesiones invasivas. Le parecían poco fiables: «Mi madre era una persona de carácter y, cuando se metían en cosas delicadas de su sexualidad, por ejemplo, no le gustaba». Su padre, en cambio, sí que se sentía más cómodo en el ambiente eclesial. En tiempos de la Guerra Civil, la abuela de Begoña se quedó viuda y le internó en un convento, para que se criara con los frailes mientras ella trabajaba. Misas, oraciones, curas y religiosos le eran así familiares: «Él tenía una fe que supongo que derivó de estar con los frailes, aunque luego también era creyente a su manera».
Hermana menor de tres varones, Begoña era la más religiosa. Mientras sus hermanos, hasta el día de hoy, «si hay funeral, se quedan fuera de la iglesia», ella recuerda que desde siempre se interesó por la fe.
Yo iba mucho a la iglesia, porque desde pequeña me llamó la atención la trascendencia, esa visión de alguien que está ahí, más allá. Y luego el proceso de vida me llevó a profundizar en la fe y en el compromiso con ella.
Begoña se recuerda también «muy tímida y pudorosa» de niña. Su madre la animaba: «Haz esto o esto otro, ¡que no pasa nada!», me decía; pero ella no se atrevía. Le costaba mucho, además, tener amigas. Ella se acostumbró a jugar al balón o al trompo con sus hermanos y amigos, y esto la fue distanciando más de las chicas. Destacó especialmente en el fútbol y, según recuerda, «en el barrio me hice famosa por ello». Así, en el comienzo de su juventud, su mirada se dirigió más a los hombres.
Había un chico que era majo y valoraba que yo jugara bien. Se lo decía a los demás y tenía esa sensibilidad para hacerme sentir integrada entre ellos. Yo creo que lo idealicé y creí que me había enamorado. En ese momento tendría 12 años. Para mí, esa idealización era lo que yo entendía que era enamorarse.
«¡Ay, esa chica!»
A los 14 años vivió algo nuevo. En ese momento no le puso nombre, «simplemente sentía, no me daba la cabeza para decir es esto o aquello».
Mis padres tenían un bar en Romo, donde vivíamos en ese tiempo. Muy cerca había un colegio del Opus Dei. Entonces, las chicas que estudiaban y trabajaban de internas allí siempre iban al bar a tomar algo y distraerse un poco. Entonces conocí a varias chicas del colegio y, por lo que sea, me hice especialmente amiga de una. Y no sé qué pasó. Emocionalmente me conecté y empecé a tener una necesidad de estar con ella.
Begoña cuenta que la empezó a acompañar al colegio y a lo que fuera. Cuando quedaba con ella, recuerda el nerviosismo al esperarla: «Sentía que con ella podía tener confianza, hablar y expresar cosas que con nadie había expresado antes».
El problema es que su amiga era de un pueblo lejano de Zamora y le quedaban unos pocos meses en el pueblo. Y a Begoña se le hundió el mundo cuando se fue.
Me pongo nerviosa al revivirlo y me da pena... ¡ay, esa chica! Recuerdo que las ventanas de mi habitación daban al colegio. Y yo era un mar de lágrimas cuando se fue. Lágrimas de verdad, de sentimiento. ¿Por qué se ha ido? Fue un horror.
No se lo contó a nadie. «No podía, no sabía qué era aquello, no tenía referencias, me daba vergüenza... solo sabía que la necesitaba», recuerda. Se trataba, para Begoña, «de una unión única... y el río se desbordó. Imagino que para ella también sucedió así».
Fue la primera experiencia que, con el tiempo, puedo decir que fue un enamoramiento. No tanto con un sentido sexual, pero sí algo muy romántico y emotivo. Era como llenar un vacío. En aquella persona encontré el ideal para poder expresar mis afectos, mis inquietudes. Le abrí la puerta y le dije que entrara. Y entró y fue buena conmigo.
Con su pena a rastras se dedicó los siguientes dos años al fútbol, a estudiar euskera y a conocer a algunas personas en la medida en que su timidez se lo permitió. Nadie le preguntó lo que le pasó y, «como nadie se ocupaba de mí, pues, claro, yo no expresaba, y, bueno, me lo comí con patatas». Hoy, aunque todavía se emociona al revivir esa historia, dice «que el tiempo ha hecho su trabajo» y, como dice la canción mexicana, «da tiempo al tiempo que de amor y dolor alivia el tiempo...».
Al Opus Dei
Desde niña había idealizado la vida que se vivía en ese colegio del Opus Dei que quedaba tan cerca de casa. Su madre había trabajado allí en el planchado y en el aseo, y le había contado cómo vivían las chicas: sus ricas meriendas, sus oraciones y formación religiosa, el trabajo doméstico, etc. Su amiga, años después, también había reforzado esta buena visión de ese lugar. Hasta que un día se enteró de que en el colegio abrían un curso de cocina y Begoña se ilusionó: «¡Esta es la mía! ¡Dios ha venido a verme!». Se apuntó al curso superando su timidez... y lo que encontró allí la fascinó.
Las chicas eran muy majas, y todo lo que fuera oración, catecismo y las charlas que daban me encantaron. No me resultaba nada extraño. Es más, surgió un afán por servir a Dios de alguna manera. Un deseo de hacer cosas buenas.
Fue entrando cada vez más en la dinámica del colegio. Con apuro vivía la confesión y la dirección espiritual que le propusieron, pero su entusiasmo se mantenía y sus deseos de cumplir con todas las normas de piedad fueron complaciendo a las responsables. Todo derivó en que, con casi 18 años, le propusieran ir a Roma a un viaje a conocer más del Opus Dei y de la Iglesia. ¿El horizonte? La posibilidad de integrarse plenamente en la institución como «numeraria auxiliar». Esto suponía una consagración a Dios como célibe, viviendo en casas de la Obra –apelativo del Opus Dei– y sirviendo en la administración doméstica de las casas o centros apostólicos.
La posibilidad de que me llamaran para ser numeraria auxiliar era un regalo. ¡Qué maravilla! ¿Por qué no decir que sí? En Roma, finalmente «pité», como dicen en el Opus Dei. Estuvimos en Semana Santa. Vimos al papa. Y yo, encantada, dije que sí, y pedí ser admitida en la Obra.
Las necesidades afloran
Fueron dos años los que estuvo Begoña en el Opus Dei. Unos primeros meses de prueba sirviendo en tareas domésticas en una casa de numerarias y, después de la admisión formal, viviendo y trabajando en el colegio en Romo, junto a otras veinte numerarias. Las dificultades vocacionales, sin embargo, comenzaron pronto.
Cuando ya eres auxiliar, tienes que tratar a todas las personas de igual manera, con generosidad y fraternidad. Y no podías ir más allá. Por otra parte, como es natural, hay más afinidades con unas que con otras. Mucho colegueo e intimidad. En ese ambiente empezaron a aflorar en mí unas necesidades sexuales que no había tenido antes. Y yo, que tenía una conciencia muy escrupulosa y era delicada y vergonzosa, sufrí mucho. Tenía que ir a confesarme de todo ello con el cura de turno y luego hablarlo con la directora espiritual. Fue un tormento.
Según una de sus mejores amigas, «la oración y el perdón lo curaban todo», recuerda Begoña. Pero, en su caso, esto no pasaba. Los pensamientos se quedaban ahí, por más que los rechazara y les pusiera barreras. La lucha era contra sí misma...
Llegué a un punto, después de año y medio de combate y de tener tanta frustración, que me autolesioné. Sentía que tenía todo en contra. Estaba enrabiada con Dios, con el cura y con cualquiera. Quería servir y que mi vocación fuera el centro de mi vida, pero no podía borrar lo que me pasaba. Y no podía aceptarlo.
Las fantasías sexuales de Begoña eran interpretadas como tentaciones del demonio. Primero venía el deseo y luego «caía en él». De ahí a la frustración, el arrepentimiento, la suspensión de la comunión mientras que ella no se confesara y, finalmente, superar la vergüenza para volver a relatarles al cura y a la directora lo que había vivido. Todo eso, reconoce, «era una bomba de relojería».
La autolesión me la hice en el brazo. Era algo visible. Así que me llevaron al psicólogo y luego se hizo un discernimiento que involucró a la directora espiritual, al sacerdote y a mí. No me quedó más remedio que aceptar que tenía que encauzar mi sexualidad de otra manera. Que esa vida no era para mí. Me animaron a irme, y al final decidí que sí, que era lo que tenía que hacer. Fuera.
Vuelta a casa de los padres: «No sabía qué hacer con mi vida»
En el verano de 1990, con 21 años, Begoña volvió a casa de sus padres «psicológicamente fatal».