Kitabı oku: «Las golondrinas nunca regresan en otoño», sayfa 10
—¿La has encontrado? —le preguntó su amigo con una mezcla de preocupación y esperanza en la voz.
—Sí, está aquí. No, no te preocupes. Tranquilo, estará bien. De acuerdo, yo se lo haré llegar. Sí, lo sé, no tiene que sospechar nada. Sabes que puedes contar conmigo. No me debes nada, para eso estamos los amigos.
Pero su amigo desde la infancia nunca sabría la verdad porque, en el último instante, él inventó una mentira analgésica, porque había decidido mentirle para ahorrarle sufrimiento. Al otro lado del hilo telefónico un padre suspiró aliviado tras meses buscando a su hija sin saber dónde ni cómo estaba. Y gracias a la ayuda de un amigo acababa de saber que estaba bien. «¡Gracias! ¡Muchas gracias!», le repetía visiblemente emocionado. Lo que no podía sospechar era que su amigo la había encontrado por casualidad, que estaba a punto de hacerle una proposición indecente cuando la reconoció, cuando se dio cuenta de que estaba ante la chica de aquella foto que, meses antes, había recibido por carta tras la llamada de un padre desesperado, uno de los pocos amigos de su infancia que aún conservaba. «Ayúdanos a encontrarla, por favor. Quizás esté ahí, sabemos que cogió un autobús con destino a Valladolid», le había dicho por teléfono. Ahora que la había encontrado, lo que menos necesitaba saber su amigo era la verdad sobre su hija. Ya estaba pagando con creces su error, no merecía sufrir más. Además, como padre, él hubiera preferido cualquier mentira antes que conocer aquella dolorosa verdad. Luego, apenas colgó el auricular, pensó en su hija. Había sido un año difícil para todos, pero al final todo era como debía ser. Su pequeña estaba prometida y en breve se casaría con un miembro de la Benemérita, un guardia civil como su padre. Y, más que como a un yerno, a él lo trataría como a un hijo, como al hijo que nunca tendría.
Aquel hombre parecía un cliente más, otro más. A los ojos de Andrea aparentaba la edad de su padre, pero eso no le hacía diferente a otros muchos de los que acudían a aquel antro para demandar sus servicios. Aquel podía haber sido otro cliente cualquiera, pero acabó siendo distinto a todos y el último en entrar en su habitación, en aquel cuartucho de la última casa de una calle sin nombre. Andrea estaba convencida de no haberlo visto nunca hasta entonces, pero se equivocaba. Antes de aquella noche, ella y el misterioso mensajero se habían visto en dos ocasiones: la primera, cuando ella solo era una niña; la segunda, apenas unas noches antes. Andrea tampoco sabía que, aquella segunda vez, de no haberla reconocido, él habría pagado por acostarse con ella. Menos aún podía sospechar que llevaba meses buscándola. Aquella noche, cuando aquel hombre le propuso acompañarla a su habitación, Andrea jamás hubiera imaginado sus intenciones, mucho menos que estaba allí por encargo para cumplir la promesa que le había hecho a un amigo, alguien que nunca hubiera sospechado a dónde tendría que ir él para entregar aquel sobre.
Apenas entraron en la habitación y la puerta se cerró tras ellos, aquel hombre tomó a Andrea por el brazo y, mirándola a los ojos, le dijo: «Sigue tu camino. Ya es hora de que des el siguiente paso». Andrea lo miró sorprendida, incapaz de comprender lo que quería decirle. Él la miró como nadie la había mirado en aquella habitación. Luego, sin una palabra más, dejó aquel sobre encima de la cama y se dirigió hacia la puerta. Andrea quiso decir algo, pero apenas consiguió abrir la boca. Justo antes de salir el hombre se giró hacia ella, diciéndole:
—Mañana no quiero verte por aquí, ¿está claro?
Y a continuación cerró la puerta tras él, desapareciendo de su vida para siempre. Andrea se sentó en la cama sin entender nada. Luego cogió el sobre, rasgó el papel y lo abrió. Sus ojos se abrieron de par en par al descubrir el contenido, las piernas le temblaron y tuvo que taparse la boca para que su exclamación de sorpresa no retumbara en toda la casa. Nunca había visto tanto dinero junto. Al instante, Andrea se preguntó quién era aquel hombre, una pregunta que se seguiría haciendo mucho tiempo después. Quiso darle las gracias, preguntarle su nombre, abrazarlo..., pero, cuando salió al pasillo, él ya había doblado la esquina de aquella calle sin placa con su nombre. Lo que no tardó Andrea en saber era quién se lo enviaba, eso no necesitaba preguntárselo a nadie. Aquel dinero le ayudaba a alejarse de sus raíces pero, al mismo tiempo, le abría una puerta por la que volver y en aquel instante decidió hacerlo..., aunque aún era demasiado pronto. Sentada de nuevo sobre su camastro, se llevó el sobre al pecho y lo abrazó, apretándolo con fuerza, sin poder contener las lágrimas. Solo era un sobre con dinero, con mucho dinero, el suficiente para dar el siguiente paso pero, sobre todo, aquel dinero la liberaba de todas las noches de “dejarse hacer” que aún le quedarían de no haber recibido aquel sobre “anónimo”. Luego escondió el sobre entre el colchón y el somier, se secó las lágrimas, se recompuso y salió de la habitación fingiendo que nada ocurría. Pero ya lo tenía decidido, se iría aquella misma noche, cuando todas durmieran, cuando no tuviera que dar explicaciones a nadie.
Andrea abandonó la casa a hurtadillas, en silencio, a oscuras. Y, apenas salió a la calle, se encontró con una sensación que le duraría toda la vida, la sensación de ser libre. Caminó pegada a la pared, decidida, cargando con una maleta medio vacía aunque llena de vivencias nuevas, unas vivencias que deseaba olvidar para siempre. Era de madrugada y estaba oscuro, muy oscuro. Andrea sintió el frío en su cuerpo y el miedo erizando su piel. Pero no era miedo a la noche sino a ser descubierta, a encontrarse con alguien que la reconociera y, sobre todo, Andrea temía por el contenido del sobre, aquel billete hacia su nueva vida que apretaba bajo una ropa, incapaz de contener el frío y el miedo. Por un instante pensó en la posibilidad de ser descubierta y enseguida sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral. Se detuvo varias veces para recuperar el aliento, se giró muchas más para asegurarse de que nadie la seguía, para convencerse de que aquella sensación de sentirse observada solo era cosa del miedo. Andrea no podía saberlo pero nada debía temer. Alguien se encargó de seguirla, de vigilar sus pasos, de asegurarse de que nada le pasaría, de protegerla y de que tomara aquel autobús con destino a Barcelona. Alguien que aquella noche no estaba de servicio, una sombra que se deslizó entre las sombras, un hombre que le guardaría el secreto para siempre.
CAPÍTULO VII
LA VIEJA CASONA
Era una soleada mañana de finales de septiembre de 1963. Poco antes del mediodía, con mi vieja maleta de madera y mi flamante radio transistor a pilas Lavis 750 con Onda Media, Frecuencia Modulada y funda de cuero negro con asa para su transporte, acababa de llegar a Saint-Quentin-de-Baron, un pueblecito del departamento de Gironda a unos veinticinco kilómetros al sureste de Burdeos, en la región de Aquitania, Francia. Aquella comarca de afamados vinos sería mi segunda parada en el país vecino. Llegaba procedente de Narbonne, una ciudad del sureste francés a donde, poco antes, había llegado para trabajar con un contrato de apenas tres semanas. Pero a mí me pareció suficiente. Tres semanas era todo cuanto necesitaba para empezar aquella nueva etapa de mi vida, la oportunidad de una vida mejor allende nuestras fronteras. Eso fue lo que le dije a mis padres, pero yo sabía que no era cierto, que solo intentaba huir de mi pasado reciente.
Para conseguir aquel primer contrato había contado con la inestimable ayuda de Juan, un pariente de mi padre. Juan era natural de Benamejí (Córdoba) y, desde hacía años, ejercía como encargado en una finca de viñedos a pocos kilómetros de Narbonne. La decisión de marcharme la había tomado meses antes, durante el viaje de vuelta de Valladolid, aquel viaje sin un adiós desde el andén y sin beso de despedida, pero sabiendo que era una despedida para siempre. Supe que debía hacerlo; lo supe apenas el tren puso distancia con Valladolid, una ciudad fría como el desamor, pero también la ciudad donde viví un amor eterno de apenas una hora. Aquella noche yo solo pretendía comprar sexo, pero ella me dio algo más, mucho más, demasiado para aceptar mi dinero. Los sentimientos no se pueden comprar, no tienen precio. Tomé la decisión de marcharme en aquel compartimento de tren, sentado junto a la ventanilla. Mientras mis ojos se perdían en el paisaje, mirando los postes pasar al otro lado del cristal, supe que no podía quedarme donde María y yo habíamos sido tan felices, que debía escapar, refugiarme en esa trinchera llamada distancia. Tenía que huir de los recuerdos, buscar el olvido allí donde cada rincón no me recordara a María, donde cada olor no fuera el suyo. Pero los recuerdos son obstinados, se empeñan en seguirnos como una sombra atada a los pies. No podemos escapar de nosotros mismos... y María era parte de mí, la otra mitad de nuestro sueño roto, de aquel amor que podía haber durado toda la vida y se quedó en un amor de verano.
Aquel día de finales de marzo, horas después de dejar atrás Valladolid, el tren silbó ruidosamente alejándose de la estación de Atocha. Unos minutos más tarde, cuando Madrid se diluía en la distancia, pegué la cara a la ventanilla y cerré los ojos; la oscuridad alivió las heridas del insomnio, pero las heridas del corazón aún seguirían sangrando mucho tiempo después. Hubo una etapa de mi vida en que soñé con marcharme de España, pero aún no tenía edad para hacerlo. Recuerdo que soñaba con escapar de aquel régimen de silencio, de aquella dictadura donde expresarte libremente podía condenarte a prisión, donde manifestar lo que no convenía a los franquistas equivalía a una sentencia sin juicio previo, una sentencia que podía mandarte a una fosa común o a la cuneta de cualquier carretera, sin siquiera darte tiempo de expresar tu última voluntad. Hubo un tiempo en que ya nada de eso me importaba. Quizá porque solo vivía para aquellos ojos negros, para aquella sonrisa contagiosa, para oír su risa aterciopelada, para deleitarme en su boca, para perderme en su piel cálida, para encontrarme en su cuerpo acogedor. Pero eso fue en otro tiempo, antes de que ella me cambiara por otro. Tenía que aceptarlo, la había perdido. Ya solo me quedaban los escombros de un sueño frustrado, el dolor de recordar lo que fuimos y aquel inmenso vacío. Y también estaban mis padres, mis hermanos, mi casa... Y luego estaba mi patria, una patria donde opinar —para quienes no comulgábamos con la dictadura— seguía estando penado. En Iznájar tenía algunos amigos, una familia, mi hogar..., pero no podía quedarme. Decidí irme sabiendo que me dolería y que les dolería a ellos más que a mí. O quizá no fue una decisión; quizás era la única salida. Pero tuve que esperar unos meses, el tiempo justo hasta encontrar una puerta abierta hacia cualquier sitio, una puerta que yo cerraría apenas cruzara su umbral. La puerta se llamaba Juan; el sitio, Narbonne. Pero ambos podían haber respondido por cualquier otro nombre.
Habían pasado dos años menos un día desde la marcha de María con destino a Valladolid... y a otros brazos. Aquella mañana de primeros de septiembre puse rumbo hacia mi nueva vida. Era un tren de lento rodar sobre las vías, de agudo chirriar ruedas contra rieles, un tren que no parecía tener prisa por llegar a su destino. Yo, sin embargo, quería llegar cuanto antes. Necesitaba salir al otro lado del túnel, mirar el mundo desde el otro lado de la montaña, avistar un horizonte por donde saliera el sol a una vida nueva. Pretendía alejarme cuanto antes del pasado, pero el pasado se había alojado en el mismo compartimento que yo. Cinco meses antes, solo unos días después de volver de Valladolid, había ido a visitar a la madre de Juan.
—Háblele de mí en sus cartas —le dije—. Dígale a su hijo que necesito marcharme de aquí, quizás él pueda ayudarme.
—Ya hace años que los “rojos” dejaron de exiliarse. Ahora les basta con permanecer callados —me contestó.
Tardé unos segundos en reaccionar, antes de decir:
—No tema por mí, yo aprendí a callar demasiado pronto.
Se hizo un breve silencio. Ninguno de nosotros dijo nada durante varios segundos, pero los dos pensamos en el tío Andrés.
—Entonces la razón solo puede ser una mujer...
Ella hizo una pausa deliberada; yo me removí en la silla, mientras un torbellino de sensaciones bullía en mi interior.
—¿La conozco? —me preguntó, al tiempo de girarse hacia mí con una media sonrisa en los labios, mirándome directamente a los ojos.
Creo que sonreí en contra de mi voluntad.
—No..., pero le hubiera gustado. —Una sonrisa. Un breve silencio.
—Descuida. Le hablaré de ti en mi próxima carta.
Era viernes, un caluroso viernes de agosto. Juan estaba dispuesto a ayudarme, pero no quería que me hiciera demasiadas ilusiones; solo podía garantizarme trabajo para unas semanas. Leí aquella línea de su carta repetidamente aunque ya lo tenía decidido desde la primera vez: unas semanas era suficiente para empezar. Porque en todo recorrido el primer paso es siempre el más difícil, el segundo resulta algo más fácil, el tercero cuesta un poco menos...
Narbonne fue mi primer destino, la primera parada en aquella etapa iniciada hace ya más de veintiséis años. Y Juan fue mi gran valedor. Sin él todo habría sido mucho más difícil. Juan se había exiliado al terminar la Guerra Civil. Había huido de España, su patria, para salvar su vida, para escapar de un fusilamiento seguro, sentencia sin apelación posible para todos aquellos que alguna vez habían osado declararse “rojos”. Juan dejó su tierra —una tierra que amaba— porque se sabía sentenciado, condenado a muerte como todos los “insolentes” capaces de levantar la voz en contra del franquismo, de manifestarse en nombre de la libertad, de pronunciarse a favor de la república. Juan era casi analfabeto pero eso no importaba; su ignorancia no le serviría de atenuante, nada sirve contra la tiranía de los dictadores. Él lo sabía, los franquistas no tenían en cuenta si las manifestaciones realizadas obedecían más a la ideología política o a la influencia del alcohol, lujo ocasional de días señalados para los menos pudientes. No les interesaba saberlo. A ellos les bastaba saber una cosa: los “rojos” eran un peligro para España y para el régimen de Franco. Debían ser eliminados sin la menor dilación y sin miramientos.
El traqueteo del tren me fue adormeciendo. Recuerdo perder de vista el paisaje, rendirme momentáneamente al sueño tantas noches desplazado por el insomnio; recuerdo abrir los ojos a un paisaje nuevo cada vez, a unas vistas que me alejaban por momentos del ayer y me acercaban a un mañana incierto, pero no por ello menos esperanzador. Recuerdo pasar del gris de las montañas al amarillo de la campiña, del verde de la vega al azul del mar... Pero cada vez que volvía a cerrar los ojos en mi mente se repetían las mismas imágenes: María sonriendo...; María mirándome...; María en mis brazos...; María alejándose...; María de la mano de aquel hombre... Hasta aquella noche en Valladolid yo solo sabía que la amaba, no necesitaba saber más. Pero cuando la vi desaparecer para siempre, supe que la quería y la necesitaba a partes iguales, y sentí que algo se rompía en mi interior: María y yo volvíamos a ser dos. Ya no éramos dos cuerpos en uno solo, dos almas en una. Y en aquel preciso instante supe cuánto extrañaría sus manos, sus caricias, sus besos... y aprendí que ningún beso quema tanto en los labios como los besos que no podremos dar. No podía engañarme, me había subido a aquel tren para alejarme de ella, de su recuerdo, creyendo que así la olvidaría. Pero solo era distancia física y lo que me unía a María era más fuerte que aquella separación, más fuerte que mi voluntad. Mientras el tren me alejaba de todo lo conocido hasta entonces supe que la verdadera distancia entre las personas no se mide en kilómetros, son los sentimientos los que nos acercan o nos alejan.
Juan vino a recogerme a la gare de Narbonne. Aquella mañana de primeros de septiembre el día había amanecido ventoso, pero soleado. En Narbonne empezó a escribirse el primer capítulo de mi nueva vida, una historia que no habría sido la misma sin personas como Juan. Pero yo sabía que solo tres semanas después de instalarme en su casa debería empezar de nuevo; lo sabía y aceptaba el reto. Estaba dispuesto a trabajar de cualquier cosa; todo antes que volver a España. Entonces no podía saberlo pero el siguiente paso iba a ser definitivo. Juan —otra vez él— le habló al dueño de los viñedos, el señor Gaudet, de mi interés por permanecer en Francia una vez terminada la vendimia y cumplido mi contrato. Y monsieur Gaudet, aunque solo fuera por complacer a Juan, su hombre de confianza desde hacía años, se prestó a ayudarme. Unos días antes de terminar la vendimia en Narbonne ya tenía asegurado un nuevo contrato, tan breve como el anterior, igual de importante. El señor Gaudet contactó con otros viticultores en la región de Aquitania y, aprovechando que allí la vendimia era más tardía, me consiguió un trabajo hasta final de octubre. Hasta ahí llegaba su ayuda, su inestimable ayuda. Era otro paso para quedarme, uno más para no tener que regresar. Siguiente destino, Saint-Quentin-de-Baron, un pequeño pueblo a veintitantos kilómetros de Burdeos, la capital de Aquitania.
Aquella mañana de finales de septiembre del sesenta y tres Juan fue a llevarme a la estación de Narbonne. Conducía orgulloso su flamante Citröen Ami 6 de color gris, sustituto reciente del viejo 2 Caballos, su primer automóvil, un coche ya destartalado cuando se lo compró a otro exiliado español. «En España no tendría este coche, Alejandro», me dijo Juan con un gesto de satisfacción, apenas salimos de la finca y enfilamos la estrecha carretera hacia Narbonne. «Ni este, ni ningún otro», apostilló. Juan era un hombre optimista por naturaleza, un soñador que siempre creyó en un mundo más justo, menos arbitrario, un mundo donde todos pudieran expresarse libremente, donde nadie pudiera ser perseguido por sus opiniones políticas. Juan hablaba de España con nostalgia. «Algún día volveré a Benamejí», me dijo en una ocasión. «¿Cuándo?», le pregunté. «Cuando pueda expresar y defender mis ideas sin temor a ser perseguido, condenado... o algo peor. Cuando pueda proclamar a los cuatro vientos que soy “rojo” sin correr el riesgo de acabar como tantos otros». Se hizo un breve silencio. A Juan se le había quebrado la voz en la garganta y sus ojos estaban húmedos; yo no pude evitar acordarme de aquella mañana cuando mi madre venía de la fuente, cuando aquellos hombres le preguntaron por el tío Andrés.
Nos despedimos con un abrazo. Luego, mientras Juan esperaba en el andén, yo me agarré a la barandilla y subí al vagón. Estaba de nuevo en el tren, en otro tren que me alejaba de mis orígenes y me acercaba a un objetivo aún por definir, salvo por un detalle: no estaba dispuesto a volver. Minutos más tarde, cuando el convoy se puso en marcha, Juan me saludó con la mano y yo le di las “gracias” una vez más, de corazón, sabiendo que él no las necesitaba, que le bastaba saber que me había ayudado.
«Llámame si necesitas algo», me dijo cuando el tren ya estaba en marcha y yo le saludaba desde la ventanilla. Aquel viaje no sería uno más; el tren al que acababa de subirme tenía parada en la que sería mi casa durante muchos años. Pero no sería para siempre; siempre es demasiado tiempo... para todo.
Miré a mi alrededor. Era un compartimento diferente a todos los anteriores, más amplio, más confortable. Todo parecía distinto respecto al viaje de Córdoba a Narbonne: el tren, los ruidos, los silencios, mis compañeros de viaje... O quizás era yo el que estaba cambiando, pero había dos cosas que no habían cambiado, dos compañeros de viaje que seguirían conmigo muchos cambios después, mi vieja maleta de madera y mi flamante transistor. El tren me fue alejando de la seguridad que me brindaba la casa de Juan y acercándome a la incertidumbre de lo desconocido, a la emoción de todo cuanto está por descubrir. Yo no tenía certeza alguna sobre cuál sería mi suerte en la siguiente parada, pero me bastaba con la ilusión de creer que estaba acercándome a aquello que buscaba, aunque no sabía muy bien el qué. Recuerdo haber pasado por Carcassonne, Toulouse, Agen… Recuerdo sus nombres escritos en los letreros de los andenes, en los cruces de carreteras junto a la vía; recuerdo el ruido de puertas que se abrían y cerraban, el metálico lamento de los engranajes, el crujir de las ruedas sobre los férreos raíles, el silbido de la locomotora... y los ojos de María mirándome desde algún lugar de mi mente, sus manos acariciándome desde las huellas de tantas caricias, el olor de la piel bajo su cabello... Recuerdo apretar los ojos para espantar su recuerdo, pero María seguía doblando la esquina de la mano de aquel hombre.
Acababa de bajarme del tren en la gare de Bordeaux-Saint-Jean. A escasos metros, en el mismo andén, me estaba esperando Jacques, el hombre de confianza del señor Dubois, mi nuevo patrón. Nos saludamos con un «bonjour» de extraño acento por mi parte y un «buenos días» aún más extraño por la suya. Tras presentarnos mutuamente y darnos la mano nos dirigimos hacia la salida. Poco después él abrió el portón trasero de una vieja tartana y yo metí la maleta. Segundos más tarde nos subimos a la destartalada furgoneta, una Citröen HY cuyos asientos traseros eran dos bancos de madera amarrados con cuerdas a los portones traseros y a las barras transversales que separaban los asientos delanteros de la parte de atrás. Jacques arrancó el motor y pusimos rumbo a Saint-Quentin-de-Baron. Tras media hora de camino y no pocos intentos frustrados por comunicarnos —yo me empeñaba en hablarle en mi francés de semanas y él se esforzaba en contestarme en su pobre español—, aquel hombre de aspecto bonachón, boina y pipa, y yo, habíamos llegado a la puerta de una vieja casona rodeada de viñedos y escoltada por altos castaños, donde conviviría con otros emigrantes españoles durante las semanas siguientes. No obstante, la primera imagen que retuve de mi nuevo hogar fueron los dos imponentes abetos junto a la carretera, a escasos cincuenta metros de la maison; ellos serían mi referencia para volver a casa los primeros días, especialmente el abeto que tenía la copa inclinada.
Yo fui el último en llegar a la casona. Mis compañeros de trabajo y de casa durante las semanas siguientes habían llegado hacía horas y ya estaban instalados. En sus primeras miradas pude intuir el recelo que inspiran los intrusos. Podía entenderlo: ellos eran una familia; yo, una imposición del patrón, un extraño, el único capaz de alterar la buena convivencia del grupo, debieron pensar. Por eso no me extrañaron sus fríos saludos, su apático recibimiento no era sino una forma educada de expresar el rechazo a mi presencia. Pero aquel resultó ser un castigo tan justo como efímero. No obstante, aunque hubiera durado hasta el último día yo no estaba dispuesto a dejarme intimidar. Nada ni nadie me haría desistir de mi propósito. Estaba decidido a quedarme costara lo que costara, a enfrentarme a las adversidades que me encontrara por el camino sin miedo. Es la ventaja de saber que ya has perdido. Porque, cuando perdemos lo más importante —en mi caso a quien más me importaba—, perdemos algo más, mucho más, perdemos el miedo a perder. Y ganamos el coraje para dejarlo todo y empezar de nuevo, para hacer aquello que antes quizá no nos hubiéramos atrevido a hacer.
Jacques me presentó a Vicente, un hombre enjuto y de tez adusta. Vicente era el encargado de reunir a la cuadrilla de vendimiadores allá en el pueblo. Tras un frío apretón de manos, Vicente me presentó al resto. Éramos trece personas en total: una familia de tres miembros, otra de cuatro, otra de cinco, y yo. Manolo y yo teníamos la misma edad. Le agradecí que me hubiera reservado la cama junto a la suya, un destartalado camastro en el que dormiría muchas más noches de lo esperado, aunque bastantes menos de las que hubiera podido imaginar solo unos meses más tarde. Manolo me abrió de par en par las puertas de aquella familia cuyos vínculos trascendían los lazos de la sangre; porque la mayoría de ellos no solo estaban emparentados entre sí, también estaban unidos por su condición de emigrantes, por años de compartir casa y mesa, penas y alegrías. Pero aquellos andaluces errantes, en cuyos rostros se dibujaban arrugas prematuras, no tardarían en acogerme como uno más de los suyos. Podían estar en desacuerdo con el patrón, incluso verme como un intruso, pero no tardaron en ponerse de acuerdo en una cosa sobre mí: todos merecemos una oportunidad. Su carácter abierto y su generosidad me facilitaron la integración y, más pronto que tarde, me sentí uno más de aquella familia.
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Aquella misma tarde, mientras Alejandro Cantero intentaba familiarizarse con sus nuevos compañeros, a unos veinticinco kilómetros al noroeste de la casona, una mujer estaba realmente contenta: acababa de estrenar coche, su primer coche. Ya no tendría que pedirle el viejo Citröen 2 Caballos a su padre para ir los domingos a visitar a su abuela. A partir del domingo siguiente todos los fines de semana iría al pueblo en su flamante Renault 4. El modelo del coche lo tenía decidido desde hacías semanas; el color le costó un poco más. Al final acabó decantándose por el rojo. No le gustaban los colores tenues, ni en los coches ni en la vida.
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Recorrí con la vista el interior de la casona. La vivienda estaba formada por una estancia principal, una cocina y tres dormitorios. La pieza central de la casa hacía las veces de comedor, salón y sala de estar, algo inevitable cuando solo hay una habitación para todo. Pero con aquella estancia nos bastaba, pues el día apenas nos alcanzaba para trabajar, asearnos, cocinar, comer y dormir. Solo había un cuarto de baño y éramos trece personas. Los turnos de ducha empezaban nada más volver de las viñas pero, aun así, algunos debían esperar para ducharse hasta después de la cena. En algunos casos la ducha coincidía con el momento previo a la hora de meterse en la cama. Al final del comedor estaba la cocina, demasiado pequeña para las tres familias, cuatro conmigo. Aquella reducida habitación —una total desconocida para mí hasta entonces— estaba equipada con una cocina de tres quemadores colocada sobre una encimera de cemento, apoyada a su vez sobre dos tabiques hechos con ladrillos y en cuyo hueco se ubicaba la bombona de gas butano.
La mesa del comedor, al contrario que la mayoría de los escasos muebles de la maison, era más que suficiente para acoger a los trece comensales que nos sentaríamos a ella durante las tres semanas siguientes. Estaba construida a base de tablas rectangulares a modo de tablero. Las patas eran tres tablas también rectangulares y terminadas en forma de U invertida en la base que apoyaba sobre el suelo, y estaban situadas una a cada extremo del tablero y otra justo en el centro. La pata central, instalada con el fin de evitar la cimbra de los tableros, tenía un hueco por el cual se había introducido un madero de menores dimensiones, pero que servía para unir las tres patas aportando consistencia a la estructura, además de resultar muy útil para apoyar los pies, especialmente cuando uno se echaba hacia atrás. Lástima que no hubiera un respaldo. Junto a la mesa había cuatro bancos; estos se componían de un tablón a modo de asiento y estructura similar a la de la mesa, aunque claramente diferenciados de la misma en cuanto al tamaño, pues el cometido a desempeñar era bien diferente. Los dos bancos de cada lado daban la longitud exacta del tablero. Los cuatros bancos eran más que suficientes para sentarnos todos sin estrecheces.
Solo había tres habitaciones. En una dormían Vicente y su mujer, en otra el resto de las mujeres y en la otra los demás hombres. Dormir con el cónyuge era un privilegio no siempre al alcance de los temporeros de la vendimia francesa. Yo dormía en un viejo y desvencijado camastro, un vetusto catre apenas capaz de soportar el peso de mi cuerpo. Recuerdo el metálico chirriar de sus muelles, el lamento de unos resortes penalizados por el óxido y la endeblez de sus alambres, castigados además por el paso del tiempo y el peso de todos cuantos sobre ellos durmieron, y recuerdo la ineficacia del viejo colchón de espuma, una fina lámina otrora seguro mucho más gruesa que aquella que se interponía entre mi cuerpo y el destartalado somier. Pero en aquel tiempo no nos lamentábamos por tan poca cosa. Además, aunque poco ayudado por tan ingrato lecho, el sueño se veía favorecido por el duro trabajo desempeñado en las viñas. Sobre aquel destartalado catre soñé —unas veces dormido y otras despierto— quedarme para mucho tiempo en aquella vieja casona, el suficiente para olvidar aquellos ojos negros que seguían mirándome apenas cerraba los míos. Pero, muchas noches después, las caricias que tanto extrañaba me seguirían doliendo en la piel.
El cuarto de aseo y la ducha estaban en el exterior. Era una habitación de unos cuatro metros cuadrados separada de la casa pero ubicada a escasos metros de la puerta principal. La puerta del cuarto de aseo era una tabla cortada a la medida del hueco de la pared, sin cerradura, con una cuerda atada a un tirador de hierro y rematada en el otro extremo con una argolla del mismo metal. El invento era simple: cuando se salía, se colgaba la argolla de un gancho de hierro fijado en el exterior y cuando se entraba, para cerrar por dentro, se utilizaba idéntico sistema con la única diferencia de que el gancho estaba en el interior. Para pasar la cuerda de dentro a fuera y viceversa el inventor del curioso sistema de apertura y cierre había cortado un trozo de la tabla que hacía las veces de puerta, justo donde debería estar la cerradura, de modo que quedara un hueco suficiente para pasar la argolla y el cordel de un lado al otro. Los ganchos, eso sí, estaban a la distancia y altura justas para que la puerta quedara bien encajada. Era todo cuanto se necesitaba para garantizar la intimidad de los usuarios de la ducha y el retrete.