Kitabı oku: «Las golondrinas nunca regresan en otoño», sayfa 2
CAPÍTULO II
EL HUÉSPED
Alejandro Cantero se levantó de la silla, cogió sus cosas y se dirigió hacia la mesa situada justo al otro extremo de la terraza. Aquella noche, como de costumbre, había sido el último en bajar al restaurante y, como cada noche, le tocó cenar en la mesa del rincón, la más alejada de su sitio favorito. Pero Alejandro esperaría la hora de acostarse sentado a la mesa con las mejores vistas de aquella terraza, muchos años antes el empedrado patio de una casa de labranza. Al huésped de la habitación con vistas al amanecer le gustaba sentarse en aquel extremo de la terraza, un mirador con vistas a sus primeros recuerdos y a una infancia que, desde allí, no parecía tan lejana.
Alejandro Cantero rondaba los cincuenta, era alto —superaba con creces el metro ochenta—, delgado y moreno, aunque desde hacía un lustro su sien vestía el color plateado de las canas, cada vez más abundantes en detrimento de los pocos cabellos que aún conservaban su color original. Su rasgo más definitorio, sin embargo, eran sus profundos ojos verdes y su mirada penetrante, una de esas miradas que traspasan la barrera invisible y protectora que custodia nuestro interior, descubriendo en ocasiones mucho más de lo que queremos mostrar a quien nos mira, sobre todo si aún no hemos decidido entregarle la llave de nuestras interioridades. En el rostro de Alejandro Cantero se marcaban unas incipientes arrugas que le aparecían cuando sonreía y, desde hacía meses, volvía a sonreír con mucha frecuencia. Pero él no veía arrugas en aquel rostro que le miraba desde el espejo. De sobra sabía que aquellos pliegues en su piel, que se habían ido haciendo más visibles con el paso de los años y se acentuaban en cada una de sus sonrisas, no eran sino las huellas de todas las vivencias que le habían hecho reír y llorar, la estela que dejaron a su paso el amor y el desamor, la alegría de encontrar y el dolor de perder, el desengaño y la ilusión. Alejandro tenía razón, no eran arrugas, eran las huellas del vivir, los surcos abiertos por el tiempo y todas las emociones que habían sacudido su vida, sobre todo durante el último año.
Aquella noche, Alejandro Cantero vestía un polo Lacoste de color rojo, pantalones vaqueros Lewis azul claro, cinturón marrón, zapatos Fluchos marrones —sin calcetines— y reloj Sandoz de pulsera de cuero, también marrón. Apenas hacía una hora y media que había vuelto del trabajo. Después de conducir varios cientos de kilómetros, visitar a algunos clientes potenciales y reunirse con un par de distribuidores, sus energías parecían haberse agotado. Pero le bastaba con desconectar del trabajo y cinco minutos bajo una ducha de agua tibia, para sentirse pletórico de nuevo. Quizás era por aquella gratificante tarea que le esperaba tras la cena; quizá por la llamada telefónica que haría justo antes de meterse en la cama. Cada noche bajaba a la terraza del restaurante con la esperanza infundada de encontrar libre su mesa favorita. Siempre acababa cenando en la mesa del rincón, justo en el lugar más alejado del mirador. Pero Alejandro contaba con una cómplice en el restaurante, alguien que le avisaría antes de que su mesa preferida se quedara libre. Él le había pedido el favor; ella conocía la fuerza inspiradora que aquellas vistas ejercían sobre él.
Aquel era uno de esos “hoteles con encanto”. Tenía la ventaja de un enclave privilegiado, aportaba al hospedado la tranquilidad del mundo rural, y el paisaje invitaba a desconectar y relajarse. Además, hospedarse precisamente allí le ahorraba muchos kilómetros a la semana. Por aquellas fechas, sin embargo, no era eso lo que más valoraba Alejandro Cantero. Ni tampoco su amistad con los dueños del hotel, auspiciada en parte por su relación con aquel lugar. No. Todo eso sumaba, pero la verdadera razón para alojarse allí aquellos días era otra bien distinta: no quería estar solo, volver a estar solo. Porque Alejandro necesitaba con frecuencia la soledad buscada, reencontrarse consigo mismo en la tranquilidad del silencio pero, desde hacía un año —justo aquellos días se cumplía el primer año—, la soledad impuesta se le hacía insoportable. Y allí se sentía acompañado. Mas, si lo necesitaba, también podía estar solo, pasear su soledad buscada por los mismos caminos polvorientos donde, varias décadas antes, sus pisadas hicieron camino y podía sentarse sobre una piedra mientras la brisa del atardecer le traía aromas de olivar, contemplar en silencio la loma de los almendros donde se perdían las vistas y retroceder a un tiempo donde todo era posible; al menos hasta que una mañana de septiembre aquel niño, que había aprendido a levantarse solo y corría a la calle cada amanecer para contemplar las golondrinas, paladeó por primera vez el amargo sabor del desengaño. Aquel hotel rural tenía otros muchos atractivos: una piscina exterior cubierta y climatizada, un SPA incrustado en la misma estructura del vaso natatorio y una zona interior con sauna, baño turco, termas romanas... Alejandro Cantero no se marcharía sin disfrutar de todos aquellos servicios que aportaban relax y bienestar a los huéspedes del hotel. No obstante, la mayor parte su tiempo libre —que no era mucho— lo dedicaría a dar largos paseos por los alrededores.
Aquella noche de finales de agosto Lisa Rice acababa de hacerle un gesto que él esperaba desde hacía rato. Ya podía sentarse en su lugar predilecto de la terraza y entregarse a la enriquecedora tarea que lo mantendría ocupado hasta la hora de hacer la llamada, una tarea iniciada a más de mil kilómetros de allí hacía ya ocho largos meses. Alejandro cogió su ordenador portátil, el pequeño bolso de piel marrón y su copa de vino, aún medio llena. Instantes después estaba sentado de espaldas al restaurante, frente al paisaje que le enseñó a apreciar los colores intensos de la primavera, el ocre estival, el verde emergente tras las primeras lluvias de otoño y, excepcionalmente, el níveo de los copos que lo pintaban todo de un color uniforme: el blanco. Alejandro recordaba con frecuencia el día de la gran nevada; desde aquel día, la nieve siempre le hacía experimentar una repentina sensación de felicidad. Quizá porque estaba asociada a su infancia, una época de escasez y felicidad parejas; quizá porque aquella primera nevada de su corta vida resultó ser la excusa perfecta para jugar en familia, para combatir el frío acurrucándose todos juntos —así compensaban la escasez de ropas de abrigo— y, sobre todo, para darse ese calor que ninguna chimenea puede ofrecer, el calor humano.
Alejandro Cantero encendió su ordenador portátil, un IBM PC Convertible comprado hacía algo más de ocho meses. Luego sacó un paquete de Chesterfield y un mechero del pequeño bolso marrón, se puso un pitillo en la boca y lo prendió. Instantes después, cuando fue a devolver el encendedor al bolso, sus dedos encontraron lo que no buscaban... O quizá sí. Eran unas fotos tomadas semanas antes. Alejandro dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó a pasarlas despacio, a recrearse mirándolas, a disfrutar del paisaje atrapado en cada instantánea, a mirar su vida a través de aquellas fotos. Las había tomado en el Cabo de Gata (Almería) un día de primeros de verano, mientras recorría la costa almeriense en un viaje de trabajo. Cuando tuvo aquellas fotos en su mano por primera vez las miró una tras otra sin apenas detenerse, como si de una sucesión de diapositivas se tratara. Y mirándolas tuvo la sensación de que le estaban contando una historia, su propia historia. Había fotos donde podía verse el mar calmo y azul, y fotos con olas que chocaban violentamente contra las rocas. «Así es la vida», pensó. Unas veces, serena como aquel mar que relajaba la vista, impregnada de la paz que inspiraba aquella imagen; otras, sin embargo, la vida se torna agitada, tempestuosa, capaz de desgarrarnos el alma como aquellas olas erosionaban la piedra. Miró la última foto. En el centro de la misma, apenas una decena de metros cuadrados de arena justo al pié del acantilado, una playa mínima que aparecía y desaparecía con la marea, una minúscula playa momentáneamente descubierta ante el objetivo de su cámara, desnuda ante sus ojos tras el reciente retroceso del oleaje. «Sí, ya lo sé. Ya sé que tras la tempestad, siempre viene la calma», se dijo. Nunca un refrán fue más cierto. Porque la vida puede ser cruel, mas siempre nos guarda una segunda oportunidad. Pero esa oportunidad suele esperarnos al otro lado de las barreras que la misma vida nos pone, más allá de los muros que nosotros levantamos con nuestros miedos, más allá del miedo al fracaso, al ridículo, más allá del miedo a tener miedo.
Alejandro Cantero le dio una larga calada al cigarro. Luego miró la hora en su reloj de muñeca pero no la vio. Solo vio una fecha, la fecha de un aniversario, uno de esos días que nos cambian la vida para siempre. A menudo intentamos revivir los momentos especiales, esos que nos hicieron tan felices. A veces quisiéramos detener el tiempo, pero el tiempo se nos escapa como agua entre los dedos. Otras veces, sin embargo, es justo lo contrario. En el pasado reciente de Alejandro había un momento que se negaba a marcharse de su vida, uno de esos momentos grabados a fuego con el hierro del dolor. Pero hasta los días más duros nos dejan el resquicio de una sonrisa. Alejandro Cantero guardó las fotos en el bolsillo externo del bolso, cerró la cremallera y luego buscó en el interior. Sacó otra foto, la miró y sonrió a sus hijos, que sonreían felices a la cámara. Era una foto vieja, de cuando ellos aún estaban en edad de esperar impacientes su llegada, de saltar a sus brazos, de no cansarse con los besos, de reclamar sus abrazos; era una foto de una época feliz, de cuando sus hijos no podían esperar para contarle las pequeñas hazañas del día, las penas del día. Era una foto de un tiempo irrecuperable. Besó a sus hijos a través del papel amarillento —realmente sintió que los besaba— y luego dejó la foto sobre la mesa, junto al ordenador portátil.
Un doble clip y una de las carpetas del escritorio se abrió. Alejandro Cantero leyó el último párrafo; luego bebió un trago de Rioja, se puso el cigarro en los labios y le dio una profunda calada. Aquel era el segundo y último pitillo del día. El tiempo de fumar demasiado también había quedado atrás, pero a su hija no le había parecido suficiente.
—Te costaba lo mismo dejarlo del todo —le dijo algo decepcionada.
—No lo entiendes, cariño. Mi lucha no era contra el tabaco, era contra mi necesidad de fumar. Y ahora que he superado la dependencia quiero disfrutar de este pequeño placer, pero solo dos veces al día.
Ella lo miró sin hacer nada por disimular su desacuerdo.
—Volverás a caer, estoy segura. —Él sonrió levemente.
—No, mi vida, eso no pasará.
Pero ella no parecía dispuesta a dejarse convencer.
—No estés tan seguro. La adicción al tabaco es difícil de superar, tú lo sabes. Alejandro miró a su hija a los ojos, antes de reafirmarse en su postura.
—Estoy seguro. ¿Quieres saber por qué?
—¿Por qué? —preguntó ella, decidida a no dejarse convencer por la respuesta de su padre.
—Porque las mejores lecciones son siempre las más duras, mi amor. Y porque la vida me ha obligado a conocer el poder de la voluntad, esa fuerza que nos empuja a levantarnos cuando ya no quedan ni las fuerzas ni las ganas, y a seguir caminando, aunque las lágrimas no nos dejen ver el camino. ¿Lo entiendes ahora?
Se miraron en silencio; ella quiso responder algo, pero no encontró las palabras. Luego abrazó a su padre sin decir nada. Quizá porque en aquel abrazo cabían todas las respuestas, quizá porque sus brazos seguían siendo el mejor refugio para sus miedos.
Otro trago de vino y otra calada al Chester. Alejandro Cantero levantó la vista al frente, hacia la inmensidad del firmamento. Instantes después bajó los ojos a la pantalla al tiempo que recordaba una noche de su pasado reciente, una noche que le había cambiado la vida cuando menos lo esperaba, como nunca hubiera imaginado. Y empezó a teclear, a guardar recuerdos en aquella carpeta que nadie conocía, en aquel archivo de su vida al que nadie tendría acceso nunca, salvo él mismo. Otro trago de vino, otra calada al cigarrillo. Miró la hora. Eran las once y cinco del jueves treinta de agosto de 1990. Se inclinó de nuevo sobre el teclado y, acto seguido, en la pantalla empezaron a surgir líneas, párrafos... Alejandro Cantero sonrió mientras escribía. El último trago, la última calada... Dejó sobre la mesa la copa vacía y exhaló el humo lentamente, hacia arriba, mirando al firmamento a través de la humosa cortina que ascendía ante sus ojos. Una pausa, una mirada a su alrededor... Era una noche cálida y serena, de luna nueva y emociones a flor de piel. Miró hacia abajo, hacia el embalse. Aquellas aguas donde tantas veces se sumergió —donde tantas veces se sumergieron juntos—, parecían dormitar en la tranquilidad de la noche. Algunos de sus recuerdos más hermosos seguían emergiendo de aquellas aguas, flotaban en el río convertido en pantano, el mismo río que se volvía para abrazarse al pueblo, su pueblo: Iznájar.
Lisa Rice pasó junto a su mesa, se miraron, sonrieron... Ella ya sabía de qué iba aquella historia. Lisa era una inglesa de unos cincuenta y cinco años, pelirroja, extrovertida; y hablaba un español fluido, pero con un curioso acento andaluz. Lisa estaba unida sentimentalmente a Desmond Doyle, su socio en el negocio. Desmond era de Bridgetown, Irlanda. Ella parecía una Pipi Lastrum madura; él rondaba los sesenta, era rubio, alto y de ojos azules. Se habían conocido en Andalucía pocos meses después de llegar a España, mucho tiempo después de no estar seguros de si el amor les reservaría una segunda oportunidad. Pero, como decía Lisa, «no importa el cuándo, solo importa el qué». Ella defendía que nunca es tarde para el amor. Y tenía razón: nunca es demasiado tarde para nada. Para Lisa y Desmond, Alejandro, más que un huésped, era su amigo. La suya fue una amistad a primera vista, y auspiciada por aquella casa. Hay amistades que se traban con el tiempo; otras, sin embargo, nacen en la primera conversación, y se arraigan en el primer abrazo. Alejandro, y Lisa y Desmond se habían conocido unos meses antes, cuando los dueños de aquel hotel rural ultimaban los detalles previos a su apertura. Por aquellos días, Alejandro Cantero recorría Andalucía en busca de clientes para sus cerramientos de piscina y Desmond y Lisa estaban buscando un proveedor para la cubierta de la piscina exterior. Para Alejandro Cantero aquella sería la venta más gratificante desde su llegada a España, esta vez con la excusa del trabajo para quedarse en Andalucía, su tierra. Alejandro solía ir con frecuencia al hotel de sus amigos británicos, aunque solo fuera para comer y charlar un rato. Pero esta vez era distinto: estaba alojado, y aún se quedaría unos días más.
Alejandro Cantero dejó de teclear. Después levantó la vista al cielo, hacia una luna apenas perceptible. ¡Cuántas noches había mirado la luna desde aquel mismo lugar! ¡Cuántas veces le había hecho la misma pregunta sin respuesta! Un instante después, sus ojos descendieron por la invisible línea vertical que unía la luna con el arroyo. Muchos años antes, allí donde el arroyo iba a morir al río, un atardecer de verano, Alejandro comprendió que es el amor lo que da sentido a la vida. Solo unos meses después, una tarde de septiembre y en aquel mismo lugar, por un instante, solo por un instante, creyó que su vida ya no tenía sentido.
Tras aquella breve pausa Alejandro Cantero volvió a teclear sin detenerse durante varios minutos. Luego, apenas sus dedos se detuvieron sobre el teclado, Alejandro miró hacia abajo, hacia aquella curva de la carretera donde, un lejano día de primeros de septiembre, se volvió para agitar la mano en señal de adiós. Habían pasado muchos años desde entonces, suficientes para comprender que las despedidas son siempre más difíciles para los padres, aunque entiendan las razones que empujan a los hijos a marcharse. Solo unos segundos más tarde, sus ojos volvieron a la pantalla y sus dedos empezaron a presionar de nuevo las teclas, a inmortalizar recuerdos en aquella carpeta de ordenador donde permanecerían ocultos indefinidamente, sin volver a leerlos —a menos que se hicieran borrosos en su memoria— y sin que nadie supiera nunca de su existencia... o eso pretendía entonces. Alejandro escribía deprisa pero no era suficiente; los recuerdos iban más rápidos en su mente que sus dedos en el teclado. Tras unos minutos sin parar de teclear, se detuvo de nuevo e intentó ordenarlos en su cabeza, y también en sus sentidos. Luego cerró los ojos por un instante y pensó en sus padres, que ya no estaban. A menudo pensaba en ellos; no podía evitarlo, los extrañaba tanto... En aquella casa convertida en hotel, Alejandro Cantero sentía que el tiempo no había pasado, que se mantenía estático, atrapado en los pliegues de la memoria. «Mirar atrás no nos devolverá lo que perdimos, pero a veces nos reconcilia con lo que somos», se dijo, y volvió la vista al teclado.
Alejandro Cantero miró el reloj. Era tarde, y al día siguiente tenía que madrugar. Pero ya era jueves; un día más y tendría todo el fin de semana para descansar, recuperar fuerzas y seguir escribiendo. La noche avanzaba y la temperatura había descendido varios grados en las últimas horas. Alejandro se frotó los brazos instintivamente antes de volver de nuevo al teclado. Las rosas de los arriates cercanos impregnaban el ambiente con su olor; los jazmines le traían aromas casi olvidados. «Esta noche no cambiaría este lugar por ningún otro», pensó. Alejandro había llegado al hotel unos días antes, huyendo de la soledad de su piso de Marbella. Cuando estaba empezando a acostumbrarse a ella había descubierto que no quería volver a estar solo nunca más, que necesitaba tenerla a su lado, sentirla a su lado. Pero aquellos días la separación era inevitable. Uno no puede asistir a ciertos eventos si no está invitado. «Solo es cuestión de tiempo, poco tiempo», se dijo. Siguió escribiendo un rato más; luego recogió sus cosas y se levantó. Faltaban menos de veinticuatro horas para estar sentado de nuevo en aquella mesa, para retornar al patio de sus primeros juegos. En menos de veinticuatro horas retomaría aquel paseo por sus recuerdos, iniciado en su casa de Burdeos en vísperas de la Navidad anterior. Miró de nuevo el reloj. Solo faltaban diez minutos para la hora acordada.
Alejandro Cantero echó una mirada a su alrededor justo antes de abandonar la terraza. Todos se habían ido. Solo quedaban él, Lisa y Desmond. Él estaba haciendo tiempo en espera de la hora pactada; ellos, esperando por él. «Gracias», les dijo. Lisa entendió que lo decía por avisarle antes de que su mesa favorita se quedara libre. Desmond creyó que le estaba agradeciendo su amabilidad en el trato. Ambos tenían razón. Lo que no sabían es que también les daba las gracias por haber reformado aquella casa, por convertirla en un hotel y, sobre todo, por evitar que acabara reducida a un montón de escombros, por impedir que se convirtiera en la sepultura de tantos recuerdos.
Ya en su habitación, Alejandro Cantero dejó el ordenador y el bolso de mano sobre el escritorio junto a la ventana. Miró el reloj. Luego cogió el móvil —un Nokia Mobira Cityman, más conocido como “ladrillo”—, abrió la puerta que daba a la pequeña terraza y salió al exterior. Era la hora acordada. Marcó los nueve números y esperó. Segundos después alguien descolgó un teléfono a muchos cientos de kilómetros. «Hola», dijo una voz femenina. «Hola, cariño», dijo él, casi en un susurro. La conversación duró algo más de veinte minutos. En ese tiempo se escucharon algunas risas y se intuyeron infinidad de sonrisas. Luego, en la despedida, dos “te quiero” y otros tantos besos junto al teclado. Apenas se despidieron, Alejandro volvió a la habitación, descorrió la persiana sin bajarla completamente, se desnudó y se metió en la cama.
Cuando la primera luz del alba se proyectó sobre las rendijas de la persiana Alejandro Cantero ya estaba despierto. Un rato antes había alargado la mano hacia la mesita de noche para alcanzar su reloj de pulsera y luego se había frotado los ojos para distinguir la posición de las manecillas. En el momento de mirar la hora eran las seis y media de la mañana del 31 de agosto de 1990. Estaba empezando a amanecer cuando se levantó. Apenas se bajó de la cama subió la persiana, abrió la puerta acristalada y salió al balcón. Contempló los primeros y brillantes rayos de sol proyectándose sobre las cimas de los cerros cercanos, sorprendiéndose de poder encontrar tanta paz en algo tan cotidiano, ensimismado en la belleza que traspasaba sus retinas, recordando aquella primera vez cuando vio amanecer a escasos metros de donde entonces se encontraba. Poco después, cuando el sol se elevaba por encima de los cerros, Alejandro Cantero regresó a la habitación, se dio una ducha rápida, se vistió, cogió el maletín del trabajo, las llaves del coche y el móvil, y salió de la habitación cerrando la puerta tras él. Bajó las escaleras, pasó por el restaurante para dar los buenos días a Lisa y Desmond —a aquellas horas inmersos en los preparativos del desayuno—, y luego se encaminó hacia el aparcamiento, sito en la parte trasera de aquel hotel rural con aromas de su infancia.
Doce horas y algunos minutos después Alejandro Cantero giró la llave en el contacto y el motor del coche se apagó. Había sido una jornada agotadora pero igualmente satisfactoria en cuanto a las ventas. Dejó el coche en el aparcamiento trasero, cogió el maletín negro del asiento del copiloto, el móvil y las llaves, y se encaminó hacia la entrada del hotel. En el corto trayecto hasta la puerta saludó a algunos clientes, a Lisa — que iba y venía de la terraza a la cocina y viceversa— y a Desmond —que no saldría de la cocina en las horas siguientes—. Una vez en su habitación, Alejandro se desnudó y se metió en el baño. Poco más tarde, tras dos lavados de pelo y una relajante ducha, volvió a la habitación envuelto en una toalla. Luego de secarse se puso un polo azul marino de Lacoste y los Lewis, el cinturón y los Fluchos de la noche anterior; se echó desodorante Axe, se puso unas gotas de Eternity —su perfume favorito— y, tras abrochar el Sandoz a su muñeca izquierda y comprobar que el encendedor y el paquete de Chesterfiel estaban en el bolso marrón, cogió el IBM Convertible y se dispuso a bajar para la cena.
Apenas llegó a la terraza Lisa le hizo una indicación con la mano y él la siguió hasta la mesa del rincón más alejado del mirador. Aquella noche tampoco podría cenar en su mesa preferida, pero no le importó. Sabía que ella le avisaría antes de que sus comensales la dejaran libre. Fiel a sus costumbres, Alejandro pidió una cena ligera y una copa de vino. Cenó despacio y tomó solo media copa. El resto del vino lo reservaba para después del postre como complemento perfecto del segundo y último cigarrillo del día. Aquella noche no tendría que esperar demasiado. Apenas cinco minutos después de terminada la cena estaba sentado a la mesa con las mejores vistas. Encendió el portátil y, tras comprobar que la batería estaba completamente cargada, repitió aquel parsimonioso ritual que le servía para desconectar definitivamente de todo lo acontecido durante el día y centrarse, única y exclusivamente, en la tarea de escribir. Bebió un trago de vino y encendió un cigarrillo. Durante un tiempo indeterminado sus ojos vagaron por la línea del horizonte. Su mente, sin embargo, viajó mucho más lejos. Mientras apuraba el vino a tragos cortos y el cigarrillo se consumía calada tras calada, Alejandro repasó todo lo acontecido en los meses anteriores. Pero no pudo evitar volver al origen de los últimos cambios en su vida, una vida convulsionada, sacudida cruelmente cuando todo parecía perfecto, cuando la felicidad y el éxito laboral coincidían en el mismo espacio de tiempo. El último trago de vino, la última calada al Chester... Mientras el humo blanquecino se elevaba entre sus ojos y el infinito, sus pensamientos se detuvieron en aquella noche de agosto, en aquel instante en que todo cambió de nuevo.
Instantes después, Alejandro Cantero salió de su abstracción, suspiró profundamente y bajó la vista al teclado de su portátil. Luego hizo un doble clip en la misma carpeta de siempre y ésta se abrió unas páginas más adelante de donde lo hiciera la noche anterior. Leyó el último párrafo, releyó las últimas frases y, acto seguido, sus dedos empezaron a martillear sobre las teclas sembrando líneas que no eran sino retazos de su vida, momentos cargados de risas, de lágrimas... Durante meses, aquella tarea le había servido para combatir la soledad y distraer el insomnio; desde hacía unas noches, escribir era su manera de acortar el tiempo desde la cena hasta la hora de hacer la llamada.
Alejandro Cantero escribió la última frase y puso el punto y final. Luego miró el reloj y esbozó una sonrisa de satisfacción. Quizá por haber terminado; quizá porque se acercaba la hora señalada. Apagó el portátil, metió el tabaco y el móvil en el bolso de mano y, tras coger ambos, se levantó de la mesa. Se despidió de Lisa y Desmond —ya no quedaba nadie más en la terraza ni en el restaurante—, y subió a su habitación.
Levantó la persiana, abrió la puerta de la terraza y, con el móvil en la mano, salió al exterior. Era una cálida noche de luna nueva. Alejandro marcó el mismo número de la noche anterior, de todas las noches desde que se despidieron con un beso, un “te quiero” y un “hasta pronto”. Al segundo tono, alguien levantó el auricular muchos cientos de kilómetros al norte. «Hola, mi amor. ¿Estabas dormida?», le preguntó. «Sabes que no me dormiría sin escuchar tu voz». Hablaron durante un buen rato, en voz baja, susurrando casi, como si temieran que alguien pudiera oírlos, aunque ambos sabían que nadie los escuchaba. Cuando Alejandro dejó el reloj sobre la mesilla de noche las manecillas marcaban la 01:25 del primero de septiembre de 1990.
Era sábado. Aquella mañana, Alejandro Cantero fue el primero en bajar a la piscina. Un rato después, tras unos cuantos largos, se sentó en el SPA, activó el sistema de hidromasaje y cerró los ojos. Mientras los jets masajeaban su espalda, recordó el primer beso bajo el agua, las caricias en la piel erizada mientras se sumergían en el río... Alejandro se recostó en el asiento de hidromasaje, con la cabeza hacia atrás y el agua por la barbilla, abandonándose poco a poco. Quienes no le abandonaron fueron los recuerdos. Pero, en aquel instante, Alejandro solo quería mirar hacia delante y deseaba que el tiempo volara. Un año y unos meses antes, sin embargo, habría entregado su alma al diablo por detenerlo. Pero el tiempo sigue siempre su propio ritmo, fijo, inalterable, aunque algunas veces parezca volar y otras detenido. Pasados unos minutos Alejandro cambió el asiento de hidromasaje por la tumbona de masaje mediante chorros de aire. Se tendió de espaldas sobre un pequeño mar de burbujas, sobre un montón de juguetones dedos de aire y agua que parecían mantenerlo suspendido, ingrávido, flotando... Por un instante sintió que lo tenía todo. En seguida se dio cuenta de que le faltaba lo más importante, la persona que daba sentido a todo lo demás. Porque Alejandro Cantero ya sabía que todo no basta cuando no tienes con quien compartirlo.
Poco después, cuando los primeros clientes empezaron a llegar a la piscina cubierta, él abandonó el recinto en dirección al hotel. Podía haberse quedado a charlar con aquellos huéspedes, contarles que, mucho tiempo atrás, cuando todavía creía que todo era posible, una mañana como aquella tuvo que aprender a renunciar y, por primera vez en su corta vida, se resignó a aceptar que había cosas imposibles de lograr, incluso para su padre. Y podía haberles contado que, aquella mañana de un septiembre de su infancia, debió enfrentarse a la dura realidad, que se hizo mayor de golpe cuando descubrió que las cosas no siempre son como creíamos que eran, como desearíamos que fueran. «Porque eso es imposible, hijo», le había dicho su padre. Pero también podía haberles contado que, solo unos meses antes, la vida le había enseñado que todo es posible, incluso aquello que ya no nos atrevemos a soñar; y que la vida puede ser cruel—él lo sabía por experiencia—, mas siempre nos reserva una segunda oportunidad, una nueva oportunidad para soñar, para volver a sonreír, para amar, para ser felices de nuevo, una oportunidad para emerger de entre los escombros de nuestras propias ruinas, para renacer con más fuerza, como brota la hierba bajo las cenizas de los campos calcinados.
Alejandro Cantero recorrió los escasos metros que separaban la piscina cubierta de la entrada del hotel y, tras saludar a Desmond y Lisa, se fue directo a su habitación. Se dio una ducha de agua tibia y se visitó con unas bermudas de lino y una camiseta de algodón. Luego se calzó unas zapatillas de deporte, se puso el reloj de pulsera, cogió el pequeño bolso marrón y se dispuso para salir. Pero antes se paró frente al espejo y, durante unos instantes, miró la imagen impresa en la camiseta: era la cara sonriente de su hija. Escritas sobre la imagen aquellas palabras que ella le repetía con frecuencia: “I like my life”. Unos años antes, cuando se la regaló, su hija lo abrazó largamente antes de decirle: «Deja de preocuparte por mí, papá; ya he encontrado mi lugar en el mundo». Le gustaba ponerse aquella camiseta; la cara impresa de su hija le hacía sentirla un poco más cerca y su sonrisa le ayudaba a imaginarla feliz, a gusto en su trocito de universo, ese espacio que a veces tanto nos cuesta encontrar. Antes de bajar a desayunar, Alejandro se colgó el bolso donde previamente había metido su cámara de fotos Polaroid instantánea y en color —con pilas y película para diez fotos—, y cogió su cartera y sus gafas de sol Wings de Ray-Ban con cristales verde oscuro y montura plateada, salvo por la barra y los codos negros. Aquellas gafas de sol habían permanecido muchos meses en su funda pero, unos días antes, en una fecha señalada, Alejandro decidió volver a ponérselas. Le recordaban a alguien muy especial, alguien con quien ya no podía jugar a ladrona y policía. Aquel sábado se las pondría por última vez, lo tenía decidido; luego las devolvería a su funda para no volver a sacarlas nunca más. Aquellas gafas formaban parte de una historia de su pasado, una de esas historias que se niegan a desvanecerse en la niebla de los años. Porque hay historias insensibles al paso del tiempo, momentos que permanecen imborrables en nuestra memoria, que siguen latiendo en nuestras emociones a pesar de las historias que vinieron después.