Kitabı oku: «Las golondrinas nunca regresan en otoño», sayfa 5

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CAPÍTULO IV
MARÍA

Corría la primavera de 1961 cuando me vi enfrentado a aquellos ojos negros, unos ojos que se me clavaron en el alma para siempre, una mirada que cambiaría mi vida. El sol se perdía por el horizonte cuando nos vimos por primera vez. Aquel atardecer, la resuelta mano del destino insondable pasó hoja en el libro de mi vida enfrentándome a una de las páginas más relevantes de esta historia, una historia que no empezaría a escribirse — literalmente hablando— hasta veintiocho años, seis meses y diecisiete días más tarde. Era una noche triste y fría, en una casa solitaria y triste, cuando las primeras líneas de esta historia empezaron a desfilar por la pantalla de mi ordenador. Después, durante meses, yo intentaría escapar de la soledad tecleando recuerdos, unos recuerdos que me transportaban a momentos menos dolorosos, más divertidos, incluso felices.

Era domingo, el último domingo de mayo. Caía la tarde en Iznájar, en mi pueblo, un pueblecito del sur de la provincia de Córdoba al que ella había llegado gracias al destino, al penúltimo destino de su padre. El sol descendía hacia el horizonte. Era el momento perfecto para subir hasta el mirador y, desde allí, muchos metros por encima del río, contemplar la puesta del sol. En aquella época el Genil solo era un río, un perpetuo discurrir de verde linfa, el espejo donde se miraban los paisajes de mi niñez. Pero, con el tiempo, el río acabaría convirtiéndose en embalse, en el “lago” más grande de Andalucía. El pantano cambiaría la fisonomía del paisaje, incluso la vida de muchas personas que nunca volverían a mirar aquellas aguas con los mismos ojos. Para nosotros, sin embargo, el Genil siempre será aquel río cuyas aguas mojaban nuestros cuerpos desnudos.

Era una cálida tarde de primavera en un pueblo del interior donde las opciones de ocio no abundaban y el dinero para gastar era aún más escaso. Por entonces ya hacía tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de marcharme; no sentía que aquel fuera mi lugar en el mundo, por eso quería irme lejos, a algún sitio donde uno pudiera expresarse libremente, sin temor, donde tu opinión no te llevara a la cárcel. Pero allí, con la puesta de sol de fondo, encontré una razón para quedarme, la más poderosa de las razones, el amor. Aunque no tardaría mucho tiempo en querer marcharme... Y esta vez, para siempre.

Yo tenía veinte años; ella aún no había cumplido los dieciocho. La mayoría de mis años los había cumplido mucho después de saber que no podría cumplir mi sueño y algunos —no pocos— bastante después de empezar a sentir que estaba en el lugar equivocado, o en el tiempo equivocado, o quizás en ambos a la vez. Yo quería ser maestro, enseñar a leer a los niños del mundo rural, inculcarles la pasión por aquellas historias que dormían entre las páginas de los libros esperando ser despertadas. Yo soñaba con unos niños menos ignorantes, más libres, y con una España donde hubiera oportunidades para todos, aunque no todos tuvieran las mismas oportunidades. Educar a los más desfavorecidos sería mi forma de combatir un sistema educativo del todo injusto y también mi pequeña venganza por la muerte del tío Andrés. Sí, me vengaría plantando en sus mentes la semilla del libre pensamiento. Yo no pretendía hacer política, solo quería contribuir a hacer un mundo mejor. Pero pronto me di de bruces contra ese muro llamado realidad: no sería maestro. Para estudiar hacían falta recursos y nosotros no los teníamos. Si me quedaba en el pueblo ni siquiera podría ser yo mismo, solo sería otra víctima de nuestras costumbres atávicas. Porque allí las cosas eran simples: los hijos aprendían a hacer lo que hacían sus padres, así había sido siempre, y así seguiría siendo. Por eso había tomado una decisión, me marcharía del pueblo y de España, pero lo haría más adelante, después de cumplir con el Servicio Militar obligatorio. Yo sería un emigrante, nunca un exiliado. Ya eran bastantes los españoles en el exilio.

Pero aquella tarde de finales de mayo empezó a cambiar mi vida, nuestras vidas. Ya no importaban los planes hechos hasta entonces. Aquel día empezábamos de cero, juntos. El nuestro sería un amor para toda la vida, uno de esos amores que no se apagan con la convivencia, esa prueba de fuego que calibra la fuerza de la pasión, ese obstáculo donde se estrellan tantas parejas, esa impertinente que se empeña en desvestir nuestros defectos, en dejarnos desnudos ante la persona que seguro nos idealizó demasiado. Quizá porque la convivencia acaba despertándonos del sueño romántico; quizá porque el día a día no deja muchos resquicios a la independencia de cada uno, ese bien tan preciado y casi siempre tan escaso cuando vivimos en pareja, sobre todo cuando dejamos de amar a la otra persona y empezamos a quererla. Con frecuencia, mucho antes de que la buena armonía sea dinamitada por los reproches, la pasión ya ha sucumbido frente la rutina, esa incómoda compañera de cama, siempre entre los dos pero nunca formando un trío. Mas, cuando nos enamoramos, siempre creemos que será para siempre, que nunca se apagará la llama de la pasión, y que nada ni nadie podrá interponerse en nuestra felicidad. Nosotros supimos en seguida que habíamos encontrado esa persona entre un millón, la persona que nos cambiaría la vida sin remedio, sin poder ni querer evitarlo, para siempre, y que siempre sería como en ese primer momento. Aquel atardecer ambos supimos que había ocurrido, sin esperarlo, sin buscarlo. Aquella tarde supimos que nos amaríamos para siempre. Pero el amor nunca es fácil, mucho menos cuando hay una tercera persona dispuesta a hacer lo que sea necesario para romper ese amor.

El mirador ofrecía unas espectaculares vistas de la puesta del sol. Muchos metros más abajo el Genil se escurría entre las piedras como se nos escapa el tiempo sin darnos cuenta, desaparecía de la vista como desaparecen las oportunidades mientras dudamos y luego volvía a aparecer de nuevo, más adelante, como esas oportunidades que ya no esperamos. Atardecía en Iznájar. El sol se ocultaba dejando tras de sí una estela anaranjada, pintando de fuego el horizonte. En menos de una hora la oscuridad se apropiaría de las vistas y el río solo sería un murmullo de agua en la noche oscura y silenciosa. Y después de una hora... A veces, después de una hora es nunca, porque en una hora puede ocurrir todo. Solo tenemos el presente, ese es nuestro único tiempo, el único que tenemos para vivir.

Caía la tarde. Yo me giré y al instante supe que era ella. Lo supe apenas vi el sol reflejado en sus ojos, el rojo fuego del horizonte incendiando sus pupilas. Nuestras miradas se encontraron apenas un instante, uno de esos instantes que nos cambian el resto de nuestros días. Y sentí el corazón acelerar sus latidos, saltar en mi pecho, latir en mis manos... Y sentí aquel fuego prendiendo en mi piel, penetrando en mi interior, imparable, devastador, maravilloso.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—María. ¿Y tú?

—Alejandro.

María solo tenía diecisiete años, una edad que no se correspondía con su cuerpo voluptuoso y con una madurez impropia de su juventud. Porque era toda una mujer. Su cuerpo y su mente eran los de una mujer aunque tuviera edad casi de niña, una edad por la que podían obligarla a renunciar al amor, que no a amar, a eso nadie puede. Sobre nuestros sentimientos nadie decide, ni siquiera nosotros mismos. Podemos controlar el fuego, desviar el curso de los ríos, surcar los mares, sobrevolar continentes y océanos... pero no podemos controlar lo que sentimos, ni decidir de quién o cuándo nos enamoramos. María y yo nos enamoramos en la primera mirada. Pero ella era menor de edad, además de mujer. Y en la España de aquella época ni siquiera la mayoría de edad otorgaba a una mujer el poder de decidir. Por no tener no tenían ni voz ni voto aunque, bien pensado, votar tampoco se podía. María y yo nos miramos a los ojos, nos buscamos más allá de las pupilas dilatadas y nos fuimos a encontrar en un laberinto de sensaciones nuevas, arrebatadoras, placenteras. María tenía los ojos negros, una larga melena azabache, los labios carnosos y rosados, una piel delicada que aún siento latir en las yemas de mis dedos. Ella era la mujer que llevaba años buscando sin saberlo. Pero no todo era perfecto en María, y no tardaría mucho es descubrirlo.

—¿Nos vemos mañana? —le pregunté.

—Si vienes por aquí...

María era natural de Valladolid. Unos años antes ella y su familia habían llegado a Iznájar procedentes de algún pueblo de la provincia de Ciudad Real. María estaba acostumbrada a mudarse continuamente. Su padre nunca ponía reparos a un traslado, sobre todo si ello suponía un ascenso. Y, desde hacía meses, estaba esperando la comunicación de ambos. Pero lo guardaba en secreto. Su mujer, como siempre, sería la última en enterarse. Su hija tampoco necesitaba saberlo con mucha antelación. A ella le bastaba con saber que debía cambiar de casa y de amistades... de nuevo. Ambas mujeres debían aceptarlo de buen grado. Él era el cabeza de familia, el responsable de traer el dinero a casa; él tomaba las decisiones. No en vano ostentaba la autoridad dentro de la familia. Y ellas —esposa e hija— debían respetarlo y respetar sus decisiones, sin protestar, sin quejarse, entendiendo siempre su postura, apoyándolo sin rechistar. Pero aquella próxima vez —que él intuía cercana—, las cosas iban a cambiar. Alguien había encontrado una razón para quedarse. Por primera vez una de las mujeres de la familia estaba dispuesta a rebelarse contra la autoridad de la casa.

Tardamos una semana en volver a vernos, a pesar de que yo volví al mirador cada atardecer. María se moría de ganas de verme —eso lo supe después—, pero debió reprimir sus deseos de salir durante días. A primeros de los sesenta, en aquella España donde tantas mujeres no tenían voz ni voto ni siquiera en su propia casa, una chica de diecisiete años no podía salir a pasear cada tarde. No estaba bien visto que una muchacha de su edad anduviera calle arriba calle abajo cada atardecer, a saber lo que dirían de ella en los mentideros del pueblo. Aun así María pidió permiso para salir entre semana con la excusa de ir a ver a una amiga, pero la respuesta de su padre fue tajante: «No. Que venga ella a verte a ti». Al domingo siguiente volvimos a encontrarnos. Estábamos en el mismo sitio, a la misma hora, el mismo sol en sus ojos, la misma sonrisa en sus labios... Y mis ojos se perdieron detrás de su mirada, bajando por su cuello, recorriendo su hombro desnudo...

—Necesito volver a verte.

Una sonrisa, un silencio elocuente...

—No puedo esperar al domingo —insistí.

—No me dejan salir entre semana. Tendría que escaparme.

Una sonrisa traviesa. Algo en mi interior también sonríe.

—Entonces..., ¡escápate! —le susurré, acercando mis labios a su oído.

Y percibí cómo se agitaba su respiración, sus latidos acelerando cada vez más, sus pechos tensando la fina tela del vestido. Y en aquel preciso instante sentí que algo se estaba rompiendo en mi interior. Y supe que se escaparía para verme, para vernos, para estar a solas. Y empecé a admirarla antes de amarla. O ambas cosas a la vez. O quizá ya la amaba desde mucho antes, desde el mismo momento en que se cruzaron nuestras miradas por primera vez. María no tardaría en ganarme para siempre, aunque no me hubiera sentido atraído hacia ella, aunque no me hubiera enamorado. Me habría ganado por su determinación, con su personalidad, porque era capaz de desafiar las reglas, porque seguía los impulsos de su corazón.

—El jueves, mi padre cambia de turno. Durante una semana tendrá servicio de noche a partir de las diez.

—¿Nos vemos aquí el jueves?

—No sé si podré escaparme...

Una pausa eterna, un silencio incapaz de guardar silencio, calculado quizás. O quizá le faltaba el aire para seguir hablando.

—Prométeme que vendrás.

—No te prometo nada —dijo después de una prometedora mirada.

—Yo estaré aquí. A las diez en punto.

Dos miradas que se resisten a separarse, dos corazones saltando en el pecho...

—Aunque quisiera, no podría venir tan pronto. Tendrías que esperarme. Una lucecita traviesa bailando en sus pupilas.

—Te esperaré.

María sonrió; yo sonreí. Quizá dejé de respirar durante unos segundos; quizás el tiempo estuvo detenido durante esos segundos. Luego empecé a contar los días, las horas, los minutos...

María era la hija del cabo Anselmo, su única hija. Y Anselmo Arranz era un guardia civil en tiempos de Franco, un miembro de la Benemérita, un agente de aquel cuerpo represor del franquismo, uno de aquellos picoletos de tricornio, capa y bigote que temía de niño y detestaba de adulto. Yo lo conocía de sobra. Él apenas sabía de mi existencia, aunque eso estaba a punto de cambiar. Pero la hija del Cabo de la Guardia Civil no podía enamorarse de un lugareño cualquiera, mucho menos de un Cantero. Y ningún Cantero sería tan osado de seducir —ni siquiera de intentarlo— a la hija de un picoleto, menos aún a la hija del cabo Anselmo. Así lo decían unas normas no escritas; así lo aceptaba todo el mundo. Pero las normas —incluso las no escritas— están para desafiarlas, para romperlas, para cambiarlas. María y yo vivíamos a pocos kilómetros de distancia, pero pertenecíamos a mundos distintos, a diferentes clases sociales. Y, en aquella época, las fronteras entre las clases sociales aún eran puertas cerradas, muros demasiado altos, inexpugnables. Yo pertenecía a la clase más baja; ella a una superior. Porque todas las clases sociales estaban por encima de la clase campesina. Pero el amor no conoce fronteras. Hay sensaciones que no entienden de diferencias sociales, que no distinguen razas, culturas, religiones... ni siquiera saben de edades. María y yo hubiéramos sentido lo mismo a los treinta o a los cincuenta, aunque uno de nosotros hubiera sido blanco y el otro negro, aunque chocaran nuestras culturas, aunque perteneciéramos a religiones antagónicas, a familias enfrentadas. Nada hubiera importado. Porque hay emociones que no responden a ninguna razón. O quizá porque responden a una sola razón: esa turbadora pero irresistible atracción entre dos personas.

Aquel jueves María llegó a las once menos diez. En nuestra primera cita yo la esperé casi una hora, pero no me importó. Ya sabía que llevaba esperándola toda mi vida.

—¿Te he hecho esperar demasiado?...

—Te esperaría una vida entera.

María sonrió. Nos miramos un instante en silencio. Luego la cogí de la mano invitándola a seguirme.

—Ven, quiero mostrarte algo —le dije mientras tiraba suavemente de su mano.

Noté un ligero estremecimiento en su piel bajo la leve presión de mis dedos pero, al instante, ella apretó mi mano venciendo la inseguridad de la primera vez, aceptando la emoción irrepetible de la primera vez, dejándose llevar. Aunque quizás era María quien me llevaba; el guía no siempre es quien va delante. Bajamos las escaleras y nos sentamos en el suelo, sobre la hierba todavía verde, apoyando la espalda contra el muro que soportaba la explanada del mirador por su cara nordeste. Apenas nos sentamos yo me giré hacia la muralla de la alcazaba, distante unos centenares de metros a nuestra derecha.

—Mira —le dije señalando hacia el castillo—. ¿Verdad que de noche parece más misterioso?

—Sí —me contestó—. Será que todo se ve diferente cuando se apagan las luces del día. Es como si todo pasara a otra dimensión cuando lo cubre la oscuridad.

Un breve silencio. Una mirada en la penumbra. Unos ojos que brillaban en la noche.

—¿Sabes?, en las noches más oscuras, cuando la negrura lo envuelve todo, las piedras de las almenas rompen la oscuridad dejándose ver entre las tinieblas, como si estuvieran iluminadas.

—Pero no lo están —dijo María.

—He ahí el misterio.

María me miraba en silencio, expectante.

—Continúa —me animó.

—En las noches sin luna el castillo parece estar flotando sobre el desfiladero, suspendido en el espacio.

Busqué los ojos de María en la noche ya cerrada. Ella me miró en silencio durante un breve instante y luego volvió la vista hacia la antigua alcazaba.

—Cuentan que todo empezó en el Medievo, que es obra del fantasma de un gobernador asesinado. Dicen que es él quién ilumina el castillo con su aura.

—Creo que estoy empezando a enamorarme de Iznájar —dijo María sin mirarme, con la vista fija en el castillo.

—¿Solo de Iznájar?...

Ella se giró hacia mí; yo busqué sus ojos y percibí un leve temblor en sus labios al acercarme.

—Cuéntame más... —dijo ella, recuperando el control de la situación—. Quiero conocer toda la historia.

Un breve silencio. Dos respiraciones rompiendo el silencio.

—¿Sabes lo que más me gusta de Iznájar?

—¿El qué? —dijo mirándome en la penumbra, desde el fondo de sus ojos negros como la noche.

—Sus leyendas. Eso es lo que más me fascina de este pueblo.

—De tu pueblo, querrás decir...

Se hizo un silencio, el más largo de nuestros silencios hasta entonces.

—A veces me cuesta sentir que pertenezco a este lugar, que este es mi país. Son tantas las injusticias...

Por un instante pensé en la dictadura de Franco, en la represión de la posguerra, en aquel día cuando mi madre volvía de la fuente... Y recordé el día en que supe toda la verdad sobre la muerte del tío Andrés. María acarició el dorso de mi mano y yo tomé su mano entre las mías y la apreté fuerte, con demasiada fuerza quizás, inconscientemente. Ella encogió su mano, pero solo por un instante. Enseguida apretó la mía al tiempo que me miraba a los ojos. Creo que sonreí... por dentro. María sonrió desde el alma a los ojos y de los ojos a los labios.

—Cuéntame alguna leyenda —dijo apretándose contra mí.

—Cuenta la leyenda que, allá por el año 911...

Y así fue como le conté a María la leyenda de Fasl ben Salama, Gobernador de Hisn-Ashar, como llamaban a Iznájar los árabes. Fasl ben Salama era un muladí rebelde. Cuentan que, en el año 911, una vez más, enarboló la bandera de la rebeldía frente al poder de Abd Allah I, séptimo Emir Omeya de Córdoba. El Gobernador de Hisn-Ashar se rebeló contra el poder central pero su pueblo, temiendo las sangrientas represalias del emir —cada acto de rebeldía de su gobernador había acabado en asedio, y muchos de sus habitantes pasados a cuchillo—, decidieron cortar por lo sano.

—¿Y qué pasó? —preguntó María intrigada.

—Fasl ben Salama fue degollado por su propio pueblo y su cabeza enviada al emir en señal de sumisión.

María abrió los ojos un poco más y sus pupilas brillaron en la noche.

—Así —continué— fue como los habitantes de Hisn-Ashar se libraron de las seguras represalias del emir.

—... Y perdieron una oportunidad de liberarse de su opresor —dijo María. Su respuesta me hizo asentir. Los dos lo veíamos con los mismos ojos, pero...

—Ese ha sido siempre uno de los grandes dilemas del ser humano cuando se ha sentido oprimido, resignarse ante las injusticias y la opresión o rebelarse frente al poder establecido. —Hice una pausa antes de continuar— La pregunta es si estamos dispuestos a luchar por una vida más justa, a pagar el precio de nuestra libertad. La cuestión es si vale la pena arriesgarlo todo, incluso la propia vida si fuera necesario.

—Solo gana quien arriesga —dijo María.

Nos quedamos un instante en silencio, mirándonos en la penumbra. Luego la rodeé con mi brazo y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Yo la estreché un poco más y ella se apretó contra mi cuerpo. Me incliné ligeramente y María levantó sus ojos hacia mí. Y nos quedamos frente a frente, en silencio, acariciándonos con la mirada, rozándonos con el aliento. Acaricié su cara despacio, dejando mis dedos resbalar desde el lóbulo de su oreja hasta su barbilla... Y sentí cómo sus labios se separaban despacio, poro a poro, cómo se agitaba su respiración... Y rocé con mis labios sus labios húmedos, esponjosos, entregados... Y besé ligeramente su labio superior, y luego su labio inferior... Nuestras bocas se entregaron en un beso apasionado, atrapándose mutuamente, descubriéndose, gustándose, condenándose a necesitarse a partir de aquel primer beso. Y se abrieron más y nuestras lenguas se buscaron, se enredaron y no dejaron de jugar a atraparse mutuamente hasta que nos faltó el aliento. María se colgó de mi cuello. Yo la cogí en brazos y la senté sobre mis piernas, de lado, sin dejar de abrazarla, dejándome abrazar. Y así, el uno en brazos del otro por primera vez, nos estuvimos besando hasta que ella puso su dedo índice sobre mis labios.

—Es muy tarde... Me tengo que ir —dijo.

Pero seguimos besándonos, acariciándonos, sintiendo que la noche se detenía, sabiendo que nada sería igual a partir de entonces. No sabría decir cuánto tiempo tardamos en separamos, en decirnos «hasta mañana». Solo recuerdo que ya era demasiado tarde para recuperar nuestras vidas anteriores, cuando aún no se habían encontrado nuestros labios, antes de sentirnos unidos por aquella fuerza irresistible, maravillosa, aquella sensación de estar vivos en la mirada del otro, en la piel del otro y en nuestra propia piel, que ya no sabría vivir sin el contacto con la piel amada. Recuerdo la voz susurrante de María, su acento, su castellano perfecto. A ella le gustaba mi forma de hablar; decía que mi acento andaluz la había cautivado desde el principio, que se quedaba embelesada escuchándome.

Aquella sería la primera de muchas citas bajo las estrellas. Cada noche, yo la esperaba en el lugar acordado. Y cada noche, a unos pocos centenares de metros, en su habitación de la casa cuartel de la Guardia Civil, María, aprovechando la oscuridad y que su casa daba a la calle de arriba, se descolgaba desde la ventana del primer piso hasta la acera. Lo hacía en silencio, dejando la ventana entreabierta para poder entrar cuando regresara, descalza para no dejar huellas en la pared, con las chanclas atadas y colgadas al cuello, mirando continuamente a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie la había visto, sintiendo el corazón latir en su garganta, golpeándole en el pecho, con las piernas temblando por la emoción de vernos y el miedo a ser descubierta. Una vez en la acera recorría la distancia hasta el mirador sigilosamente, caminando junto a la pared, confundiéndose con las sombras de la noche, conteniendo la respiración, escudriñando cada calle antes de doblar la esquina. María acudía cada noche a nuestra cita arriesgando mucho más que una bofetada y un castigo ejemplar. Y lo hacía en plena noche, sola. «Es mejor que me esperes aquí. Juntos nos sería más difícil ocultarnos», me dijo cuando yo le propuse esperarla tras el cuartel, a escasos metros de su ventana.

Yo la esperaba al pie de las escalaras, nervioso, ansiando su llegada, temiendo que no viniera. Pero María no faltó ninguna noche de aquella semana. Ella bajaba las escaleras corriendo y se echaba en mis brazos apenas verme. Yo la abrazaba y nos besábamos hasta perder el aliento. Y luego nos sentábamos sobre la yerba, con la espalda apoyada en el muro y el castillo frente a nosotros. Y allí, bajo un cielo claro y cómplice de nuestro amor, María y yo compartíamos leyendas de otra época, besándonos a cada instante, acariciándonos, descubriendo la piel del otro, con la torpeza de la inexperiencia, con la emoción única de la primera vez, de las primeras veces. Después de varias citas las leyendas se nos acabaron; fue entonces cuando empezamos a inventarlas. Jugábamos a imaginar las vidas de los habitantes de Hisn-Ashar en tiempos del emirato de Abd Allah I. Inventábamos historias de amor, historias de amores prohibidos pero siempre con final feliz y siempre de jóvenes valientes dispuestos a desafiar al mundo por amor, todo antes que renunciar a estar juntos. Aquellas noches de finales de una primavera cálida e inolvidable su pelo se convirtió en la enredadera de mis dedos, la suave piel de su cuello se quedó grabada en mis labios para siempre, sus manos despertaron en mí sensaciones desconocidas, nuestras bocas... Pero los besos aceleraban las manecillas del reloj, las caricias hacían galopar el tiempo... Antes de darnos cuenta nuestra primera semana ya se había pasado y, con ella, el turno de noche del cabo Anselmo. Con su padre en casa escaparse de noche era impensable. María no podía arriesgarse tanto; si él la descubría no solo se acabarían nuestras citas, para ella se acabarían muchas cosas, demasiadas. Yo no podía permitirlo, no me lo hubiera perdonado en la vida. El cabo Anselmo jamás consentiría que su hija tuviera relaciones con un don nadie, mucho menos con un Cantero. María y yo lo sabíamos y sabíamos que no dudaría en tomar las medidas que fueran necesarias con tal de impedirlo. Porque Anselmo Arranz era capaz de cualquier cosa por su hija, incluso de manipular su vida. Él sabía mejor que nadie lo que más convenía a su única descendiente, o eso creía entonces. Anselmo era un hombre resuelto, decidido, dominante, violento a veces, pero nunca hubiéramos podido imaginar de lo que sería capaz. No obstante, solo tardaría unos meses en dar muestras de ello, en empezar a torcer voluntades, ocultando la verdad, falseando la realidad. Mas, unos años más tarde, muy a pesar suyo, Anselmo Arranz empezaría a comprender que se había equivocado y, mucho tiempo después, decidiría que había llegado el momento de enmendar su error al precio que fuera.

Aquella semana, cuando su padre terminó el turno de noche, María y yo nos vimos obligados a aceptar la realidad: nuestras citas nocturnas se habían terminado, de momento. Quizá por eso aquella última noche de aquella primera semana la vivimos con tanta intensidad. Tal vez por eso alargamos nuestro encuentro más de lo habitual. Quizá fue por eso que nos besamos en los labios con aquella pasión desmedida mientras nuestras manos impacientes buceaban bajo la ropa, acariciando con dedos trémulos la piel ignota y tersa, despertando sensaciones desconocidas hasta entonces. Aquella noche percibí en su boca la desesperación, la necesidad de los besos que no nos daríamos durante días, el miedo a perder lo que le hacía desafiar lo establecido. Y yo supe que no soportaría los días sin sus manos en mi nuca, sin su cuerpo entre mis brazos... Aquella noche de junio, bajo un cielo poblado de estrellas, nos prometimos que nada ni nadie se interpondría entre nosotros. Aunque quizás infravaloramos a nuestro enemigo.

—Podemos quedar a las cuatro —dije, sin dejar de morder sus labios con mis labios.

—¿En la siesta? —contestó sorprendida, sin dejar de morderme el alma en cada beso—. ¿Con este calor?

—Podemos quedar en el río.

—En el río... —dijo María pensativa, quizás imaginando que nos bañábamos juntos, sabiendo que lo haríamos desnudos—. Suena bien —dijo, y noté que ella sonreía en el beso siguiente. Y yo sonreí mientras la besaba.

El arroyo bajaba serpenteando por la hondonada, desgastando los guijarros con su lengua de aguas diáfanas. Tras varios kilómetros deslizándose por el pedregoso lecho, la linfa cristalina se fundía con las aguas del Genil, caudaloso gracias a las lluvias del otoño y el invierno anteriores y crecido con las nieves procedentes de Sierra Nevada, derretidas con los primeros calores del verano. A ambos márgenes del arroyo los cañaverales proyectaban su sombra casi vertical, apenas protegiendo del sol los juntos que pronto formarían parte de nuestra corta historia en común. Nos detuvimos junto al cauce, nos descalzamos y metimos los pies en la corriente con el agua cubriéndonos los tobillos. Estaba más fría de lo esperado, pero no nos importó. María y yo nos miramos, sonreímos y, apretando nuestros dedos entrelazados, echamos a andar arroyo abajo sin salirnos de la rivera. Caminamos despacio durante unos metros cogidos de la mano, sin salirnos de la corriente, sonriendo complacidos, disfrutando aquella nueva experiencia. Un poco más adelante nos miramos de nuevo y, sin decir nada, empezamos a correr arroyo abajo, riéndonos con cada resbalón, a punto de caer a cada paso. Los cantos rodados castigaban las plantas de nuestros pies, pero no éramos conscientes de ello. Quizá porque éramos incapaces de sentirlos; quizá porque solo podíamos sentir nuestros corazones desbocados saltando en el pecho. El agua salpicaba nuestras piernas, mojaba nuestras ropas; nosotros corríamos y reíamos alterando la calma de la siesta, rompiendo el silencio casi absoluto. Entramos en el río atropelladamente, sin soltarnos de la mano, riendo... Y cuando ya el agua nos cubría por encima de la cintura, resbalamos y caímos hacia el fondo, hasta sumergirnos por completo. Durante unos irrepetibles segundos permanecimos bajo el agua, buscándonos en la mirada del otro.

Luego empezamos a emerger hacia la superficie, sin dejar de mirarnos, acercándonos poco a poco, rozándonos... Instantes después, cuando nuestras cabezas salieron a flote, nuestras bocas ya se habían fundido en un beso mojado de agua y pasión. Pero nos faltaba el aire; la carrera y la inmersión nos habían dejado sin aliento. Nos separamos brevemente, justo el tiempo de tomar aire para besarnos de nuevo, despacio al principio, dulcemente, rozándonos apenas los labios, acariciando la piel mojada con dedos trémulos pero decididos. Y luego empezamos a besarnos con frenesí, atrapando la boca húmeda en cada beso, abrazando la lengua inquieta con la lengua excitada, anhelante, incapaz de detenerse. Y empezamos a retroceder hacia la orilla, lentamente, sin dejar de besarnos, desnudándonos mutuamente, resbalando casi a cada paso, acariciando la desnudez del otro. Nuestras prendas caían esparcidas por la orilla y nuestras manos despertaban sensaciones nuevas en cada caricia. Sus pezones erectos rozaron mi pecho, sus pechos se apretaron contra mi cuerpo y un escalofrío de placer me recorrió la columna vertebral. Mis manos dibujaron rutas nuevas en su espalda desnuda. Sus brazos se colgaron de mi cuello y sus manos acariciaron mis hombros, recorrieron mi espalda descubriendo cada músculo, erizando mi piel mojada. Seguimos retrocediendo palmo a palmo, beso a beso, hasta salir casi por completo del agua. El sol acarició nuestra desnudez con sus rayos perpendiculares. María y yo seguimos acercándonos a los cañaverales, abrazados, sin dejar de besarnos, sin dejar de tocarnos, descubriéndonos mutuamente.

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