Kitabı oku: «En busca del Papo», sayfa 6

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—Ya era hora, malnacidos. Por fin sois míos y de mis nuevos amigos. Yo también me he leído la historia de El Arenero y me he adelantado a vosotros. Ahora puedo hacer de vosotros lo que me dé la gana.

—Siempre has podido hacer lo que qui sieras pero nunca has dedicado esa libertad para hacer un blog decente.

—¡Callaos!

El psicoanalista continuó hablando. Padecía del mismo estilo corintelladista que nuestro maestro reverenciado y Homero no pudo evitar interrumpiéndole:

—¡Lástima que en tus tiempos no hubiera blogs! También te habríamos sacado un contrablog.

—Atreveos ahora si sois valientes —nos dijo desafiando al maestro venerable.

Llegué a pensar que, más que John Pritchard, la fantasía onírica provocaba que viera dos personajes donde en realidad solo estaba Vallranc.

El caballero decimonónico mantenía su mirada hierática. Corazón Vallranc nunca me habría helado la sangre como hacía aquel nuevo personaje. Era alto, y todavía lo parecía más con su sombrero de copa, típico de la moda de aquellos tiempos. En los laterales de un largo abrigo llevaba dos grandes cuchillos bien afilados, que lucían el filo como solo se veía en las películas.

Vallranc hablaba sobre la hora de la venganza y cortaba de nuevo a Pritchard quien, harto de no poder desarrollar la sesión clínica en condiciones, se despidió con la típica apreciación psicoanalítica:

—Panda de malfollados…

Pegó un portazo que contravenía las normas de comportamiento esperables de un hombre de su posición social. Apenas había salido, entró un nuevo caballero victoriano.

—Esto está más concurrido que la sección de Menaje y Hogar de El Corte Inglés —le dije a Homero en voz muy baja.

Homero asintió con la cabeza a la vez que tomaba la palabra el nuevo personaje y nos anunciaba que había llegado el fin de nuestras fechorías.

—¿Nos vais a privar del acceso a Internet?

Ignoró nuestras palabras y continuó con su puesta en escena. Vallranc se le acercó por detrás y le reprendió algunas palabras al oído. Conseguimos entender las últimas:

—Mátalos ya, mátalos ya. Me tienen harto.

Aquel hombre, que estaría entre los cuarenta y los cincuenta, se aproximó hacia nosotros y se puso de lado. Nos mostró una de sus largas patillas.

—¿Te las cuidas con Old Spice? —le preguntó un Homero que parecía estar gozando con la situación.

Vallranc iba a intervenir de nuevo pero la mirada segura de aquel sujeto hizo que nuestro maestro burlado callara.

—Si supierais quién es mi padre no hablaríais así —dijo Ana mientras avanzaba su progenitor hacia nosotros.

—¿Es ministro en Bachelet?

—No, es Jack the Ripper.

Homero se quedó petrificado y yo noté un nudo en la garganta que me hacía respirar con dificultad. Jack aprovechó para subir los dos cuchillos por encima de su cabeza. Homero, apenas recobrado, me miró buscando ayuda. Con la mirada, le hice entender que no sabía qué auxilio podía ofrecerle yo si estaba atado y tan acojonado como él. El padre de Ana dio un nuevo paso hacia nosotros y, en paralelo, nos atacó con brutalidad.

En ese momento, me desperté espantado y empapado de sudor. Noté el fuerte latir del corazón mientras buscaba recolocarme en la cama.

—Te has pegado un buen susto, macho —me dije entre dientes, padeciendo por si había gritado durante el sueño y había despertado a mis anfitriones.

Miré la hora. Eran poco más de las cinco de la mañana. Me volví a dormir y, afortunadamente, no volví a tener sueños tan espantosos.

13. La tienda de tebeos West Coast Motion Pictures, el descubrimiento del manifiesto del Papo y el roto chileno

De buena mañana, después de haber desayunado con un hambre que no era normal en mí, me encontré con Homero. Me comentó que íbamos a dedicar el día a pasear por el centro de Santiago.

—Pero antes, amigo mío, este regalo es para ti.

—Vinoteca cordial chilensis12 —leí en la portada—. No me habías dicho nada de esto.

—Acaba de salir de la imprenta. Era una sorpresa. Ya lo leerás —añadió sin dejarme echar un vistazo—. Ahora tenemos que movernos.

—Pero me lo dedicarás, Homero, ¿no?

—Sí, claro. Pondré: «Para el hijo de Corazón Vallranc, con afecto».

—Venga, Homero, no seas chorra y escribe una dedicatoria en condiciones —le dije al mismo tiempo que me escribía la dedicatoria.

Subimos al coche riéndonos y Homero condujo hacia un garaje público cerca de la parte histórica de la ciudad. En un descuido de mi amigo como consecuencia del tráfico trepidante, ojeé lo que me había escrito: «A mi querido amigo Paco, por los recuerdos convividos, con el deseo de que explore nuestra vasta riqueza enológica guiado por este manual».

Bajamos del automóvil y caminamos una buena media hora. Miraba con atención cada calle, cada portal, cada viandante de aquel territorio que iba descubriendo. Cruzamos la Plaza de Armas y pasamos por delante de la Casa Colorada. Homero andaba deprisa, poco frecuente en él. Respondía con evasivas a mis preguntas, signo inequívoco de que estaba preparándome alguna sorpresa. Desde la calle Esmeralda giramos hacia Enrique Mac Iver. A mitad de la calle, Homero se detuvo en el escaparate de una tienda de tebeos.

—Aquí compré la colección completa de The Sandman. —Quiso impresionarme con esa información y lo consiguió.

—Ahora que lo dices, ¿sabes que anoche…? —No me dejó continuar.

—¿Tuviste el efecto Sandman?

—Exacto. —Me quedé boquiabierto.

«Solo me faltaba esto», me dije a mí mismo mientras Homero me miraba con cierta superioridad triunfal.

Homero aprovechó para comentar algunas escenas de esta serie y me confesó que le costó encontrar la colección entera y que, por fin, la había podido completar adquiriéndola en este comercio.

—¿El nombre tiene que ver con los West Coast Avengers?

—Así es. Suelo venir a menudo cuando salgo de trabajar. Me pillar cerca de Marcoleta, donde está el hospital. Es un placer conversar con Mario, el dueño. A ver si está y te lo presento.

Todavía nos demoramos un poco en entrar porque no podía dejar de mirar el escaparate. Libros, películas y otros artículos de coleccionismo se desperdigaban a la vista de los viandantes. Pensaba, absorto por la contemplación, en la trama bien conducida de The Sandman y en el sueño de la noche anterior; sin llegar a imaginar cómo, gracias al Príncipe de las Historias, pronto iba a cambiar el sentido del viaje y, en cierto modo, también el de nuestras vidas.

Al abrir la puerta, Homero me presentó a Mario del Villar, quien estaría en sus sesenta. Se quitó las gafas para darnos la mano y, después de una breve y protocolaria presentación, me invitó a echar un vistazo a la tienda mientras se quedaba charlando con Homero. Rebusqué por las estanterías de cómics, ordenadas por temáticas y decoradas con objetos considerados reliquias para los coleccionistas más militantes. No tuve prisa. Me tomé mi tiempo deleitándome en mirar por mirar, sin ningún objetivo. Una vez había revisada la planta baja me reuní de nuevo con Mario y Homero. El propietario me indicó que bajara con ellos a la planta inferior. Nos acompañó en la visita y nos mostró juguetes en desuso, figuritas para coleccionistas —entre las que destacaban artículos originales de la época del estreno del episodio IV de Star Wars—, y, por último, nos enseñó una película de Disney de los años cincuenta. Homero y Mario volvieron a conversar con otros clientes habituales del establecimiento.

Aproveché para separarme de ellos e ir a mi aire. En un rinconcito de bagatelas rebajadas, muchas de las cuales estaban dentro de sacas, me puse a rebuscar. Me fijé en una mesa, donde se saldaban distintas publicaciones. Una de ellas me llamó la atención. Era un pasquín impreso a principio de los ochenta, posiblemente de forma clandestina con aquellas antiguas ciclostil o, tal vez, en una de las llamadas vietnamitas. La publicación, claramente satírica, se titulaba El Condorito Chapulín y se acompañaba de un subtítulo sarcástico: A los malos escritores pone coto y fin. Comencé a ojear los ejemplares. Todos ellos constaban de treinta dos páginas. La portada, a dos colores, era una caricatura de algún libro o autor desacralizado por los redactores. En el interior, la primera página resumía los contenidos junto a un grave y contundente editorial que hacía reflexionar. Más adelante se podían leer críticas, semblanzas de escritores malditos o desconocidos para el gran público, alguna entrevista, viñetas, pareados de clara beligerancia política, la cual imperaba sobre las páginas centrales, y algún reportaje que analizaba movimientos literarios o, de forma póstuma, la obra de algún autor. En uno de los números encontré, en la página diecinueve, un manifiesto. Empecé a leerlo, me fascinó hasta dejarme boquiabierto. Este texto se titulaba Manifiesto 1983. Al terminar de leerlo casi pego un brinco, totalmente emocionado. En ese momento, como suele decirse, si me pinchan no me sacan sangre, pues el seudónimo que firmaba el texto no era otro que el Papo. Decía así:

«El año pasado las letras chilenas padecieron una ignominia de difícil reparación. Los argentinos, que tanto nos odian, facilitaron que la plagiadora del verdadero realismo mágico publicara una imitación intolerable de Cien años de soledad en Editorial Sudamericana. Esta infamia, fome, indigna de la patria de Neruda, es escarnio inmerecido a una literatura, la chilena, que siempre ha rechazado los excesos naíf. El éxito de ventas de este fraude, que nunca debió imprimirse, constata la metamorfosis del editor en mercader. Yo, el Papo, en nombre de los camaradas de la logia El Condorito Chapulín, denuncio el crimen perpetrado. El hecho de haber de vivir en la clandestinidad creativa, bajo el yugo dictatorial, no parece ser suficiente por los autores de esta irresponsabilidad, quienes añaden a nuestra dramática situación, la vergonzosa conducta de algunos exiliados, más preocupados por sus notoriedades que por derrocar a la dictadura. El sátrapa puede respirar tranquilo en su jaula de cristal con actitudes como estas. La autocrítica es ignorada por esta desnortada aficionada a los fenómenos paranormales. Como Zola, J’accuse… a la autora del plagio inexcusable y pido a todos los amantes de la buena literatura la reproducción de este manifiesto. Dictamino que esta pública sanción se difunda por todos los círculos artísticos. Digno de ser considerado ser humano será todo aquel que evite la compra o lectura de esta obra execrable. La maldición de Melpómene caiga contra quien desobedezca este bienintencionado mandado. La represalia de Dice, hija de Zeus y Temis, afecte a quien no difunda estas letras entre los suyos. El combate por la buena literatura requiere de gente honesta y firme. Todas las manos son necesarias para enfrentar a los malos autores con sus fantasmas. Bajo el lema ‘Para Clara, la de Heidi’, únete a esta justa campaña.

Firmado: El Papo, con la aquiescencia de la cofradía de El Condorito Chapulín».

No daba crédito. Cualquiera de nosotros dos hubiera firmado aquel manifiesto gustosamente. Releí varias veces el breve texto sin creerme que aquello fuera posible. El Papo había dejado de ser una burla para transformarse en un adalid. Corrí hacia Homero y le mostré mi hallazgo. Mi amigo lo leyó atento.

—Lee el manifiesto, Homero. ¡Léelo, léelo!

Al terminar la lectura, Homero me miró. Habíamos descubierto a un adelantado, un amante de la literatura, precursor de nuestros disparates. Ávidos de saber más, le preguntamos a Mario qué sabía de aquella publicación. Le echó un vistazo intentando enfocar la mirada correctamente debido a la presbicia y dijo:

—¡Cuánto tiempo! El Condorito Chapulín. Ya ni me acordaba. A la gente de hoy ya le interesan estas publicaciones. En aquella época tenían mucho mérito. No era fácil escribir este tipo de cosas con la censura vigente.

—¿Conociste a los autores? —preguntó Homero, quien tenía más confianza con Mario.

—Sí, claro. Eran un grupo de universitarios noctámbulos. Buenos chicos, todos ellos. Confeccionaban las publicaciones en un bajo tan estrecho que parecía un gallinero. Las imprimían ellos mismos, clandestinamente, y las repartían a conocidos bajo mano en fiestas nocturnas donde se burlaba el toque de queda hasta la madrugada o las vendían por las facultades sorteando a los agentes de la secreta. En algunas páginas añadían contenido político subversivo y tenían fama de no casarse con nadie. El resto de la edición se repartía en tres o cuatro librerías y en los servicios de las facultades.

—Nunca me lo habías contado.

—Nunca me lo habías preguntado. ¿Por qué os interesa tanto? Hoy ya se puede hablar con libertad y la gente que no ha sufrido este tipo de represión no es capaz de apreciar el mérito que tenían.

—No te lo creerás. Durante el tiempo que viví en España nos topamos con un bloguero que podría estar vinculado con el Papo.

—¡Qué casualidad!

—¿Podrías contarnos más de ellos?

—Sí, los conocí a todos. Quien más venía aquí era el Papo. Había nacido en Chiloé, el acento chilota lo delataba…

Apenas le dejábamos hablar. La ansiedad por saber más hacía que preguntáramos al unísono asuntos diferentes sobre el nombre verdadero, el aspecto, si había publicado más cosas… Mario nos clavó su mirada severa y callamos.

—Así está mejor. Dejadme pensar. Creo que se llamaba Adolfo. Nunca quiso que se supiera su nombre pero, en una ocasión, alguien le llamó Adolfo en mi presencia y se contrarió. No era muy alto. Tenía los ojos muy hundidos, enmarcados con unas intensas ojeras, que te entraban hasta el fondo cuando te miraban fijamente. Era muy desastrado. Siempre llevaba una barba anárquica de tres o cuatro días y una melena negra caída en remolinos. Vestía camisas de cuello mao y pantalones de campana, siguiendo la moda de la época. Estaba muy posicionado contra la dictadura y le gustaba hablar de las vanguardias literarias. Aparte de eso, recuerdo poco más… Bueno, esperad. Toda aquella panda se reía y se metía mucho con un pretendido poeta muy pesado que, creo recordar, se llamaba algo así como Vallranc.

—¡¿Corazón Vallranc?! —preguntamos al unísono.

—Sí, ese. ¿Cómo lo sabéis?

Volvimos a atropellarnos con las preguntas y apenas dejábamos contestar a Mario.

—¿Queréis parar, pesados? Me estáis ametrallando como en una película de nazis… Del tal Vallranc, el Papo decía que era un imbécil que se dedicaba a recitar poemas de Neruda a las adolescentes y que incluso pintó un día con tiza un corazón en la casa del premio Nobel.

—Es él, sin duda. ¿Sabes dónde vivía el Papo en Santiago?

—Creo que sí. Si no me equivoco, había alquilado un piso en la calle Erudito Gelós. Una vez le acompañé para recoger unas cajas de libros que quería vender.

Homero me dijo que aquella calle estaba cerca de la Plaza Yungay, donde tenía previsto llevarme al acabar. Los dos convenimos en visitar la casa que habitó el Papo para ver que podíamos averiguar.

Insistimos en saber si sabía el nombre de los demás miembros del grupo. El tendero nos habló de una fotógrafa:

—Se incorporó más tarde al grupo. Se llamaba Coral Ochando. Vive en Pisco Elqui y si queréis puedo daros sus datos. Mantenemos contacto porque Coral me envía algunas obras para que intente venderlas, aunque no tienen mucho éxito.

—¿Y el resto? —preguntamos al mismo tiempo como si perteneciéramos a una coral.

—Dejadme pensar. Han pasado muchos años. Ahora no recuerdo los nombres de todos. Los redactores firmaban con seudónimos y no solían decirme su verdadero nombre, para intentar despistar a la dictadura, aunque al final acabas sabiéndolo, debido al trato frecuente. Han pasado casi veinte años y ahora me cuesta asociar las fisonomías con los nombres. Dadme un poco de tiempo y recordaré. Ahora tengo que atender a los clientes.

—De acuerdo. Muchas gracias. Volveremos en un par de días —contestó un resuelto Homero.

—Una última cosa… Se reunían en el bar La Unión, en la calle Nueva York. Era un lugar frecuentado por poetas y otros literatos, casi todos ellos venidos de las provincias. —A pesar de que dos adolescentes invadidos por acné amenazaban los beneficios de aquel legítimo negoció, continuó su relato—. Allí compartían una atmósfera subversiva y libre con los conocidos poetas Leonora Vicuña e Iván Teillier, el pintor Germán Arestizábal y el prosista Aristóteles España, entre otros. Inicialmente, a estos jóvenes se les asignó un rinconcito de la sala, para evitar que aquellos neófitos estorbaran en las tertulias importantes. Después, a medida que los miembros de El Condorito Chapulín fueron ganándose el respeto de los demás parroquianos literatos, les dejaron participar en las veladas literarias. Recuerdo que el pasquín agradaba a la fauna que poblaba aquel tugurio, sobre todo los manifiestos.

»Al rayar el alba, acabado el toque de queda, reproducían los manifiestos en separatas mientras desayunaban en La Fuente de Soda el Rápido, en la calle Bandera. El Papo había desarrollado un ingenioso sistema con papel carbón para replicar cien copias del manifiesto manuscrito, hechas en servilletas de dicha cafetería, la cuales, numeradas como las obras gráficas, se repartían entre literatos, conocidos y el propietario de la Fuente de Soda, a quien «recompensaban» de aquella manera por la cesión de la «materia prima».

Mientras hablaba, Mario sacó del fondo de un antiguo mueble de madera barata algunos de los ejemplares que guardaba de aquellos escritos y nos los mostró.

—Muchas gracias, Mario. Ahora sí que nos vamos. No te molestamos más. Volveremos en unos días.

Salimos de la tienda y caminamos hacia el coche. Homero me indicó que iríamos hacia la comuna de Santiago, donde estaba la Plaza Yungay y la calle Erudito Gelós.

—Primero recogeremos a Diego, que quería conocerte y venir con nosotros —me advirtió, indicándome que, al terminar, nos dirigiríamos hacia la plaza.

Diego nos esperaba en casa de sus padres. El día anterior no habíamos coincidido porque se encontraba en un congreso de estudiantes de odontología en Concepción. Había vuelto a media mañana y le había preguntado a Homero si podía unirse al plan que tuviéramos y el Labordeta chileno le dijo que sin problema.

Diego tendría unos diez años menos que nosotros y caminaba con agilidad. Estaba relajado tras haber acabado los exámenes y haber acudido al congreso, del cual era uno de los organizadores. Ayudaba a la relajación el hecho de que el tráfico por el centro de Santiago a aquellas horas era bastante fluido. Diego conocía, por Homero, algunos detalles de nuestras trastadas y su cuñado le indicó el motivo por el que nos dirigíamos a la Plaza Yungay, omitiendo de momento, la información sobre el Papo.

Homero se dirigió a mí. Me comentó que toda iniciación acaba con un grado, refrendado con unos votos, que perpetúan la confidencialidad del saber revelado por el maestro al discípulo.

—Ha llegado el momento —sentenció solemne.

Asentí con la cabeza mientras aparcaba cerca de dicha plaza. Nos acercamos caminando hacia la estatua que homenajea a los combatientes de la batalla del mismo nombre que la plaza, los rotos. Allí ratifiqué el juramento Pinkerton. Homero hizo su discurso en un tono ceremonial de acuerdo con la trascendencia del momento:

—Ahora, aquí, con estos votos, ingresas en la Sociedad Pinkerton Internacional. Ahora, aquí, con estos votos, pasas a ser un incomprendido, un apátrida, un demente, un roto. Sí, un roto en la más chilena de las acepciones. Roto fue Diego de Almagro, presentándose con la ropa desgarrada ante Pizarro y presumiendo falsamente de haber llegado a El Dorado; rotos fueron los soldados chilenos de humilde condición que conquistaron los éxitos en la guerra contra peruanos y bolivianos. También son rotos los adalides de la literatura que pretenden, con sus gestas, denunciar los excesos petulantes de los mal autoproclamados escritores…

Y roto, cómo no, era el autóctono viandante que se nos acercó con convincente desvergüenza mientras Homero acababa el juramento ante el descojone de Diego. Homero le miró con curiosa alerta y con una sonrisa interrogante. El patrañero se nos acercó con la osadía del que ha perdido todas las batallas. Se quedó quieto junto a la estatua, obra de Virginio Arias, donde estábamos concluyendo el ritual. Nos preguntó si podía machetear un cigarrillo y, sin palabras, pidió permiso para ilustrarnos sobre el legendario y mítico papel del roto en el ejército chileno. Homero asintió con la cabeza y añadió:

—Puedes proceder…

El roto fumó el cigarrillo macheteado a Diego, mientras nos señalaba una banderita chilena fijada a los brazos de la estatua. Con patriótica actitud, nos informaba de que fue él quien, serpenteando por el bronce, coronó la gesta.

—Noble empresa, profesor —añadió Homero usando como vocativo el profesor, como tanto le gustaba hacer mientras Diego y yo evitábamos mirarnos para que no brotara la carcajada.

Nuestro improvisado amigo continuó haciendo la explicación, ofreciéndonos una mirada que mezclaba humildad y orgullo colectivo. Recordaba al protagonista de la leyenda del loco casto. Nos acompañó en las tres vueltas que dimos por la plaza. Al intuir nuestra partida, nuestro improvisado mentor nos pidió una cooperación. Recibió unos pesos chilenos y, señalando a un grupo ocioso, nos informó de que esa veintena estaba a nuestra disposición para lo que necesitáramos. Felices de contar con una guardia de corps, desestimamos agradecidos el ofrecimiento y deseamos que nunca se les tuviera que encargar ningún trabajito contra nosotros. Concluida la invitación, dimos descanso a la tropa y continuamos con nuestros quehaceres.

De camino al coche, Homero se sintió con la obligación de terminar su discurso en ausencia de presencias no invitadas:

—¿Os habéis dado cuenta? ¿No ha llegado el momento de darle la razón a Pirandello cuando, cansado de la crítica sobre la irrealidad de la ficticia muerte de Matías Pascal, una noticia contrastó su verosimilitud? ¿Acaso el desharrapado que nos habló luciendo la escasa higiene no es el escudero perfecto de toda chanson? No resulta difícil imaginarlo junto a sus antepasados camino de Perú, sin saber que acabarían ocupando Lima durante casi un año No, no siempre se ha de terminar llorando al héroe de Roncesvalles. Un roto literario, como los almogávares, pasea tranquilo por las marjales ajeno a la trascendencia de su propia leyenda. Roto o no, todo ser humano aspira a un trozo de paraíso, lejos de las levas y las incursiones. Es el momento de dejar atrás, con la sensación del deber cumplido, los gritos del «Despierta hierro» al tiempo que alzamos las hachas. Rotos, dementes, literatos, herméticos seguidores de una orden incomprendida dispuesta a salvar las civilizaciones en cada Poitiers. Y ahora sí, vamos a comer… que me muero de hambre.

Comimos en la Peluquería Francesa, en la calle Compañía de Jesús, a unos cinco minutos caminando de la plaza. Homero me indicó que aún estábamos más cerca de la calle Erudito Gelós. El restaurante conservaba el ambiente de las antiguas peluquerías de los años cincuenta, con sus sillones antiguos de barbería y los utensilios típicos para el afeitado y el corte del pelo de los caballeros.

El estilo de cocina del lugar hacía honor al gentilicio de la peluquería. Homero, quien ya había estado antes en varias ocasiones, no indicó los platos que íbamos a comer, fusión de productos autóctonos cocinados al estilo francés. Eligió una ensalada de palta y palmito, en la que el cilantro y unas hojas de menta intensificaban el frescor, unas machas13 gratinadas con queso parmesano y, como plato principal, un magret de pato con mermelada de higos y una guarnición de verduras pochadas.

—¿Qué vino vas a escoger, Homero?

—Para acompañar al pato o al cerdo jabalí, vas a probar un Carmín de Peumo, un maridaje perfecto.

Aproveché el regalo de mi amigo que llevaba conmigo y consulté la biblia enológica chilena para leer la nota de cata:

«Producido en el Valle de Cachapoal por la bodega Concha y Toro, nos encontramos más que posiblemente ante el mejor Carménère chileno combinado sabiamente con pequeñas proporciones de Cabernet Sauvignon y Cabernet Franc. El prestigioso enólogo Parker le da 97 puntos sobre un máximo de 100. Pocas pruebas más necesitamos de la calidad de este vino. Una vez en la copa, su rojo intenso, con toques violáceos nos genera una atracción inmediata. Recomiendo observar ese cromatismo mientras cae la densa lágrima por la pared de la copa, signo inequívoco de una gradación alcohólica milimetrada. Al aproximar la copa a la nariz, nos invade la rica variedad olfativa de los taninos que mezcla especias diversas entre las que destaca un suave toque de pimienta junto a los frutales matices de diversos frutos rojos del bosque —casi todo el mundo afirma que arándano, yo me atrevo a añadir la grosella— y, al final, casi imperceptible para las pituitarias menos hábiles, un equilibrado olor a tabaco. Deleitados con la parte olfativa del análisis, pasamos al gusto, intenso y bravo en el inicio, se atempera rápidamente con equilibrada elegancia. Una segunda prueba nos abre las puertas a unos toques de madera, una astringencia atemperada y un retrogusto caleidoscópico bien ensamblado que reafirma la elegancia».

Nos complació aquel vino, del que apuramos la botella. Conversamos tranquilamente tomando un café y tras acabárnoslo, pagamos y nos dirigimos hacia la calle Erudito Gelós. Caminamos hasta el número 221B, donde, según nos había dicho Mario, había nacido el Papo. El edificio, de cuatro alturas, tenía doce puertas. En los nombres que acompañaban los timbres de la puerta no había ningún Adolfo y, como es obvio, mucho menos ningún Papo. Dudábamos sobre a qué número llamar para ver quién nos podía atender cuando una mujer mayor abrió la puerta.

Supusimos que habría coincidido con nuestro misterioso personaje y le preguntamos, acelerados, si conocía al Papo. Nos miró contrariada. Pensaba que éramos dos graciosillos con ganas de juerga. Rápidamente, la sacamos de su error. Describimos al Papo —tal y como lo había hecho Mario para nosotros— y la informamos de que se llamaba Adolfo, que le gustaba escribir, que era noctámbulo y que debió de vivir allí haría en ese momento unos veinte años. Añadimos que llevaba una cartera con la bandera mapuche y que era de Chiloé. Entonces, recordó:

—Adolfo Amunhual se llamaba, sí. Dejó aquella casa a finales de los ochenta y se volvió a Chiloé. Tuvo problemas con la DINA14. Le registraron la casa varias veces y se lo llevaron esposado en dos o tres ocasiones pero nunca más de unas horas.

—¿Le ha vuelto a ver?

—No, nunca volvió.

—¿Podría darnos alguna dirección actual? —pregunté con impaciencia.

—No, lo siento… y no creo que nadie en el edificio sepa mucho más.

—¿Venía alguien a visitarlo? ¿Recuerda algún nombre? ¿Venía a visitarlo alguna polola?

—Paco, deja de utilizar los chilenismos con sorna o la tendremos —me dijo Homero en voz baja.

—Solía venir gente a estudiar y a escuchar música. Pasaban la tarde y algunas noches charlando. Había dos personas con las que parecía tener más amistad. Uno creo que se llamaba Roberto Garbo, el otro era Guillermo, pero no recuerdo el apellido. Creo que los dos estudiaban derecho, pero no me hagan mucho caso.

—¿Ese era todo el grupo?

—No… No, qué va. Venía más gente. Era un grupo muy extraño. Venían dos chicos más mayores. Alfonso, creo que se llamaba uno, el otro no me acuerdo. Estos dos parecían más centrados, los otros eran más activos, ¡e inquietos!, no paraban nunca. También estaba este otro chico, Pedro, que era más tímido y venía menos por aquí. Siempre se equivocaba de puerta y me llamaba a mí… Poco antes de volver a Chiloé, solía venir una chica mucho más joven que él que se llamaba Coral Ochando. Era muy pesada. A veces venía, él no estaba y llamaba al resto de timbres para preguntar si alguien sabía dónde podía estar.

—¿Sabe dónde les podemos encontrar?

—De los chicos no sé nada. Creo que Roberto también tuvo problemas con la DINA. ¡Espera! Ahora lo recuerdo. Había otro Pedro. Mi marido, que en paz descanse, me dijo un día poco antes de morir, mientras miraba la televisión: «María, ven aquí. ¿Ese no es uno de los Pedros, aquel que era amigo de Adolfo?». Era un presentador de televisión, pero a mí no me pareció él y tampoco le hice mucho caso a mi marido, que por aquel momento, hace ahora unos dos años, ya padecía de la memoria.

—¿Y de Coral Ochando nos puede decir alguna cosa? ¿Era matea?

—Paco, o paras o empezaré yo —me volvió a advertir Homero medio en broma, medio en serio.

—No, no era muy estudiosa, le costó mucho acabar la carrera. Si quieren contactar con ella, tengo su dirección en Pisco Elqui. Cuando Adolfo se fue no le dejó sus datos y vino durante mucho tiempo por aquí, para saber si había vuelto a dar señales de vida. Al final, se mudó allí, tuvo hijos y se dedica a la fotografía y creo que abrió una consulta de una cosa rara… ¿Regi?

—¿Reiki?

—Sí, puede ser. Perdonen, pero yo no entiendo de esas cosas.

—¿Puede facilitarnos los datos?

—Sí, claro. Esperen un momento y subo a por la dirección.

Mientras la amable señora fue a buscarla, Homero me informó de que Pisco Elqui estaba cerca de La Serena, lugar de nuestra primera etapa fuera de Santiago y que él ya había previsto mostrarme aquellos lugares.

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