Kitabı oku: «Preguntemos a Platón», sayfa 2

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Sería algo terrible, y entonces sí que podría cualquiera traerme con justicia ante el tribunal, porque si desobedezco al

oráculo y temo a la muerte y creo ser sabio sin serlo, es que no creo que existan dioses.

Apol. 28 d-29 a

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Firmeza y coherencia frente a la injusticia

SÓCRATES.— Os proporcionaré grandes pruebas de ello[7] no con palabras, sino con lo que vosotros más apreciáis, con obras. Escuchad lo que me pasó, para que veáis que no cedería un punto de lo justo por temor a la muerte, y que moriría antes que ceder. Os voy a hablar de cosas pesadas y minucias legales, pero ciertas, pues yo, atenienses, no he desempeñado hasta ahora ninguna otra magistratura en la ciudad, pero he sido miembro del Consejo. Y dio la casualidad de que mi tribu, la Antióquide, estaba en el pritaneo[8] cuando decidisteis juzgar de una sola vez, todos juntos, a los diez estrategos que no habían recogido los cadáveres de la batalla naval —ilegalmente, como tiempo después os pareció a todos vosotros—. Entonces fui yo el único de los prítanos que se opuso a que vosotros hicierais nada ilegal, y voté en contra. Y cuando los oradores estaban dispuestos a enjuiciarme y a hacerme detener y vosotros lo ordenabais y gritabais, yo consideraba que era más necesario arriesgarme del lado de la ley y de lo justo que estar de vuestro lado por temor a la prisión o a la muerte cuando acordabais cosas que no eran justas.

Y eso era cuando la ciudad aún tenía la democracia. Cuando llegó la oligarquía, los Treinta, mandando a buscarme a la rotonda con otros cuatro, me ordenaron traer de Salamina a León el Salaminio para matarlo, igual que les habían mandado a muchos otros muchas cosas de ese estilo, pretendiendo acrecentar el número de responsables. En aquel caso yo demostré no de palabra, sino de obra, que la muerte me importa, aunque sea bastante vulgar decirlo, un comino, pero que el no hacer nada injusto ni impío, eso me importa enteramente. A mí aquel gobierno, aun teniendo tanta fuerza, no me arredró hasta el punto de llevarme a hacer algo injusto, sino que cuando salimos de la rotonda, los otros cuatro fueron a Salamina y detuvieron a León, pero yo me marché y me fui a mi casa. Y quizá hubiera muerto por ello, si no hubiera sido que aquel gobierno cayó pronto.

Apol. 32 a-d

EL RESPETO A LAS LEYES

La dignidad del comportamiento político de Sócrates se manifiesta sobre todo en la rectitud de su respeto a la ley. Cuando su futuro inmediato es ya el cumplimiento de la pena de muerte que se le había impuesto, su amigo Critón le propone huir de Atenas: si se fuera a otra ciudad, podría librarse de la muerte, y sus amigos se ocuparían de que no pasaran escaseces ni él ni su familia. Pero Sócrates se niega rotundamente: las leyes presidieron y ordenaron el matrimonio de sus padres y su propio nacimiento y educación; si ahora las leyes juzgan que merece un castigo porque su comportamiento ha sido contrario a ellas, Sócrates no puede ni debe contrariarlas. La argumentación nos es presentada de un modo especialmente vivaz, bajo la forma de un diálogo entre Sócrates y las leyes, recurso que tal vez debamos atribuir a la juvenil vocación platónica por la poesía y el teatro, pero del que resulta, además, una gran potencia persuasiva y didáctica.

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Firmeza y coherencia en la obediencia a las leyes

SÓCRATES.— Tanto si lo dice la mayoría como si no, y tanto si vamos a pasar por situaciones más penosas como si por más gratas, en cualquier caso, de todas maneras, es feo y vergonzoso tratar injustamente al que nos ha tratado injustamente. ¿Lo afirmamos o no?

CRITÓN.— Lo afirmamos.

SÓC.— Por tanto, no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Desde luego que no.

SÓC.— Por tanto, tampoco hay que devolver la injusticia a quien nos trató con injusticia, como opina el vulgo, puesto que no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

CRI.— Es evidente que no. […]

SÓC.— Míralo así. Si fuéramos a escaparnos de aquí a hurtadillas, o como quieras llamarlo, y vinieran las leyes y el común de la ciudad y puestos en pie dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes en mente hacer? Lo que pretendes con esa acción que estás emprendiendo, ¿es alguna cosa distinta de hacernos perecer a nosotras, las leyes, y a toda la ciudad en lo que de ti depende? ¿O te parece que es posible que siga siendo una ciudad y que no quede patas arriba aquella en la que las sentencias que se dan no tienen fuerza alguna, sino que por obra de los particulares dejan de tener vigencia y se ven echadas a perder?». ¿Qué les vamos a decir, Critón, a ese y a otros argumentos semejantes? Uno podría decir muchas cosas, sobre todo un orador, en defensa de esta ley echada a perder, la que ordena que las sentencias emitidas tengan vigencia. ¿O vamos a decirles: «Es que la ciudad nos trataba injustamente y no juzgó acertadamente el caso?». ¿Vamos a decirles eso o qué?

CRI.— Eso, Sócrates, ¡por Zeus!

SÓC.— Y entonces, ¿qué van a decirnos las leyes?: «Sócrates, ¿era eso lo que teníamos acordado tú y nosotras? ¿O acatar las sentencias que dicte la ciudad?». Y en caso de que nos extrañáramos de que estuvieran hablando, quizá dirían: ¡Ay, Sócrates! No te extrañes de que lo que decimos y responde, ya que también tú sueles usar lo de preguntar y responder. ¡Vamos! ¿Qué nos reclamas a nosotras y a la ciudad, que intentas destruirnos? ¿No es lo primero que nosotras te procreamos, y que gracias a nosotros tu padre desposó a tu madre y te engendró? Dinos, ¿es que reprochas a algunas de nosotras, las leyes del matrimonio, que no están bien?» «No os lo reprocho», diría. «Entonces, ¿es a las leyes sobre la crianza del nacido y la educación en la que te educaron? ¿Es que nosotras, las leyes puestas para ese fin, no dábamos prescripciones acertadas al indicar a tu padre que te educara en las artes de las Musas y el ejercicio físico?». «Lo hacíais bien», diría yo.

«¡Bien! Puesto que naciste y te criamos y educamos, ¿podrías, lo primero, decir que no eres retoño y siervo nuestro, tanto tú como tus antepasados? Y si eso es así, ¿es que crees que estamos en pie de igualdad tú y nosotras respecto a lo justo, y crees que lo que nosotras intentamos hacerte es justo que tú nos lo hagas a tu vez?

Con un padre y con un amo, si lo tuvieras, ¿verdad que no es lo justo estar en pie de igualdad, de manera que lo que te hicieran pudieras hacérselo, ni contestarles cuando les oyeras una mala palabra, ni corresponderles con golpes si te pegaban, ni muchas otras cosas de ese tipo? ¿Y te va a ser lícito con tu patria y con las leyes, de manera que si nosotras intentamos destruirte porque consideramos que es justo, también tú a tu vez intentarás, en la medida de lo que puedas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a tu patria, y afirmarás que tú, el que en verdad se preocupa por la virtud, has obrado lo justo al hacerlo?

¿O es que eres tan sabio que no te has dado cuenta de que por encima del padre y de la madre y de todos los demás antepasados es más digna de honra la patria, y más venerable y más sagrada, y merece mayor respeto de los dioses y de los hombres sensatos, y que hay que venerar y ceder más y hacerle más mimos a una patria irritada que a un padre, y que hay o bien que persuadirla o hacer lo que mande y soportar lo que ordene que soportemos llevándolo con calma? Sea que te azoten, sea que te encadenen, sea que te lleven a la guerra para resultar herido o muerto, hay que hacerlo y así es lo justo; y no el ceder ni el retirarse ni abandonar la posición, sino que tanto en la guerra como en el tribunal como en todas partes se ha de hacer lo que manden la ciudad y la patria o persuadirla de lo que sea justo; y no es piadoso usar la violencia ni con la madre ni con el padre, y mucho menos todavía que con estos, con la patria». ¿Qué les diremos a eso, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?

CRI.— Desde luego, a mí me parece que sí.

SÓC.— «Mira, pues, Sócrates —dirían quizá las leyes—, si en eso estamos nosotras diciendo la verdad: que lo que estás intentando ahora no es justo que intentes hacérnoslo, pues nosotras, no obstante haberte engendrado, criado, educado y haberte hecho partícipe, tanto a ti como a los demás ciudadanos, de cuantos bienes somos capaces, proclamamos para el ateniense que lo desee la libertad de que, una vez que haya pasado

las pruebas y haya visto los asuntos de la ciudad y a nosotras las leyes, que a quien no le gustemos le sea lícito tomar lo suyo y marcharse donde quiera.

Y ninguna de nosotras, las leyes, le es un obstáculo ni se lo prohíbe, tanto si alguno de vosotros quiere irse a una colonia porque no le agradamos nosotras ni la ciudad, como si quiere marcharse a otra parte donde sea extranjero: que se vaya donde quiera con lo suyo. Pero el que de vosotros se quede viendo la manera en que resolvemos los juicios y en que administramos lo demás de la ciudad, afirmamos que ese tiene de hecho un acuerdo con nosotras para hacer lo que nosotras mandemos, y afirmamos que el que no obedezca delinque triplemente, porque no nos obedece siendo nosotras las que le hemos engendrado y porque le hemos criado y porque habiendo aceptado el acuerdo de que nos obedecerá, ni nos obedece ni nos persuade si hacemos algo que no esté bien».

Crit. 49 b, 50 a-51e

[1] Con este calificativo Jenofonte pasa de la alabanza de las virtudes del individuo a la alabanza de la habilidad del filósofo, y esta virtud la describe ya en términos de capacidad filosófica.

[2] En la batalla de las islas Arginusas, próximas a Lesbos (406 a. C.), las naves atenienses vencieron a las de los lacedemonios y sus aliados; pero una gran tempestad impidió a los vencedores recoger a los náufragos; cuando los estrategos regresaron a Atenas e informaron en el Consejo sobre lo sucedido, fueron considerados responsables por ello y entregados a la Asamblea para ser juzgados. Allí se defendieron brevemente cada uno, pues no se puso a su disposición el tiempo de exposición que marcaba la ley (Jenofonte, Helénicas, I 7, 5); aun así, su intervención empezaba a convencer a la Asamblea, pero hubo que posponer la decisión porque, ya de noche, no se podía hacer el recuento de las manos. Al día siguiente se propuso condenar o exculpar a todos de modo conjunto, es decir, en una única votación, en un acto manifiestamente ilegal; los prítanos, —de quienes dependía oficialmente la aceptación o no de tal propuesta— por miedo, convinieron todos en proponerla excepto Sócrates, hijo de Sofronisco. Este se negó y dijo que actuaría en todo de acuerdo con la ley (JENOFONTE, Helénicas I 7, 15).

[3] En un momento en que de nuevo correspondía a Sócrates actuar como prítano, los Treinta acordaron encargarles la detención de León de Salamina un hombre de mérito reconocido y que no había cometido ni una sola injusticia (JENOFONTE, Helénicas II 3, 39), pero Sócrates, sin atender la orden, se marchó a su casa (Platón, Apología 32 c-d).

[4] Los participantes en el banquete en el que se desarrolla esta escena van poco a poco retirándose o quedándose dormidos por efecto del cansancio y la bebida. Cuando los gallos cantan a la mañana siguiente, solo Agatón, Aristófanes y Sócrates siguen debatiendo y bebiendo, pero también los dos primeros caen rendidos, y Sócrates es el único que, despierto, sale de allí para pasar su jornada de la manera habitual (Banq. 223 b-d).

[5] Se refiere a un pasaje bien conocido del poeta y legislador ateniense: Envejezco aprendiendo siempre, que cita Platón (Rivales, 133 c).

[6] Potidea, en Tracia, Anfípolis, en la península Calcídica, y Delion, santuario de Apolo en la costa beocia, fueron escenario de batallas de la Guerra del Peloponeso en las que Sócrates tomó parte en 422, 432 y 424 a. C., respectivamente. En la retirada de Delion Sócrates dio muestras de valor ejemplar (Laques 181 b).

[7] De que su firmeza en defender lo que consideraba justo le hubiera llevado, de haberse dedicado a la política, al desastre, pues se habría enfrentado también a las opiniones mayoritarias cuando le hubieran parecido injustas, como de hecho hizo en más de una ocasión.

[8] El pritaneo, centro político de la ciudad, acogía el fuego comunal (koiné hestía); allí era donde desempeñaban sus tareas los prítanos, entre cuyas obligaciones se contaba preparar el orden del día de las reuniones de la Asamblea y del Consejo y solventar los asuntos de la política cotidiana, además de recibir a los delegados extranjeros. Cada pritanía estaba “de servicio” una décima parte del año lunar, y durante esos días los prítanos debían permanecer en el pritaneo, situado en la rotonda.


2. ¿SE PUEDE ENSEÑAR LA VIRTUD?¿Puedes decirme, Sócrates, si se puede enseñar la virtud? ¿O no es posible enseñarla, sino que hay que practicarla? ¿O ni hay que practicarla ni es posible enseñarla, sino que está presente en los hombres por naturaleza o de algún otro modo?Men. 70 a
EL SIGLO DE PERICLES EN ATENAS fue escenario de la presentación de novedades intelectuales e hipótesis científicas de gran envergadura que, transformando la sociedad, acabaron por dar al traste con el conglomerado de principios políticos, morales y religiosos hasta entonces vigentes.
Los contactos con los persas en las ciudades de Asia Menor dieron a conocer a los astrónomos griegos las tablas astronómicas babilonias con observaciones sobre los movimientos de estrellas y planetas, los espolearon en sus investigaciones sobre el cielo y los llevaron a proponer hipótesis rompedoramente innovadoras sobre la forma y el funcionamiento del universo. El descubrimiento de los números irracionales puso en tela de juicio la armonía numérica que los pitagóricos creían haber detectado en el universo, y así se abrieron paso nuevas líneas de investigación matemática. La divulgación de los secretos de la secta dio a conocer las inquietudes y métodos de aquellos matemáticos místicos, con lo que sus logros e intereses se extendieron a otros grupos de pensadores: basta ver el uso que hace Sócrates en sus charlas del método de la reducción al absurdo, tan ampliamente usado en los tratados matemáticos más antiguos.
El desarrollo de las artes —la pintura, la escultura, la música— y la generalización del conocimiento de la escritura produjeron efectos inesperados cuando se plasmaron en el magisterio de Damón relativo a la música y sus efectos o en la redacción de escritos técnicos como el Canon de Policleto, el tratado Sobre escenografía de Agatarco y tantos otros.No conocemos apenas fragmentos de esos trabajos, y solo unos pocos títulos, porque las obras de carácter técnico están condenadas a desaparecer tan pronto como nuevos trabajos incorporan novedades significativas en la materia en cuestión, pero a efectos sociales la consecuencia de su existencia se hizo evidente: las artes, las téchnai, pueden enseñarse. No fue difícil dar el paso de las artes manuales a las artes liberales, y en ese marco aparecieron los trabajos de Córax y Tisias, los primeros en teorizar y enseñar el arte de la oratoria. Estos dos siracusanos, además de haber introducido la distinción de las partes del discurso —el proemio, la argumentación, la recapitulación— sometieron a reflexión los argumentos sobre lo verosímil, tan del gusto de la mentalidad de la Grecia clásica, lo mismo en el terreno de la oratoria judicial que en el de la oratoria política.
Entre los que desarrollaron el arte de la oratoria se encontraba también Protágoras, uno de los más destacados sofistas, quien, según Platón, había conseguido de esta sabiduría más dinero que Fidias y otros diez escultores.La presencia en Atenas de este personaje, próximo al círculo de Pericles, atrajo la atención de muchos atenienses, sobre todo de entre los jóvenes, ya que Protágoras se comprometía a enseñar a quien acudiera a él el consejo prudente sobre sus propios asuntos. Pero ¿en qué consistía eso? En la mentalidad de la época, un hombre bueno y honesto (kalòs kaì agathós) debía ser capaz de gobernar sus asuntos y capaz también de hablar y actuar acertadamente en lo concerniente a la ciudad. En eso se reconocía a quien poseía la virtud y el arte política; ahora bien: ¿es posible enseñar tales habilidades? ¿O tal vez es posible aprenderlas, aunque no se pueda garantizar su enseñanza? ¿O hay que nacer con las capacidades adecuadas, y solo entonces cabe usarlas y desarrollarlas?
Para la mentalidad aristocrática, esto último era lo acertado, y virtud y saber son cualidades innatas que solo pueden ser vaga e inútilmente imitadas por los saberes aprendidos. Eso es lo que nos dice en sus versos el gran poeta Píndaro: Sabio es el que tiene mucha ciencia por naturaleza; los brutos enseñados, que lancen como cuervos con su charlatanería impotentes graznidos al ave divina de Zeus (Ol. II 86 y ss., trad. E. Suárez), y en otro lugar, dando a entender que solo alcanzarán gloria o fama quienes poseen saber y virtud por naturaleza: Lo que se posee por naturaleza es superior; pero muchos hombres se lanzan a conquistar fama con cualidades aprendidas. Mas si la divinidad no ha ayudado, por quedar en silencio no es más despreciable cada hecho, pues unos caminos llegan más lejos que otros y no ha de sustentarnos a todos nosotros el mismo afán. Saber es arduo (Ol. IX 100 y ss., trad. E. Suárez).
En la Atenas del siglo V los jóvenes podían aprender —y aprendían, en la medida de lo posible— la virtud y la habilidad política en el trato social con sus mayores, es decir, con los ciudadanos kaloì kaì agathoí, sin que mediara intercambio económico alguno. Seguían con ello la costumbre tradicional que reflejaba Teognis en sus Elegías (v. 27 y ss.):Con mi afecto por ti te propondré, Cirno, lo que yo mismo aprendí de los buenos siendo aún niño, y no dejes que honras, honores y riquezas te arrastren a acciones vergonzosas o injustas. Que sepas esto: no trates con hombres malvados, sino estáte siempre junto a los buenos, y con ellos bebe y come, y con ellos siéntate, y pásalo bien con los más capaces. De los buenos aprenderás cosas buenas, pero si te mezclas con los malos, echarás a perder hasta tu propio talento.
Pero junto a las opiniones de los aristócratas y las costumbres de los mayores, el debate sobre la cuestión estaba de plena actualidad, pues las costumbres y opiniones recién señaladas se enfrentaban a las novedades científicas y los cambios sociales que el desarrollo económico y cultural había traído consigo; entre otras, la oferta de los sofistas: también la aretē, en tanto que politikē téchnē, como las otras artes y técnicas, podía ser enseñada. Y su enseñanza, igual que la de otras habilidades técnicas, podía bien merecer una contraprestación pecuniaria.Para quienes se aferraban a la tradición, los sofistas, que pretendían obtener un beneficio crematístico de su trato con los jóvenes, no pasaban de ser unos vulgares sacacuartos. Eso es lo que sostiene en el Menón el personaje de Ánito, que no concedía crédito alguno, y ni siquiera el beneficio de la duda, a los sofistas que habían ido pasando por Atenas y que se comprometían a enseñar la virtud mediante estipendio.
El ánimo de los jóvenes era bien distinto, y cuando ocurre que el gran sofista Protágoras de Abdera se encuentra en Atenas, hay quien se muere de ganas de conocerlo, como es el caso del joven Hipócrates, que aún de noche se presenta en casa de Sócrates para rogarle ser presentado al visitante extranjero. Así es como comienza el diálogo en que Platón recrea el encuentro entre Sócrates y el famoso sofista, en el que se aborda precisamente la cuestión de si la virtud puede enseñarse; Sócrates niega la posibilidad de enseñar tanto la virtud como el arte política y argumenta: los atenienses creen que todos pueden contribuir a las deliberaciones aunque nadie se lo haya enseñado, y por eso admiten que todos los ciudadanos participen por igual en la vida pública; y esgrime un segundo argumento: si la virtud pudiera enseñarse, los grandes hombres como Temístocles, Pericles o Aristides el Justo se la habrían enseñado a sus hijos, que habrían podido destacar en la vida política como lo habían hecho sus padres.
Volviendo a ese diálogo, la confirmación de la veracidad de la tesis de ese mito —dice Protágoras— es que la sociedad no culpa a los hombres de sus defectos cuando los tienen por naturaleza o por azar, sino solo cuando habrían podido evitarlos mediante la práctica y el recurso a la enseñanza: luego la virtud puede ser aprendida por esos medios.
A lo largo del diálogo la conversación se desvía y surge el tema de si el placer es el bien; en el transcurso de la investigación ambos pensadores se muestran de acuerdo en que, a veces, hay placeres que procuran dolores y, a la inversa, dolores momentáneos que procuran placeres; también están de acuerdo en que la salvación de la vida reside en la elección correcta de placer y dolor, del más y el menos, el menor y el mayor (Prot. 357 a). Y en que de esas distinciones se ocupa una ciencia (epistéme), la de medir (metretiké). En consecuencia, tanto la justicia como la moderación y el valor, cuya función es hacernos elegir correctamente bienes y males, son ciencia: luego la virtud sería enseñable, afirma Sócrates. Pero con esa argumentación Sócrates ha venido a intercambiar su postura con la que Protágoras mantenía al principio; así que, tras el debate reflejado en este diálogo, la cuestión queda abierta, como suele suceder en los diálogos previos al período de madurez.
Platón, no obstante, no abandonó este tema de reflexión, y poco después, en el Menón (porque esos dos diálogos, escritos poco antes del primer viaje a Sicilia, son muy próximos en el tiempo), volvió sobre el mismo asunto y, siguiendo argumentos que expone en esta segunda obra, llega a la conclusión de que, puesto que no hay maestros de virtud y dado que quienes la poseen no pueden dar razón de sus actuaciones, la virtud no puede ser enseñada.Pero tampoco estos resultados parecían dar cuenta suficiente de los hechos relativos al asunto, así que Platón siguió sin quedar conforme con los resultados alcanzados y continuó dando vueltas al tema.
Un elemento de la más rancia tradición seguía vivo en el pensamiento platónico: tanto en el Menón como en el Protágoras, que son los dos diálogos que se ocupan más directamente de la definición de la virtud y el debate sobre si es posible enseñarla, la virtud platónica sigue siendo la areté sociopolítica, la virtud propia del ciudadano de holgada situación económica y noble ascendencia llamado a destacar en la vida pública ciudadanaCuando Platón escribe la República unos años después, sigue aún interesándose por la cuestión de la virtud. Sus ideas ahora son en algunos aspectos más precisas y en otros, y de los fundamentales, bien distintas, pues la perspectiva desde la que enfoca la cuestión no es ya la misma.
Así, el tema, tan largamente tratado, de si la virtud se puede enseñar parece definitivamente cerrado con un no; a cambio, parece también definitivamente establecido que la virtud sí se puede aprender, pues se la puede hacer nacer mediante la costumbre y el ejercicio (Rep. 518 d-e). Con ello Platón estaba sentando las bases de la teoría que Aristóteles expresaría más adelante en sus Éticas:Las virtudes las adquirimos poniéndolas primero por obra, igual que ocurre en las demás artes, pues las cosas que para hacerlas hay que haberlas aprendido antes, las aprendemos haciéndolas: igual que se llega a constructor de casas construyendo casas y a citarista tocando la cítara, así también nos hacemos justos llevando a cabo obras justas, prudentes con las prudentes y valientes con actos de valentía (Ét. Nic. II 1103 a31 y ss).
Las novedades fundamentales vienen del nuevo enfoque de la reflexión sobre la virtud que se aborda en Rep. II 368 c-369 a, en el marco de la investigación sobre la justicia con que se abre ese diálogo; visto el punto muerto al que queda abocada la reflexión sobre la justicia emprendida en el terreno de la justicia del individuo, propone estudiarla desde el punto de vista político. De ese modo, la indagación sobre la justicia en el Estado le va conduciendo a una teoría general sobre la virtud en el terreno político y las virtudes del Estado que veremos más adelante (cap. 8).
A la vista de que Platón llega a la certeza de que es el alma la que aprende y que las virtudes pueden ser aprendidas, se entiende el papel que ejerce su teoría epistemológica en la de la virtud. En efecto, en el Menón Platón había adelantado algunos de los elementos que conforman su teoría de las Ideas, y en la República los aplica a una definición de la virtud, presentada como «el arte del giro que guía al órgano con el que el alma aprende para que se vuelva desde ‘lo que se genera y muere’ hacia ‘lo que es’, de modo que el alma sea capaz de soportar la visión del brillo del ser» (Rep. 518 d). Esa facultad del alma de volverse de lo terreno al mundo Ideal será la que le permita desempeñar correctamente sus funciones, pues es la que la conduce a su excelencia, es decir, la téchne adecuada para alcanzar la areté.

LA POSTURA TRADICIONAL

Para quienes se habían educado en la tradición, la virtud era en parte algo innato (vigor físico, inteligencia despierta, medios de fortuna, linaje antiguo), pero requería también un marco adecuado para poder desplegarse, que era la aceptación social. Esto último era el resultado de haber aprendido a conocer y manejar las redes sutiles de amistades y alianzas de la sociedad ateniense. Al revés que el primer grupo de capacidades, esto segundo no era innato, y la vida social era para el joven un territorio inexplorado en el que para moverse con soltura y seguridad era preciso contar con guías. Tradicionalmente eran el padre, los parientes o los amigos de la familia quienes mediante el trato cotidiano en gimnasios, simposios, negocios y encuentros fortuitos ponían al joven en situación de participar plenamente y con éxito en la vida social ciudadana. Las promesas de los sofistas de enseñar mediante estipendio el éxito social eran interpretadas por los más apegados a la tradición como una amenaza, y ese parece ser el caso de Ánito, que rechaza airadamente tanta novedad.

7

Rechazo de los sofistas

MENÓN.— Pero ¿te parece que no hay maestros de virtud?

SÓCRATES.— Aunque investigo muchas veces si hay maestros de ella, por más que lo hago todo, no soy capaz de hallarlos. Y eso que estoy buscando entre mucha gente y de ellos, sobre todo, entre los que creo que son los más expertos en la materia. Pero mira, Menón, justo ahora en buen momento se ha sentado con nosotros Ánito, al que entregamos la investigación, pues es natural que la pongamos en sus manos: este Ánito, lo primero, es hijo de un padre rico y sabio, Antemión, que se hizo rico no por azar ni porque alguien se lo diera, como el tebano Ismenias, que acaba de recibir las riquezas de Polícrates, sino habiéndolo adquirido por su propia habilidad y cuidados; y luego, en lo demás no parecía un ciudadano desdeñoso ni pomposo ni cargante, sino un hombre educado y ordenado. Y además a este lo crió y lo educó bien, según parece a la mayoría de los atenienses, pues lo eligen para las magistraturas más importantes. Y es justo investigar con hombres así sobre los maestros de virtud si existen o no y quiénes son.

Y tú, Ánito, investiga con nosotros —conmigo y con este huésped tuyo, Menón— sobre el asunto este, qué maestros podría haber […].

Men. 89 e-90 b

Él [scil., Menón], Ánito, hace rato que me dice que desea esa sabiduría y virtud con la que los hombres administran bien las casas y las ciudades y cuidan a sus padres y saben recibir y despedir a ciudadanos y extranjeros como corresponde a un hombre de bien; para esta virtud, mira a quién lo enviaríamos que lo enviáramos correctamente. ¿O está claro, según tus palabras de hace un momento, que lo enviaríamos a quienes aseguran que son maestros de virtud y hacen ver que la comunicarían a cualquiera de los griegos que quisiera aprenderla tras fijar y cobrar una paga por ello?

ÁNITO.— ¿Y quiénes dices que son esos, Sócrates?

SÓC.— Sabes sin duda tú también que son esos a los que la gente llama sofistas.

ÁN.— ¡Por Heracles, Sócrates, no digas cosas de mal augurio! ¡Que no le entre la manía a ninguno de los míos —ni de casa, ni amigos, ni ciudadano ni extranjero— de ir a ellos a que los maltraten, porque está claro que esos son la ruina y la perdición de los que están con ellos!

SÓC.— ¿Cómo dices, Ánito? ¿Son estos los únicos, de cuantos pretenden saber aportar un beneficio, que se distinguen tanto de los otros que no solo no aportan, como los demás, el beneficio de lo que uno les haya pagado, sino que por el contrario causan la perdición? ¿Y a cambio de eso piden abiertamente cobrar dinero? ¡Yo es que no puedo creerte!

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