Kitabı oku: «Despertando a la bruja», sayfa 3
M.H.: Mira tú por dónde… ¡Aquí puedo meter cosas! Incluso las brujas necesitan llevar bolsillos.
F.R.: Me va muy bien verla ponerse el traje.
M.H.: Ah, pues me alegro.
F.R.: […] Porque así sé que es una mujer de carne y hueso que se disfrazó para hacer este papel.
Mister Rogers la ayuda a ponerse el blusón negro de manga afarolada y le pide que se dé la vuelta para mostrar la espalda a los televidentes. «Aquí hay una cremallera de verdad, como la de mi jersey», dice.
Margaret Hamilton da una vuelta en redondo, vestida con el disfraz. «¡Vaya…!», exclaman los dos a la vez. Y ella suelta una risita nerviosa y dice: «¿Verdad que es divertido?». Y el anfitrión del programa contesta: «¡Está usted fantástica!». Es obvio que los dos se lo están pasando en grande.
Ella se pone la capa y la ondea. Y luego se coloca en la cabeza el icónico sombrero con un velo en la punta y sonríe a la cámara. «¡Aquí está vuestra vieja amiga la Bruja Malvada del Oeste!», dice con una risa de satisfacción.
A petición de Mister Rogers, pone la misma voz que en la película y suelta la famosa carcajada estridente. Él le dice que sería divertido hablar de esa manera, e intenta imitarla emitiendo unos chillidos.
«¡Pues sí que sabe hacerlo! –exclama Margaret Hamilton–. Todos podemos hacerlo. ¡Vosotros también podéis!»
Es fácil ver que los dos están encantados.
Mister Rogers le pregunta si tiene nietos, y ella le dice que tiene tres, y dice sus nombres y su edad; y además puntualiza que ha tenido mucha suerte con ellos. La filmación termina saliendo de la escena para ir a visitar a uno de los amigos de Mister Rogers, sin que ella se haya quitado el vestido de bruja.
M.H.: […] Me parece que me voy así, tal cual.
F.R.: Ah, ¿de verdad?
M.H.: ¿Le parece bien?
F.R.: Creo que todos en el barrio estarán encantados…
M.H.: Será divertido.
Y se despiden. Margaret Hamilton baja la cabeza para pasar por el marco de la puerta y no chafar su inmenso tocado.
«¡Allá voy!», dice, y sale de escena.
Las primeras veces que vi el vídeo, me embargó la emoción. Hay tantas cosas que me resuenan… La admiración que se muestran esos legendarios gobernantes de sus respectivos barrios imaginarios. La alegría sin remordimientos que demuestran ante el miedo que inspiraba la Bruja Malvada. La mezcla de orgullo y vulnerabilidad de Hamilton, que entonces se aproximaba al final de la vida, al meterse de nuevo en un papel que hizo cuatro décadas antes con respeto, placer y gracia.
Sin embargo, lo que más me conmueve es la danza delicada que ella y Mister Rogers ejecutan intentando disipar los miedos de las personas sin robarle la magia a la bruja. Sí, nos dicen que todo eso es un cuento, pero que también es real y accesible para ti. ¿Verdad que ese es el mejor encantamiento de todos?
Repetidas veces a lo largo de la vida yo he hecho algo parecido: mostrarme al mismo tiempo que trato de preservar el misterio; permitirme a mí misma dar miedo al tiempo que necesitaba asegurar a los demás que no represento ninguna amenaza, resistiéndome a quedarme estancada en un solo extremo.
Siempre estamos intentando clasificar las cosas. Poner los dos extremos en sobres diferentes, bien etiquetados, y cerrarlos con un lengüetazo. Nos resistimos a comprender los matices de cada instante, y eso se multiplica por diez en las mujeres. O son mojigatas o son furcias, o son pasivas o son invasivas, o son muñequitas o son arpías, o son rameras o son brujas. Si muestras interés por la moda y la belleza, y por los vestidos deslumbrantes, te consideran sosa y superficial, o no te consideran, o bien terminas siendo digna de desconfianza. Si expresas en voz alta tus opiniones o cuentas lo que ambicionas, o hablas mucho o ríes muy alto, eres dominante, ansiosa, una arpía o una bruja.
Quizá el regalo más grande que nos ha hecho L. Frank Baum ha sido la visión en todo el espectro tecnicolor del poder femenino.
Sí, yo soy una bruja buena y una buena persona, pero también soy mucho más compleja que todo eso. Mi intención es ponerme una capa negra sobre mi proverbial vestido rosa. Reírme con todas mis fuerzas y enfadarme mucho, y defenderme a mí misma y también a las personas que me importan. Quiero sacar mucho más de la vida que andar por ahí flotando suavemente en el interior de una burbuja. Quiero ponerme el sombrero puntiagudo y llevar la corona a la vez. Vivir con tanta intensidad como pueda, tal y como soy. Ser mala y encantadora, salvaje y plena. Quiero ser mucho más, y no limitarme a tener que elegir entre cualquier cosa.
Sin embargo, lo que deseo de verdad, en lo más íntimo de mi ser, es vivir en una tierra mágica que dé valor a todo eso: a la bondad de Glinda, al regodeo de la bruja Gulch, al arte de Margaret Hamilton y a la promesa de Matilda Joslyn Gage. Y poder llamar a ese lugar «mi casa».
2. La bruja adolescente: hechizos para marginados
Sabrina Spellman careció de apellido durante los cuarenta y cuatro años que fue personaje de la cultura pop. Rubia, mod de los años 1960 y malvada, Sabrina, la Bruja Adolescente, como se la llamó en un principio, apareció por primera vez en Archie’s Mad House, en el capítulo 22 del mes de octubre de 1962. «Espero que no vayáis a pensar que vivo en lo alto de una horripilante montaña […], que visto con mugrientos harapos y que preparo repugnantes bebedizos», dice sentada en el suelo entre discos y revistas. «¡Qué va! […]. ¡Las brujas modernas pensamos que la vida ha de ser como un baile! Además, ¡porque vivamos con elegancia no vamos a perder nuestros poderes!». Y la muchacha explica que las brujas no pueden llorar, no se hunden en el agua y no deben enamorarse, porque corren el riesgo de enfurecer a Della, la glamurosa jefa de las brujas. Es obvio que este tercer detalle representa un gran problema para Sabrina, que pierde el sentido por los chicos.
Para complicar aún más las cosas, y siguiendo la tradición de la brujería, está obligada a hacer maleficios y a gastar bromas pesadas recurriendo a la magia, aunque no puede resistirse a usar sus poderes para hacer el bien. Sabrina ayuda a sus amigas a solucionar sus enredos amorosos, decora su habitación con colores alegres, y saca de apuros a la gente del lugar. A veces sus hechizos funcionan, pero no es eso lo que suele suceder. Muchas veces le sale el tiro por la culata: apunta por accidente a la persona equivocada, e incluso sus maldiciones terminan con un final feliz, a su pesar. «Tengo que intentar ser una bruja bue…, quiero decir… una bruja mala; ¡no hay que deshonrar a la familia!», se dice a sí misma en una de sus apariciones en un programa de junio de 1970. Van surgiendo complicaciones a medida que la serie avanza: ahora nadie puede conocer su auténtica identidad; ni siquiera su novio, Harvey Kinkle, un dulce muchacho algo torpe al que tía Hilda no puede soportar.
Capítulo tras capítulo, tanto en las tiras cómicas como en la posterior serie televisiva, Sabrina se siente escindida entre tener que obedecer a la autoridad y seguir los dictados de su corazón. Y a menudo se desespera, porque quiere ser una adolescente normal, y desearía que sus poderes la abandonaran para siempre. Esta clase de sentimientos reflejan el sufrimiento de muchas adolescentes, que se ven atrapadas entre el deseo de adaptarse a un único grupo social y la necesidad de establecerse como jóvenes adultas e independientes.
Los problemas de Sabrina resultaron tener un gran impacto en sus lectoras, mucho más de lo que habían imaginado de entrada sus creadores: George Gladir y Dan DeCarlo. «Creo que los dos pensábamos que la historia daba para una sola entrega, y nos sorprendió mucho que las admiradoras nos pidieran más», dijo Gladir en 2007. Debido a la gran demanda popular, Sabrina se convirtió en un personaje fijo de la serie Archie’s Mad House y de la colección de libros de cómic Archies’s T.V. Laugh-Out; y además apareció en varios programas de animación que se emitieron por televisión. Al final, el personaje tuvo su propia colección de libros de cómic, derivada de la anterior, en 1971; y se convirtió en un modelo a imitar para distintas generaciones de brujas adolescentes.
El tono de los primeros libros de cómic de Sabrina es ligero y no tiene demasiadas pretensiones; es una fantasía proyectada por sus creadores sobre lo que haría una adolescente, si es que era capaz de hacer algo. Sabrina hace una pizza mágica, evita que clausuren un festival de música tal como pretenden los viejos cascarrabias del pueblo, termina sus deberes en un tiempo récord y, por supuesto, intenta que los chicos se enamoren de ella. Sin embargo, hay que decir que Sabrina también es producto de su edad, y que va creciendo según el estilo y las costumbres de su época. En abril de 1971 su primo mayor, un tipo muy enrollado que se llama Sylvester, la anima a colaborar con él para difundir el «Nuevo Movimiento de las Brujas». Y aparece en su casa antes de marcharse hacia la Universidad de Salem vestido con una chaqueta de piel con flecos y unos pantalones de campana. «Lo único que intento decir es que los gatos mágicos de hoy en día no vamos por ahí asustando a la gente con esos trajes de Halloween tan alucinantes y montados en escobas voladoras… ¡Eso es de la vieja escuela!», afirma Sylvester haciéndose eco del sentir de la generación flower-power y logrando que Sabrina olvide su estilo de chica gogó y adopte un estilo hippy-chic.
El personaje de Sabrina ha sido representado varias veces desde entonces, y en cada una de sus representaciones se ha vuelto más complejo y ha demostrado tener una mejor comprensión de lo que es la psique de una adolescente. Mientras el amor de su vida nunca deja de ser un problema en todas las generaciones del personaje, a medida que el tiempo pasa le acucian más los problemas de tener que reconciliar su identidad de bruja y de estudiante de instituto, y aprender a ejercer sus poderes de una manera más efectiva.
La primera vez que vi el personaje de Sabrina tenía quince años, y fue en la comedia de 1996, Sabrina, cosas de brujas, creada por Nell Scovell. Melissa Joan Hart era la protagonista, que había salido en el programa de Nickleodeon, Clarissa Explains It All, formato que se emitió hasta 2003. El tono del programa es alegre y bobalicón; suenan risas enlatadas y los argumentos tratan de pócimas mágicas y hechizos que salen mal. Pero a diferencia de las primeras historias que salieron en cómic, en la comedia de los años noventa, Sabrina tiene una historia personal: su padre es brujo, pero su madre es mortal; y eso la convierte en una especie de personaje híbrido entre lo que es mágico y mundano. Por si fuera poco, su apellido es Spellman1 (Scovell se lo puso en honor a un amigo de su familia en la vida real, Irving Spellman), y eso la convierte en un personaje que da más juego y resulta más cercano.
La serie empieza la noche en que Sabrina cumple dieciséis años y sus tías Hilda y Zelda la ven dormida y levitando encima de la cama. Se han activado sus poderes, nos dicen, y ha llegado el momento de decirle quién es en realidad.
Ser bruja no es fácil. Vemos a Sabrina intentando aprender hechizos y recurriendo a ingredientes mágicos, tareas que al principio no se le dan nada bien. Por accidente convierte a una estúpida animadora en una piña, y desata el caos en el instituto cuando espolvorea con «polvo de la verdad» una tarta bretona que prepara para su clase de economía doméstica y consigue provocar una epidemia de franqueza. La serie es un relato de los percances que sufre a causa del amor, la amistad y la familia, y de los esfuerzos que hace para aprender cuándo es apropiado usar sus poderes y cómo hacerlo. La serie de Sabrina emitida en la década de los 1990 es una historia sobre el paso de la niñez a la edad adulta de gran trascendencia, aunque tratada con mucho sentido del humor y alegría. Por muchos retos que se les presenten, tanto si son paranormales como si son de cualquier otra índole, sus tías y ella siempre terminan encontrando una solución.
En la década del 2010, toda la pandilla de Archie volvió a la carga con una versión nueva más provocadora, que reflejaba los escándalos habituales relacionados con las redes sociales y en la que había mucho sexo. Y además le dieron un sesgo mucho más siniestro, en gran parte debido al trabajo del escritor Roberto Aguirre-Sacasa, que introdujo en el mundo de Archie muertos vivientes y otros elementos pertenecientes al ocultismo en la serie Afterlife with Archie. Riverdale, la serie de televisión de CW que arrasó y fue creada por Aguirre-Sacasa, dio la vuelta a la serie de Archie y la convirtió en una especie de Twin Peaks para adolescentes en el que abundan las drogas, la niebla y los asesinatos. Aguirre-Sacasa y el artista Robert Hack también convirtieron a Sabrina en un personaje mucho más maduro en 2014, cuando crearon la colección de cómics The Chilling Adventures of Sabrina, adaptada con gran éxito para Netflix en 2018 con el nombre Las escalofriantes aventuras de Sabrina.
Esta última Sabrina contiene elementos de las versiones anteriores. Volvemos a encontrar la estética de los años sesenta, en homenaje a sus raíces de mediados del siglo XX. Como sucede en la comedia de la década de los 1990, Las escalofriantes aventuras de Sabrina también gira en torno a su decimosexto cumpleaños, momento en que deberá decidir si se somete a un «bautismo negro» y se convierte en una bruja con plenos poderes en el aquelarre de la Iglesia de la Noche, tal como hizo su padre. De todos modos, en esta versión para un público más adulto nos cuentan que la protagonista no puede ser contaminada antes del ritual, a pesar de la devoción que ella siente por su dulce y desventurado novio, Harvey.
Las tías de Sabrina son unas brujas carnívoras, y para celebrar su iniciación en el aquelarre le hacen firmar en el Libro de la Bestia y comprometerse a servir a Satán siempre que la necesite. Por si fuera poco, Sabrina tendrá que renunciar a su relación con Harvey y con todos sus amigos. Cuando llega el momento de tomar la decisión, ella titubea, porque es consciente de que la Iglesia de la Noche tan solo es una institución hipócrita como tantas otras que trafica con la libertad convirtiendo a sus miembros en esclavos de un señor.
Esta nueva versión de Sabrina refleja la conciencia que tenemos de que debe existir una igualdad de derechos, y habla del feminismo y de la justicia social con orgullo: cuando su amiga Susie, de una sexualidad no convencional, es acosada por un grupo de deportistas, Sabrina y sus compañeras fundan la Asociación Creativa y Cultural Transversal de las Mujeres (WICCA, por sus siglas en inglés [Women's Intersectional Cultural and Creative Association]), un club que fundan en la escuela con la misión de luchar contra la discriminación de géneros, el racismo y la censura.
Hay que decir que esta es la versión más oscura de Sabrina que ha aparecido hasta el momento, un fresco de historias de terror y guiños intencionados a películas de ocultismo como La semilla del diablo y El exorcista. La descripción del aquelarre caníbal de la Iglesia de la Noche tiene un tono satírico, sin lugar a dudas, y arranca de las creencias que tenía el primer cristianismo sobre las brujas satánicas, pero hay tanta abundancia de sangre y el tono es tan fatalista que logra que la serie sea de lo más inquietante. A esta Sabrina no le preocupa la decoración de su dormitorio ni sacar sobresalientes. Está demasiado ocupada ahogando al director sexista del instituto en un río de arañas, resucitando a zombis y exorcizando demonios, tanto en el sentido real como en el metafórico.
La adolescencia tiene su propio programa del terror, y por eso tiene sentido que la bruja aparezca en tantas alegorías sobre la juventud. Casi de la noche a la mañana nuestros grupos sociales se estratifican, nuestras identidades devienen taxonómicas y descubrimos que estamos en el dominio tirano de la gente del pueblo y los perdedores. La popularidad se convierte en un nuevo estándar de medida. A algunos de nosotros nos desean, otros carecemos de valor y a la mayoría nos preocupa el lugar que ocupamos en el orden jerárquico.
Estamos viviendo una época en que empezamos a sentirnos escindidos por dentro y deseamos individualizarnos, pero a la vez queremos pertenecer a un grupo. Intentamos afirmarnos como individuos, y empezamos a soportar el peso de las opiniones que los demás tienen de nosotros. Nos dejamos consumir por los amoríos y la lujuria, y sufrimos por encontrar reciprocidad. Las exigencias de nuestras responsabilidades familiares comienzan a entrar en conflicto con nuestras lealtades platónicas o románticas. Y, por encima de todo, hay mucha presión para que saquemos buenas notas y cuidemos la imagen. Para la mayoría, ser adolescente es ser literalmente un marginado. No encajas en la comunidad correcta ni llevas la ropa adecuada. No te sientes cómodo en tu propia piel.
La pubertad es, probablemente, la etapa de la vida en la que experimentamos los cambios físicos más espantosos que tenemos que vivir. Caemos presa de la extrañeza del cuerpo, de sus hirvientes deseos, sus repentinas traiciones. El cuerpo adolescente se muestra abiertamente en unos momentos en que muchos preferiríamos quedar fuera de la vista de los demás. Nos importuna, nos avergüenza. Nos convierte en objeto de juicio y de deseo. Es una entidad liminal estancada entre la niñez y la edad adulta que, de repente, quiere que lo adornen y lo adoren. Cambia de tamaño, de forma y de funciones, y nada puede hacerse para detener eso: es toda una transformación en tiempo real.
A pesar de que queda fuera de toda duda que los años de adolescencia son una etapa muy difícil para la mayoría de personas de todos los sexos, el cuerpo pubescente femenino tiene sus propios rasgos distintivos y específicos, como son unos pechos nuevos y sangre nueva. Nos avisan, nos informan de lo que nos pasará, y de que será algo que nos sucederá repentinamente, y tendremos que adquirir ciertos artículos especiales que puedan acomodar nuestras nuevas formas. Nos enseñan a moldear nuestros pechos de una manera apropiada que nos prepare para que puedan ser vistos, pero también nos dicen que la menstruación tiene que permanecer oculta, y que hace daño. Y si iniciamos nuestra actividad sexual, hay muchas probabilidades de que precipitemos el momento o que tardemos más de lo suficiente, y nos dicen que el sexo nos va a doler muchísimo, y que posiblemente sentiremos una rasgadura y sangraremos. Nos cuentan historias de otras chicas, mayores que nosotras, que fueron humilladas o les hicieron daño. Nos acercamos las unas a las otras y escuchamos: nos contamos historias de fantasmas sentadas a la mesa de una cafetería. Y susurramos tres veces contemplándonos en el espejo del baño.
La adolescente se vuelve consciente de que atrae las miradas de los demás. Es una rareza, un espectáculo. Y por eso se forma en el arte de la atracción, en el arte de la defensa, en el arte de la transformación. Adoptar el glamur del hada poniéndose sombra de ojos y «perfilador» puede disimular sus infinitas inseguridades y sus turbios deseos. La adolescente aprende que la atención que recibe su cuerpo se convertirá en un arma, que tiene poder, y que puede hacer uso de ese poder.
La combinación de los cambios físicos, el subidón de hormonas y el laberinto de los tabúes sociales que empieza a vislumbrarse a menudo provoca sentimientos de indefensión, la noción de sentirse acosada o de ser medio humana. No es de sorprender, por lo tanto, que las mujeres jóvenes se reúnan para contarse historias de brujas. Estas narraciones dan cuenta de esta tensión, que parece más romántica gracias al relumbrón que le da la magia. Estos personajes que están cambiando de forma se convierten en una potente metáfora de las rápidas fluctuaciones propias de las adolescentes, así como de sus fantasías sobre cómo hacerse con el control en una época en la que, si carecen de algo, es precisamente de control.
Mi familia se mudó a un precioso pueblo llamado Morganville porque había «buenas escuelas». Desde el jardín de infancia hasta primero de bachillerato recibí una educación impecable en ese pueblo, y sí, sé que es algo poco común y muy valioso crecer en un lugar que cuenta con tan buenos recursos y es relativamente seguro. Pero una de las consecuencias lamentables de un pueblo en el que la población solo pernocta y que además tiene buenas escuelas es el clasismo que impregna el tejido social. Había chicos en mi curso que vivían en mansiones y a los que les ofrecían comprarles un BMW o regalarles una rinoplastia para su decimoséptimo cumpleaños. Los chicos vestían con la ropa «precisa», y su estilo variaba año tras año, pasando por los pantalones cortos Umbro, las zapatillas deportivas Samba o las camisetas Hypercolor y los pantalones de Z. Cavaricci, que sabías que eran auténticos porque llevaban una etiqueta blanca en la bragueta. Y para las chicas, los estilos de peinado iban desde lucir unos enormes flequillos (que durante años yo controlé con una diadema tumefacta) hasta estirarse los mechones con una plancha caliente y darles forma de relucientes fettucini.
Yo empecé a tener éxito en el primer curso de secundaria, e incluso me aceptaron durante un tiempo los chicos y chicas más populares del instituto. Pero mi interés por el arte y por mantener conversaciones «profundas» hizo que nuestros caminos se separaran. Mis aparatos para los dientes, el pelo encrespado y el poco pecho que tenía se encargaron de hacer el resto. Me fui moviendo por distintos círculos, sin que llegara a encajar bien en ninguno de ellos, porque era demasiado sensible para los porreros y demasiado rara para los que sacaban sobresalientes. Me sentía desarraigada, y muy sola.
A medida que fui apartándome de la gente popular, empecé a llevar ropa más oscura y holgada. Me ahumaba los ojos con un perfilador negro y llevaba talismanes colgados del cuello: una llave, una luna creciente o el casquillo de una bala de latón con el poema de Nicole Blackman «Daughter» enrollado en su interior, al estilo mezuzá. Mi guardarropa destacaba entre la de los demás, y a la vez me sumía entre las sombras.
Me estaba convirtiendo en alguien diferente.
Salí como flotando del núcleo social del instituto y me retiré a la interioridad de un mundo de mi propia invención.
A diferencia de Sabrina, no me uní a un aquelarre ni pasé por una sofisticada iniciación. Mis primeros experimentos de adolescente que practica su propia magia se basaban en todo lo que caía entre mis manos y encontraba en mi barrio residencial. «La bruja del centro comercial» es una frase que hoy en día se cita con escarnio, pero así es como empecé yo. En el condado de Monmouth, en Nueva Jersey, los proveedores más próximos de material relacionado con la brujería eran las secciones de ocultismo que había en las pequeñas cadenas de librerías situadas en centros comerciales como B. Dalton y Waldenbooks. A veces, si tenía suerte, conseguía que mis padres me llevaran en coche más lejos, a tiendas como Red Bank’s Magical Rocks o Mount Holly’s Ram III Metaphysical Books (que es de donde saqué la idea de que quería ser «metafísica» de mayor, tal y como salía en los juegos de MASH que había descubierto no hacía mucho en un viejo cuaderno de notas). En ciertas ocasiones especiales, conseguía ir a la meca de la brujería, que era New Hope, en Pensilvania, donde solía comprar libros como el de Raymond Buckland, Rituales prácticos con velas, y donde conseguí mi primer juego de cartas del tarot, la baraja del tarot de la rosa sagrada, concebido por Johanna Gargiulo-Sherman, con unos dibujos que parecían vidrieras medievales.
Mis padres me apoyaban con cierta prudencia. Eran artistas, estimulaban mi individualidad y estaban felices de ver que perseguía mis intereses, siempre y cuando la comunicación entre nosotros fuera muy fluida. Pero en la escuela, mi interés por la magia no dejó de ser una actividad solitaria que yo mantenía oculta en mi ámbito privado. No porque me avergonzara exactamente, sino porque mi discreción surgía de la necesidad imperiosa de proteger una de las pocas cosas valiosas que consideraba tan solo mía. Cuando eres una niña rara, aprendes a preservar todo aquello que amas. Lo conservas y lo ocultas en lo más hondo de tu corazón, no vaya a ser que alguien intente arrebatártelas, burlarse de ellas o quitártelas por pura crueldad o simple torpeza.
Pasaba gran parte de mi tiempo libre escribiendo poesía, leyendo y pintando dibujos en los que pegaba las rarezas que compraba en tiendas de manualidades y recortes de libros de ciencia antiguos. Teníamos dos reproductores de vídeo en casa, y los combinaba entre sí para poder hacer mezclas con los vídeos musicales que más me gustaban o copiar escenas de películas en las que la luna se veía espectacular.
Ahora bien, cuando no me dedicaba al arte, hacía magia.
La mayoría de mis primeros hechizos se centraron en los chicos de los que me enamoré, porque esperaba desesperadamente que alguien me quisiera. Asimismo empecé a hacer encantamientos de una manera ocasional para esas amigas de confianza que se sentían atraídas por personas que quizá no sentían lo mismo que ellas.
Por ejemplo, hice un hechizo para Rebecca, mi amiga del alma, que, un día, durante una fiesta que organizamos en casa, se quedó escondida en mi dormitorio después de contarme que deseaba a un «chico monísimo» que estaba abajo, con los demás. Encendí unas velas, hice unos hechizos, la rocié con «polvo de amor» que había comprado en una tienda new age y la envié de vuelta al piso de abajo. Esa misma noche él le pidió para salir.
Luego hice otro encantamiento tras pasarme varias horas buscando el cristal perfecto en East Meets West, una tienda de productos místicos que había en el centro comercial de Montmouth. Cuando regresé a casa, lo cargué de magia amorosa, y luego se lo regalé a Keith, un chico de cara rubicunda al que le habían dado el papel del rey en la producción de la escuela Once Upon a Mattress. No tuve éxito en mi empresa, porque el chico me ignoró durante todo el curso.
No todos mis encantamientos salían bien.
En el segundo curso de secundaria había una chica en clase a la que no soportaba. Era una niña rica e imbécil llamada Tiffany que representaba todo lo que yo más odiaba. Además, por si fuera poco, era insulsa y arrogante; y lo que era peor, salía con Marc Fleishman, un chico del que yo estaba perdidamente enamorada. Tenía que hacer algo. Contaba con un libro de magia medieval en el que se describía la manera de hacer unos trabajos más oscuros de los que yo conocía. Daba una lista de ingredientes entre los que había patas de rana, huevos negros y cuero recién curtido. Iba a tener que improvisar.
Encontré un hechizo titulado «Para vengarte de tu enemigo». Se necesitaba una vejiga de pollo, que no tenía, pero sí que tenía una bolsa de las que se cierran con cremallera. Tampoco tenía azúcar moreno, pero sí unas bolsitas de sacarina. Seguí el encantamiento paso a paso y como pude en la cocina, una noche en que salieron mis padres. Puse a hervir los ingredientes, añadí canela, ajo en polvo, pimienta negra y una foto de Tiffany que saqué del anuario. Agregé un trozo de polipiel que había recortado de un bolso viejo mío y lo pinché nueve veces con una aguja, siguiendo las instrucciones del libro. Luego escupí en el pote. Imaginé que la desgracia se cernía sobre ella. Y pronuncié su nombre.
A la mañana siguiente, Tiffany apareció en la escuela cubierta de forúnculos. Se había puesto a tomar el sol el día anterior y se había quedado dormida, toda untada con aceite bronceador, «lista para hornear»». Tenía la piel llagada por el sol, y se había puesto un ungüento grasiento por encima, con lo que su aspecto resultaba todavía más grotesco. Parecía una criatura marina llena de costras, una especie de pescado de roca moteado. Estaba horrenda, y era consciente de ello. Además, estaba muy enfadada; iba por ahí tapándose la cara con el pelo. El hechizo había funcionado.
Al principio me sentí eufórica, una chica peligrosa embargada por un honesto sentido de la justicia. Pero a medida que fue transcurriendo el día, un profundo y callado temor se apoderó de mí. Pero ¿qué había hecho? La culpa y el remordimiento se apoderaron de mí. Por mucho que me hubiera encantado la eficacia del hechizo, odiaba la idea de haber sido la causante del sufrimiento de Tiffany, y me inquietaban las fuerzas oscuras que podía haber desatado.
Esa noche, acostada en mi cama, no podía dormir acuciada por la visión de su rostro triste e hinchado. Decidí que nunca más volvería a hacer algo así contra nadie. Las maldiciones eran maldiciones. Se acabaron los hechizos.
Invariablemente, cuando hablamos de círculos de brujas adolescentes pensamos en la película de 1996 Jóvenes y brujas, que provocó la creación de miles de grupos de brujas. Yo tenía quince años cuando la estrenaron, y ni siquiera se me ocurrió que el film terminaría convirtiéndose en un clásico de culto. En la actualidad se considera una de las películas más influyentes que se han rodado sobre las brujas, y salen cosas fantásticas en ella. Sus admiradoras siempre mencionan ese vestuario de los noventa, que es maravilloso (gargantillas, llamativas camisetas de mangas recortadas y faldas campesinas con botas), y la representación fabulosa y sin límites de unas adolescentes vengativas. Muchas mujeres negras comentaron que para ellas fue muy importante que una de las cuatro brujas de la película fuera negra, algo que entonces, igual que aún ahora, era algo excepcional, porque las brujas arquetípicas suelen ser blancas. Y, por último, hay que decir que Jóvenes y brujas tiene un aire de autenticidad del que carecen la mayoría de películas de brujas. La sacerdotisa wiccana Pat Devin trabajó de asesora para asegurarse de que la mayoría de rituales y decorados se parecieran a los de su propia práctica. Y dos de las estrellas de la película, Fairuza Balk y Rachel True, tenían un gran interés por el ocultismo cuando les dieron los papeles, interés que permanece vivo en ellas. Balk llegó a ser la propietaria de una tienda de ocultismo en Los Ángeles durante varios años a la que llamó Panpipes, y en la actualidad hace obras de arte cargadas de magia que vende en línea. True tiene un próspero negocio de lecturas de tarot llamado True Heart Tarot. (Circulan historias que dicen que durante la filmación del ritual, que se hizo en la cima de una colina junto al mar, unos murciélagos de verdad se posaron en el interior del círculo «mágico», las olas rompieron con inusitada fuerza y el equipo de rodaje se quedó sin electricidad durante el cántico final de Balk. Pero me estoy alejando del tema que nos ocupa.) Muchas brujas practicantes de aproximadamente mi edad suelen hablar de esta película como de una gran fuente de inspiración para explorar en la brujería, y que su realismo fue lo que más les llamó la atención.