Kitabı oku: «Despertar en armonía y equilibrio», sayfa 2

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Capítulo 2

El tesoro de mis respuestas

La respuesta que buscamos está en la pregunta correcta

Las respuestas a las situaciones que me producían desasosiego no estaban en mi baúl de respuestas automáticas, heredadas o copiadas.

Fue necesario proveerme de algunos elementos básicos para alcanzar el tesoro que albergaba las respuestas que he ido recibiendo. La lista que usé la presento a continuación:

 Audacia para avanzar a pesar de los miedos que puedan aparecer;

 Espíritu aventurero que permita asombrarnos con los nuevos paisajes internos que descubramos;

 Intuición para escuchar a quienes puedan ayudarnos;

 Grandes dosis de ternura para cruzar el umbral del perdón y así acceder a la libertad.

Me amo y me acepto como soy

En un breve encuentro que tuve con mi Maestra al poco tiempo de conocerla, me dijo que tenía que aprender a amarme porque yo no me amaba. Fue un balde de agua fría. Después del shock inicial me pregunté: “Si yo no me amaba, entonces ¿qué era amarse?”

Pensé: “puedo aprender de quien sabe y entiende lo que quiero aprender”. Mi coach sería el amor. En mis meditaciones canalizaba la energía que era amor divino puro. Este proceso lentamente les permitió a mis células acostumbrarse a una mayor vibración. Al mismo tiempo comencé a comprender por qué las cosas no resultaban como quería o simplemente no sucedían.

Llegó a mí un libro que me ayudó mucho: Usted puede sanar su vida, de Louise L. Hay. En el libro ella postula que el problema raíz de todos los demás es que no nos amamos. El amor a nosotros mismos comienza con la disposición a aceptarnos en vez de criticarnos. Explica el poder de las afirmaciones para poder cambiar creencias negativas por positivas.

Me propuse repetir una de las afirmaciones favoritas de Louise L. Hay: “Me amo y acepto como soy”. La recomendación era repetir esta frase unas 300 veces al día. Hice una innovación a este método aprovechando la canalización de la Energía Universal al momento de pensar la afirmación. La potente combinación de este pensamiento de alta vibración con la energía era equivalente a repetirla cincuenta veces a viva voz. La energía aceleró el proceso y los resultados fueron maravillosos. Empecé a sentirme más segura para cambiar actitudes que fueron reflejando un mayor amor a mí y hacia los demás. Desde ese entonces hago este ejercicio cada cierto tiempo porque la baja vibración de nuestro planeta me tiende a confundir.

Con el tiempo fui descubriendo el sentido de mi vida como piezas de un rompecabezas. Algunas piezas aparecieron rápidamente. Otras tardaron muchos años en revelarse. Si bien todavía me falta mucho para completar mi puzzle, el paisaje de algunas áreas se ve con mayor claridad.

La travesía

Un día, tan igual como otros tantos, fui al gimnasio a hacer mi rutina de 20 minutos de caminadora más la serie de pesas y máquinas que aparecían en mi hoja de entrenamiento. El gimnasio tenía una serie de pantallas que mostraban distintos programas para hacer más llevadera la tediosa caminata en banda. Como diría mi mamá, “cansa y no llena”. Después de unos minutos mareada por la música y los programas de televisión, decidí cerrar los ojos y concentrarme en mi caminata. Era importante estar atenta para no caerme, mis pasos estaban marcados por la máquina.

En un instante desapareció la música de altos decibeles. Aparecí caminando detrás de un grupo de niños que se dirigían a su escuela. Su caminar coincidía perfectamente con el ritmo de la caminadora. Sin más, sabía que estaba en Alemania a principios del siglo pasado, antes de la Primera Guerra Mundial. El sol primaveral estaba radiante y el aire fresco me sugería que había llovido la noche anterior. Después de mantenerme unos instantes tras la caravana, pregunté ¿Quiénes son ellos? Mi respuesta fue un acercamiento de esta película a uno de los chicos. Tendría unos doce años, era rubio y con algunos kilos de sobrepeso. Vestía pantalones cortos y calcetines altos. En ese momento supe que ese chico fui yo, en mi vida anterior a ésta. Lo veía por detrás y a medida que aumentaba el acercamiento comenzó a girar su mirada hacia mí. La expectación que generó ese encuentro me sacó de la escena y abruptamente volví al gimnasio. No sabía qué pensar. No pude continuar con la rutina de ejercicios y me fui a casa.

Esa fue la primera vez que tuve una regresión. Recordé al cura de la parroquia de mis padres. Sentí ganas de contarle que sus sospechas acerca de la reencarnación eran reales. Después recordé a mi Maestra cuando nos habló la primera vez del ser interno y supe que era cierto. Ahora no tenía absolutamente ninguna duda sobre esto.

Tengo la convicción de que la vida es un viaje a este planeta-escuela para aprender lecciones que nos permitirán evolucionar. Para esto vivimos muchas experiencias que nos mostrarán si logramos aprobar el nivel y pasar al siguiente. De lo contrario, volvemos al punto de partida. No es extraño sentir que vivimos la misma escena una y otra vez, donde solo cambian los actores y la escenografía, pero la trama se mantiene. En estas escenas, si actuamos nuestro papel usando el mismo guion, obtendremos el mismo cierre. Si no prestamos atención, comenzamos a creer que la vida es así, encerrándonos dentro de un realismo que nos paraliza.

Mi travesía a este planeta comenzó en el vientre de mi madre. En ese período de transición mi conexión con lo divino era equivalente a la unión con mi mamá a través del cordón umbilical y la placenta. La contención con la divinidad, que me envolvía y protegía, era equivalente al líquido amniótico de la bolsa uterina. Toda mi energía estaba al servicio del desarrollo y término de mi gestación.

Mi viaje incluía un programa de lecciones previamente acordadas para lograr mi cometido. En mi equipaje estaban mis talentos y los recursos que requería para tener éxito en esta nueva vida. Todo lo que necesitaba entender se me revelaría conforme a mi avance. Existía un detalle: toda esta claridad no sería tangible al momento de encarnar. Desde el momento de nacer tendría que encontrar mis claves para la decodificación en un mundo donde no había cabida para el misterio y el asombro.

Siempre admiré en los bebés su confianza para expresar libremente sus emociones. Su convicción en su propia capacidad creadora está intacta. La pregunta que me mantuvo ocupada por mucho tiempo fue: “si yo también fui bebé, ¿qué pasó con el entendimiento de mi perfección?”.

Fui descubriendo que durante mi niñez y adolescencia no recibí las claves correctas para conectarme con mi capacidad creadora, ni para desarrollar mis talentos y dones. Por el contrario, recibí mucha información impregnada de miedo, culpa, tristeza y rabia. Terminé por adoptar una realidad que me excluía de la posibilidad de cambiar y de ser protagonista de mi vida. Era como partir a un viaje de estudios y terminar en otro país completamente desconocido y sin pasaporte.

Si supieran quién soy, no me querrían

En la previa a mi nacimiento, las apuestas a favor de que el segundo hijo de mis padres fuera un varón eran muy superiores a que naciera una niña. A mi papá, si bien le gustaba la idea, no estaba ansioso por ello. Contrariamente mi mamá estaba convencida que por fin tendría a su primer hijo varón; sus comadres así lo pronosticaban por la forma de la panza y otras creencias de ese estilo.

Todo estaba dentro de lo esperado hasta que llegó la fecha estimada para el parto. Sin embargo, para ese día mi mamá todavía no había tenido contracciones. El atraso de mi llegada fue aumentando sin ningún motivo aparente. El obstetra le comunicó a mi madre que, si bien todo se veía normal, esperaría algunos días más. Si no, procedería a una cesárea. El último día del plazo llegaron las ansiadas contracciones y después de un parto relativamente expedito, nací. Cuando el doctor le informó a mi mamá que yo era una niña, ella lloró desconsolada, porque ansiaba la llegada de un hijo.

Nelly, mi madre, después del desencanto inicial rápidamente me aceptó como su nueva hija y se ocupó de lubricar mi piel de recién nacida, que se había secado por la excesiva permanencia en la bolsa uterina. Finalmente buscó un nombre adecuado para mí, porque solo había tenido uno en mente: Rodrigo.


Descubrí que mi demora para nacer era por temor a no ser acogida como nueva integrante de mi familia, ya que esperaban a otra persona

Muchos años después descubrí que mi demora para nacer era por temor a no ser acogida como nueva integrante de mi familia, ya que esperaban a otra persona. Apareció en mi vida apenas tuve conciencia una sentencia que me acompañaría por muchos años: “Si supieran quién soy, no me querrían”.

Nuestra vida está llena de respuestas que se manifiestan abiertamente para que las podamos ver. A medida que estemos atentos ganaremos expertiz y podremos encontrar nuestras claves para la decodificación de nuestro programa. Algunas veces las respuestas están atrapadas en nuestro árbol genealógico por lo que se hace necesario mirar hacia atrás, antes de nuestro tiempo.

Mis ancestros

Siempre llamó mi atención un profundo sentido de orfandad y abandono que me dificultaba pertenecer a cualquier grupo o entidad. No me hacía sentido dado que nunca había sido abandonada. Todo lo contrario, mis padres, en especial mi madre, siempre estuvieron pendientes de mí y de mis hermanas. En mi juventud supuse que se debía a mi timidez, pero a pesar que fui trabajándola con buenos resultados, ese sentimiento seguía arraigado.

Mirando mi árbol genealógico pude comprender todos los cruces de destinos que sucedieron en el pasado para que pudiera nacer, vivir y contar la historia que he tenido.

Mi familia por parte de mi padre estaba compuesta por personas de gran esfuerzo. Mi abuelo, un hombre maravilloso, tuvo que crecer rápidamente para hacerse cargo de su familia por la temprana partida de su padre. Mi abuela, una mujer espléndida, tuvo una difícil niñez de abandono que finalmente afectó su psiquis de adulta joven, presentando cuadros de esquizofrenia. Ella hablaba poco, pero le encantaban los paseos al campo o la playa. Mis abuelos tuvieron un hermoso matrimonio que terminó con la partida de mi abuela después de un infarto. Mi abuelo, de pura pena, la siguió dos años después.

Mi papá era un niño de unos siete años cuando su mamá tuvo que ser internada por su esquizofrenia. Junto a su hermano un año menor tuvieron que aprender a vivir solos porque mi abuelo los tenía que dejar encargados para poder ir a trabajar. Esta dura infancia hizo de mi padre un hombre fanfarrón que escondía al niño asustado que tenía en su corazón.

Mi familia por parte de mi madre se dedicaba a la agricultura. Hijos del rigor y la austeridad. Los padres de mi abuela Raquel tuvieron seis hijos, que siendo niños sufrieron la partida de su padre. Su madre, Petita, crió sola a sus hijos, con mucho esfuerzo y valentía.

Mi abuelo materno, Ramón, también fue huérfano de madre se crio con su padre y madrastra. Mis abuelos se casaron jóvenes. Raquel tenía 17 años y Ramón, 19. Su matrimonio duró apenas once años; mi abuela falleció a los 28 años, dejando a sus cinco hijos huérfanos.

Mi abuelo Ramón, después de unos años, se volvió a casar. Mi madre fue criada por su abuela Petita, que ya no era tan joven. Ella sentía que no le quedaba mucho tiempo y entrenó a mi mamá para poder llevar la casa. Después de un accidente cardiovascular ella también se marchó. La vida no espera y a los catorce años mi mamá se hizo cargo de la casa hasta los 23 años, cuando decidió emigrar a Santiago.

Siempre me sentí más cercana a mi familia materna. Fue una grata sorpresa cuando, ya cercana a mis 30 años, mi madre me mostró una foto de Raquel, un año antes de morir. Quedé impresionada al ver el enorme parecido que teníamos. Los ojos, forma del rostro, nariz. Fue como verme en otra época.

Me llamó la atención que el común denominador de ambas ramas eran relatos de huérfanos y abandonados. En mi ADN estaba el miedo heredado al abandono y la no pertenencia. Por esta razón no era suficiente con observar mi vida desde mi nacimiento. La memoria de mi vida también estaba en mis células.

Honro a mis ancestros y agradezco ser parte de su descendencia. Fueron personas que, a pesar de haber tenido vidas difíciles, especialmente en su niñez, fueron capaces de salir adelante con esfuerzo y coraje. Heredé dolores, miedos y soledades, pero también su fuerza, valentía y perseverancia, que han sido pilares fundamentales para enfrentar mis travesías por los desiertos que he atravesado.

El joven soldado

Intentando recordar un episodio de mi niñez, acudí donde María Inés, una psicóloga que utiliza la regresión en caso de ser necesario. Le expliqué que muchas veces en meditación lograba recordar una época de mi niñez, pero algo me paralizaba. Le pedí su ayuda. Ella me dijo que lo podíamos intentar, pero que a veces el alma puede querer mostrar otras cosas.

Cuando comenzó la sesión, empecé a retroceder en el tiempo y sin más me encontraba en el vientre de mi madre en el momento del parto. Estaba oscuro y sentí un frío intenso. Mi mamá estaba asustada y triste. No me gustó estar ahí. Quise salir, pero en vez de retornar hacia mi infancia me encontré en medio de la Primera Guerra Mundial. El chico que había visto en mi primera regresión ya había crecido y se había transformado en un joven soldado del ejército alemán, que venía de regreso después de la fallida invasión del sur de Francia. Junto a otros soldados estaban buscando a un desertor que había huido. El joven estaba herido y oculto en una casa y a pesar de su deplorable estado de salud se lo iban a llevar como prisionero.

Le comenté a María Inés lo que estaba recordando y que no sabía qué hacer. Me dijo que no me asustara y que tratara de indagar más sobre lo que me estaban mostrando.

El soldado estaba afuera de la casa mirándome cómo invitándome a salir de la habitación donde estaba el joven desertor. Comenzamos a caminar y señala a una mujer. Era la madre del desertor viendo este trágico espectáculo. Pude sentir la rabia y el dolor de su impotencia.

–¿Qué puedo hacer?–, volví a preguntar.

–Si quieres decir o hacer algo es el momento–, me respondió María Inés.

Sin saber qué hacer o decir, comencé a seguir al soldado que se acercaba a la madre. Me puse frente a la mujer y desde lo más profundo de mi corazón le dije: “Te pido perdón por todo el daño que te he hecho en esta vida y en todas las otras”. En cuanto terminé la frase me pregunté: “¿qué significa todas las otras vidas?”. En ese momento vi como todo se pixelaba y la escena comenzó a desintegrarse en un torbellino. Algo me arrastró o succionó y terminé de vuelta en el vientre materno, pero ahora todo estaba muy luminoso. Sentí una tibieza que me envolvía y pude ver el rostro de mi madre, feliz de reconocerme.

Entendí que la mujer a quien le había pedido perdón era mi mamá en esta vida y que la frase original a la que me había acompañado hasta ese momento era: “Si ella supiera quien soy, no me querría”.

El joven soldado alemán sobrevivió a esa guerra, pero murió al término de la Segunda Guerra Mundial.

Después de las experiencias que había vivido, entendí la importancia de la Ley Universal del dar y recibir. Si recibía algo en una experiencia, era porque yo había dado algo primero en esta vida o en otra.

Dar y recibir

La Ley Universal del dar y recibir se entiende como: lo que damos se nos devuelve. Si bien esta ley no existe para hacernos sentir culpables por las situaciones que no nos gusten, a muchos nos puede haber parecido un sin sentido: “¿Cómo yo voy a querer pasar por esto?”. Después de aceptar esta ley, pude comenzar a encontrarle sentido a muchas cosas de mi vida. Si no creía que era posible que algo sucediera, sencillamente no sucedería. Si quería ser valorada y amada, sería necesario sentirme merecedora de valoración y amor.


Ciclo virtuoso de la Ley Universal: dar y recibir

El dar y recibir lo entendí como un feedback universal. Después de aceptar que había recibido lo que había entregado, me conecté con la buena noticia de que mi capacidad creadora no se había marchado. De hecho, la había estado usando para crear mi vida, pero de manera inconsciente. A medida que aprendiera a usar las claves correctas para la decodificación, iría recuperando mi conexión con lo divino. Podría apreciar la belleza de mi mundo interior en interacción con los otros, en armonía y equilibrio.

Existe un flujo energético que siempre actúa: recibo la energía que doy en la misma vibración. En nuestra sociedad existe una condena al acto de recibir. Las frases típicas que nos han acompañado son: es mejor dar que recibir, dar hasta que duela, la felicidad está en dar y no en recibir, entre otras. Estas afirmaciones pueden atentar contra el fluir virtuoso de estas energías. Si freno el recibir, estoy empobreciendo mi entrega.

Se puede hacer fácil valorar a quienes amo, pero ¿qué pasa con los que no están en ese grupo? Si mi anhelo es recibir más valoración, cariño y comprensión, tendré que ponerme en una disposición más generosa y de mayor apertura para dar más valoración, cariño y comprensión.

La Energía Universal es inteligente y no tolera intenciones solapadas de manipulación. Por esta razón, es necesario separar el dar de la intención de recibir. Lo que recibiré no depende de mí. Si mi dar es honesto y libre, puedo confiar en que recibiré lo que corresponde a ese nivel de vibración. El dar tiene implícito el sentido de darme a mí misma como ser, legitimándome como persona.

Ejemplos de la experiencia de darme que he vivido:

 Darme la importancia que merezco. Yo soy importante para la divinidad, sino fuera así, simplemente no existiría. Tomar conciencia de que somos importantes va de la mano con entender que los demás también lo son.

 Darme el tiempo que necesito para mí. Dejar de posponer lo que mi corazón siente que es necesario hacer por mí, sin el freno de mis juicios.

 Darme la oportunidad de que las cosas pueden ser diferentes

 La libertad de darme un gusto, sin culpa.

 Darme cuenta de que lo que resisto ver, entender o aceptar, persiste en mi vida

Pueden existir muchas razones para que una persona se cierre a recibir. Estas generalmente se originan en la niñez; una experiencia traumática, recibir muchas críticas, no recibir valoración como personas o por lo que hacemos, con amor. Ejemplo: Sacarse buenas notas y recibir un con su deber nomás cumple.

Si trabajamos esta maravillosa ley, veremos cómo nuestra capacidad de recibir sana y potencia el círculo virtuoso del dar y recibir.

La belleza de la ley está en su simpleza y profundidad. Es universal porque es igual para todos, independientemente de la condición social, económica o nivel académico. Nos conecta con la grandeza de la vida. Nos habla a través de los detalles de nuestro cotidiano y no conoce la rutina. Nunca un día es igual a otro.

La física cuántica me entregó valiosa información y una nueva manera de interpretar la ley del dar y recibir. A nivel subatómico, la energía responde a nuestra atención y se convierte en materia. Es decir, la realidad que vemos no es antojadiza. No nos condena, solo es la ilusión o respuesta de nuestra propia manera de ver al mundo.

Joe Dispenza, en su libro Deja de ser tú, menciona que en promedio emitimos cerca de 60.000 pensamientos diarios, de los cuales el 90% son reiterativos. Cerca del 80% de nuestros pensamientos son negativos o de baja vibración. Si queremos cambiar nuestra realidad, será necesario fijarnos en qué tipo de observadores estamos siendo. En otras palabras, escuchar nuestros pensamientos y entender de dónde vienen.

El cerebro, nuestro emisor de pensamientos, cuenta con un sofisticado sistema de transmisión que nos permite sentir emociones acordes a la vibración de estos. Los pensamientos de alta vibración nos conectan con emociones elevadas como: amor, alegría, ternura y gratitud. Por el contrario, pensamientos de baja vibración nos llevan a emociones como: ira, odio, tristeza, vergüenza, culpa. Es decir, entregamos un pensamiento y recibimos una emoción.

Un ejercicio que he trabajado con buenos resultados es: por lo menos durante un mes grabar todos los días unos tres acontecimientos que me hayan llamado la atención durante el día. En la noche tranquilamente escucho mis testimonios poniendo atención en qué palabras uso y qué emociones afloran. De esta manera voy descubriendo qué tipo de observadora soy. Paso a paso, con mucha ternura y autocontención, se puede cambiar nuestra realidad.

Errores y aciertos

Aplicando mi racionalidad, definí a una situación que me incomodaba como un problema. Si lograba implementar la solución correcta a mi problema, la situación sería resuelta. De lo contrario, se mantendría mi problema original junto a otros que pudieran aparecer al actuar erróneamente.

Existían errores que podía considerar menores o cotidianos. Cada uno en particular no era relevante. Si era una situación aislada, no tendría mayor repercusión en mi vida. Sin embargo, pequeños errores cotidianos repetidos constantemente afectaban directamente mi vida, transformándose en grandes errores o problemas mayores.

A continuación, narro la experiencia de Carla, una colega y amiga. Con ella trabajamos de manera bastante artesanal nuestros errores cotidianos para transformarlos en aciertos.

Carla

Carla trabajaba en una oficina de insumos para la gran minería. En casa la esperaban su marido, dos hijos y su madre. Siempre estaba cansada y con un sentimiento de culpa por no estar el tiempo suficiente con su familia, especialmente con sus hijos. Además del cansancio, iba siempre atrasada y con una sensación de estar corriendo tanto en el trabajo como en su casa. Ella estaba convencida que su problema era el manejo del tiempo. Sin embargo, en su narrativa era notoria la ausencia de una declaración básica: Decir no. Aceptaba todas las tareas o favores que le pedían tanto en la oficina como en su casa.

Para Carla, tratar de manejar el tiempo no solucionaba su problema. Por lo tanto, insistir en hacerlo era un error que solo aumentaba su ansiedad. Cuando dimos otra mirada pudo observar que la ausencia del no en su vida tenía que ver con su afán de siempre complacer a los demás. Entendió que aprendió de niña esta actitud, viendo a su mamá desempeñarse de la misma forma como madre y esposa. Esta situación se potenciaba al estar inserta en una sociedad como la nuestra, donde decir que no puede ser tomado como una ofensa. En su caso, decir que no tenía asociado miedos como perder su trabajo, que pensaran que no era capaz o simplemente que era una mala persona. Sin embargo, sus temores venían de una afirmación que decía: “Yo no merezco ser considerada”.

El trabajo de recodificación de Carla consistió en cambiar su clave: Yo merezco lo mejor y lo acepto ahora. En paralelo tomó conciencia de que para desempeñar de buena manera sus actividades necesitaba disponer de su tiempo y energía para lograrlo. En caso de estar sobrecargada, era necesario informar con tiempo a su jefe para que reasignara las actividades dentro del equipo. Si Carla no informaba de su agenda copada, no podía esperar que su jefe se enterara. En su casa comenzó a pedir ayuda al resto de la familia. La nueva afirmación le permitió atreverse a introducir el “no puedo” en su cotidiano. Al principio se sentía un tanto forzada, pero con el tiempo fue adquiriendo destreza hasta poder llegar a decir; no quiero.

El episodio en la vida de Carla suele ser el relato de muchas mujeres por su multiplicidad de roles. Fue una lección dentro del programa de lecciones de su travesía. Gracias a poder observar a su madre, ella se observó a sí misma. Pudo ver en una escena algo que vino a aprender. Desde ese momento de claridad cambió su actitud de constante crítica hacia su madre por comprensión y gratitud. Su toma de conciencia le reveló que después de una seguidilla de errores había encontrado la solución a su problema inicial. Su clave también le reveló que, así como le costaba decir no, le costaba recibir un no por respuesta. A medida que se permitió expresar no en su vida se le fue haciendo más fácil aceptar los no, reduciendo su nivel de frustración.

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