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La batalla de los ciudadanos frente al lobby tecnológico o de otros sectores económicos igualmente poderosos como el financiero es limitada y desigual. Sin embargo, tienen un flanco enormemente vulnerable, su reputación. El valor de una compañía descansa principalmente en sus activos intangibles, por lo que la imagen de marca y, sobre todo, la reputación son su verdadero talón de Aquiles. La confianza es uno de los atributos esenciales para la competitividad y la sostenibilidad de las empresas, que, sumada a la creciente demanda de transparencia, está poniendo en cuestión el modelo de negocio y algunas de las prácticas de las plataformas tecnológicas e impactando de lleno en la valoración bursátil de las compañías.

El sector financiero es una de las industrias que han comprendido que tienen que preocuparse —y ocuparse— de la reputación para hacer sostenible su negocio. Los bancos, otrora incontestables y todopoderosos, son cuestionados por los ciudadanos, además de verse amenazados por nuevos competidores más ágiles e innovadores. Por otra parte, las grandes tecnológicas como Facebook sobrevivieron al huracán de la fuga de datos de Cambridge Analytica, pero pocos meses después vieron cómo las reiteradas denuncias y el impacto sobre sus políticas de privacidad, aderezado por unos resultados modestos, pasaron una importante factura a la quinta compañía más grande del planeta. En julio de 2018, las acciones de la red social se desplomaron un 19% en el índice Nasdaq, la mayor pérdida de valor en un día para una compañía americana que cotiza en Wall Street. El propio fundador, Mark Zuckerberg, perdía quince mil millones de dólares en una sola jornada. Empresas como Facebook o Google se multiplican hoy en acciones para blanquear su imagen y proteger el bien más preciado, la reputación, y es ahí donde los ciudadanos tenemos una buena dosis de influencia y, por lo tanto, de poder.

La economía de la reputación ha venido para quedarse. Ya no basta con construir un modelo de negocio rentable, innovador y escalable para convertirse en un unicornio. Las empresas y las instituciones tienen que aprender a gestionar el capital reputacional para ganar y mantener la licencia social para operar y garantizar su sostenibilidad. Sus prácticas no solo tienen que ajustarse a la legalidad, sino que deben ajustarse a los valores sociales emergentes.

En conclusión, los ciudadanos y los consumidores reclamamos una nueva forma de operar y de relacionarnos con las empresas y las marcas. Exigimos prácticas éticas y el respeto de nuestros datos personales. Nuestra valoración sobre la percepción de la reputación de las empresas, instituciones y organizaciones nos otorga un nuevo e importante poder de influencia para reconfigurar el mundo en el que vivimos. El capital reputacional es hoy un factor crítico para cualquier personalidad, ya sea político, empresario o celebrity, y es nuestra gran oportunidad para influir y exigir. En esta nueva República de la reputación global, hiperconectada y emocional, será imprescindible aprender a interpretar la nueva cartografía física y social de este nuevo mundo sin banderas ni fronteras que cuenta con un nuevo activo central y fundamental, la reputación.

1 Massagué, Rosa: «Nelson Mandela, ponga un líder en su felpudo», en El Periódico, 14 de julio de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elperiodico.com/es/mas-periodico/20180714/nelson-mandela-centenario-mercadotecnia-6940151

2 Damásio, António: El extraño orden de las cosas, Barcelona, Destino, 2018.

3 Rosique, Miguel: Poder, influencia y autoridad, Barcelona, Editorial Alienta, 2015.

4 Pardo, Pablo: «La guerra de los datos: Apple contra Facebook», en El Mundo, 1 de diciembre de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elmundo.es/television/2018/12/01/5c017df721efa09c7f8b4681.html

5 Suárez, Gonzalo: «La profecía de Evgeny Morozov, el hereje de internet: “Todo va a ir mucho peor”», en El Mundo, 4 de diciembre de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://www.elmundo.es/papel/futuro/2018/12/04/5c0578c7fdddff92bb8b479f.html

I

La economía de la reputación

1

La desconfianza, el rasgo característico
de nuestra era

El ser humano es el único animal que se preocupa

por cosas que todavía no han pasado.

Miguel Rosique

El mundo se mueve a un ritmo vertiginoso con acontecimientos inesperados y difícilmente comprensibles para muchos ciudadanos. El auge de tecnologías disruptivas está cambiando la forma de comunicarnos, aprender, trabajar, producir, consumir y relacionarnos, lo que genera importantes desajustes funcionales y emocionales en amplios colectivos económicos y sociales.

La última década ha supuesto —sobre todo en Occidente— un tsunami económico, tecnológico y social para millones de personas, que han visto cómo se derrumbaba el relato vital y su proyecto personal. Aquel vaticinio victorioso e incontestable que proclamaba la sociedad de la abundancia del capitalismo financiero global, y que anunciaba que caminábamos hacia una nueva tierra prometida, reestructuró no solo la economía, sino los valores, las normas y los comportamientos. Todo ello fue posible gracias a la eclosión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que vinieron a revolucionar cómo se hacían los negocios financieros: rápidos, transnacionales y desmaterializados. Un profeta del nuevo tiempo como el politólogo estadounidense Francis Fukuyama tuvo un importante predicamento con su teoría del fin de la historia, según la cual la política y la economía del libre mercado se impusieron a las denominadas utopías de la Guerra Fría. Su teoría principal suponía la victoria del pensamiento único y el fin de las ideologías, que ya no eran necesarias y que serían sustituidas por la economía capitalista del libre mercado desregulado.

El poder de las redes: fast and furious

Sin embargo, el capitalismo tecnológico de este mundo fast también creó sin querer su propio antivirus, el infocapitalismo, el ser humano hiperconectado e informado, lo que ha permitido cuestionar y hacer frente a las estructuras de poder. Algo que David de Ugarte anunció en su lúcido libro El poder de las redes6, donde anticipaba hace más de una década las consecuencias del ciberactivismo, la emergencia de la cultura colaborativa en red y las ciberturbas, que vendrían a ser la versión digital de las grandes movilizaciones sociales de antaño, que como hemos visto a lo largo y ancho del planeta han socavado los cimientos del poder tradicional.

Hoy, la comunidad en la que vivimos y en la que trabajamos ha dejado de ser únicamente física o territorial para mudarse a la red y multiplicar nuestra pertenencia a una o varias comunidades. Es lo que el ensayista e informático estadounidense Steven Johnson7 calificó de «peer progressive» (par progresista). Estamos ante el nacimiento de una nueva polipertenencia a comunidades distribuidas y conversacionales cuyos miembros se relacionan entre sí de forma no jerárquica, y donde el que tiene la mejor historia es el que lidera la conversación.

La globalización y su alumno aventajado en aquel momento, el capitalismo financiero, nos transportaron en apenas diez años del sueño de la tierra prometida a la pesadilla de la incertidumbre, la crisis y la anemia política, social y económica. El storytelling del neoliberalismo demostró que en realidad era solo eso, una historia de ficción y, una vez despertados del sueño, la dura historia del día a día de millones de personas ha hecho de la rabia y la desconfianza en las élites y en las estructuras tradicionales el rasgo característico de nuestro tiempo. La consecuencia de ello es la cólera ciudadana y la revuelta contra las élites tradicionales, lo que alimenta nuevos movimientos populistas o xenófobos ante la incapacidad de las instituciones y los partidos tradicionales de dar respuesta a la enorme complejidad de nuestras sociedades. Nos toca hoy gestionar una época compleja no exenta de riesgos y contradicciones, y es precisamente en momentos como estos «donde nacen los monstruos de la historia», como proclamó el pensador italiano Antonio Gramsci.

Vivimos momentos de incertidumbre y de cambio de paradigma; una nueva era en la que el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo mundo no acaba de imponerse. Los ciudadanos no comprenden los golpes del destino y el progreso, como explica Zygmunt Bauman en su libro Tiempos líquidos8, ha dejado de ser una estación de destino para convertirse en un lugar que genera incertidumbre, en el que, como en el juego de las sillas, cualquier momento de distracción puede suponer una derrota irreversible y una exclusión inapelable:

El destino, en otro tiempo la manifestación más extrema del optimismo radical y promesa de una felicidad universalmente compartida y duradera, se ha desplazado hacia el lado opuesto, hacia el polo de expectativas distópicas y fatalistas. Ahora el progreso representa la amenaza de un cambio implacable e inexorable que, lejos de augurar paz y descanso, presagia una crisis y tensión continuas que imposibilitan cualquier momento de respiro.

La incertidumbre y, sobre todo, el miedo constituyen probablemente el más temible de los demonios de las sociedades actuales, y algunos saben sacarle rédito. Eso hace necesarias —más que nunca— una nueva narrativa y una nueva ética basadas en el compromiso y la transparencia que se hagan cargo del estado de ánimo de la gente, algo que las viejas élites políticas y económicas no han entendido. Es necesario ofrecer una hoja de ruta para construir colectivamente un nuevo relato, nuevas coherencias en un mundo cambiante y desconocido en el que no hay brújulas que nos indiquen con certeza cuál es el camino.

El escritor Arthur C. Clarke solía decir que los efectos de las innovaciones tecnológicas suelen ser exagerados a corto plazo pero subestimados a largo plazo. Algo de eso vivimos en la mayoría de los países y regiones del mundo. Hablamos constantemente del impacto de las nuevas tecnologías, de los grandes beneficios que aportan a nuestras sociedades, pero no somos capaces de gestionar y vencer el desconocimiento, el miedo y la desconfianza. Millones de ciudadanos ven hundirse bajo sus pies el mundo conocido, se adentran en una nueva terra incognita llena de desafíos para los que no se sienten preparados ni acompañados por las instituciones y organizaciones tradicionales.

Como muestra del divorcio entre los ciudadanos y las instituciones y organizaciones tradicionales, baste echar un vistazo a los resultados del Barómetro de Confianza de Edelman 2018. Una encuesta realizada a más de treinta y tres mil personas en veintiocho países revela que más de la mitad de los encuestados en veinte de esos países no confía en los gobiernos, las empresas, los medios o las ONG. Según este índice, no solo estamos en una fase de pérdida de confianza, sino que esta va más allá con la «falta de voluntad para creer en la información, incluso de aquellos más cercanos».

La incredulidad ha crecido tanto que ya afecta a todos los canales y fuentes de información tradicionales. Vendría a ser la cuarta ola del tsunami de la desconfianza. La estabilidad de las instituciones ya ha sido peligrosamente cuestionada por las tres olas anteriores: la primera fue el miedo a la pérdida de empleo debido a la globalización y la automatización; la segunda fue la gran recesión, que debilitó a la clase media; y la tercera, los efectos de la enorme migración internacional. «Ahora, en esta cuarta ola, vivimos en un mundo sin hechos comunes ni verdad objetiva, que debilita la confianza incluso cuando la economía mundial se está recuperando», sostiene el estudio de Edelman9.

La desconfianza es un cáncer que va minando la credibilidad y la reputación del sistema tal y como lo conocemos. La Gran Recesión de la última década no ha sido una crisis más. En el caso de España, a pesar de que las estadísticas apuntan a que la economía va saliendo del profundo hoyo en el que cayó y va recuperando los niveles anteriores, la opinión mayoritaria entre los españoles es que el país no termina de salir de la crisis. Así lo refleja la opinión del 84% de los españoles10, en una mezcla de realismo y pesimismo. Particularmente relevante es el dato de los sectores más desacreditados o los que son percibidos como responsables de esta situación. Más del 90% de los encuestados señalan a la banca y a la clase política de la crisis, con una importante insatisfacción en relación con la democracia y las élites económicas y financieras. Es decir, las instituciones sistémicas —política y sistema financiero— no generan ningún tipo de confianza.

Ante la falta de respuestas y referentes creíbles que den sentido y dirección a las expectativas de los ciudadanos, muchos abrazan las actitudes excluyentes, xenófobas o populistas de aquellos que les prometen la vuelta a los good old times, es decir, el camino de retorno a aquellos viejos y gloriosos viejos tiempos que ya no volverán. Una tendencia peligrosa que alimenta no solo a los grupos radicales o xenófobos, sino a la gran fábrica de las fake news, que amerita un capítulo por sí sola por el impacto presente y futuro que va a tener la llamada posverdad en la sociedad.

En busca de nuevos profetas

Una de las carencias a las que nos enfrentamos para combatir la creciente desconfianza en las instituciones, las empresas e incluso las organizaciones sociales es la falta generalizada de referentes y liderazgos. Carecemos de figuras de prestigio que puedan reconstruir el vínculo emocional y de credibilidad con los ciudadanos. El peligro que esto genera es una cierta fascinación por los liderazgos caudillistas que cuestionan el principio de representación. Para evitarlo, tenemos que reconciliar de nuevo destino y convicciones en las organizaciones e instituciones para crear nuevos referentes. Sin embargo, ya no es suficiente con crear relatos o discursos audaces o creativos —lo que hoy día denominamos storytelling—, desplegar acciones llamativas de marketing responsable, o sostenible en el caso de las empresas, o construir discursos políticos que suenen bonitos. Hoy solo tiene sentido hacerlo desde la conciliación del storydoing y el storytelling. Primero hacemos lo que tenemos que hacer y luego lo contamos a los cuatro vientos por diferentes canales para llegar a la audiencia. Solo así puede conseguirse legitimidad y credibilidad frente a los ciudadanos.

La falta de referentes y liderazgos sólidos y coherentes emerge como una de las grandes carencias de nuestra era. Estamos ante las generaciones mejor formadas de la historia y a pesar de ello no surgen de forma natural personalidades de relevancia que logren acumular el capital reputacional necesario para liderar un proyecto colectivo ilusionante y mayoritario. Desde luego, no es por falta de materia gris ni de talento, sino quizá por un cambio de percepciones en el seno de las sociedades posmodernas, donde parece más atractivo convertirse en una celebrity que en un líder. El liderazgo se sustenta en la reputación, que es mucho más que lo que hacemos o contamos en los medios de comunicación, en las redes sociales o en materiales corporativos u organizacionales. La reputación es el resultado del modo en que desplegamos con coherencia el conjunto de acciones que realizamos y cómo nos relacionamos con el entorno. Sin embargo, lo más importante es cómo nos perciben los demás.

Para liderar sociedades posmodernas y generar la confianza suficiente para influir y cambiar las cosas, el poder hacer tiene más que ver con la capacidad de crear nuevas coaliciones mediante liderazgos abiertos, inclusivos y colectivos que de buscar nuevos profetas. Nelson Mandela es un buen ejemplo de pedagogía política y liderazgo en un entorno altamente complejo, desconfiado e incierto. Una vez, uno de sus colaboradores le espetó que algunas de sus decisiones en favor de la conciliación nacional, y su tolerancia con la minoría blanca del país, otrora opresores racistas, le podían costar el puesto. Ante eso, Mandela respondió: «El día que eso me preocupe, habré perdido el derecho a dirigirlos». Y es que el liderazgo no es hacer lo que la gente quiere que hagas, sino tener el coraje, la visión y la autoridad para compartir y defender la visión del interés general y hacer que la gente haga lo que tiene que hacer, aunque pueda costarte el puesto.

El liderazgo tiene también mucho que ver con liderar el terreno de las ideas y de los relatos. Una buena idea mal contada o mal transmitida se convierte en una idea de poco recorrido: es necesario acompañarla de una adecuada estrategia y gestión de la comunicación para que se amplíe y genere un círculo virtuoso de aceptación y movilización en favor de un liderazgo colectivo. El liderazgo abierto e inclusivo tiene como rasgo característico que no es propiedad de una persona, sino del colectivo. Un líder desempeña un papel durante un período determinado, pero hay que tener la humildad para analizar el contexto en el que puede hacer que este se desplace hacia otra persona o personas. Lo importante es que haya liderazgo colectivo, no que nosotros seamos los líderes.

El liderazgo se promueve con ideas y con relatos, aunque se acredita con acciones que dan crédito a esas ideas para generar coherencia y confianza. Solo la conexión emocional garantiza el liderazgo individual o colectivo para establecer relaciones estables, sólidas y duraderas. En el momento en que se pierde esa conexión, se pierde el liderazgo. En el mundo de hoy, el pacto social está roto y hay que reconstruirlo mediante nuevas coherencias que generen confianza en un futuro mejor, un proceso eminentemente emocional, más que racional.

El neurólogo de origen portugués António Damásio, autor de numerosos libros sobre el impacto de las emociones en el comportamiento humano, publicó un brillante libro, El error de Descartes11, en el que explicaba que las personas no somos racionales, como nos enseñaron en la escuela, sino que tomamos decisiones condicionados por la emoción. Damásio acuñó entonces el término de «la huella somática», un mecanismo mediante el cual las emociones guían (o sesgan) el comportamiento y la toma de decisiones de las personas donde la racionalidad requiere una buena aportación emocional. El neurólogo sostiene que el error del célebre filósofo René Descartes fue la separación dualista entre la mente y el cuerpo, esto es, entre racionalidad y emoción. En definitiva, en tiempos de incertidumbre es necesario reconstruir el vínculo emocional entre política, economía y sociedad para consolidar un proyecto colectivo movilizador e inclusivo.

6 Ugarte, David de: El poder de las redes, Barcelona, El Cobre, 2007.

7 Johnson, Steven: Futuro perfecto. Sobre el progreso en la era de las redes, Madrid, Turner, 2013. Col. Noema.

8 Bauman, Zygmunt: Tiempos líquidos, Barcelona, Tusquets, 2007.

9 Zamarriego, Laura: «La imparable fábrica de las fake news», en Ethic, 11 de abril de 2018. Consultado el 4 de abril de 2019. Disponible en línea: https://ethic.es/2018/05/marcas-y-etica-la-imparable-fabrica-de-las-fake-news

10 «Encuesta sobre el impacto de la crisis» de la consultora 40dB para El País, noviembre de 2018.

11 Damásio, António: El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano, Barcelona, Crítica, 1996.

2

La revolución de los intangibles

La marca es el perfume que usas,

la reputación, el olor que dejas.

Alfonso Alcántara

En un mundo interdependiente, hiperconectado y competitivo, la reputación se ha convertido en uno de los principales activos de posicionamiento, notoriedad y rivalidad de las empresas y de los territorios. Indicadores como la confianza y la reputación son muy preciados conseguir reconocimiento y credibilidad, que son, en definitiva, la base de las relaciones humanas y los negocios. La reputación y la marca forman parte de los recursos estratégicos de las empresas, pero igualmente de los países y las ciudades, que compiten a escala global por atraer el turismo y la inversión y convertirse en actores centrales en las cadenas globales de valor.

La importancia creciente del capitalismo de los intangibles la describen bien J. Haskel y S. Westlake en su reciente libro Capitalism without capital: the rise of the intangible economy (Capitalismo sin capital: la emergencia de la economía de los intangibles)12. Haskel (macroeconomista del Imperial College de Londres) y Westlake (analista sénior sobre innovación de la fundación británica NESTA) analizan el impacto de los intangibles en áreas como las cuentas nacionales y en la forma como se contabiliza la inversión productiva o el impacto en el mercado laboral. En el caso particular de los Estados Unidos, la relación inversión/PIB ronda el 24% en la última década; de este, la inversión en intangibles (patentes, marcas, software y sus relacionados) alcanza cerca del 14%, superando el 10% de la inversión en tangibles. En Gran Bretaña, la inversión en intangibles se ha multiplicado por tres durante las últimas décadas y actualmente representa un 12% de un total de un 22% en dicha relación inversión/PIB13.

Más allá de la rentabilidad

La reputación se ha convertido en un factor fundamental para prevenir los riesgos estratégicos de las organizaciones y los territorios, y tiene cada vez más peso en el valor de las grandes compañías, en torno al 80% según diversos estudios14. Y es que en la economía contemporánea, caracterizada por la era del conocimiento y de la información, los intangibles se han convertido en un factor central en la generación de valor y crecimiento de las compañías. Una mala o inadecuada gestión de la reputación puede pasar una factura altísima a las empresas, como han demostrado las crisis reputacionales por denuncias de explotación de mano de obra, contaminación ambiental, malas prácticas con los colaboradores o clientes o anuncios o campañas de promoción sexista. Gigantes corporativos como BP, Exxon Mobil, Nestlé, Nike, Shell, Wolkswagen, American Airlines, Amazon y otros han visto peligrar su licencia social para operar por minusvalorar, despreciar o equivocarse en la gestión de la confianza y han tenido que adaptar sus políticas y prácticas a los valores socialmente emergentes.

Un joven economista español, José Moisés Martín Carretero, subrayaba en una de sus columnas semanales la importancia creciente del valor de los intangibles, que suponen hasta un tercio del aumento de la productividad en la economía. Este tipo de activos se complementan con la inversión en tecnologías de la información, y en países como los Estados Unidos o Reino Unido la inversión en intangibles iguala o supera la inversión en activos materiales como edificios o maquinaria. Según Martín Carretero, los llamados intangibles van a tener cada vez más importancia en la economía, pero advierte que España no tiene todavía una visión clara de cómo valorarlos o integrarlos en las decisiones económicas, a pesar de que se sabe que la «experiencia de cliente» se construye principalmente a través de lo que se denominan los activos intangibles15.

En el mundo de las finanzas internacionales ya no se valora únicamente la rentabilidad, como muestra la creciente importancia del Índice de Sostenibilidad Dow Jones, la referencia mundial de la buena praxis empresarial desde un punto de vista social, medioambiental y económico16. Y es que —además del buen gobierno corporativo, la sostenibilidad o la responsabilidad social— la visibilidad e importancia de los informes integrados (IRRC en sus siglas en inglés) irrumpe con cada vez más fuerza en los organigramas y políticas de las empresas. Una buena gestión de la reputación, y de los intangibles, hace cotizar al alza las acciones de las principales compañías, o penaliza duramente, como muestran los recientes escándalos reputacionales de empresas como Tesla, Uber o Facebook.

Otro ejemplo de la importancia creciente de la reputación y de los intangibles más allá del mundo empresarial es el de los territorios, esto es, el de la marca país o la marca ciudad. El Reputation Institute ha desarrollado desde el año 2008 el estudio Country RepTrak® para analizar la reputación de los principales países del mundo. Un análisis de los cincuenta y cinco países con mayor PIB muestra de nuevo que los países con mejor reputación del mundo no son las tradicionales superpotencias, sino un grupo de naciones de tamaño medio o pequeño admiradas internacionalmente por la solidez de sus instituciones, el bienestar social del que disfrutan sus habitantes y la calidad de vida en general. Una vez más, se demuestra que el poder o el dinero no compran la reputación, que se basa en las percepciones y en las creencias de los ciudadanos.

Confianza y capital reputacional

Para construir capital reputacional, las empresas —y también los territorios— tienen que apostar por una nueva forma de trabajar, comunicar y relacionarse con el entorno. Para ello, es necesario integrar de forma coherente los activos y recursos intangibles estratégicos y generar valor no solo para ellos, sino también para la comunidad y los diferentes actores del territorio. Hoy ya no basta con tener buenos productos o servicios, hay que aportar algo más en nuestra propuesta o promesa de valor. Los inversores ya no solo estudian la rentabilidad de una operación, sino el impacto que esta tiene en su capital reputacional. Es imperativo, por tanto, conectar con los clientes y generar valor, engagement, esto es, crear conexiones para generar compromisos mutuos y que las relaciones con el conjunto de los grupos de interés y con la sociedad sean más sólidas y estratégicas.

El informe Edelman Trust: Institutional Investors 2018 ofrece una radiografía precisa de esa nueva sensibilidad entre los inversores institucionales. La agencia encuestó a más de quinientas personas (directores de inversiones, gerentes de portafolios de inversión y analistas) de los Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania y Japón, cuyas firmas gestionan más de 4,5 trillones de dólares en activos. La conclusión es clara: la reputación es un factor determinante para valorar el desempeño futuro de una empresa. El estudio destaca nuevos criterios para evaluar las inversiones, así como aspectos de lo que estimula la confianza en los inversionistas institucionales. Entre los indicadores, los elementos ambientales y sociales se consideran igual de importantes que la buena gobernanza de la empresa. Es decir, los indicadores reputacionales son tan relevantes como la perspectiva financiera a largo plazo. En particular, destacan tres elementos que los inversionistas toman en cuenta a la hora de valorar las operaciones y que están íntimamente relacionados con la reputación17:

 La confianza en las empresas y en sus equipos: el 94% de los inversionistas está de acuerdo en que deben confiar en el equipo de dirección de la compañía antes de hacer o recomendar una inversión. Y el 92% considera que el acceso al Consejo de Administración es importante cuando se considera una inversión.

 La narrativa de la empresa: el CFO sigue siendo la fuente de información más creíble de la empresa, aunque también se consideran las voces internas y las externas, desde expertos técnicos que integran la compañía hasta académicos; así como las agencias reguladoras y los analistas de agencias calificadoras.

 La reputación digital: el 86% de los inversores que consultan las redes sociales de la empresa y de sus ejecutivos cuando evalúan una inversión actual o potencial. Y el 98% de los inversores afirmaron utilizar plataformas sociales como LinkedIn y Twitter para informar las decisiones de inversión semanalmente.

Las empresas tienen ante sí el reto de construir una imagen de marca sólida y coherente no solo financieramente, sino en la que la generación de valor para las comunidades y territorios donde están presentes sea mucho más visible. Los profesionales de la comunicación sabemos bien que los productos hoy no valen tanto por lo que son como por lo que significan para los consumidores, y eso se consigue conversando e interactuando con ellos y haciendo visible y comprensible el propósito de las compañías, que es algo más que ganar dinero.

La humanización de las marcas

Una de las claves del éxito de una marca es, o debe ser, conseguir formar parte de la comunidad gracias a la proyección de una imagen más humana que genere experiencias positivas, beneficios funcionales y emocionales, y que conecte con los valores sociales emergentes de los ciudadanos y consumidores. Para ello, es importante desplegar una narrativa creativa, coherente e integrada que se convierta en un factor de competitividad para generar notoriedad, credibilidad y confianza en la nueva economía de la reputación. Esta tarea no es fácil, pero es imprescindible y requiere creatividad, paciencia y perseverancia, para lo que hace falta desplegar una estrategia inteligente de comunicación y de relaciones públicas que haga coincidir las expectativas y las creencias compartidas y mejore de forma notable su reputación en las comunidades y territorios. Hay que trabajar más y mejor en aquellos atributos que nos permiten medir la reputación de las marcas, esto es, la imagen, la transparencia, la credibilidad, la integridad y la contribución.

No hace mucho, las empresas y las instituciones tenían la capacidad de gestionar audiencias cautivas a través de los medios de comunicación de masas. Sin embargo, con la llegada de internet y de las redes sociales los canales a través de los cuales las personas reciben información se han multiplicado, dispersado y fragmentado de manera exponencial. Nunca hubo tantas formas de llegar a los receptores y, sin embargo, paradójicamente, nunca fue tan difícil captar su interés. Vivimos en lo que llamamos la era de la sociedad de la atención, donde obtener el tiempo y la atención de un ciudadano, sus valores más preciados, se ha convertido en un reto frente a la saturación a la que se enfrenta en su día a día. Solo los contenidos más relevantes e icónicos captan hoy el interés de las grandes audiencias, lo que exige a las empresas e instituciones un esfuerzo extra de creatividad y credibilidad para buscar aquellos enfoques más emocionales que conecten con los públicos objetivos.

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