Kitabı oku: «Será el paraíso», sayfa 2

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Un tour por Puerto Porvenir

Nada más llegar, apenas dos días después, el Duende irrumpió en la habitación. Yo estaba en cama, leyendo. Se plantó ante mí y me ordenó que saliéramos de inmediato. Que me veía mal, agregó, sacando una vocecita delgada y afónica, inclinando su cabezota como si quisiera ponerse a orar. Luego recuperó los pulmones para anunciarme que de continuar bajo encierro, fumando todo el día, iba a terminar en los huesos y escupiendo polvo. Polvo + cenizas. Y colillas. Y ceniceros. El Duende sí que entró a saco en mi habitación. Apenas si recuerdo verlo arrojar su mochila, con gesto de basquetbolista, sobre el camastro. Fue una escena veloz. De minuto y medio en total. Toda esa premura me obnubiló por completo. Era la voz de Pedrito. Aquella silueta desproporcionada, braceando y cabeceando, dándome órdenes –¡en tiempo 1!, ¡en tiempo 2!, ¡en tiempo 3!–, hizo posible que no registrara, durante un solo segundo, el aspecto real del Duende. Recién cuando estuve con él, en la calle, pude enfocarlo con cierto sosiego. Y lo que vi me espantó. Aquel, sin duda, sería el paseo de los huerfanitos. Debut y despedida de la campaña de reclutamiento. Adiós «Tierra del Fuego ’84». Nos ficharían en la primera cuadra, pensé. Tal cual. En los primeros pasos.

La ruta era la siguiente: caminaríamos hasta la casa de Gastón, pero esta vez no en línea recta, vale decir, siguiendo la calle José Bohr. Pedrito no quería nada con la calle Bohr, nada con las líneas rectas. Quiero que conozcas un lugar, me dijo con un tono cristalino. Es la única calle con historia de Puerto Porvenir, agregó. Pero es una calle que mete susto de noche o tarde-noche. O de madrugada, sonrió el Duende. Entonces pensé en una calle o zaguán de putas, una calle roja o algo así. Quizás la calle de la morgue. Sin embargo, ahora que tenía los ojos limpios y la cabeza despejada, la famosa calle del miedo me tenía sin cuidado. Para mí, en todo minuto, la ecuación era miedo = enemigo. Eran los sapos, los agentes. Era una cámara de torturas. Eran el teléfono, el submarino, la parrilla. Por tanto tomaba el peso de la aventura. Aquilataba esa ruleta rusa que era ir, con Pedrito a mi lado, por calles que se me antojaban llenas de ojos, de francotiradores. Iba con un duende de un metro cincuenta, cargando con una cabezota que equivalía al 30% de su cuerpo. Una escafandra desnuda, a la vista de cualquiera, con sus orejas de paila, su talle, su bamboleo, cubierto con un poncho negro, de castilla, que le caía más abajo de las rodillas. Alguna vez en la llanura, o quizás en el valle de los bloques erráticos, Pedrito me contó que ese poncho de castilla era un regalo del último bandido de sierra Baguales, un tipo llamado Bernal, que se dio el lujo de morir en el monte, sin testigos, en un lugar donde sabía que nunca sería hallado. Desaparición total, como tiene que ser, compañero, se la jugaba diciendo Pedrito, muy orondo, mirando las estrellas.

Pero aquel es otro tiempo. Ahora estamos en la calle, bajo un cielo despejado, en Puerto Porvenir, a inicios de la campaña de reclutamiento. A dos días de ella. Con Pedrito, además, calzando botas de goma, como los ovejeros. No había posibilidad alguna de pasar inadvertidos. De simular un par de sombras cualquiera. En la primera salida ya vulnerábamos la regla Nº1 de la clandestinidad: fundirse con el paisaje, morir en él. Como dupla éramos un espectáculo público. Carne fresca para rapaces, para ventanas carnívoras. Aunque no debe creerse que solo culpo a Pedrito en esta delación. También yo ponía una impronta, una marca; quiero decir, con eso de ir vestido de abrigo largo, funerario, flaco, desgarbado, pálido como lápida, con cara de frío o de abandonado, fumando hasta las uñas. Éramos el dúo de la muerte. Doble cero. Íbamos por una galería de puertas y ventanas que eran miras de precisión, radares. O por lo menos eso sentía en mi corazón. Le hablé a Pedrito de las ventanas, de aquella sensación que me tocaba el cuello, la nuca. El Duende sonrió y guardó silencio. Luego aminoró el paso. Pedrito sonreía sin mirarme. Le sonreía a las ventanas vacías. O aparentemente vacías. También a las puertas, a los enrejados. A los perros, que parecían perder vigor ante él. Recién después de unos cincuenta pasos, muy lentos, me aconsejó que no me enrollara con eso de las ventanas. Que no apretara el culo. Me aseguró que aquello de vigilar a los extraños era un deporte en Puerto Porvenir. En todas las cortinas hay un curioso, añadió. Hay un vigilante aficionado. Ya te acostumbrarás, tovarich. Tómalo como un paseo de domingo. Como un trekking, por los montes Urales. Algo así.

Vía dolorosa: de calle Sarmiento hasta la esquina de Misiones. Cuando llegamos, Pedrito me anunció el nombre de la esquina, como si yo no supiera leer. De allí, una cuadra hasta arribar a la calle del miedo. En realidad, la calle del miedo era un pasaje estrecho, sin pavimentar, sin un solo poste de luz, en sus sesenta o setenta metros de largo. Aquella serpiente de tierra cruzaba en diagonal, describiendo una curva abierta, hasta la calle Muñoz Gamero, que desembocaba, como todas las calles, de norte a sur, en Pequeño Páramo. Mientras recorríamos el pasaje Esteban Capkovic –su nombre oficial–, Pedrito, en marcha lenta, me dijo que era conocido como el «Túnel» o «Pasillo de la Viuda», porque allí, de vez en cuando, hacía sus apariciones la Viuda Negra, cuya especialidad eran borrachos y alucinados. Primero se les insinuaba a la distancia. A la luz del delirio. Se veía curvilínea. Calentona. Era la promesa de un polvo de película. El mejor polvo de sus míseras vidas. Entonces el alucinado se lanzaba tras ella y ella se dejaba alcanzar. Y allí terminaba todo. O comenzaba. El caso es que la Viuda Negra les comía el corazón y los ojos. Y les sorbía el seso. Era un túnel de apenas setenta metros, pero que de noche parecía un kilómetro. En un recodo, ella esperaba a su clientela, vestida de luto. Aguardaba, con paciencia de muerta, a sus pecadores, sus crápulas favoritos. Canallas y puteros. Jugadores. Infieles. Entonces se los llevaba. Y los dejaba babeando, contando nubes. O impotentes de por vida. O los liquidaba de un soplo en la oreja, en la nuca. También se les pronuncia a los pájaros nuevos, a los comunistas, soltó sonriendo el Duende. Yo no me reí. No me hizo gracia verle su bocaza al máximo, sus dientes amarillos. Tenía el estómago débil esa mañana. Aquella sonrisa de Pedrito era una marca de nacimiento. Alguna vez me pregunté si el Duende habría llorado en su vida.

Cuando salimos del pasaje, tras los primeros diez o quince pasos, Pedrito giró hacia mí, lanzó al aire el nombre oficial de esa culebra, con un vozarrón que no le conocía, y luego habló otra vez de la fama que le colgaban. Después dijo que hasta hace unos años ese callejón llevaba el nombre de un cura: José María Beauvoir. Fue la primera vez que oí hablar de Beauvoir. Recuerdo que Pedrito le echó sus bendiciones al hombre e incluso alzó un poco más la voz, cuando recalcó su piedad con los indios onas, para la fiebre del oro, durante la cacería de indios. Pero decidieron borrar el nombre de Beauvoir y bautizaron el pasaje con el nombre de Esteban Capkovic. ¡Qué se va a hacer!, clamó Pedrito directo al cielo. Esteban Capkovic era el ídolo máximo de pueblo. Un mártir del automovilismo. De la categoría turismo carretera. «Muñequitas de oro» –así era llamado Capkovic por todo el mundo, en la isla– había muerto en una fatídica curva, en el tramo Valdivia-Temuco, cuando iba puntero, defendiendo los colores de Puerto Porvenir, de toda Tierra del Fuego. Una vez trasladados sus restos, todo el pueblo exigió que alguna calle llevara su nombre. Vox Populi, Vox Dei. De este modo, la evangelización cedió paso ante la categoría turismo carretera. Cómo cambian los tiempos, mascullaba Pedrito. Negaba con la cabezota. Finalmente sonrió, aunque eso fue el despunte de lo que podríamos llamar una sonrisa triste.

Seguimos por Muñoz Gamero hasta llegar a Magallanes 186, sin desvíos. Vimos tres transeúntes. Todo un récord. Uno, en sentido contrario, por la vereda de enfrente. El tipo, de unos cuarenta años, erguido, pecho de paloma, no nos miró, o si lo hizo fue con un gesto imperceptible. Iba vestido como en los años ’30. Con botines y bombín. Creo que hasta con bastón. Pedrito y yo reímos, pero por lo bajo, estilo subterráneos de la libertad o algo así. Luego, dos más que a la distancia –50 metros– vimos cruzarse, aparentemente mudos, en la esquina de Magallanes y Savio. Uno, en dirección de la plaza; el otro, hacia el cementerio. Ambos sin detalles dignos de mencionar. Sombras nada más… Y ninguna mujer a la redonda. En absoluto. Puede que alguna de ellas fuera por Loij, por la avenida Dresden. Por Bohr tal vez. Pero en esa ocasión no detectamos ninguna.

Llegamos al 186. Antes que Pedrito aporreara la puerta con su manaza cuatro veces seguidas, se detuvo y me dijo alzando la cara al cielo: en invierno esto se llena de ovnis, compañero.

–¿Cuándo llega Gromiko?

–En dos días. Quizás tres.

–Saldrán en camioneta hacia Cameron el 5 o 6 de marzo, por la mañana. O por lo menos llegarán cerca de Cameron, a diez kilómetros. Eso ya está conversado. Es un lugar llamado Malasangre. Será la primera caminata de la campaña, compañeros.

–No. No será la primera caminata. Antes de partir, Gromiko quiere ir donde el compañero Pardo. Quiere que Santiaguito tome el peso de la historia, ¿me entiendes? No quiere que se duerma o que se vuele. El chico es de buena madera.

–Está bien. No tendrán que caminar mucho. Pardo está aquí cerca, a un par de kilómetros. El viejo Gromiko no cambia un átomo.

–¿Y qué pasa con los sapos? ¿Dos, tres?

–Son dos. Pero no pasa nada con ellos. Uno es Torres, que sigue siendo el borracho de siempre. Vive metido en el puterío. Es el único lugar donde saca su Taurus, para jugar a los cowboys. Allí se hace el valiente, el malo. El otro es Solorza. Ernesto Solorza. Milico. Suboficial. Tú no lo conoces. Es un pendejo de Santiago o de Conce. Es un mamita. Siempre tiene frío. Casi nunca sale a las rondas. Pero, como sea, hay que tener algo de cuidado con él, con su cara de buena persona. Aunque también con el perro viejo. Tú sabes.

Ninguno de los dos me tomaba en cuenta. Hablaban como si yo no estuviera presente. Gastón, esta vez con la cara limpia, sin pintura de guerra, hablaba en un tono plano, soporífero. No poseía nada notable. Era un cincuentón más. Algo panzón y calvo, de dientes grises, manos muy oscuras y dedos gruesos que contrastaban con la palidez de su cara. Por lo demás, mantenía las manos quietas sobre las rodillas, como si estuvieran pintadas. Tampoco expresaba nada con el rostro. Pedrito, en cambio, fiel a sí mismo, sonriendo y charlando al mismo tiempo. Nada curioso. Yo resistía aquel episodio como podía. Cada tanto me borraba. Me fugaba. Incluso, en un segundo me borré al extremo de dejar de oírles. Sencillamente, no les oía un solo murmullo. Parecía una película muda. Luego regresé a este mundo. Entonces decidí romper con la escena. Me puse de pie y me metí en el taller de arquería de Gastón. La puerta de vidrio catedral, de dos hojas, estaba abierta. Ese túnel me llamaba. En el fondo de la sala había un ventanal, a todo lo ancho, de donde se veía la bahía y el lomaje de la llanura. Daba frío mirarlos. Bajo el ventanal, a los costados, cerrando la sala, había tres mesones de trabajo. Allí estaban los arcos y flechas de Gastón. Los carcajes, hechos de piel de lobo marino. Los astiles, los vástagos, los emplumados. Las puntas de flechas, serradas y lisas, de obsidiana negra o verde; cuerdas hechas de tendones de guanaco, de las patas de un guanaco, que alisaba y trenzaba con los dientes, al antiguo estilo selknam. Una verdadera colección de boleadoras de distintos tamaños, con y sin surco, que había recolectado por toda la llanura y arenales posibles: boleadoras voladoras, de alta precisión. Lanzas y dardos de ñire y de lenga, más tres puñales de piedra. Y mantas curtidas por él mismo, de cuero de guanaco, de coruro, de zorro colorado. Más tres morteros de piedra, un par de raspadores. Hondas. Punzones de hueso. Y cuencos, llenos de una arcilla granate que él llamaba ákel, para preparar pinturas de caza, de ceremonias. De verdad que Gastón hacía un buen trabajo. Una faena excelente. Alisaba y curvaba vástagos con fuego. Pulía piedras. Trenzaba con maestría. Hacer un emplumado es un arte, porque es el timón de la flecha que hace girar el astil y le otorga dirección al disparo. Aunque todo depende si es un proyectil para guanacos o aves al vuelo, comentó Gastón, tomando uno y examinándolo contra la luz de la ventana. Miraba aquella flecha como si fuera el Santo Grial. Perdía los ojos en ella, emocionado. Dijo que los selknam tenían una mira telescópica en el ojo, un pulso de precisión milimétrica. Gastón inflaba el pecho. Estas son mis joyitas, agregó, ahora alzando puntas de flecha negras: están hechas de lajas de meteorito. No están a la venta. Nunca. ¿Ves cómo todo en el Universo está conectado?, exclamó Pedrito ahora sí a punto de desbordarse y salir volando. Creo que está de más decir que todos esos nombres de armas y utensilios los aprendí de boca del propio compañero Gastón. De su propia boca india. Porque Gastón parecía más un indio ona que un comunista.

Dejé la puerta de mi taller abierta. Lo hice adrede. Algo conozco del corazón de los cachorros. Sabía que Santiaguito no se resistiría ante esa boca abierta. Nadie se resiste. Ninguno. Cuando se levantó y partió hacia los mesones, Pedrito ni yo le miramos. Le di una señal al Duende. Una contraseña secreta. Y seguí al cachorro, de refilón. Más tarde, cuando lo vi mudo mirando por la ventana, le di una pequeña lección de arquería selknam. Un curso rápido. Aunque antes, como he dicho, dejé que se metiera solo en ese mundo, que es mi mundo. Ese cachorro perdió el habla. Quedó detenido allí, mirando, rozando con la punta de los dedos aquellos útiles: los mantos, las piedras labradas. Pero a cualquiera le pasa. Es como cuando ves una fogata. Te quedas mudo, pegado con el fuego. Es que regresamos. ¡Regresamos! No sé si me entiendes.

*

Es la hora del desayuno. Sentado frente a mí tengo a Gromiko.

Hoy la escena puede parecer un retrato deslavado. Un cuadro mudo sin volumen. Sin gloria. Pero esa mañana me costaba creer que compartía aquella mesa enclenque, de madera cruda, con Gromiko, el gran jefe bolchevique. Héroe de los mineros del carbón en los ’50. Héroe en las mazmorras del fascismo después del Golpe. Luego, un largo exilio en Europa, que lo llevó al reino del Socialismo, detrás del telón de acero: la RDA. Luego Rumania, Bulgaria, Hungría, Unión Soviética. Explanada, escalones y baldosas de granito, donde resuenan millones de pasos y se cuela por las hendijas de los revoques, el rumor de los himnos, del juramento rojo. Un sueño cumplido. El sueño de todo niño proletario; la Plaza Roja, los muros del Kremlin bajo el sol de Moscú. Pues bien, era el mismísimo Gromiko quien estaba allí, del otro lado de la mesa. Clandestino, con precio por su cabeza, enfundado en el silencio y en un abrigo azul marino, cruzado, que le quedaba estrecho. Comió sus dos tostadas y bebió su café negro en cámara lenta, mirando por la ventana como si no quisiera comer. Parecía otro hombre. Más viejo. Más pequeño y encorvado, sin su famoso bigote tipo Stalin. Pero era él nada menos, concentrado en otra cosa. Pensando. Después de preguntarme el nombre y la edad no habló más. No quiso. Yo tampoco hablé. No pude. Cine mudo.

Antes de iniciar la campaña hice dos excursiones más por Puerto Porvenir. Sumé otros nombres de calles vacías, o semivacías, a mi espalda, a mi sombra: Costanera San Rafael –tenía nombre aquella curva abierta, más el plano que seguía por toda la bahía– calle Nazario, avenida Dresden, Candelaria. En Costanera entre Bohr y Savio, a mitad de cuadra, estaba la biblioteca municipal donde trabajaría Marcela en un par de semanas. Vi la puerta abierta, y luz de fluorescente, pero no entré. Crucé la calle. Caminé por la explanada costera. Estaba completamente asfaltada. Las aguas de la bahía salpicaban espuma contra el roquerío y el asfalto. Entonces, como un milagro, hacia la boca sur de la bahía, por fin aparecieron los famosos cisnes de cuello negro. Eran unos cuantos. Todos, según supe después, bautizados con nombres de dibujos animados de la tv, o de superhéroes de cómics. Persistían en el oleaje, al igual que los flamencos rosados, un tanto más atrás, digamos hacia mar abierto, con sus cuellos doblados por el viento y su plumaje erizado. Creo que el frío les quemaba, al igual que a mí. Les mataba el alma.

La segunda excursión fue con el Duende y Gromiko. La hicimos con un propósito claro; para que el jefe bolchevique estire un poco sus viejas y comunistas piernas, según Pedrito. Piernas rojas. Fue un paseo lento por esa desolación que era la calle Domingo Savio, envueltos en la bruma de la mañana, donde el único que habló fue el Duende. Gromiko y yo, en la procesión del día de los muertos. Solo nos faltaban las veladoras. Hicimos una parada de media hora en casa de Gastón. Luego fuimos directo a la calle del cementerio, Candelaria. El cementerio estaba vacío. Recorrimos las callejas deteniéndonos ante las lápidas. Al llegar a una pequeña glorieta, que marcaba el punto centro del camposanto, Pedrito nos dijo que allí, a todo lo ancho, antes se levantaba el muro del que nos hablara Gastón, que dividió a los muertos durante 47 años –hasta noviembre de 1939– entre católicos y disidentes. Gastón mostró una fotografía donde aparecía él en brazos de su madre, junto al padre, pegados al muro, que fue la primera construcción de concreto levantada en Puerto Porvenir, a fines de 1896. Los tres, con caras muy serias, del lado católico. Del otro lado estaban las tumbas de los gringos, los protestantes. Después continuamos con nuestro recorrido, que se prolongó por algunas horas. Lápida por medio, Pedrito hacía un alto para hablarnos algo del difunto. De la difunta Correa. Del angelito. Parecía conocer a todos los muertos. O a casi todos.

Capítulo III Julius

DECÍAN QUE TENÍA UN TATUAJE en el brazo izquierdo, sobre el codo, pero que no era un simple tatuaje: era una especie de inscripción, un código de barras o algo así.

Aquel rumor recrudecía y circulaba de boca en boca cada tanto, sobre todo el día del aniversario de su primer arribo a Tierra del Fuego, el 5 de septiembre de 1925. Todos los que fuimos alumnos de la escuela agrícola recordamos esa fecha, porque ese día no teníamos clases y podíamos levantarnos a las nueve. Todos los benditos 5 de septiembre Julius visitaba la escuela a las 11:30 en punto. Julius era bajito, delgado, de cara muy blanca, lampiño, con una nariz fina, filosa y ojos pequeños y hundidos, celestes. Caminaba y hablaba rápido. Hablaba bien el español, aunque se le notaba el acento, en especial cuando subía el tono. Pero se le notaba poco. Nos formaban en el patio interior. Entonces Julius nos saludaba y nosotros le respondíamos fuerte y claro. Luego, a los de la primera fila, nos daba una palmada suave en la cara y nos restregaba las orejas, para quitarnos el frío del patio. Siempre traía una buena noticia; instrumentos nuevos para el laboratorio, que estaban por llegar desde Santiago. O una segadora canadiense. U overoles térmicos. O leche reforzada con complementos vitamínicos. Era nuestro benefactor. Entonces se elegía a uno de nosotros como alumno destacado, para recibir de sus propias manos un obsequio, una distinción que casi siempre era un libro acerca del desarrollo agropecuario en el mundo. Un ladrillo que nadie leía, pero que imponía sus tapas gruesas, sus letras en dorado y sus fotografías en colores. Una vez me tocó a mí. Me sentía una superestrella. Luego Julius se metía en el laboratorio con el padre Severdey y el señor Cherubini, nuestro profesor de Ciencias Naturales y Química, y ya no salían de allí. En el laboratorio tenían clases alumnos del último año, aquellos que tenían notas más altas. Eran los privilegiados, los ungidos. El laboratorio era el área restringida de la escuela; allí estaba el instrumental delicado, los registros y archivos de los experimentos, quizás los más avanzados del país en aquella época. El padre Severdey y el profe Cherubini juraban que así era. Ese laboratorio era su orgullo. Y alimento para nuestra fantasía. Imaginábamos que allí ocurrían cosas de ciencia-ficción. De película de ciencia-ficción. O algo parecido. Pero lo cierto es que allí, desde 1968, había comenzado un programa de experimentación para el aumento de la producción de lana y carne de oveja en Tierra del Fuego. Nuestra escuela, la escuela agrícola Las Mercedes, era famosa en Chile. Habían hecho reportajes para diarios nacionales y para dos canales de televisión. Éramos la joya de la isla. El orgullo de nuestros padres. Todos nos sentíamos en deuda con Julius, aunque nadie lo dijera. En algunas épocas del año, su figura era clásica por las calles de nuestro pueblo. Pintoresca. Querida. Julius siempre andaba acompañado de su perra Stasse, una pastor alemán, bellísima. Eran inseparables. Esa perra eran los ojos de Julius.

Julius hablaba siete idiomas: alemán, español, inglés, italiano, francés, hebreo y siro. No fumaba ni bebía. Se veía atlético. Enérgico. A veces parecía mucho más alto de lo que era. Aparentaba unos 40 o 45 años. Tenía 70. Siempre se veía de un humor envidiable. O más bien, con una voluntad envidiable para enfrentar la vida, el paso del tiempo. Surgieron algunas leyendas con respecto a él. Habladurías. Por ejemplo, con eso del código que decían que tenía inscrito bajo la manga. Algunos llegaron a afirmar que Julius era un extraterrestre. Cosas de ese estilo. En realidad, daba risa oír los rumores acerca de Julius.

Uno no elige el destino. Le toca. Un día, terminando diciembre, don Armando, el auxiliar de la escuela, me buscó en los invernaderos y me dijo que el padre director quería verme al instante. Y cuando a uno lo mandaban llamar, uno iba. Qué iba a hacer a los doce o trece años. El padre Severdey te quiere en el refectorio ahora mismo, Antonio, me dijo. Tal cual. Cuando llegué estaba el padre Severdey con Julius en la oficina. Había tres alumnos más, de sexto de primaria. Yo, de primero de humanidades. El padre no anduvo con rodeos. Nunca lo hacía. Nos dijo que nos había mandado llamar porque éramos buenos, muy buenos alumnos. Los mejores. Tenía nuestros informes de notas sobre la mesa. En ese tiempo los informes de notas finales todavía se escribían con pluma. O al menos en nuestra escuela, en los informes y certificados, hasta en las libretas de notas, se usaba pluma. Me gustaba verlos escritos así. Esos trazos imponían respeto, seriedad. El padre dijo que los cuatro merecíamos un buen futuro y que ese futuro estaba fuera de la isla. Que debíamos seguir estudios, adelantarnos, para después regresar a la isla si queríamos o podíamos, aunque él estaba seguro que lo haríamos. Apostaba su cabeza a que regresaríamos, pero ahora convertidos en otra cosa, en hombres de bien, en hombres útiles. Por esa razón estaba nuestro benefactor esa mañana allí con nosotros, porque él nos ayudaría a lograr nuestras metas. Nosotros estábamos mudos, apenas si respirábamos. Hechizados. Julius habló poco, pero sus palabras pesaban. Dijo que de seguro no queríamos terminar de ovejeros o de esquiladores, viéndoles el culo a las ovejas. Habló así en el refectorio. Agregó que hablaría con cada uno de nosotros por separado y luego con nuestros padres. Nos aseguró que él tenía los medios para ayudarnos a ser mejores hombres, que lo merecíamos, porque éramos trabajadores, disciplinados. Que teníamos otra cabeza. Que pondría las manos al fuego por nosotros. Yo estaba emocionado. Y en blanco. Y también un poco asustado. Todavía era chico. Cuando habló conmigo esa misma mañana, a solas en el refectorio, me dijo que yo tenía toda la traza para ser militar, un suboficial mayor. Fui el segundo en hablar con Julius. O mejor dicho, el segundo de los cuatro escogidos al que Julius le habló del futuro. De lo que conversó con los otros tres, no supe nada. O no quise. Y si alguna vez lo supe, lo olvidé. De los otros tres me he olvidado hasta de sus nombres. En serio. Y en esta historia, como usted sabe, mi destino es el que importa.

Si algo le gustaba hacer a Julius, cuando iba a Puerto Porvenir, era ver películas antiguas en el salón de eventos del club Croata. Cuando él venía al pueblo siempre teníamos un par de films preparados. Y probados. Para el aniversario número 56 de su primer viaje a Tierra del Fuego, como recluta raso, hundido en la sala de máquinas del acorazado Stuttgart, de la Reichmarine, nos hizo un pedido especial. El hombre habló así: En cuanto pude salir del vientre del Stuttgart y contemplar la bahía, aquel verdadero vivac que era Puerto Porvenir en aquel entonces, con el cielo opalino e inmenso de septiembre y las lomas de la llanura hacia el fondo, me enamoré del lugar de inmediato. Fue instantáneo. Eso proclamaba Julius. Amor a primera vista. Entonces, aquel 5 de septiembre −que al fin y al cabo sería el último festejo de aniversario– soltó su deseo tan especial: quería ver la vieja película de José Bohr Adiós al Dresden, hoy lamentablemente desaparecida. La verdad es que la película no era gran cosa. Estaba en mal estado. Filmada en 8 mm. y muda total, sin música. Sin embargo, la película de Bohr, de apenas diecisiete minutos de duración, tenía la gracia de ser un registro in situ, filmado desde el muelle, de la despedida que le brindaran todos los habitantes de Puerto Porvenir −extranjeros y criollos– al famoso crucero SMS Dresden, en el verano de 1915. En la pantalla lograba verse aquella nube de pañuelos agitados al viento y a la tripulación, en la cubierta de la nave de guerra, respondiendo con las manos en alto, lanzando besos. Eran imágenes deslavadas, cortadas, pero que de algún modo contenían el espíritu del propio José Bohr, y de su fiel ayudante Radonich −es de justicia nombrar a Radonich, un eterno anónimo–, quienes trajeron, contra viento y marea, el séptimo arte a la isla. Julius ya había visto el film algunos años antes, pero aquella tarde quiso verlo de nuevo. Dos veces. La pantalla le iluminaba los ojos. El hombre se veía más tranquilo que de costumbre. No tenía aquel gesto enérgico, algo nervioso, que mostró siempre al saludar, o incluso mientras permanecía sentado o de pie frente a la bahía, contemplando el oleaje. Esa vez, en ese comienzo de tarde, Julius era una taza de leche acariciando la cabeza de Stasse, que permanecía a su lado, sentada y quieta. Stasse, hija de Ruske y Moggs (Puyehue), nieta de Harry y Helga (Bavaria), bisnieta de Nuk y Bera (Bavaria). Todavía rememoro aquel verso que repetíamos cuando saludábamos a Satasse, que se sentaba como niña buena y levantaba la pata izquierda. Esa perra era un espectáculo. Parecía que entendía todo. Y vivió mucho. Demasiado. Más que un perro normal. Recuerdo haberla visto con Julius desde que llegó hasta que desapareció de Puerto Porvenir, vale decir, cuando ambos desaparecieron. Algunos pibes repetían ese verso como un estribillo cuando se topaban en la calle con ellos. Creo que el propio Julius les enseñaba ese cantito para Stasse. Una especie de villancico. Entonces él les repartía confites.

Reitero: de todos los aniversarios de la llegada de Julius a Tierra del Fuego, el que recuerdo con toda claridad fue este último. Pero no lo hago porque fuera el último, sino por la forma en que terminó la fiesta: con una escandalera en la vía pública.

Todo iba de maravilla. Exhibición de la película en honor a Julius más otros invitados. Luego un intermedio. Mientras unos atendían a la plana mayor de la isla, en el mismo salón de eventos del club, otros preparábamos el comedor para la cena. Todo debía quedar impecable, elegante y brillando. Pero nosotros éramos los mejores. Un equipo. Un escuadrón. Después el festejado y los invitados salieron a dar un paseo por la bahía para respirar aire puro, para fumar en pipa, para contemplar los cisnes de cuello negro, los flamencos rosados que tanto le gustaban a Julius. En sólo cinco minutos preparamos de nuevo el salón, ahora para el concierto. Trasladamos el piano de cola, a pulso, desde la oficina de reuniones que estaba al final del pasillo. Casi se nos cayó el bendito piano. Y nosotros casi nos morimos. Pero logramos llevarlo intacto hasta el proscenio.

Cuando vi al maestro Ignacio Vera Morel, que en ese tiempo no era el famoso Vera Morel del futuro sino solo una promesa de la música chilena, sentí pena por ese muchacho. De verdad. Tenía dieciocho años, pero aparentaba quince o trece. Flaquito y largo, despeinado, sobándose las garritas para quitarse el frío. Se veía que no estaba hecho para estos climas. Quizás toda su extranjería estaba concentrada en sus zapatos rebajados, con suelitas de cuero. Nos miraba y observaba todo como si estuviera viviendo una pesadilla. O no quisiera creerse que estaba allí, pero estaba. Por Dios que estaba. El club lo trajo. El club le pagaba todo, hasta el frío y el crujir de dientes. Pero logró reponerse. Demostró por qué la prensa le llamaba el sucesor de Claudio Arrau, «el segundo piano de Chile», o más en confianza, «el Nachito de Chile».

Por un momento, el concierto fue un milagro. Creo que esa noche aquel larguirucho, con sus manos y sus deditos blancos como la harina, detuvo el viento. No exagero. De verdad que un minuto antes que comenzara el concierto corría un viento fuerte, típico de septiembre, pero apenas el maestro Vera Morel le arrancó la primera nota a ese viejo piano de la Sociedad Explotadora, paró en seco. Fue al unísono. Aquel muchachito de oro nos regaló a Mozart, Beethoven y Wagner entre los más conocidos. También algo de Liszt, Chopin. Un popurrí celestial, por llamarlo así. Fueron dos horas en que nos mantuvo suspendidos en el aire. Algunos de los asistentes no podían sofrenar sus lágrimas. Lloraban en silencio, estáticos en sus asientos, dejando que las lágrimas les empaparan las mejillas, las pecheras. Antes de comenzar el tercer bis, y rompiendo todas las reglas, el propio Julius se puso de pie y fue a saludarle. Stasse también le ofreció su patita izquierda, en medio de los aplausos. Vargas Morel, sorprendido, quizás desbordado por la escena, dudó unos segundos antes de tomarle la pata a la perra, pero finalmente lo hizo. Al finalizar el concierto, el salón estalló en un aplauso atronador, que sostuvo su potencia por más de cinco minutos.

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