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PRIMERA PARTE
EL TIEMPO INSTITUIDO: HUMANISMO, ESTÉTICA Y LENGUAJE

Los umbrales de la voz


De la serie Los umbrales de la voz. Carolina Muñoz Valencia. 2019. Fotografía digital. 70 x 100 cm. Colección de la artista.

Su rostro de medusa imploraba por la forma de nombrar la ausencia. Luchaba contra las palabras que se detenían en su garganta, batallaba con las sombras que se enredaban en su cabeza como una higuera nocturna. No supo silenciarse y la noche reclamó las palabras que un día fueron suyas.

CAPÍTULO 1

Gombrich y el problema de la convención

Por una historia de la mirada 1

Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo.

Jorge Luis Borges

Si siempre estuviera mirando lo que pasa en este salón, no podría vivir.

E. Gombrich

Funes el memorioso, personaje de Borges, podía recordar los sueños y entresueños, y era capaz de reconstruir un día con minucioso detalle, aunque para esto tuviera que emplear otro día entero. Funes recuerda hasta el más mínimo detalle, y aunque Gombrich —teniendo una excelente memoria— es capaz de recordar pequeños aspectos de una obra de arte, el historiador vienés está en desventaja, a no dudar, frente al personaje ficticio. Cuenta Guy Sorman (1991) la sorpresa que le produjo el hecho de que uno de los historiadores de arte más reconocido del mundo no tuviera en su casa obras de arte.

Entonces, ¿cómo escribe Gombrich sobre la historia de las imágenes? Como él mismo lo señala en su celebérrimo libro Historia del arte, no habla, por lo menos en este texto, de obras que no haya visto. El pasaje específico dice lo siguiente: «En la duda, he preferido referirme siempre a una obra conocida por mí en su original que no a la que solo conociera por fotografías» (Gombrich, 2007, p. 8). Y es que Gombrich mismo reconoce poseer una muy buena memoria, como lo expresa en su entrevista con Didier Eribon (1993). Hay que aclarar que la memoria de Gombrich le permite describir una obra de arte y redescubrir detalles en ella: le permite pensar. No sucede esto, como refiere el narrador del relato, con Funes. Dice que si bien este es capaz de recordar todo cuanto ve, es incapaz de pensar. Según el mismo narrador: «Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer» (Borges, 1982, p. 121). El mundo de Funes estaba abarrotado por los detalles, casi inmediatos, del mundo empírico.

De modo que, así las cosas, Gombrich lleva ventaja sobre el particular personaje de Borges. Él reconstruye situaciones desde la lógica misma en que ellas se presentan, y más que generalizar, lo que busca es particularizar. Cada artista se ve enfrentado a unas situaciones que lo obligan a proceder de una manera y no de otra. El mundo se configura no tanto por lo que de él hacen las experiencias perceptuales, sino por la convención que se instaura. Esta es, sin duda, una de las ideas que atraviesa el pensamiento de Gombrich.

El nombre completo del historiador es Sir Ernst Hans Josef Gombrich (1909-2001). Su libro Historia del arte le dio fama internacional, pero cuenta con otros trabajos de gran valor y con proyectos en campos disciplinares como el de la psicología de la imagen y la filosofía. En las conferencias que dictó nunca perdió la oportunidad para mostrar —y demostrar— su lucha contra todo relativismo, así como su distancia conceptual respecto de los planteamientos hegelianos de la historia y del arte. Se puede decir que es, sin lugar a duda, uno de los más grandes intelectuales del arte del siglo XX, esto es, uno de los pilares de la cultura.

Gombrich nació en Viena, Austria, en el seno de una familia acomodada. Su madre era pianista y su padre abogado. A pesar de haber sido agnóstico, se calificaba a sí mismo como judío austríaco, a la vez que un ciudadano del mundo. Cuando los nazis tomaron el poder en 1933, Gombrich se trasladó a Inglaterra, donde poco tiempo después de su llegada tomó el puesto de asistente de investigación en el Warburg Institute. Durante algún tiempo trabajó como radioescucha de emisoras alemanas para la BBC, traduciendo las conversaciones al inglés. Él le anunciaría a Wiston Churchill la muerte de Hitler. Durante este tiempo vivió diversas situaciones y anécdotas, como la ocurrida cuando hacía una revisión de un texto de Karl Popper:

Un día, le telegrafié, pues había llegado a ser evidente que el libro había terminado por sobrepasar un tomo, Routledge quería dividirlo en dos. Por lo tanto, le envié un telegrama desde el correo local: ‘Routledge sugiere una división después del capítulo 10’. Una hora más tarde me llamaron al correo para que explicara lo que significaba división. ¡Sin duda la censura había encontrado sospechosa esta palabra! Se creía que podría tratarse de una división militar (Gombrich, 1993, p. 128).

Aquellos días estuvieron marcados por sus vínculos con el epistemólogo y filósofo —también de origen austríaco— Karl Popper. Sostuvieron una larga amistad que este último no dudó en reconocer en su autobiografía, en la cual afirma que Gombrich fue uno de los que más aprendió en sus primeros años en Inglaterra (Popper, 1994, p. 170). Gombrich dejó, después de su muerte ocurrida el 5 de noviembre de 2001 en Londres, un legado cultural inigualable, legado que comprende una mirada sobre las imágenes, su producción, la historia del arte y la cultura, entre otros. Reconoció no tener un método de investigación, lo cual no le impide asumirse como investigador de la historia del arte, a la que aporta una nueva e ingeniosa visión que le ha valido el título de convencionalista.

Lo que intentamos aquí no es tanto apoyar o defender esta idea, como hacer un rastreo del problema de la convención, el cual se convierte en un problema para las ciencias humanas, para la historia del arte y en un problema en la comprensión de la obra artística y de la realidad misma. En este intento —o «ensayar» como diría Montaigne— es importante aludir a la experiencia vital del ser humano, ya que es en ella en donde se ancla el desarrollo del conocimiento. La fuente de este último se encuentra en lo que el hombre realiza, en la técnica que emplea y en las artes. Así, se puede afirmar que tanto la ciencia como el arte han avanzado en estrecha relación con el progreso social: la primera desde la elaboración y sistematización teórica; el segundo desde las visiones que brinda de la realidad natural y sociocultural.

La pregunta por la realidad natural, social o cultural es una pregunta por el sentido de las cosas, lo que conduce, de contera, al gran interrogante por la existencia del hombre. Este no se conforma con saber acerca de lo que existe, en vez de eso, intenta, a través de la ciencia, las técnicas y las artes, explicar por qué las cosas están ahí. De este modo, el hombre se hace un lugar en el mundo, a la vez que va construyendo sociedad y cultura. Puesto que «todo preguntar es un buscar» (Heidegger, 1962, p. 14), la dirección del buscar la determina lo buscado. Aquí se instaura la investigación, y todo lo que deviene con ella. Y no importa si la investigación es científica o no, la indagación responde a un buscar, cuya razón es dar sentido a la vida del ser humano, esto es, posibilitar el conocimiento.

El conocimiento, por tanto, es un conjunto de creencias, convicciones y nociones que se comunican a través del lenguaje; es así como se refiere tanto a lo que el hombre sabe, como a sus posibilidades de saber, determinando su conducta en un ambiente particular.

Ladrón de Guevara (1990) afirma que «el conocimiento de una persona está constituido por un modo más o menos organizado de concebir el mundo y de dotarlo de ciertas características que resultan de la experiencia personal del sujeto» (p. 16). Dicha organización modifica la realidad, a su vez que esta determina a aquella. Frente a ello, Gombrich se inscribe en una tradición racionalista (algo que él reconoce abiertamente), lo cual le permite plantear, respecto del papel del historiador, unos rasgos particulares que lo distancian del científico. El historiador, según su postura, no predice nada, pero esto no implica que el historiador de arte, por ejemplo, se deba dejar llevar por la pura expresión y emoción. En este sentido, está convencido de que el historiador de arte puede —y debe— hacer un trabajo racional: «Lo que aquí entiendo por racionalidad es simplemente que todo enunciado que se proponga debe tener un sentido al que también se lo puede expresar bajo una forma diferente, en una lengua diferente» (Gombrich, 1993, p. 188). De ahí que Gombrich niegue todo interés por la estética o la crítica, ya que según él muchos de sus representantes no escriben sino sus propias emociones.

De acuerdo con lo precedente, el historiador, igual que el científico, se enfrenta a la descripción, explicación e interpretación de la realidad. Ahora bien, sobre esta vale la pena esbozar algunas ideas que más adelante serán útiles a la hora de pensar el conocimiento general y la fuente de metáfora según el pensador británico.

Se puede hablar de dos tipos de realidades, una mayormente dependiente del lenguaje que la otra. La primera es la realidad que algunos teóricos denominan empírica; la segunda, la realidad social (Searle, 1997). A la primera corresponden los hechos objetivos, es decir, aquellos no sujetos a las preferencias personales, las valoraciones o actitudes morales o éticas y que, por tanto, son independiente de cualquier voluntad humana (piénsese, por ejemplo, en una montaña, una piedra o un árbol). A la segunda atañen los hechos institucionales que son, además, hechos metafísicos; esto último porque aparecen como invisibles e ingrávidos a la percepción.

Un hecho institucional, entonces, es un hecho que solo existe porque hay un acuerdo humano como en el caso del dinero, el matrimonio, los gobiernos y la propiedad privada. Este tipo de hechos requieren la institución del lenguaje. Aún más importante que esto es la categoría de función, concepto que, además, es fundamental en varias de las obras de Gombrich. En términos epistemológicos, la función se diferencia de las causas por cuanto es relativa al observador, es decir, se caracteriza por su grado de intencionalidad. La función es asignada de acuerdo con el interés del usuario u observador (Searle, 1997; Cardona, 2005, p. 45), independientemente de si se trata de objetos del mundo empírico o institucional.

Así, se puede distinguir entre función agentiva y función no agentiva. La primera se impone a ciertos objetos con propósitos prácticos, como en el caso de los objetos técnicos; la segunda es asignada a objetos o procesos de la realidad empírica con el fin de brindar una explicación teórica de la misma, por ejemplo, el funcionamiento del corazón: su objetivo es bombear sangre, función asignada por el científico para explicar el funcionamiento de dicho órgano. Se puede hablar, también, de la función causal, como en el caso del muro de frontera. También está la función simbólica, para el caso del problema limítrofe en las fronteras entre naciones. En esto consiste la convencionalidad y la construcción de códigos a través de la relación entre signos y las reglas que los definen.

La convención, y esto si se revisa cualquier diccionario, está relacionada con el ajuste o concierto de un grupo de personas frente a algún aspecto. En este sentido, la convención se estatuye como norma y deriva de una práctica humana y social cuyo origen es el convenio colectivo que asume el estatus de costumbre. En consecuencia, la convención está estrechamente relacionada con la cultura, por cuanto esta se puede entender como un conjunto de concepciones e ideas que arman grupo (López, 1995), y que al hacerlo configuran una realidad estructurada y estructurante que levanta y reactúa lo biológico hasta que aflora lo humano (París, 2000).

En la obra de Gombrich se puede rastrear el concepto de convención y vincularlo con lo que en diversos textos él llama cultura por un lado, y ciencias humanas, por otro. Igualmente, si se revisa con detenimiento, el concepto mismo se vincula con el otro de técnica y de conocimiento general. Para el caso del primero, cuando el autor hace referencia a los desarrollos técnicos y a la percepción en el proceso mismo de la historia del arte; en el caso del segundo, cuando el autor habla de un conocimiento general que no es, realmente, general, y que se aúna, mejor, a lo que él mismo denomina fuente de metáfora.

Es importante, en este punto, hacer algunas referencias a este asunto teórico.

El problema de la convención es abordado por distintas áreas de conocimiento, como la lingüística y la semiótica a principios del siglo XX. Fue el lingüista Ferdinand De Saussure quien habló de arbitrariedad refiriéndose a la relación entre significante y significado en el signo lingüístico, vínculo que es, según él, producto de un acuerdo social. Posteriormente Hjemlev (1974), al aludir al mismo concepto, habla de convencionalidad en vez de arbitrariedad, con lo cual da un matiz más fuerte a la construcción social del signo. Esta idea es retomada por la semiótica, y así se introducen una serie de problemas frente a la obra de arte y a otros fenómenos sociales que intentan explicarse desde el análisis semiótico.

Así, para Umberto Eco, que además cita a Gombrich en varios de sus trabajos, solo puede existir un signo cuando «un grupo humano decide usar una cosa como vehículo de cualquier otra» (Eco, 2005, p. 36). Todo esto tiene que ver, en buena medida, con los planteamientos del historiador, sus posturas teóricas se dieron a conocer en plena revolución lingüística (por lo menos la segunda) y algunas de sus obras salieron a la luz cuando la semiótica se empezaba a desplegar hacia otros campos como la teoría del arte. De ahí que, en este contexto, los planteamientos del historiador acerca del arte supongan también una reflexión sobre el lenguaje y algunos aspectos técnicos inherentes a los avances científicos de la época. De hecho, para Gombrich el arte está estrechamente relacionado con la idea de desarrollo técnico. De hecho, prefiere, aunque haya criticado esta idea en Hegel, hablar de progreso técnico que de mentalidad. De este modo, la caricatura entraría en lo primero y no en lo segundo.

Podría decirse, entonces, que la misma idea de arte es convencional. Gombrich (1993) es explícito al respecto y dice que hay dos sentidos de la palabra: de un lado, el que se refiere al proceso de creación de la imagen, por lo cual la historia del arte es la historia de la producción de imágenes. De otro, el que alude a aquellas obras consideradas supremas por su grado de realización, y en este sentido la historia del arte es la «historia de la creación de obras bellas».

Pero la convención se debe, en buena medida, a que «somos nosotros quienes creamos las definiciones y porque no hay nada que sea la esencia del arte: podemos decidir lo que queremos llamar ‘arte’ o no» (Gombrich, 1993, p. 72). Así, una actividad puede denominarse artística cuando llega a ser un fin en sí misma, con lo cual su realización, en cuanto tal, se hace más importante que la función que le es propia desde su origen. Este es el caso, por ejemplo, de aquellas obras medievales cuya función se impone a las características artísticas. También el de la arquitectura, pues la mayoría de las construcciones se realizan con un fin determinado.

Lo mismo sucede con la escultura y la pintura, por lo que Gombrich insiste en la comprensión del contexto de producción, ya que si se conocen los fines a que sirvió una obra en sus orígenes, se puede comprender mejor la historia del arte. Las funciones (agentivas en este caso) asignadas a un objeto (las pirámides, por ejemplo) «se pierden» en el tiempo para adquirir una función simbólica menos relacionada con la forma como opera un determinado objeto dentro de la sociedad, que de su estatus cultural dentro de esta. De ahí, también, que sea difícil para la actividad del crítico, pues se trata, en suma, de un acto de fe. ¿Se puede decir que Miguel Ángel es mejor que Dalí? En verdad se puede hacer, pero no hay forma de comprobarlo (Gombrich, 1993, p. 183). También es válido señalar que el arte antiguo es muy bueno, pero no demostrar que Leonardo Da Vinci es mejor.

Ya en una de sus primeras obras Gombrich (2007) lo demostraba:

No sabemos cómo empezó el arte, del mismo modo que ignoramos cuál fue el comienzo del lenguaje. Si tomamos la palabra arte para significar actividades como construir templos y casas, realizar pinturas y esculturas o trazar esquemas, no existe pueblo alguno en el globo que carezca de arte. Si, por otra parte, entendemos por arte una especie de lujosa belleza, algo que puede gozarse en los museos y en las exposiciones, o determinada cosa especial que sirva como preciada decoración en la sala de mayor realce, tendremos que advertir entonces que este empleo de la palabra corresponde a una evolución muy reciente y que muchos de los mayores arquitectos, pintores y escultores del pasado jamás pensaron en ella (p. 39).

Esto pone de relieve la relación entre belleza y función, y explica por qué, además, el historiador prefiere hablar de producción de imágenes y de lógica de las situaciones. Para él, la diferencia entre los pueblos a los que se llama primitivos y las sociedades actuales radica principalmente en que ellos están más cerca «al estado del cual emergió un día la humanidad» (Gombrich, 2007, p. 39), pero no se puede negar que a pesar de los grandes desarrollos técnicos todavía «continuamos siendo salvajes bajo otros aspectos» (Gombrich, 1993, p. 49).

Hay que señalar, además, que las ideas de progreso y riesgo en Gombrich están ligadas, a su vez, a un juicio de arte bueno y arte malo, según lo cual en la contemporaneidad hay más arte malo que en la antigüedad. Así, el progreso está relacionado con el desarrollo tecnológico. La técnica contribuye a una mejor forma de representación de la imagen, pero al mismo tiempo hace posible la multiplicación del riesgo, es decir que, a mayor desarrollo tecnológico, hay mayores posibilidades de equivocarse en las decisiones, así como en el empleo mismo de la técnica.

Este es el caso de da Vinci, quien gustaba de hacer experimentos en el desarrollo de sus obras, tales como emplear nuevas técnicas y formas de hacer sus pinturas. El desarrollo técnico es de suma importancia, pues permite entender distintos proyectos en los que se implican los artistas. Así, el interés de crear una imagen convincente —algo que Gombrich denomina «el principio del testigo ocular»— introduce la ilusión, para lo cual se deben emplear técnicas como el escorzo que conduzcan al desarrollo de la perspectiva (Gombrich, 1993, p. 81).

El medio ofrece una mayor complejidad, de ahí que en la antigüedad unos medios simples representaban un riesgo menor de ser mal artista. Por eso Gombrich (1993) afirma que «hay a la vez un progreso y una decadencia. Hay más arte malo hoy del que había en el antiguo Egipto» (p. 92). En este sentido, el historiador se atiene a la tradición y sus convenciones conservadoras. Él no comprende el arte contemporáneo porque no le interesa comprenderlo, porque se sale de una reflexión progresiva del arte.

Su Historia del arte (2007) es el mejor ejemplo de esto.

Después de leer el texto, queda la sensación de una progresión, si bien diferente a la planteada por Hegel, en función del desarrollo técnico y del afinamiento de la percepción visual del artista y los espectadores. Es común encontrar en el texto afirmaciones como: «Puede decirse que [Constable, un pintor inglés] prosiguió el camino del arte donde Gainsborough lo había dejado» (Gombrich, 2007, p. 495).

Lo anterior tiene implicaciones para la historia de la producción de imágenes. El artista debe aprender a elaborar un cuadro bello, para lo cual necesita conocer la técnica como legado de la historia, de la cultura y de la tradición. Así, muchas obras pictóricas no se hubieran podido pintar de no poseerse la técnica adecuada. La fidelidad de la representación de las lágrimas, por ejemplo, no hubiera sido posible sin el descubrimiento del óleo. Pero tanto la función primera de la imagen, así como el desarrollo tecnológico, interactúa con otros aspectos, tales como el contexto sociocultural. De este modo, lo que Gombrich llama la ecología de la imagen permite atender a las razones por las cuales se producen las imágenes, así como a las maneras de hacerlas e implicaría, por otro lado, la comprensión de los medios y las formas a través de las cuales las percibimos y las analizamos.

La percepción de la imagen responde a lo que nuestros sentidos hacen con la realidad, pero la deconstrucción del ícono implica algo más que ver.2 El percibir parece brindar una imagen empírica e inmediata de la realidad, sin embargo, esta se encuentra mediatizada por las convenciones sociales. Esta es la razón por la cual la ruptura de los impresionistas tendría que comprenderse desde los fenómenos sociales, culturales y técnicos del momento (piénsese en la fotografía), y no con otra manera de percibir la realidad. Se trata, más que de un proceso de desarrollo de la percepción (aunque hay una nueva manera de observar la naturaleza), de una «nueva» forma de interpretación de la realidad, interpretación que ya está mediada por el raciocinio humano: «ningún artista puede rechazar todas las reglas y todas las convenciones y simplemente pintar «lo que ve» (Gombrich, 1993, p. 96).

El artista reconoce un conjunto de reglas y convenciones, unas formas de representación —una tradición si se quiere— para desplegar su fuerza creativa. Gombrich reconoce, entonces, una teoría tradicional «según la cual la visión depende del conocimiento; la idea de que en toda representación hay un elemento de conocimiento» (Gombrich, 1993, p. 96). En concordancia con estas ideas, se puede afirmar que el cuadro es una proposición que se contrasta al mirarlo. De ahí que el teórico de la imagen se pregunte, respecto a la fotografía, qué es lo que esta transcribe. Según él, ni la cámara ni el artista transcriben lo que ven. El artista está atado al registro de tonos que su medio le proporciona.3

El Gombrich teórico se pregunta por aquello que sucede cuando un pintor pinta.

La conclusión a la que llega es que el artista no puede copiar las cosas, tan solo puede sugerirlas. De esto se desprende una idea importante para los intereses de nuestra reflexión. Si, tal como dice el autor, nos acostumbramos a las sugestiones del artista, por lo cual nos adaptamos a la notación que este nos presenta, lo que se da, en consecuencia, es un proceso de convención en doble vía, de la sociedad al artista y del artista a la sociedad. Pero esto no ocurre solo con la pintura, sino con muchos otros aspectos sociales, como la televisión. Como se dijo, los niveles de expectativa crecen a medida que hay nuevos desarrollos técnicos que permiten un engaño perceptual más eficaz.

Gombrich (1979) habla de colocación mental para referirse a que «toda cultura y toda comunicación depende de la interacción entre expectativa e interacción, de las ondas de cumplimiento, de decepción, de conjeturas correctas y de gestos equivocados que constituyen la vida de cada día» (p. 65). De ahí que la ilusión se gaste cuando se cumple la expectativa, haciendo que esta última aumente. Esta idea estaría, a pesar de Gombrich, a favor del arte contemporáneo, ya que más que de un problema visual se trata de un problema de pensamiento, en cuyo caso la expectativa pasa de la percepción de objetos sensibles a procesos de razonamiento, y del juicio sobre un objeto de conocimiento al juicio sobre otro acto de pensamiento hecho obra de arte.

Esto ocurre en todas las técnicas gráficas, puesto que ellas operan con una notación convencional (Gombrich, 1979, p. 48); de esta manera, aprendemos nuevas notaciones y extendemos el registro de nuestra conciencia visual. De modo que el pintor no aprehende realmente la naturaleza y sus leyes —ni siquiera el artista impresionista—, en vez de ello, capta su reacción de espectador frente al mundo físico. De esto se concluye que el problema del artista es psicológico, ya que se centra en los efectos y no en las causas de las operaciones sobre la realidad. Esto, sin embargo, es discutible desde el punto de vista de Peirce, para quien el problema es lógico y no psicológico. En tal sentido, los signos operan como entidades de mediación de la realidad, no en su carácter psicologizante (como se pensaba en el siglo XIX), sino en su aspecto fenomenológico.

Gombrich demuestra con variados ejemplos cómo antes de la fotografía los artistas representaban imágenes de los objetos tal como ellos creían que los objetos eran, es decir, sus representaciones estaban prescritas por sus concepciones: dependían de la elección de un esquema que se adaptara a la función de servir como retrato. Según el autor, el artista clasifica la mancha, por ejemplo, en algún esquema familiar que «representa la primera aproximada y ancha categoría que se estrecha gradualmente hasta encajar con la forma que debe reproducir» (Gombrich, 1979, p. 76).

Su conclusión es contundente: el artista tiende, no a pintar lo que ve, sino a ver lo que pinta.

Un argumento más en favor de la convención es el principio de constancia. Esta se refiere a una relativa insensibilidad a las variantes relaciones del mundo que habita el sujeto y por lo cual tanto la forma como el color aparecen relativamente constantes. Sin esta estabilidad no se podrían identificar los objetos ni tampoco discernir entre uno y otro. De igual manera, sería difícil pensar en cualquier tipo de arte, ya que el artista capta un momento, aunque ese momento sea tan fugaz como los captados por Monet.4 En este orden de ideas, el problema se ubica en lo psicológico (algo que puede ser discutido desde el punto de vista semiótico), pues «todo arte se origina en la mente humana, en nuestras reacciones frente al mundo más que en el mundo mismo, y precisamente porque todo arte es ‘conceptual’, todas las representaciones se reconocen por su estilo» (Gombrich, 1979, p. 89).

Lo dicho hasta aquí confirma que Gombrich, aun estando a favor de la convencionalidad, no está de acuerdo con las posturas generalizadoras. A cambio, él propone para la historia del arte una mirada que se centra en las particularidades. Esto se hace patente sobre todo en los textos en que arremete contra Hegel, y muy especialmente en el que hace una fuerte crítica a Hauser. De este dice que:

Lo que se propone describir a lo largo de su texto no es tanto la historia del arte o de los artistas, cuanto la historia social del mundo occidental tal como la ve reflejada en los modos y tendencias cambiantes de la expresión artística: visual, literaria o cinematográfica (Gombrich, 1998, p. 369).

De igual manera, hace una fuerte crítica a Nelson Goodman, quien, según él, cae en un convencionalismo absoluto, y no acepta, por ejemplo, ningún grado de semejanza entre el objeto y una imagen suya, es decir, trata de reducir todo a un convencionalismo lingüístico que no da cabida a la semejanza:

Goodman y quienes lo siguen quieren convencernos de que ninguna imagen de caballo puede asemejarse verdaderamente a un caballo y que solo reconocemos el caballo porque nos lo ha enseñado la convención. Es una doctrina extraña, pues incluso los animales reconocen a veces las imágenes (Gombrich, 1993, p. 116).

Ahora bien, esta crítica que el director del Warburg Institute le hace Goodman es válida en el orden de la configuración del objeto empírico, no así en el orden de la construcción de una historia del arte. De ahí que las designaciones de manierismo o barroco, verbigracia, sean tan arbitrarias, es decir, sean categorías proyectadas por los hombres sobre el «flujo continuo de la historia» (Gombrich, 1993, p. 145). Según esto Gombrich —por lo menos en los términos de los grados de apropiación de la realidad institucional— acepta cierta motivación semiótica entre el signo y su objeto, algo que se puede rastrear a lo largo de su libro Historia del arte.

Si bien reconoce estas gradaciones en la iconicidad —analogía y semejanza— entre un objeto y su imagen, no cree que se aprenda a generalizar (ni en el pensamiento ni en el nivel perceptivo), antes bien, piensa que hay «una falacia en la idea de que la realidad contiene rasgos tales como son las montañas y que, mirando a una montaña tras otra, aprendemos poco a poco a generalizar y a formar la idea abstracta de montañosidad».

No se va de lo general a lo particular, esto es, no se conocen las leyes de funcionamiento, ni siquiera las funciones, y luego se las aplica al mundo. Lo que un sujeto cognoscente hace es configurar el mundo desde sus experiencias particulares, aunque esas experiencias lo enfrenten a hechos metafísicos construidos gracias al lenguaje. Lo que se encuentra el sujeto es lo inmediato, ya que «aprendemos a particularizar, a articular, a hacer distinciones donde antes no teníamos más que una masa indiferenciada» (Gombrich, 1979, p. 99). Con esto, según el autor, se combate la idea de que la creación de un símbolo o imagen es una proeza de la abstracción, ellas no se producirían si no reaccionáramos ante imágenes mínimas. Esto es coherente con la lógica de la situación.

La lógica de la situación es una regla metodológica —en el orden de lo epistemológico— que Gombrich toma de su amigo Karl Popper y que se refiere a la posibilidad de conocer o reconstruir una situación, así mismo como a la manera en que una persona ha podido reaccionar a tal situación. Dicho de otra manera, se trata de una metodología que permite «abordar las situaciones históricas cuando puede decirse que había diferentes posibilidades y que las personas obraron en su propio interés» (Gombrich, 1993, p. 186).

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