Kitabı oku: «Walt Whitman, un poeta de la supremacía blanca contra México»

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A través de nuestras publicaciones se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e ­instituciones de educación superior del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual se completa cuando se comparten sus resultados con la colectividad, al contribuir a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad madura, mediante una discusión informada.

Con la colección Pública ensayo presentamos una serie de estudios y reflexiones de investigadores y académicos en torno a escritores fundamentales para la cultura hispanoamericana, con los cuales se actualizan las obras de dichos autores y se ofrecen ideas inteligentes y novedosas para su interpretación y lectura.

Otros títulos

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Sombras en el campus [Notas sobre literatura, crítica y academia]

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Enfoques sobre literatura infantil y juvenial

Irene Fegnolio Limón, Lucille Herrasti y Cordero y Zazilha Cruz García (coords.)

Isis modernista. Escritos panhispánicos sobre teosofía, espiritismo y el primer Krishnamurti (1890-1930)

José Ricardo Chaves

La llave de plata. Garcilaso de la Vega en la generación del 27

Pablo Muñoz Covarrubias

Siete sabias y una reina

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La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

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Primera edición impresa, enero de 2022

Edción epub enero 2022

D. R. © 2022 Pedro Castro

D.R. © 2022

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8781-64-5 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN: 978-607-8781-65-2 (ePub)

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial: D.C.G. Jazmín R. Díaz

Diseño de portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javerelo

Hecho en México

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Contenido

Preámbulo

Los dislates de un expolio

Walt Whitman, un poeta y su circunstancia

Andrew Jackson, Whitman y Texas

Penetración pacífica, lenta e ilegal

Realidad y quimeras de la expansión

Arrecia la tormenta imperialista sobre México

La tríada expansionista Jackson-Polk-Houston

Whitman y las batallas de Taylor y Scott

California, Nuevo México para los blancos

Democracia whitmaniana en los nuevos territorios y otras fantasías

“México nos envenenará”

Prejuicios profundos contra negros y nativos

Whitman, un impenitente “darwinista social”

Whitman ignoró las tropelías de Jackson y los expansionistas

México, pobre y trágico país

Whitman, Destino Manifiesto y racismo

La “regeneración imposible de los mexicanos”

El funesto Tratado de Guadalupe Hidalgo

El genocidio indígena y otras omisiones de Whitman

Bibliografía

Sobre el autor

A mi querida hermana Odille

y a mi entrañable hermano Miguel Chavira Enríquez,

ambos fallecidos en el infausto

mes de junio del 2021,

año de la pandemia.

Preámbulo

En su país de hierro vive el gran viejo,

bello como un patriarca, sereno y santo,

Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo

Algo que impera y vence con noble encanto.

Su alma del infinito parece espejo;

Son sus cansados hombros dignos del manto;

Y con arpa labrada de un roble añejo,

como un profeta nuevo canta su canto.

Sacerdote que alienta soplo divino,

Anuncia en el futuro tiempo mejor.

Dice al águila: “¡Vuela!” “¡Boga!”, al marino

y “¡Trabaja!”, al robusto trabajador.

¡Así va ese poeta por su camino

con su soberbio rostro de emperador!

Rubén Darío, Azul

Valparaíso, 1888 y Guatemala, 1890.

Pocos países como México han sido tan desafortunados a causa de vecinos depredadores y agresivos. Estados Unidos llevó a cabo su segunda conquista y ocupación trescientos años después de la española, a través de la independencia y anexión de Tejas, la guerra entre 1846 y 1848 y la adquisición forzada del Territorio de La Mesilla en 1853. Los violentos encuentros con los estadounidenses configuraron un incurable trauma para los mexicanos, un terrible despertar de la embobada admiración hacia quienes juzgaron modélicos en cuanto a sus instituciones e imaginarios modos de vivir. Desde los primeros tiempos de su nación muchos mexicanos pensaron que la clave de su avance estaba en imitar su organización política, sus leyes y sus instituciones. Sobre esta creencia se elaboró la Constitución de 1824, la base de las demás constituciones de su tipo hasta la de 1917. El que fuera plácido sueño se convirtió en amarga pesadilla. La invasión y ocupación del norte mexicano fue trágica por el tiempo, el ritmo, la velocidad, el inmenso botín arrebatado al país de mayor tamaño del mundo americano de habla española, y, en suma, por ser el fin de una ilusión. Walt Whitman, el poeta de la pujanza estadounidense fue también el de la expansión a costas de México y, consecuentemente, un partidario incondicional de las guerras contra este país, desde la independencia de Tejas hasta la secesión territorial de 1848.

Son variados los motivos que me impulsaron a escribir esta historia acerca de uno de los poetas eminentes de la lengua inglesa y del mundo, el estadounidense Walt Whitman. El primero es doble y aparentemente contradictorio: mi indignado asombro ante sus expresiones negativas hacia México y los mexicanos, los afroamericanos y los habitantes originarios del suelo americano, así como en la exaltación de los anglosajones como los únicos portaestandartes de la democracia, la libertad y el progreso. Determinada su ideología imperialista por un ambiente cultural que nutrió su producción literaria, Whitman ensalzó la rebeldía anglo-texana y al ejército estadounidense que se apoderó de México e hizo posible la mutilación de más de la mitad de su territorio, agregándose al propio haciéndole crecer más de un tercio. Fue uno de los propagandistas de la expansión de Estados Unidos, de su Destino Manifiesto, de la pureza biológica de los blancos, de la supuesta “renovación” de la democracia en los territorios arrebatados de Nuevo México y Alta California, y de la independencia y anexión de Tejas. Fue un voluntario eslabón de circunstancias e ideologías excluyentes que le antecedieron y le siguieron más allá de su muerte. Sus ideas al respecto fueron opuestas a las de John Quincy Adams, David Thoreau y Albert Gallatin, cuyas tesis contradijo públicamente. La monumentalidad de la figura de Whitman, construida por legiones de admiradores de ayer y hoy, quizás concitará en algunos el enojo o el desconcierto ante su responsabilidad histórica al apoyar las villanías de sus paisanos, y al enaltecer sin medida al hombre blanco y despreciar a las “razas de color”.

Los dislates de un expolio

Para entender de mejor manera los escritos antimexicanos y racistas de Whitman, hemos considerado indispensable atender los acontecimientos que vivió y conoció, por lo que incluimos datos e interpretaciones que consideramos adecuadas para ese propósito. También de hechos lejanos a él, pero que se incorporaron de manera indirecta, a su narrativa. Abordaremos su faceta poética, literaria o periodística siempre que sea menester. Pero no puedo evitar los sentimientos indignados –viscerales o razonados, que para el caso es lo mismo– que despierta la historia de despojos y malos tratos de los blancos estadounidenses hacia los mexicanos, los nativos americanos y los afroamericanos. Un país que se ostenta como adalid de la libertad, la democracia, la igualdad, la paz, se ha ahogado moralmente en sus atracos a países y poblaciones débiles a las que ha dañado y robado. Sus sucesivos gobiernos imperialistas han reunido una colección de falsedades y omisiones al por mayor en la historia de Estados Unidos, la que se enseña y aprende en las escuelas desde los niveles elementales y la que se transmite en la mentalidad de los ciudadanos a través de todos los medios. Por ejemplo, un libro de divulgación oficial que circuló profusamente hacia los setenta del siglo pasado, titulado Reseña de la historia de los Estados Unidos y patrocinado por la Agencia de Comunicación Internacional de los Estados Unidos, llegó al extremo de no decir una palabra de la guerra contra México y del modo como ese país se hizo de sus territorios. Esta obra contó con la participación de prestigiados historiadores como Richard Hofstadter (Universidad de Columbia). Para ellos, la guerra contra México nunca existió. Hay quienes han querido explicar esta “omisión” al hecho “más obvio” de que la guerra contra México precedió a la Guerra de Secesión “solamente” trece años, y que “tal proximidad al acontecimiento más espantoso” de la historia de Estados Unidos “explica fácilmente por qué los libros históricos con frecuencia la consideran la menor de las guerras y saltan rápidamente a los acontecimientos ocurridos en la década de los sesenta” (Jeff Shaara). Resulta inexplicable por qué se califica de menor esta guerra cuando resultó en la transferencia de tierra más fabulosa, expedita y barata jamás vista de un país a otro, en el que el costo en vidas “fue mínimo”, en un tiempo relativamente corto, de solamente dos años, y las batallas realmente significativas fueron una docena. Fue la primera guerra sostenida por Estados Unidos fuera de sus fronteras, en la que se probaron las armas y medios bélicos más modernos, y que tuvo una cuidadosa preparación. También fue la primera experiencia significativa de muchos oficiales jóvenes que participarían en otras aventuras como la Guerra de Secesión en campos opuestos y más allá. El “olvido” y la “omisión” de este penoso capítulo, afectó hasta la memoria del presidente James K. Polk, el artífice de la agresión, quien fue enterrado primero en el cementerio de Nashville y después en el patio de su casa bajo un monumento mediocre. Su viuda Sarah sobrevivió a su marido hasta la edad de 87 años y fue enterrada a su lado, pero el estado ruinoso de la casa hizo que se demoliera y ambos cuerpos fueron reubicados en los terrenos del Capitolio estatal de Tennessee. Sus tumbas no están en un cementerio o monumento nacional, sino casi fuera de la vista pública en esos jardines en el centro de Nashville. Nadie los recuerda excepto sus descendientes, y ninguna celebración o acto público los acompaña en el aniversario de su fallecimiento. Es muy revelador que olvidar y omitir ha sido la consigna oficial respecto a aquellos trágicos hechos y sus actores principales. Como señalan Jesús Velasco y Thomas Benjamin, la guerra olvidada en la historiografía nacional también ha desaparecido de la conciencia popular de los estadounidenses, quienes podrán vagamente tener presente “El Álamo”, pero desconocen de qué se habla cuando se mencionan “The Halls of Montezuma”, del himno de los marines. En las efemérides nacionales de Estados Unidos no se menciona a James K. Polk, ni a la agresión contra México, ni a la ocupación de los dorados territorios del norte mexicano. ¿Cómo puede explicarse tamaña “ingratitud” de sus American fellows hacia Polk, quien en virtud de la adquisición violenta de los territorios entre la Louisiana y el Océano Pacífico convirtió a su país en una potencia mundial, a sus ciudadanos en los hombres más devoradores de la tierra y a sus inmigrantes en la prueba de que el American Dream era un sueño realizable? ¿Cómo las “hazañas” militares de Estados Unidos en México no son recordadas ni dignas de recuerdo ni de figurar en los libros de sus hazañas bélicas? La explicación es que entrar a los temas de las ganancias conquistadas a expensas de la desgracia del vecino causa incomodidad en una sociedad que se considera el modelo de todas las virtudes. Pero, al final, dado el bajo nivel de cultura histórica de la mayoría de sus ciudadanos, poco les habrá de importar cómo fue ese siniestro capítulo, mientras disfrutan el sol y la prosperidad en California, Texas o Nuevo México. La toma de conciencia parece estar vedada por algún designio celeste, no vaya a ser que se esfume la quimera en que se basa la existencia de su sociedad. Las historias recetadas a los estadounidenses desde su infancia, pretenden ignorar o encubrir significados ocultos que se desnudan cuando se confrontan con los hechos probados. Su lenguaje les traiciona. Expresiones y palabras en el uso corriente en ese país, aparentemente inocentes son ejemplos: Mexican War, que señala a México como el responsable de la guerra de 1846-1848; California was ceded from Mexico en 1848, cuando la realidad fue que Estados Unidos conquistó y puso de rodillas a México junto a la ocupación de su norte a cambio de 20 millones de dólares pagados en anualidades, como si fuera cualquier negocio. Nuevo México y Texas se constituyeron en estados y contribuyeron a la integración de otros: Nevada, Arizona, Utah, partes de Colorado, Wyoming, Arkansas y Kansas. California, una de las regiones más ricas del planeta en climas, recursos, ubicación geográfica, ha sido la puerta a Estados Unidos para la competencia en el Océano Pacífico, y la continua expansión hacia Filipinas, las Islas Hawai, Guam y otros. La Gadsden Purchase, que en realidad fue una venta forzada del territorio de La Mesilla, empujada por una amenaza de invasión que difícilmente México estuvo en posición de resistir, a cambio de 10 millones de dólares y que se incorporó a Arizona y Nuevo México, corriendo la frontera más al sur del río Gila. Viene al caso manifestar que toda cesión producto de la coacción es una confiscación, como en todos los casos de la ocupación territorial del norte. Indian Wars, Black Hawk War fueron nombres en inglés de agresiones contra los nativos. Llamar Spanish West al norte ocupado de México insulta la inteligencia, porque en ese caso habría que anteponerle la palabra Spanish a todos sus territorios, que en algún momento pertenecieron a España, como la Florida y la Louisiana. ¿Por qué no decir Mexican North, que sería lo más correcto? La literatura estadounidense al alcance de todo tipo de públicos, por no decir al de plano ignorante sobre los espacios ocupados, nunca se refiere al “Norte”, sino al “Oeste”, o peor, al “Viejo Oeste”, o “el Lejano Oeste”, con adjetivos sobrados, y que desnaturalizan el lenguaje, como si el “Oeste” siempre hubiera sido estadounidense. Todavía en 1846 Whitman hacía planes respecto al futuro de esta región, a quien como sus paisanos pensaban que el territorio de cualquier manera les pertenecía. Haremos uso de la expresión ocupación territorial nacida de una conquista. Los angloparlantes le cambiaron el nombre a Tejas, llamándole Texas, seguramente por una deformación fonética, porque no les era lo mismo pronunciar Teyas que Tecsas. En este trabajo utilizaremos indistintamente las palabras Tejas o Texas, dependiendo del momento y circunstancia de cuando fue provincia mexicana o territorio ocupado por Estados Unidos. A la Alta California, por otro lado, los ocupantes desde 1848 la llamaron California a secas, quedando una Baja California para México, que los estadounidenses se refieren a ella como “Baja” y que muchos mexicanos les secundan en este agravio al lenguaje.

Estados Unidos no podía vivir sin expandirse hasta los límites de ambos mares, mientras que México no tenía más pretensiones que vivir como país independiente. Los estadounidenses, y en general los inmigrantes europeos en incesante marcha, eran granjeros, agricultores, mineros y comerciantes, cuyos principios estaban subordinados a su ceguera respecto a los derechos de los mexicanos, los nativos de la tierra y los seres humanos que esclavizaron. Eran capitalistas en el sentido más moderno de la palabra. La mitología del hombre blanco en Estados Unidos, fincada en su heroísmo y espíritu de sacrificio, tiene también una lengua mentirosa, cuando se refiere a ellos. Valgan como ejemplos los correspondientes a “la barbarie india”, la “pereza de los morenos”, “la innata maldad de quienes no eran blancos”, “el ocio y el jolgorio de los californios”, “la suciedad y poca higiene de los mexicanos”, o los “territorios vacíos” o “poco habitados”.

Solamente los anglosajones creían estar dotados de las virtudes, y en un extraño agrarismo se aferraron al principio de que “la tierra es de quien la trabaja”. Imágenes como la del mexicano y el nativo salvajes y crueles, pronto poblaron las caricaturas de los periódicos, y se perpetuaron en su momento en la televisión y cine de Hollywood. Me resisto a aceptar, con la bienaventurada ayuda de la Madre Historia, que no solamente es pasado, sino también presente y futuro, que la ocupación de los territorios mexicanos haya sido solo una conquista o, peor aún, una cesión, venta, o independencia de soberanías de un país a otro. Huelga decir que ese país tuvo desde un principio sus ojos puestos en México (todavía Nueva España), ya desde el presidente Thomas Jefferson, para arrebatar sus territorios, despojarlo de sus riquezas perceptibles y sumirlo en una perpetua inferioridad y dependencia. Igualmente cuestionamos los mitos del pioneer (pionero) y del cowboy (vaquero), que, pese a su fama heroica, el primero no fue el primero que tramposamente puso el pie en “territorios vírgenes y desocupados”, y el segundo, en su forma y sustancia, fue una copia del vaquero mexicano. El “Oeste”, “el hombre de la frontera”, toda una mitología de hechos y figuras heroicas para adormecer el juicio crítico de los estadounidenses, los ha preparado para las sangrientas invasiones de Estados Unidos a todos los países que son de su interés. Desde antiguo la codicia estadounidense no tuvo límites, y Walt Whitman fue su juglar; reflejó los peores rasgos de la sociedad blanca a la que perteneció, cuyos contenidos, mutatis mutandis, gozan de cabal salud. Una razón más que me llevó a este trabajo para mis posibles lectores, es mi preocupación por el aire fresco de las ideologías racistas en ese país, alentadas por Donald Trump. Este mandatario ha puesto en su mira a México y los mexicanos, a quienes tanto se les debe y nada se les paga, ya por los enormes recursos que su país arrebató en una guerra, ya por el rudo y mal pagado trabajo en los campos y en las ciudades. Los prejuicios tan profundamente arraigados en la mente de tantos estadounidenses adoctrinados por generaciones en el desprecio a quien es distinto, son fácilmente manipulables y dan contenido a los argumentos más disparatados contra los inmigrantes de México y de otros países.

La historia oficial de Estados Unidos, simplona y chabacana, ha modelado las mentes de la mayoría de sus ciudadanos, e inyectado la creencia de que son parte de un destino racial que justifica y alienta su hegemonía mundial. Las demás “razas”, “las de color”, no son merecedoras de los bienes que los estadounidenses gozan y, peor, sus vidas se infravaloran, de aquí la agresividad militar que despliegan en todos los confines, de aquí los millones de muertos, heridos y mutilados, y recursos destruidos.

Con la ocupación del norte, México selló su destino nacional en los años por venir. Se perdieron extensión y control de caudales del Río Colorado, el Río Bravo, y muchos otros de menor tamaño, pero de importancia sobre todo para el riego, como los californianos Sacramento y San Joaquín, entre otros. Con la guerra Estados Unidos adquirió el dominio de casi la mitad de las aguas del Golfo de México, en una extensión de 1 004 km de longitud, y del norte del Pacífico, con casi 2 000 km de línea costera, bajo sus aguas. Sus respectivos mares territoriales y sus actuales zonas económicas exclusivas (donde se desarrolla la actividad pesquera y petrolera) e insulares dan a imaginar su inconmensurable riqueza real y potencial. Lo mismo ocurre con la posesión de los mejores puertos del Pacífico, entre los que destacan el de San Francisco y San Diego, seguidos del puerto de Los Ángeles, Monterrey y otros, en California; Galveston y Corpus Christi en Texas. Partes importantes de Colorado, Nuevo México y Texas se convertirían en las grandes planicies y praderas, donde continuaría la actividad ganadera del país, con la inapreciable ayuda de muchos mexicanos naturales de esas tierras o inmigrados, muy duchos en el manejo de los semovientes. El oro de California primero, y el de la región de las Rocallosas (donde se fundaron pueblos y ciudades en campos mineros como Reno, Virginia City, Goldfield o Rhyolite, en Nevada) vertió una riqueza incalculable que transformó la economía monetaria de Estados Unidos. La mayor mina de cobre del país, de Utah, que ahora se explota a toda su capacidad cerca de Bingham, Utah, representa una riqueza incalculable. Invaluables maravillas de la naturaleza como el Monumento Nacional de White Sands o las Grutas de Carsbad (Nuevo México), Parque Guadalupe y Big Bend (Texas), en sus orígenes pasaron al dominio estadounidense. Así también el Parque Yellowstone, el Parque Canyon-Vermilion Cliffs Windermere, el Nacional de las Secoyas y el Nacional Inyo en California (donde viven los árboles más altos, más grandes, y de los más viejos del mundo), el Gran Cañón, el de los Cactus Columnares, o el Bosque Petrificado de Arizona. Sin parangón es la cadena de los ubérrimos valles californianos de clima mediterráneo, donde se cosechan frutas como melocotones, limones, naranjas, kiwis, albaricoques, aguacates, uvas, aceitunas, almendras, pistaches, cebollas, lechugas, col, arroz, frijoles y maíz. El Valle Central de California hoy es la primera potencia agrícola de Estados Unidos, que produce un tercio de todas las verduras que consume el país y dos tercios de las frutas frescas y frutos secos. Al norte y al sur de San Francisco la rica tierra y la luz del sol hacen florecer a los viñedos que convierten a California en el estado productor de vino por excelencia. Pero su agricultura se sostiene gracias a la mano de obra de los mexicanos inmigrantes, pobres y sin papeles en su mayoría. Ahora ellos son quienes trabajan para los ocupantes de sus antiguos territorios, sin cuyo esfuerzo nada de esto existiría.

Walt Whitman, un poeta y su circunstancia

Walter (mejor conocido como “Walt”) Whitman (1819-1892) provenía de una familia de origen británico y holandés cuya raíz se remontaba al siglo XVII, propietaria de esclavos hasta que el estado de Nueva York abolió la repugnante institución.1 Su padre se dedicó a la construcción, y era un patriota fanático, al grado de poner a dos de sus hijos los nombres de George (por George Washington) y Thomas (por Jefferson). Sus progenitores seguían al carismático predicador Elías Hicks, un rebelde dentro del cuaquerismo

y uno de los fundadores de lo que debería denominarse la religión americana, una fusión postcristiana de las vertientes gnóstica, órfica y entusiasta… Whitman nunca olvidó la experiencia de oír hablar a Hicks y pensaba que este disidente era un héroe de la democracia americana…2

Una herencia genética provocó que uno de sus hermanos fuera retrasado mental, y tres adolecieran de trastornos psíquicos diversos. Situada en algo así como clase media baja, los problemas familiares impidieron que Walt tuviera una vida normal, origen probable de que a lo largo de su vida acusara conductas atípicas. Su disimulada homosexualidad le impulsó a llevar una doble vida, en una época en que poseer esta condición todavía se juzgaba como delito grave en la tierra y una maldición divina en el cielo. Por entonces la repulsa a los homosexuales en Estados Unidos alcanzaba niveles inauditos, así como severos castigos basados en supuestas verdades eternas. Ya antes, en las trece colonias, al menos cinco hombres habían sido ejecutados por ese “delito”, y Jefferson, en Estados Unidos, propuso sin éxito que la condena a muerte se reemplazara por la castración, pero nadie le secundó, y en Carolina del Norte la pena de muerte se mantuvo hasta una fecha tan tardía como 1869.3 El temor al castigo físico, a la marginación y al estigma acompañó al atribulado Whitman, de aquí que inventara cuantas historias le fueran útiles para disfrazar su orientación sexual y a mantener a raya a cualquier sospecha de “mala conducta”. Procuraba aparecer siempre como un varón que tenía amoríos, hijos por ahí y mujeres por allá, a quienes supuestamente amaba y le inspiraban en su trabajo poético. Pero nada impidió que su biografía le equiparara, dada su orientación sexual, a Oscar Wilde. Por otro lado, su constante mudanza de oficios y escenarios y su rijosidad evidenciaron una inquietud que se salía del patrón de la sociedad blanca henchida de pústulas moralistas y racistas, pero con la que, sin gran esfuerzo se identificaba y enaltecía. Perseguía un sueño casi imposible, el de hacer dinero como escritor. En aquel entonces, quizás como ahora, casi nadie, con un mínimo de sentido común, pensaba que la literatura pavimentaba el camino hacia la prosperidad económica de sus autores. Desde su adolescencia persiguió con afán un porvenir en el oficio periodístico, en el que trató una muy amplia variedad de temas que ahora podríamos llamar de naturaleza sociológica: la vida en las grandes ciudades industriales y portuarias, la lucha cotidiana de los esclavizados empleados con sus sacrificios y frustraciones interminables con que muchos envejecían y morían en Nueva York o Boston. Tuvo una colorida variedad de ocupaciones pasajeras: tipógrafo, articulista en más de diez publicaciones, maestro de escuela. Trabajó en el Tammany Hall de Nueva York, cuartel general del Partido Demócrata y sucia posada, a donde sus miembros llegaban a matar el tiempo entre los chismes del día, el humo de cigarros, puros y pipas y copas de whisky.4

Whitman se esmeró en construirse una imagen acorde a sus ambiciones. Del joven formal que buscaba impresionar con un atavío de severa elegancia poco afín con sus flacas posibilidades económicas, evolucionó hasta llegar al símil de un viejo profeta de largas barbas blancas y de espalda encorvada, contenido en un descuidado “trabajador intelectual”. Era su orgullo hablar con “gente del pueblo”, como obreros, conductores de trenes y tranvías, peones de granja, barqueros. Radicó un tiempo en una zona de trabajadores, en su “pequeña choza” como la llamaba, rebosante de impresos en completo desorden, que dificultaban el paso por su estrecha laberíntica y polvorienta senda. Vivía en este repelente lugar con su sombrero fatigado por el uso y la mugre. Su humilde vestimenta, así como su conducta excéntrica al margen de la sociedad fue un recurso de bajo costo que reveló ser lucrativo, ya que le daba una condición misteriosa que atraía la atención de quienes le conocían, así como de sus lectores reales y potenciales. Debajo de toda esta parafernalia, convengamos que proletaria, se escondía su incontenible ambición, que tuvo su primera recompensa en su libro de 1855 titulado Hojas de hierba de 12 poemas en 95 páginas. De su primera edición apenas se vendieron diez ejemplares, y Whitman tuvo que regalar el resto. Pero convencido a pesar de todo que estaba en el camino correcto, lo amplió de manera sucesiva, hasta que, en la sexta edición, la de 1881 con 382 páginas, incluyó 293 poemas.5 Su paroxismo literario-mercantil le condujo a la desaforada autopromoción: con seudónimos y nombres de otras personas escribió comentarios sobre él y su obra, y apoyó a quienes mencionaran cualquier aspecto de su biografía. Su Canto a mí mismo, una elegía narcisista y etnocéntrica como nunca se conoció en la poesía y en general en la literatura, le atrajo un torrente de simpatías en su tiempo y en la posteridad. Por fin sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito, a causa de una estrategia personal de ventas, a su papel en la tumoración del espíritu patriótico de su país (entiéndase bien, de blancos), y a su audacia en donde muchos se vieron proyectados. Thoreau señaló que no solamente le entusiasmaba hablar de él mismo, sino que era renuente a apartarse mucho tiempo del tema. Y demostró, como después lo haría Hemingway, que en el mundo literario el arte de vender y promoverse a sí mismo, si se cultivaba con habilidad y constancia, podía ser más lucrativo de lo imaginable. Una vez ganada la fama vendía al menudeo sus retratos a buenos precios. Insistió a Emerson que le escribiera una carta, misma que difundió para hacer crecer su figura y desde luego, vender más libros. Disgustado por ser objeto de una manipulación intolerable, Emerson le llamó “mitad zorzal (ave canora) y mitad cocodrilo”. En su incurable devoción a sí mismo afirmó que tenía un “cuerpo perfecto”, que para muchos de sus admiradores fue un equivalente al de Cristo vigoroso, cuando en realidad era poco agraciado, defecto natural que empeoraba con el tiempo, en la medida en que se convertía en un anciano. Su contribución más importante fue la de abrir nuevos caminos a la poesía, liberándola de la rima y la métrica, en lenguaje libre, apresurado y desenfadado, con una que otra obscenidad, y en la que yo, me, mi, conmigo se repitieron en innumerables, infinitas ocasiones. Algunos de sus poemas pueden ser leídos con el lente de la autoayuda y la autosuperación, hoy tan de moda.