Kitabı oku: «Emboscada en Dallas»
EMBOSCADA EN DALLAS
PEDRO J. SÁEZ
EMBOSCADA EN DALLAS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2022
EMBOSCADA EN DALLAS
© Pedro J. Sáez
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2022.
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artística o científica.
ISBN: 978-84-19092-80-9
PEDRO J. SÁEZ
EMBOSCADA EN DALLAS
A mi nieta Penélope.
Índice
Prólogo
Introducción
1.Helsinki. Finales de 1974
2.Se abre la veda
3.Plan «Sibelius»
4.¡Que viene el lobo!
5.Caza mayor
6.Todo tiene un principio
7.Aires mexicanos
8.El señor Scott
9.Un duro golpe
10.El comodín Baker
11.La muerte llama a la puerta
12.Los Kennedy
13.Trabajando para la mafia
14.La política como negocio
15.Una fecha
16.Dos chivos expiatorios
17.La trama de Nueva Orleans
18.Despejando el camino
19.Final de trayecto
20.¿Solo dos actores?
21.El desenlace
Anexo
Prólogo
Cuando el Lincoln negro descapotable en el que viajaba el presidente se detuvo en la explanada del hospital principal de Dallas, poco podían hacer ya los médicos; sin embargo, teniendo en cuenta quién era el paciente, estuvieron cuarenta minutos intentando lo imposible. John F. Kennedy había sido asesinado ese 22 de noviembre de 1963.
A la convulsión natural que le sigue a la muerte violenta de un presidente, había que añadir el hecho de que, para muchos, Kennedy no era un presidente cualquiera. Su juventud y carisma, su esposa, así como el carácter novedoso de su lenguaje político fueron, entre otros, factores que multiplicaron el impacto en Estados Unidos: las intrigas, el hampa, la inoperancia tanto del FBI como de la CIA; el asesinato de Lee Harvey Oswald a manos de Jack Ruby; la trayectoria improbable de un proyectil, etc. El presidente Lyndon B. Johnson designó la Comisión Warren para llevar a cabo la investigación oficial del magnicidio, pero nadie creyó en sus conclusiones.
«Todo el mundo odiaba a Kennedy menos la gente». Estas fueron las palabras que pronunció Saint John Hunt, hijo de un agente de la CIA vinculado al asesinato, quien dibujó el esquema de la conspiración poco antes de morir. Como tantos otros, su testimonio fue inmediatamente desacreditado, ya que la mezcla de la propaganda con la autosugestión resulta, por lo general, implacable.
Sirva esta introducción para contextualizar todo lo que el lector se va a encontrar en esta obra, una novela que hasta hace apenas un par de meses no era sino un manuscrito más sobre la mesa de este editor. A veces, basta con leer el primer párrafo de una obra para intuir la calidad de la misma; sin embargo, con Emboscada en Dallas tuve que continuar con la lectura. Seguí y seguí. No podía parar de leer. Primero, con cierto interés, que poco a poco se fue convirtiendo en una emoción cada vez más latente. Y después, con una gran dosis de admiración: no podía creer que fuera tan buena. Pero sí, estaba ante una de esas novelas cargadas de giros narrativos, magistralmente escrita por Pedro J. Sáez y con una profusa labor de documentación detrás, de esas que se hacían antaño. En definitiva, una obra que hará las delicias del lector habitual de historias de intriga y espionaje.
Carlos Torres
Director editorial de ExLibric
Introducción
Mal menor
La lectura rápida de esas dos palabras, en principio y aparentemente, parecería que entrara en contradicción con otros principios éticos o morales que indican que nunca es lícito cometer ningún mal1. Sin embargo, Aristóteles en el Libro II de su Ética, bascula en su elección: de dos males, el menor ha de ser siempre elegido.
Aristóteles definía la virtud como término medio entre dos vicios, proponiendo que es aconsejable caer en el vicio menos erróneo antes que en el más erróneo cuando no se pueda acertar con la virtud, algo parecido a lo que defendía Cicerón, añadiendo un matiz importante al poner como ejemplo de la opción del mal menor no una salida cómoda, sino un ejemplo de heroísmo. Pero en el pensamiento filosófico, a medida que pasa el tiempo, como en muchas otras cosas, aparecen nuevas visiones y las cosas cambian.
El cristianismo, en la época de las persecuciones, pasó de proponer un pacifismo radical a justificar las guerras tras cristianizarse el Imperio romano en el siglo IV. A partir de entonces, se teorizaron las causas de la guerra justa, siempre para restablecer la paz y reparar la injusticia recibida. En la Edad Media se recoge ya en el VIII Concilio de Toledo: «si un peligro inexcusable nos lleva a perpetrar uno de dos males, debemos escoger el que nos haga menos culpables».
Pero, en nuestra época, ¿ha cambiado mucho este principio? En nuestro entorno inmediato y casi personal, cuántas veces se nos han presentado momentos de duda, hemos actuado de igual forma, incluso admitiendo que hay consideraciones éticas y morales, cuando no religiosas, nos declinamos por el mal menor. Es una decisión que tomamos como propia, dentro de una frontera egocentrista para nosotros mismos. Pero, cuando en ese juego participan un colectivo mucho mayor, más amplio, los criterios cambian y aplicamos aquel principio, aunque esta vez atendiendo a intereses egoístas de tipo material, más que éticos y morales. Es decir, damos un paso más para que nuestras conciencias duerman tranquilas; el fin justifica los medios. Es entonces cuando el mal menor es la mejor solución, claro, bajo el amparo de la bandera de la seguridad nacional o del interés nacional, llamémoslo como queramos.
Si hay un país en el que reflejo mejor ese condicionante, ese es los Estados Unidos de América, cuya vida desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, ha estado muy ligada a utilizar, con gran frecuencia, aquella frase de dos palabras que con solo escucharlas se doblegaban no solo la moral del ciudadano, sino también sus valores y libertades. Recordemos…
«NOSOTROS, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer Justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la Defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta CONSTITUCION para los Estados Unidos de América […].
Enmienda I
El Congreso no decretará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al Gobierno la reparación de agravios […].
Enmienda V
Nadie estará obligado a responder de un delito castigado con la pena capital o con otra infamante si un gran jurado no lo denuncia o acusa, a excepción de los casos que se presenten en las fuerzas de mar o tierra o en la milicia nacional cuando se encuentre en servicio efectivo en tiempo de guerra o peligro público; tampoco se pondrá a persona alguna dos veces en peligro de perder la vida o algún miembro con motivo del mismo delito; ni se le compelerá a declarar contra sí misma en ningún juicio criminal; ni se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización […]».
Pero el poder ejecutivo no tardó en buscar, encontrar y aplicar un concepto patriótico, un concepto de bandera, de país, de nación. Un término que dejaba muda a la Constitución, y no era otra cosa que: ¡por la seguridad nacional!
Fórmula mágica que, con el paso del tiempo, fue cambiando la democracia del pueblo hacia un gobierno elegido democráticamente que ejerce poderes totalitarios. Toda una paradoja, ya que, en la era de la seguridad nacional, muchas libertades y derechos del ciudadano se han visto mermados, coartados y suprimidos, precisamente ese mismo concepto de… ¡Seguridad nacional!
Si nos preguntasen cuál es su significado, ¿podríamos responder? Difícil sería. Y lo peor es que, ese término se está extendiendo cada vez más a diferentes Estados del resto del mundo. Da lo mismo que sus gobiernos sean totalitarios, constitucionales, liberales, republicanos o democráticos. Todo lo que un gobierno de turno tiene que decir es… ¡Seguridad nacional! para que cualquier ciudadano de orden, al oír esa frase, que es sinónimo de ponerse firme y callar, mire hacia otro lado, pues de lo contrario uno sabe que podría tener problemas. ¿Cuántos ejemplos podemos poner?
¡Muchos!
Solo hay que levantar la cabeza, mirar a cualquier lado, en cualquier lugar, para comprender y ser consciente del poder que acumulan esas dos palabras, bien sea a través de los medios escritos, en el cine o incluso la televisión, al ver y oír en aquella escena decir… «la seguridad nacional está en juego». Hasta la justicia se callaba cuando lo escuchaba, recordad: «¡El caso es una amenaza para la seguridad nacional, Señoría!», advertían los abogados.
Esta novela te hará penetrar en las entretelas de lo que se dice, lo que se cuenta y lo que realmente ocurre. Una línea roja muy débil que se traspasa constantemente. En este juego del poder las vidas humanas no cuentan.
El interés nacional es como un iceberg, del que apenas vislumbramos lo que se oculta debajo del agua. Es desde el poder de la alta política —glaciar— donde se sabe el alcance y tamaño de aquel bloque de hielo desprendido —interés partidario—, que flota a la deriva del mar por sus aguas frías —guerra fría—, sin rumbo y sin saber cuándo deja de ser dañino para la navegación —interés general del ciudadano—.
Las agencias de inteligencia se mueven con esa tarjeta de visita «IN» como pez en el agua. Con una consigna: ¡El fin justifica los medios! El mejor ejemplo, el asesinato del 35º presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.
Es de cómo se manipula a las personas y la información de lo que trata esta novela. Veremos agentes especiales del FBI y de la CIA, con sus tramas, sus silencios y sus métodos moviéndose por diferentes lugares y gobiernos. De esta manera, tú, lector, tendrás la suficiente información para tener una visión generalizada de lo ocurrido en aquel magnicidio. No de lo que nos han contado.
Preguntas como ¿por qué lo mataron?, ¿quiénes fueron los que intervinieron?, ¿por qué solo han acusado a Oswald?, ¿quién está detrás de Ruby? o ¿quién fue o quiénes fueron los autores intelectuales del asesinato? tienen aquí respuesta.
Emboscada en DALLAS es la muestra palpable de cómo el principio del mal menor es aplicado, mejor que nunca, para alcanzar un objetivo común, a callar discrepancias y voluntades y enmudecer informes para satisfacer intereses económicos. Solo, que esta vez buscaron un atajo por la senda del dolor y el sufrimiento a costa de numerosos inocentes, cuyo único error, fue estar, en un momento de su vida en un lugar equivocado.
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1 Conceptos planteados sobre la injusticia por Platón, en boca de Sócrates, en los diálogos Gorgias (es preferible sufrir una injusticia a cometerla), y también por Critón (no se debe cometer injusticia ni siquiera para evitar una injusticia mayor).
Emboscada en Dallas es una obra de ficción basada en hechos reales, contada con una amplia gama de documentación y de fuentes fidedignas.
1. Helsinki. Finales de 1974
—¿Cuál es el motivo por el que visita nuestro país, señorita Kofman? —le preguntó el agente de aduanas.
—Motivos de trabajo. Soy ornitóloga.
—¿Algún ave en especial?
—El Cygnus, creo que ustedes le llaman laulujontsen.
—¡Ah! El cisne cantor. Muy bien. ¿Cuánto tiempo durará su estancia?
—Al menos un año.
—Ya sabe que tendría que conseguir una nueva autorización antes de sobrepasar el año de estancia en nuestro país.
—Lo tendré en cuenta.
—¡Bienvenida a Finlandia, señorita Kofman! Que disfrute de nuestro país.
—Muchas gracias.
Así fue como Kathleen Kofman, con pasaporte alemán, comenzaba su visita para estudiar al precioso cisne cantor, pero nunca más lejos de la realidad. Su auténtico nombre era Hendrina Sprenger, apellido holandés de origen judío.
Kofman era buscada por algunas agencias de inteligencia, que solicitaban sus servicios como cazador de personas —muy pocos sabían su verdadera identidad y, menos aún, que era una mujer—, y la conocían por su alias, Tulipán. Casi todo el tiempo de su actividad lo dedicaba a rastrear antiguos agentes nazis y a ponerlos en manos del Mosad2, pero también hacía otros trabajos para el MI63 y especialmente para la CIA4, y este caso era uno de ellos. Desde luego que era un asunto muy especial, ya que le habían añadido a su encargo un plus y una condición. El plus, recuperar unos manuscritos que sabían tenía el hombre al que señalaron; si los encontraba, le entregarían sesenta mil dólares, lo cual hizo que nuestro Tulipán estuviera más que motivado por recuperar aquel premio. Sin embargo, la condición de que la muerte tenía que parecer obra de los rusos no le suponía ningún problema cumplirlo.
La Agencia Central de Inteligencia americana ya le había advertido en su informe de que habían localizado a uno de sus antiguos agentes que se quería pasar a trabajar con los rusos, al lado contrario. Así que Kofman viajó al lugar indicado. Una vez allí, esperó en el aeropuerto hasta que escuchó por los altavoces su nombre:
«Aviso para el señor Kofman. Por favor, preséntese en información».
Lo escuchó dos veces más. Cuando se identificó, se aclaró que a quien llamaban era a una mujer, a ella. Le entregaron un sobre en cuyo interior había una tarjeta del Banco de Finlandia con un número anotado a lápiz, el 319, y una pequeña llave. Sin más tardanza, salió del aeropuerto y, subiéndose a un taxi, se dirigió al banco. Era su modus operandi. Primero recibía una postal en su box de París, donde vivía, de la ciudad a donde se tenía que dirigir. Una vez allí, recibía la información necesaria.
En la caja de seguridad del banco encontró un sobre con todas las indicaciones, una pistola limpia y 400005 dólares, correspondientes a los honorarios por su trabajo de eliminación, encargos que, por cierto, siempre cumplía. Por supuesto, en ese precio estaba incluido su silencio.
Su segunda visita fue al Hotel Kämp, uno de los más prestigiosos de la ciudad de Helsinki. Allí, en su habitación, repasó toda la documentación incluyendo el arma, una Makárov con munición de 9 mm, una semiautomática rusa que tan solo pesaba 815 gramos, pero muy efectiva, pequeña y fácil de camuflar. Con toda tranquilidad y comenzando a mimetizarse con ciertas costumbres rusas, que formaba parte de las huellas de su trabajo, se tomó un vodka antes de repasar la documentación, donde le indicaban, con todo tipo de detalles, la pieza a abatir. Observó una y otra vez las fotos, leyó los escritos donde le indicaban la última ubicación de aquel hombre, así como las rutas y costumbres que conocían. Su nombre y alias decían: «William Stowe, alias Kevin Sullivan, aliasThomas Sullivan».
Los servicios de inteligencia norteamericanos fijaban su residencia en la ciudad de Turku, al menos durante los meses de invierno, aunque desconocían dónde pasaba el resto del año; suponían que en algún lugar oriental de Finlandia.
Kofman nunca cuestionaba las causas ni los motivos, y mucho menos el porqué. Hacía su trabajo sin ningún escrúpulo ni remordimiento. Lo vivido en la guerra, y lo que le habían hecho los nazis a su familia y a ella, anulaba todo sentimiento de culpabilidad. Aquella experiencia trágica le había borrado cualquier tipo de ética o moral, de manera que se centró en su último encargo y, acariciando con su delicada mano la foto del rostro de aquel hombre, bebió de un sorbo su segundo trago de vodka.
—Eres mi cisne cantor. ¡Pronto estarás bajo tierra, señor Stowe, o como quiera que te llames! —aseguró en voz alta.
Guardó todo en la caja de seguridad de la que disponía la habitación. Luego fue al baño y tomó una larga ducha para relajarse. Cuando terminó, se arregló y bajó a cenar al mismo restaurante del hotel. Desde la ventana veía nevar copiosamente, pudo contemplar cómo la ciudad poco a poco se quedaba vacía, sola, sin su gente. Entonces comprendió que su misión iba a ser difícil. Se dio cuenta de que ese medio hostil le pondría numerosos inconvenientes. Tenía que ser muy prudente y desempeñar muy bien su papel sin llamar la atención. Pidió un Jägermeister, una copa de licor típica alemana. Mientras la saboreaba, no pudo evitar pensar en el hombre que le habían señalado. Se sintió un poco nerviosa, pero eso era algo normal, como preludio de su trabajo, por no saber a lo que tenía que enfrentarse.
Allí sola, le vino a la memoria su último trabajo encargado también por la CIA tiempo atrás. Fue a primeros de noviembre de 1965. Kofman fue recordando detalles del personaje que tenía que eliminar. Una periodista de éxito que trabajaba como reportera de crímenes para el diario The New York Journal. Se llamaba Dorothy Kilgallen y, según los datos sobre su persona, tuvo una corta carrera en el mundo del cine, incluso escribió algún guion. Sin embargo, como periodista era famosa. Su columna diaria, La Voz de Broadway, se estimaba que tenía veinte millones de lectores, ya en 1950. Por si eso fuera poco, en aquel dosier se incluía información de su programa de televisión ¿Cuál es mi línea?, un programa de entretenimiento en el que al final descubrían a un famoso. Era especialista en seguir y escribir juicios de personas famosas con bastante audiencia y éxito; además, le informaron de todo tipo de detalles, horarios, personal técnico, auxiliares y maquilladoras que atendían a aquella periodista.
También resaltaron que aquella persona estaba bien informada y preparada para abordar cuestiones políticas, ya que tenía muy buena relación con las agencias de inteligencia. Entre 1959 y 1960, Kilgallen incluyó una gran cantidad de historias anti-Castro en su columna. Parte de esa información provenía de exiliados cubanos con base en Miami. En el verano de 1959 tomó partido en diferentes publicaciones, sugiriendo que la CIA y la mafia estaban trabajando juntas para asesinar a Fidel Castro. Hasta tuvo la osadía de criticar la forma de vestir de la esposa de Nikita Khrushchev.
Se había convertido para el Gobierno y las propias agencias de inteligencia en una especie de grano en el trasero que no dejaba de escocer. Una de aquellas notas decía:
«La señora Kilgallen fue demandada por difamación por la periodista Elaine Shepard. En un artículo publicado el 22 de diciembre de 1959, la periodista sugirió que una mujer, miembro del grupo de prensa de Washington, que se unió al presidente Dwight Eisenhower en una gira por Europa, había tenido una aventura con alguien del personal de la Casa Blanca. Como Shepard era la única mujer, no había duda para nadie, de manera que la señorita Shepard la demandó por 750000 dólares, alegando que Kilgallen “había implicado maliciosamente que era una persona de carácter lascivo y desaprovechado”. ¡La señora Kilgallen ha traspasado la línea roja!».
Tomando su último trago, repasó cómo lo hizo, cómo actuó en aquel trabajo… Cuando sacó un duplicado de llaves y la clave de la alarma de su casa de Nueva York, resultó fácil introducirse; fue sencillo dormir a su familia, ya que ella dormía sola en el piso superior. Subió a su habitación y, a punta de pistola, la llevó a la cama. Luego la asfixió con la almohada. No quiso seguir más con aquel recuerdo, dado que debía marcharse a su habitación; al día siguiente tenía que comenzar a trabajar para cumplir su nuevo encargo. Un trabajo que no se presentaba nada fácil, atendiendo a su buena remuneración y el tiempo que le señalaron como límite para su ejecución.
Mientras esto ocurría, en Turku, a 170 km, un hombre escuchaba la melodía de Sibelius Opus 26, al tiempo que desgranaba recuerdos de su pasado, recuerdos que iba anotando en su inseparable libreta de tapas rojas. Uno de ellos, ya escrito, fue cuando pisó por primera vez tierras finlandesas y, sobre todo, cómo y por qué se produjo. Esto es lo que había escrito al respecto:
[…]
—Han traído este sobre por mensajería —me informó mi secretaria.
—¿No han dicho de quién?
—No, ya lo pregunté yo al ver que no tenía remite.
—Gracias, Peggy.
Cuando abrí el sobre, pude leer:
Siento interrumpir su permiso. Usted es mi LITEMPO-0, el primero de mi lista. Le será fácil comprender que, donde he estado trabajando, he dejado agentes de toda mi confianza que aún me siguen sirviendo, y muchos todavía están activos.
Todos, absolutamente todos, están convencidos de su labor patria, de que están haciendo un papel, a veces muy desagradecido por su anonimato, pero lleno de gratitud por los miles de personas que han salvado la vida de una forma u otra.Y no me gustaría que se quedase fuera de mi equipo, tanto si ha decidido marcharse a casa como si se permanece en México.Ahora me encuentro en Washington y necesito hablar con usted.
Mañana, en el monumento a Abraham Lincoln, a las 17:00 h.
Scott.
Tardé unos segundos en reaccionar. Miré el reloj y eran las 14:10 horas, de manera que marché al aeropuerto a comprar billete para el vuelo. Llegaría a mediodía, así que descarté la opción del coche, ya que de Nueva York a Washington hubiera tardado más de cuatro horas y media. Quería ir cómodo y relajado a ese encuentro. Recuerdo que estuve hasta bien entrada la noche pensando cuál sería el motivo por el que el señor Scott quería hablar conmigo. Al día siguiente, 7 de enero, marché al lugar de encuentro. A la hora fijada nos vimos, y he de decir que con grata alegría por ambas partes.
—¿Cómo ha comenzado el 58, señor Sullivan?
—Con mucha tranquilidad. ¿Y usted?
—Muy bien, ya sabe que los mexicanos son de sangre caliente y estas fiestas las celebran con mucho ruido y alegría. He tenido que venir a la capital, pero antes de marcharme, tengo que hablarle personalmente.
—Dígame lo que quiere de mí.
—En el mensaje estaba casi todo dicho, pero quiero escuchar su contestación. Es un paso muy importante, señor Sullivan.
—Deduzco, señor Scott, que su confianza conmigo se mantiene intacta.
—No lo dude ni un momento. Ninguna persona sabe de la existencia de esta red mexicana, salvo, claro está, quienes la forman. De manera que con ello le he contestado. He estudiado su situación y su petición de volver a casa, y he pensado que la mejor solución es que sea mi agente encubierto en Washington. Creo que, bien mirado, un LITEMPO podría funcionar en esas condiciones. Tener un hombre disponible por el territorio nacional resultaría muy positivo e incluso creo que así usted me sería más útil. ¿Qué me dice, señor Sullivan?
—Sabe que confío plenamente en usted y le agradezco su confianza hacia mi persona. Pero supondrá hacer algunos cambios en mi vida.
—¿Y eso le causa algún problema?
—Ninguno.
—Pues entonces está todo dicho.
El señor Scott era un hombre muy convincente. Si le dejabas hablar, era capaz de convertir al demonio en un ángel. Una vez dado mi consentimiento, me explicó los detalles de mi cometido, mi misión.
Nueve días después, el jueves, 16 de enero de 1958, volaba hacia Helsinki, Finlandia, con un único propósito: mantener un encuentro con un hombre de toda confianza del Sr. Scott, quien me daría información de un alto dirigente de la KGB6. A aquel desconocido le pusimos el apodo de «yanqui rojo», por supuesto, fuera del conocimiento de nuestra embajada. Era un viaje de incógnito, aparentemente de vacaciones. A esas alturas ya tenía totalmente asumido que mi papel estaba dentro del círculo del señor Scott, un círculo muy restringido y que actuaba de forma independiente, fuera de la influencia y el control de La Compañía, como así llamábamos a la CIA.
A pesar de estar preparado para convivir con el frío y la nieve en los duros inviernos de Nueva York y Washington, cuando aterricé en el nuevo aeropuerto de Vantaa, a 19 kilómetros de la capital Helsinki, pude comprobar el inmenso manto blanco que cubría toda la ciudad. Una estampa preciosa que no cambia hasta que tus inseguros pies rompen el frío gélido a cada paso. Los termómetros marcaban -8 ºC.
Lo primero que hice fue comprarme un gorro de piel de marta para que me cubriera la cabeza y mis sensibles orejas; para lo demás, iba bien equipado. Era mediodía y se podía decir que el momento de máxima concurrencia de la población; aun así, en comparación con la gran City, la imagen que veía era de escasa presencia humana, y aunque en Estados Unidos estábamos en invierno, no se parecía en absoluto al frío que noté al llegar a Finlandia. Era tal la sensación gélida que notaba cómo los cristalitos de hielo se aposentaban hasta en los minúsculos vellos de mi nariz. Con aquella sensación pedí a un taxi que me acercara al hotel. Le enseñé un papel escrito con el nombre: «Radisson Blu Plaza Hotel».
Cuando el conductor leyó la nota, me contestó en un perfecto inglés:
—De acuerdo, no se preocupe. Enseguida le llevo.
—Cómo me alegro de que hable usted mi idioma. No hablo casi finés y sé que me resultará difícil comunicarme estos días.
—¿De dónde es usted?
—Norteamericano.
—Bueno, no se preocupe. No tendrá ningún problema.
—El inglés se practica mucho, ¿verdad?
—Sí, lo habla mucha gente, especialmente los jóvenes; esos saben hasta latín.
—Muchas gracias.
—¿De negocios? —preguntó el taxista.
—Un poco de todo. ¿Qué tal el hotel?
—Muy bien. Un histórico, tiene unos cuarenta años y alberga el restaurante Plaza, que tiene muy buena cocina. Se encuentra junto al parque Kaisaniemi y a veinte minutos a pie de casi todo lo importante que se puede ver de la ciudad.
—¿Está lejos el hotel del Teatro Ruso?
—De dieciocho a veinte minutos; en verano y a paso ligero, unos doce o trece. Está muy cerca, aunque ahora tiene que ir mucho más despacio. Hay placas de hielo bajo la nieve y uno puede resbalarse. El secreto, caminar despacio.
—Muchas gracias. ¿Me permite una pregunta?
—Por supuesto.
—Como voy a estar bastantes días, quisiera escuchar alguna pieza de Sibelius. ¿Es posible?
—¿Le gusta a usted la música?
—Cuando puedo, intento escucharla, pero aquí, en la tierra del gran músico y con mucho tiempo disponible, no me perdonaría perder la ocasión.
—No le podría contestar a su pregunta. Sé que todos los martes en la Sala de Conciertos del Ayuntamiento se puede escuchar y ver a la Orquesta Sinfónica. Seguro que allí siempre interpretan algo de Sibelius.
—Pues muchas gracias de nuevo.
Con aquella simple explicación, que luego complementé en la recepción del hotel, pude hacerme una composición del lugar y de mis siguientes pasos a realizar. Lo primero que hice fue comprarme una pequeña cámara fotográfica. Así podría disimular y representar mejor mi papel de turista; además, me ayudaría a pasar mejor los tiempos de espera, que seguro los habría.
El sábado 18 tenía el contacto con el desconocido. El lugar, el Teatro Alexander, más conocido comoTeatro Ruso, situado en la calle Bulevardi, lugar de la sede de la Ópera Nacional de Finlandia. Allí, en la fila número 8, butaca 10, sector derecho, tenía cita con un desconocido que, según mi información, estaría sentado junto a mí. Pero había un problema: no sabía si se sentaría a mi derecha o mi izquierda para hablar de otro hombre, aún más desconocido.
Recuerdo que la obra que representaban era El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Pero, debido a mis circunstancias, no tuvo en mí el éxito deseado, dada la preocupación por ver quién era mi contacto. Antes de comenzar, a mi izquierda había sentado un hombre mayor de barba bien recortada, mientras que a mi derecha el asiento estaba vacío, por lo que estaba más pendiente de mirar a mi alrededor que al escenario. Momentos antes de apagar las luces para dar comienzo a aquella representación, una señora accedió a la butaca vacía por el pasillo derecho, haciendo que se levantasen todos los ocupantes de sus respectivas butacas. Por fin se sentó. De su bolso sacó unas gafas y el programa, al tiempo que me dijo:
—Iemaneman enkasavu7— o algo parecido; más tarde supe su significado.
No entendí nada. De mí solo recibió una leve y simpática sonrisa. Al instante, las luces se apagaron y comenzó a escucharse la música. Tres minutos después, el telón se abrió y empezó la representación de aquella ópera, la transformación real de la princesa Odette, que se convertía por primera vez en un cisne. Luego, junto al decorado de un parque ante palacio, el príncipe Sigfrido celebraba su vigésimo primer cumpleaños con su tutor, amigos y campesinos. Las diversiones eran interrumpidas por la reina, madre de Sigfrido, y sus damas de honor, que se preocupaba por el estilo de vida que llevaba su hijo. La madre le recordó que la noche siguiente debería escoger esposa durante el baile real de celebración oficial de su cumpleaños, al que acudirían las más jóvenes y hermosas muchachas de la comarca, de entre las cuales el príncipe tendría que elegir a una como futura esposa. Era fácil seguir el programa porque, aunque muy resumida, ofrecía una traducción al inglés; todo un detalle.